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terça-feira, 24 de julho de 2018

Stefan Zweig: Castellio contra Calvino. Conciencia contra violencia

Estive lendo este livro de Stefan Zweig, até selecionei um trecho que traduzi do espanhol. Ver ao final.
Ele foi escrito três anos depois do seu Erasmo, logo a início do regime hitlerista.
Nota-se, no trecho que traduzi e transcrevi, abaixo, o protesto de um escritor contra todas as ditaduras.
No mesmo ano de publicação deste livro, em 1936, Zweig vinha pela primeira vez ao Brasil, de passagem para Buenos Aires, onde se realizaria o congresso internacional do Pen Club, durante o qual foi muito pressionado para assumir uma atitude mais firme contra Hitler, mas ele se recusou.
O episódio foi retratado no filme, que recomendo, "Adeus à Europa", e de fato Zweig estava vendo o seu continente afundar em ditaduras e regimes fascistas.
No Brasil, deixou inconcluso seu livro sobre Montaigne, e, prontas, as memórias da belle époque, O Mundo de Ontem", publicadas postumamente. Seu Erasmo é um monumento. Mas nem sempre ele fala só de heróis (como esses, mais Fernão de Magalhães ), pode também tratar de calhordas, como Joseph Fouché, um grande livro, uma grande biografia.  Recomendo, também, a biografia de Stefan Zweig por Alberto Dines, um dos maiores jornalistas brasileiros, recentemente falecido.
Paulo Roberto de Almeida 

Stefan Zweig: Castellio contra Calvino. Conciencia contra violencia

Publicado por 

¿Qué puede llevar a toda una ciudad como Ginebra, con una larga tradición democrática, con unos ciudadanos acostumbrados a regirse por sus propias leyes, elegidas por orgulloso referéndum a mano alzada, a doblegarse ante la voluntad de un solo hombre, extranjero para más inri? No hablo de una sumisión forzada por la derrota militar sino de una docilidad voluntaria, propiciada primero por la inseguridad y luego apuntalada por el miedo. Hablo del férreo gobierno que instauró Calvino y que llevó a la ciudad suiza a un puritanismo modélico, a un extremo rigorismo que cumpliese con las severísimas exigencias del maestro, y a la persecución implecable del disidente, lo que condujo a la primera quema de un hereje de la fe reformada, Miguel Servet, y al acoso de uno de los mayores humanistas de la época: Sebastian Castellio.
Son admirables la inteligencia y determinación de Calvino a la hora de hacerse con el poder en Ginebra. Genial manipulador y estratega, sabe cómo contaminar la autoridad civil con la religiosa para hacerse dueño de ambas. Su raíz puritana pronto se deja sentir en todos los aspectos de la vida cotidiana: se prohíben las conversaciones ligeras, los libros que no sean obras piadosas (y, dentro de estas, solo las autorizadas por Calvino), los peinados demasiado largos, las ropas vistosas, los bailes, las fiestas, los juegos… Todo signo de alegría y de vida es suprimido. El control de los ciudadanos —¿mejor decir fieles?— alcanza niveles de virtuosismo gracias a una amplia red de delatores y espías que informan puntualmente de cualquier desviación de la doctrina. La diplomacia ginebrina da fiel noticia al maestro Calvino de las convulsiones en el extranjero.
A este espíritu fanático e intransigente se opuso, obligado por las circunstancias y por la firmeza de sus creencias, otro espíritu simétricamente opuesto. Sebastian Castellio era un erudito al que apasionó la polémica que levantó Lutero en toda Europa acerca de la libre interpretación de la Escritura. La inteligencia abierta y tolerante de Castellio enseguida fue ganada para la causa protestante, dedicandose nada menos que a una nueva traducción de la Biblia al francés y al latín. Buscando un lugar donde imprimir la primera parte de su trabajo, se alejó del ambiente francés, hostil a los protestantes, y fue a dar en ese bastión del reformismo llamado Ginebra. Por si fuera poco, Castellio y Calvino habían coincidido brevemente de estudiantes, cuando este último era un ferviente partidario de la libertad de conciencia, por lo que el humanista confiaba en disponer con presteza del imprimátur. Cuál no sería su sorpresa cuando Calvino contestó a sus requerimientos pretendiendo introducir cambios en su traducción de la Biblia. Y es que la traducción de Castellio reconocía su ignorancia en algunos puntos oscuros del texto sagrado, puntos que Calvino ya había zanjado conforme a su propia doctrina. Se inició así un cruce de escritos polémicos entre ambos (mejor dicho: entre Castellio y los subordinados de Calvino, pues este prefería delegar estas escaramuzas) que concluyeron en la pérdida del trabajo de Castellio y en su expulsión de Ginebra.
Castellio pasó muchas penalidades a partir de entonces. Tuvo que aceptar infinidad de trabajos para mantener a su familia, además de robarle horas al sueño para continuar su traducción de la Biblia y redactar una gran variedad de escritos. Desde su enfrentamiento con Calvino se mantuvo en un prudente segundo plano, trabajando sin llamar la atención. Obtuvo un puesto en la Universidad de Basilea, comunidad donde era querido y considerado. Y así podría haber seguido sine die apaciblemente si un hecho tremendo no lo hubiese obligado a empuñar la pluma de nuevo: la quema en la hoguera de Miguel Servet. Servet, un aragonés inquieto y provocador, cometió el mismo error que Castellio: recurrió a Calvino esperando encontrar un interlocutor para sus ideas teológicas y se topó con un furibundo déspota que no toleraba ni la más mínima discrepancia.
Los capítulos que Zweig consagra a Servet destacan con un relumbre especial debido a, por un lado, la extraña personalidad del aragonés y, por otro, a su espantoso final. Servet es presentado como un personaje deDostoyevski: brillante y contradictorio, astuto y temerario. El encontronazo con la pétrea autoridad de Calvino lo lleva al suplicio primero y luego a la quema pública, en unas páginas vívidas y conmovedoras que dejan huella en la memoria. Este horror en medio del oasis de libertad que había pretendido ser la Reforma empujó a Castellio a empuñar la pluma en defensa de la libertad de culto, argumentando que las cuestiones de fe corresponde a Dios dirimirlas, no a los hombres. La oposición del humanista enfureció a Calvino, quien puso en marcha toda su máquina propagandística para desacreditar a su enemigo y desautorizarle ante sus paisanos. Las calumnias constantes y la aparición de un libelo infamante hacen que Castellio se lance de nuevo, de mala gana, a la polémica, redactando un elocuente Contra libellum Calvini (el panfleto acusador venía firmado por uno de los secuaces del maestro pero Castellio sabía muy bien quién era el verdadero autor), un monumento de honestidad, rigor y tolerancia, una implacable demolición de las acusaciones y, a la vez, una llamada a la tolerancia. Llamada que Calvino respondió de la única manera que sabía: redoblando sus ataques. Indagó la vida entera de Castellio, sus amigos, su pasado y le saltó delante, como una liebre, un indicio que podía llevar al humanista a ser acusado de herejía: cundió la sospecha de que un discreto y generoso noble muerto hacía un tiempo podía haber sido en realidad David de Joris, un anabaptista fugado de Holanda hacía años. Dicho noble había sido amigo y contertulio de Castellio. Pero cuando la acusación parecía tomar cuerpo, Castellio murió a causa de su debilitado físico a los 48 años.
Sobre el trasfondo siempre apasionante de las controversias religiosas suscitadas por la Reforma, varias aspectos sobresalen en este duelo entre Castellio y Calvino. En primer lugar, llama la atención la pusilanimidad de los ciudadanos suizos, quienes ceden sin demasiada resistencia a las presiones de un carácter autoritario: acatando, los ginebrinos, los puritanos requerimientos de Calvino y, los ciudadanos de Basilea, cediendo a las calumnias contra un profesor de su Universidad cuyo comportamiento no había sido sino ejemplar. Parece que siglos de tradición democrática no proveen en absoluto de coraje y preocupación por el prójimo. Destaca también, como he dicho, la figura de Servet, siempre al borde la perdición, guiado por algún demonio interior que le hacía mirar fijamente a la nada. Repelente y fascinante, con algo más de esto último, se me antoja el retrato de Calvino. A pesar de su fanatismo y de su indiferencia ante el dolor ajeno, uno no puede dejar de admirar su inteligencia fría y precisa, su ambición desmesurada que sale a la luz tal vez por una casualidad (Zweig insiste en las dudas de Calvino antes de ir a Ginebra, solo resueltas por la insistencia de Farel), su logro de esculpir una ciudad entera a su imagen y semejanza. En cuanto al apacible y tenaz Castellio, el biógrafo le dedica las líneas más cálidas del libro para resaltar su inteligencia, su sabiduría y, sobre todo, su respeto a los demás que le llevó a practicar y defender hasta el final la tolerancia hacia las creencias de los demás.
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[Tradução livre do espanhol: Paulo Roberto de Almeida ]
(...)
Nenhum povo, nenhuma época, nenhum homem de pensamento escapa de ter de delimitar uma ou outra vez liberdade e autoridade, pois a primeira não é possível sem a segunda, já que nesse caso, se converte em caos, nem a segunda sem a primeira, pois então se converte em tirania. Não há dúvida de que no fundo da natureza humana existe um poderoso impulso de autodissolução na coletividade. Nossa ilusão ancestral, de se que poderia forjar um determinado sistema religioso, nacional ou social que a brindaria toda a humanidade paz e a ordem definitivas, é indestrutível. O Grande Inquisidor de Dostoievski demonstra a cruel dialética que, no fundo, a maioria dos homens teme a própria liberdade e que, de fato, ante a inesgotável variedade de problemas, ante a complexidade e responsabilidade da vida, a grande massa anseia pela mecanização do mundo através de uma ordem determinante, definitiva e válida para todos, que os livre de ter de pensar. Essa nostalgia messiânica por uma existência livre de problemas constitui o verdadeiro fermento que aplaina o caminho para todos os profetas sociais e religiosos. Quando os ideais de uma geração perderam seu ardor, suas cores, um homem com poder de sugestão não necessita mais nada a não ser levantar-se e declarar que ele, e apenas ele, encontrou ou descobriu a nova fórmula, para que o suposto redentor do povo ou do mundo adquira a confiança de milhares e milhares de pessoas. Uma nova ideologia – e esse é certamente o seu sentido metafísico – estabelece sempre em primeiro lugar um novo idealismo sobre a terra, pois qualquer um que ofereça aos homens uma nova ilusão de unidade e pureza apela às suas forças mais sagradas; sua disposição ao sacrifício, seu entusiasmo. Milhões e milhões, como se fossem vítimas de um feitiço, estão dispostos a deixar-se arrastar, fecundar, inclusive violentar. E quanto mais exija deles o mensageiro da promessa de turno, tanto mais eles se entregarão a ele. Para comprazê-lo, tão somente para se deixar guiar sem resistência, renunciam ao que até a véspera constituía a sua maior alegria, a liberdade. A velha ruere in servitium[desejo de servidão] de Tácito se cumpre uma e outra vez, quando, em fogoso ato de solidariedade, os povos se precipitam voluntariamente na escravidão, e enaltecem o chicote com que se lhes golpeia.
Para qualquer homem de pensamento não deixa de haver algo comovedor no fato de que seja sempre uma ideia, a mais imaterial das forças que existem na terra, que leve a cabo um milagre de sugestão tão inverossímil em nosso velho, sensato e mecanizado mundo. Com facilidade se cai assim na tentação de admirar e enaltecer esses iluminados, porque a partir do espírito são capazes de transformar a matéria obtusa. Mas fatalmente, esses idealistas e utopistas, justo depois de sua vitória, se revelam os piores traidores do espírito, pois o poder desemboca na onipotência, e a vitória no abuso dela mesma. E, em lugar de conformar-se com ter convencido de seu delírio pessoal a tantos homens, até o ponto em que eles ficam dispostos alegremente a viver e inclusive morrer por ele, todos esses conquistadores caem na tentação de transformar a maioria em totalidade, e de querer obrigar inclusive aqueles que não fazem parte de nenhum partido a partilhar de seu dogma. Não se satisfazem apenas com seus adeptos, com seus sequazes, com seus escravos espirituais, com os eternos colaboradores de qualquer movimento. Não. Também querem que os que são livres, os poucos independentes, os glorifiquem e sejam seus vassalos e, para impor o seu dogma exclusivo, por ordem do governo estigmatizam qualquer diferença de opinião, qualificando-a de delito. Essa maldição de todas as doutrinas religiosas e políticas que degeneram em tirania quando se transformam em ditaduras se renova constantemente. A partir do momento em que um clérigo não confia no poder inerente à sua verdade, mas que recorre à força bruta, declara guerra à liberdade humana. Não importa de que ideia se trata: todas e cada uma delas, desde o momento em que recorrem ao terror para uniformizar e regulamentar as opiniões alheias, deixam o terreno do ideal para entrar no da brutalidade. Até a mais legítima das verdades, se é imposta aos demais por meio da violência, se converte em um pecado contra o espírito. 
Mas o espírito se comporta de um modo enigmático. Invisível e impalpável como o ar, parece adaptar-se facilmente a todas as formas e a qualquer fórmula. E isso leva sempre as naturezas despóticas ao delírio de acreditar que se pode submetê-lo por completo, fechá-lo e encerrá-lo docilmente. No entanto, com cada repressão aumenta sua capacidade de reação, e precisamente quando é subjugado e comprimido se converte em um material incendiário, em um explosivo. Toda repressão conduz cedo ou tarde à revolta, pois a independência da humanidade, no largo prazo, resulta – eterno consolo esse! – indestrutível. Nunca até aqui foi possível impor de modo ditatorial uma única religião, uma única filosofia, uma única forma de ver o mundo a toda a terra, pois o espírito sempre saberá resistir a qualquer servidão, sempre se negará a pensar de uma forma que lhe seja prescrita, a que o convertam em algo vazio e insípido, a deixar-se restringir e unificar. Que banal e vão resulta por isso todo esforço de querer reduzir a sublime variedade da existência a um denominador comum, assim como dividir de modo maniqueísta a humanidade em bons e maus, piedosos e hereges, em obedientes e em hostis ao Estado, baseando-se em um princípio imposto apenas e tão somente pela lei do mais forte. Sempre haverá espíritos independentes que se levantem contra semelhantes violações da liberdade do ser humano: os objetores de consciência, os que decididamente se insubordinam ante qualquer coação exercida sobre a consciência. Nenhuma época conseguiu ser tão bárbara, nenhuma tirania tão sistemática como para que alguns indivíduos não lograssem escapar à violência exercida sobre as massas e defender o direito a uma opinião pessoal em face dos violentos monomaníacos e de sua verdade única. 
Também no século XVI, exaltado como o nosso por suas ideologias violentas, conheceu tais indivíduos livres e incorruptíveis. Lendo as cartas dos humanistas daqueles tempos, se sente fraternalmente a sua dor profunda pelos transtornos causados pelo poder. Comovidos, experimentamos a aversão de suas almas em face das proclamações estúpidas que os dogmáticos gritam no mercado, pregando a todos e a cada um o mesmo: “O que ensinamos é o certo, o que não é falso!” Que grande espanto sacode os serenos cidadãos do mundo à vista desses reformadores desumanos da humanidade que, proclamando com espuma na boca suas brutais ortodoxias, irromperam em seu universo, um universo que acredita na beleza. Que profunda repugnância sente em face de todos esses Savonarolas, John Knox e Calvinos que querem destruir a beleza que existe no mundo, e converter a terra em um seminário de moralidade. Com trágica clarividência, todos esses homens sábios e humanitários reconhecem o mal que esses fanáticos furibundos haverão de trazer à Europa. Por trás de suas palavras raivosas já escutam o fragor das batalhas. E naquele ódio pressentem a futura e terrível guerra. E, mesmo conscientes da verdade, esses humanistas não se atrevem a lutar por ela. Na vida, os destinos estão quase sempre separados: os que compreendem não são os executivos, e os que atuam não compreendem. Todos esses trágicos e aflitos humanistas se escrevem uns aos outros cartas comovedoras plenas de gênio, se lamentam a portas fechadas em seus gabinetes de estudo, mas nenhum deles sai a público para fazer face ao Anticristo. De vez em quando, Erasmo, a partir da sombra, se atreve a lançar um par de flechas. Rabelais, em meio a risos ferozes e oculto pela vestimenta de bufão, reparte algumas chicotadas. Montaigne, esse nobre e sábio filósofo, encontra em seus ensaios as mais eloquentes palavras. Mas nenhum deles trata de intervir seriamente, nem impedir pelo menos uma única dessas infames perseguições e execuções. Contra os furiosos, reconhecem esses homens do mundo, prudentes portanto, o sábio não deve lutar. O melhor, nessas épocas, é refugiar-se na sombra para evitar ser preso e imolado ele mesmo. 

terça-feira, 5 de junho de 2018

Fouche, por Stefan Zweig - resenha-artigo de Paulo Roberto de Almeida

Zweig sobre Fouché: biografia primorosa de uma figura execrável

Paulo Roberto de Almeida
 [Objetivo: resenha de livro; finalidade: extratos de leitura]


Introdução: o camaleão francês e os diplomatas “gatunos”
Acabo de ler um livro excepcional, cuja leitura me tinha sido recomendada muitas décadas atrás, ainda durante a adolescência, por um amigo de aventuras bibliográficas, um apreciador, como eu, de história e da boa literatura. A obra é a biografia de Joseph Fouché por Stefan Zweig, o mais famoso dos escritores austríacos do século XX, cuja ficha completa é a seguinte: 
Zweig, Stefan (1881-1942): Joseph Fouché: retrato de um homem político; tradução de Kristina Michahelles; Rio de Janeiro: Record, 1999, 304 p.; título original: Joseph Fouché: Bildnis eines politischen Menschen (1929).
Já a orelha é uma magnífica síntese da carreira e da obra política desse grande personagem da história contemporânea da França, no entanto negligenciado pela maior parte dos historiadores por seu papel aparentemente “menor” no turbilhão de eventos que partem do Antigo Regime, passam pela Assembleia Constituinte, pela Convenção, pelo Diretório, pelo Comitê de Salvação Pública e pelo Terror, seguem no Consulado e no Império, voltam à Restauração, aos “Cem Dias”, e novamente ao restabelecimento da monarquia dos Bourbons, aqueles que, segundo Talleyrand, não aprenderam nada, nem esqueceram nada (ils n’ont rien appris, ni rien oublié) . Fouché, que quase se tornou padre, aderiu resolutamente, e de forma oportunista, à revolução, votou, como membro da Convenção, pela morte do rei Luís XVI, encarregou-se fanaticamente da obra de descristianização da França, foi chefe de polícia durante largos anos, e assim pode manipular vários personagens chave do processo revolucionário, inclusive o primeiro cônsul, depois imperador, Napoleão. 
“Considerado por Balzac um dos personagens mais interessantes da história da França, mas também classificado de traidor, desertor e amoral, Fouché se transforma, pelas mãos de Stefan Zweig, no protótipo do diplomata, categoria intelectual dos “jogadores profissionais” que é, para ele, “das mais perigosas do nosso mundo”. A atenção de Zweig por Fouché foi justamente despertada por Balzac, que dedica uma página de seu romance Une ténébreuse affaire a esse “espírito sombrio, profundo e extraordinário, tão pouco conhecido” (p. 10-11). Foi por isso, conta Zweig, em prefácio datado do outono de 1929, de Salzburgo, que “por puro prazer psicológico, comecei a escrever a história de Joseph Fouché como contribuição para um estudo biológico ainda inexistente porém necessário dos diplomatas, essa raça intelectual ainda não totalmente examinada, das mais perigosas do mundo”. (p. 12) 
Zweig aliás reconhece que biografias heroicas são mais populares do que a de personagens obscuros como Fouché, mas ele pondera: “Mas é precisamente no âmbito político que elas correm o risco de falsificar a história, ao levar a crer que – naquela época e sempre – os verdadeiros líderes também determinam o destino do mundo. Sem dúvida, por sua própria existência, uma natureza heroica domina a vida intelectual durante décadas e séculos, mas apenas a intelectual.. Na vida real, verdadeira, na esfera do poder político – e isto deve ser frisado como alerta contra toda a credulidade política –, raramente são as figuras superiores, as pessoas das ideias puras que decidem, e sim uma categoria muito inferior, porém mais hábil: os personagens dos bastidores.” (p. 13)
Zweig, não apenas no seu prefácio, mas em diversas passagens do seu romance biográfico-psicológico, aproxima Fouché e sua época da era contemporânea, que ele próprio tinha vivido e observado: “Em 1914 e 1918, vimos como as decisões de importância histórica universal sobre guerra e paz foram tomadas não conforme a razão ou à responsabilidade, mas por indivíduos ocultos, de caráter duvidoso e inteligência limitada. A cada dia verificamos que, no jogo ambíguo e muitas vezes pecaminoso da política, ao qual os povos ainda confiam cegamente seus filhos e o seu futuro, não são os homens de visão ética e de convicções inabaláveis que vencem, mas sim aqueles aventureiros profissionais que chamamos diplomatas, esses artistas de mãos gatunas, palavras ocas e nervos gélidos.” (p. 13). 

Nas origens do comunismo, muito antes de Marx e Engels
A revolução francesa atravessa sua fase de radicalização sob a Convenção e sob o Diretório, quando o Terror é implementado contra os “inimigos do povo”. Fouché é designado, em 1793, pelo Comité de Salvação Publica para enquadrar os recalcitrantes no interior da França. Ele adere integralmente ao radicalismo exacerbado: “ele se comporta como um radical furioso em seu departamento do Baixo Loire... Vocifera contra os moderados, inunda a região com uma saraivada de proclamações, ameaça os ricos, os hesitantes, os indolentes da forma mais irada, usa da pressão moral e real para arregimentar grupos de voluntários nas aldeias para enfrentar o inimigo.” (p. 40)
Stefan Zweig faz novamente um paralelo com a história futura para enquadrar a nova posição de Fouché: 
... Fouché não permanece cauteloso em questões como a Igreja e a propriedade privada, considerada respeitosamente ‘intocável’ pelos famosos pioneiros da Revolução, Robespierre e Danton. Decidido, monta um programa radicalmente socialista e bolchevique. O primeiro manifesto comunista dos tempos modernos, na verdade, não é o célebre texto de Karl Marx, nem o Hessischer Landbote, de Georg Büchner, e sim aquela Instruction desconhecida e propositadamente ignorada pela historiografia socialista que, embora assinada conjuntamente por Collot d’Herbois e Fouché, foi incontestavelmente redigida por Fouché sozinho. Vale retirar do esquecimento esse documento enérgico, cem anos à frente do seu tempo nas suas reivindicações, um dos mais surpreendentes da Revolução, ainda que o seu valor histórico possa ser diminuído pelo fato de o futuro duque de Otranto [título aristocrático dado por Napoleão ao seu ex-chefe de Polícia, no período imperial] depois ter renegado desesperadamente aquilo que reivindicava na condição de simples burguês Joseph Fouché. Examinado à luz da época, aquela profissão de fé o rotula como o primeiro socialista e comunista da Revolução. Não foi Marat ou Chaumette quem formulou as exigências mais ousadas da Revolução Francesa, e sim Joseph Fouché, e o texto original esclarece melhor do que qualquer comentário o seu retrato sempre ambíguo.
Destemida, esta Instruction começa com uma declaração da infalibilidade de todas as ousadias: ‘Tudo é permitido àqueles que agem no espírito da Revolução, não há outro perigo para o republicano senão ficar atrasado em relação às leis da República. Quem as previne, as avança, quem quer que ultrapasse em aparência o fim muitas vezes está longe de ter chegado ao final. Enquanto houver um único infeliz na Terra, a liberdade precisa progredir mais e mais.’
Depois deste Prefácio enérgico, quase maximalista, Fouché define o espírito revolucionário da seguinte forma: ‘A Revolução foi para o povo, mas não se entenda por isto aquela classe privilegiada pelas suas riquezas, que usurpou todos os prazeres da vida e todos os bens da sociedade. O povo é a universalidade dos cidadãos franceses, e sobretudo a classe imensa dos pobres, esta classe que dá homens à pátria, defensores às nossas fronteiras, e que sustenta a sociedade pelo seu trabalho. A Revolução seria um monstro político e moral se tivesse por fim assegurar o bem-estar de algumas centenas de indivíduos e deixasse perdurar a miséria de vinte e quatro milhões de pessoas. Seria uma ilusão que faria a humanidade clamar incessantemente a palavra igualdade, se intervalos imensos de felicidade tivessem que separar sempre o homem do homem.’ Depois destas palavras introdutórias, Fouché desenvolve sua teoria predileta, a de que o rico, o ‘mauvais riche’, nunca poderá ser um republicano verdadeiro e honesto, e que, portanto, uma revolução apenas burguesa que deixasse persistir todas as diferenças de fortuna inevitavelmente voltaria a levar a uma nova tirania, ‘porque o homem rico não tarda a se considerar como sendo feito de massa diferente de todos os outros homens.’ Por isso Fouché reivindica do povo a energia mais suprema e a revolução ‘integral’ absoluta. ‘Não vos enganeis: para ser verdadeiramente republicano, é preciso que cada cidadão experimente e opere em si mesmo uma revolução igual à que mudou a face da França. Não há nada, absolutamente nada, de comum entre um escravo, um tirano e o habitante de um Estado livre; os hábitos deste último, seus princípios, seus sentimentos, suas ações, tudo deve ser novo. Estáveis oprimidos; é preciso esmagar os vossos opressores. Todo homem a quem este entusiasmo é estranho, que conhece outros prazeres, outros cuidados que não sejam a felicidade do povo, todo homem que calcula quanto lhe rende a propriedade, e que pode separar, um instante sequer, essa ideia da de utilidade pública, todo aquele que tem lágrimas de comiseração a dar a um inimigo do povo e que não reserva a sua sensibilidade para as vítimas do despotismo e os mártires da liberdade; eles não tardarão a ser reconhecidos e regá-lo-ão com seu sangue impuro. A república só quer pessoas livres, está decidida a aniquilar todos os outros, e só reconhece como seus filhos aqueles que por ela querem viver, lutar e morrer.’ No terceiro parágrafo dessa Instruction, a profissão de fé revolucionária torna-se clara e abertamente um manifesto comunista (o primeiro que se conhece, de 1793): ‘Todo homem que possui mais do que é necessário deve ser chamado para esta contribuição extraordinária, e esta taxa deve ser proporcional às grandes exigências da pátria. Portanto, teríeis que apurar de forma generosa e realmente revolucionária quando cada um pode contribuir com a causa pública. Não se trata de exatidão matemática nem do escrúpulo meticuloso com o qual se deve trabalhar na divisão das contribuições públicas; trata-se de uma medida extraordinária, que deve ter o caráter da circunstância que a fez nascer. Agi, pois, grandiosamente; tomai tudo o que um cidadão tem de inútil; porque o supérfluo constitui uma violação evidente e gratuita dos direitos do povo. Todo homem que gasta mais do que as suas necessidades o obrigam a gastar abusa da liberdade. Assim, deixando-se-lhe o estritamente necessário para viver, todo o resto pertence durante a guerra à República e às Forças Armadas.’
Nesse manifesto, Fouché frisa expressamente que estas recomendações não dizem respeito apenas ao dinheiro. ‘A pátria precisa de todos os objetos’, continua, ‘que estiverem sobrando e que podem ser úteis aos defensores da pátria, a Pátria os reclama neste momento. Existem pessoas que possuem um excesso inacreditável de lençóis e camisas, toalhas e botas. Todos estes bens e outros semelhantes são os que se pode requisitar para a Revolução.’ Da mesma forma, ordena a entrega de todo ouro e prata, ‘metais vis e corruptores’, que o verdadeiro republicano despreza, ao Tesouro nacional, para que ‘ali sejam cunhados com a efígie da República e, purificadas pelo fogo, só sirvam à coletividade. – Deem-nos aço e ferro, e a República triunfará.’ A conclamação finaliza com um terrível apelo. ‘Empregaremos com toda a rigidez possível a autoridade que nos foi delegada; puniremos como má intenção tudo aquilo que em outras condições podereis chamar negligência, fraqueza ou lentidão. O momento não permite meias medidas. Ajudai-nos a deferir golpes fortes, caso contrário eles vos atingirão. Liberdade ou morte – a escolha é vossa.’ (p. 41-4)

Como sublinha Zweig, Fouché não recua ante
 “as maiores forças da França, diante das quais até mesmo Robespierre e Danton recuaram prudentemente: a propriedade privada e a Igreja. Ele age rápido e decidido no sentido da ‘égalisation des fortunes’, a igualdade das fortunas, através da invenção do chamado ‘comitê filantrópico’, para o qual os ricos devem fazer donativos voluntários. Mas, para ser claro, de antemão ele adiciona uma suave advertência ao dizer que ‘se o rico não fizer uso do seu direito de fazer amar o regime de liberdade, a República tem direto de confiscar sua fortuna’. Ele não tolera nenhum supérfluo e define este conceito energicamente: ‘O republicano não precisa mais do que ferro, pão e quarenta escudos de renda.’ Fouché confisca os cavalos nas estrebarias, a farinha nos sacos, ele responsabiliza os arrendatários pessoalmente pela entrega de alimentos; institui o pão de guerra e proíbe a venda de qualquer pão ou biscoito de luxo. Toda semana, ele aciona cinco mil recrutas, abastecidos de cavalos, calçados, roupas e espingardas; à força, bota as fábricas para funcionar e todos obedecem à sua energia de ferro. O dinheiro entra na forma de impostos, taxas, donativos, fornecimentos e trabalho. Orgulhoso escreve à Convenção ao cabo de dois meses de atividades: ‘on rougit d’être riche’(‘aqui tem-se vergonha de ser rico’). Em verdade, deveria ter dito: ‘Treme-se aqui por ser rico’.  (p. 45).

Stefan Zweig, depois de revelar os instintos pré-bolcheviques de Fouché, desvenda igualmente seu lado anticlerical, traço surpreendente em alguém que tinha quase envergado as vestes sacerdotais, e dado aulas em seminários católicos durante certo número de anos.
Radical e comunista, Joseph Fouché – que mais tarde, quando milionário Duque de Otranto, se casará pela segunda vez na Igreja fingindo-se piedoso sob os auspícios de um rei – revela-se então ainda como selvagem e passional adversário do cristianismo. ‘Este culto hipócrita deve ser substituído pela fé na República e na moral’, vocifera ele numa carta incendiária, e logo as primeiras medidas de perseguição caem como raios em chamas sobre as igrejas e catedrais. Lei após lei, decreto após decreto. ‘É proibido, sob pena de prisão, a todos os padres, aparecerem fora de seus templos com vestes sacerdotais.’ Todas as prerrogativas lhes são cassadas porque, argumenta, ‘está na hora de esta casta orgulhosa entrar na classe dos burgueses voltando à pureza dos princípios da primeira igreja.’ Em pouco tempo, não basta mais a Joseph Fouché ser apenas o chefe militar supremo, o funcionário mais elevado da Justiça, ditador absoluto da administração: ele assume também todas as competências da Igreja. Revoga o celibato, ordena aos sacerdotes que se casem no prazo de um mês ou adotem uma criança, celebra casamentos e divórcios em praça pública, sobe ao púlpito (do qual foram cuidadosamente retiradas todas as cruzes e imagens religiosas) e profere discursos ateístas, em que nega a imortalidade e a existência de Deus. As cerimônias cristãs nos enterros são abolidas, e como único consolo resta a inscrição cinzelada nos cemitérios: ‘A morte é um sono eterno’. (...) Em Moulins, ele lidera um cortejo a cavalo que percorre toda a cidade, martelos na mão, para destruir as cruzes, os crucifixos e imagens santas, emblemas ‘infames’ do fanatismo. As mitras sacerdotais e as toalhas e as toalhas dos altares sãos colocadas numa fogueira, e enquanto as chamas sobem ao céu o povo dança aos gritos em torno desse auto-da-fé ateísta. (...) O verdadeiro triunfo, ele o alcança quando, rendendo-se à sua retórica, o arcebispo François Laurent arranca o habite e veste o boné vermelho, seguido por trinta sacerdotes entusiasmados – um sucesso que se propaga pela França como uma onda incendiária. Orgulhoso, ele pode se vangloriar juntos aos colegas ateístas mais fracos ter esmagado o fanatismo, de ter aniquilado o cristianismo na área sob sua administração. (p. 45-7)

A crer na descrição que Zweig faz de Fouché revolucionário radical, no auge do Terror de Robespierre, sua atuação ultrapassa até mesmo as cenas mais chocantes da Tcheca leninista suprimindo os inimigos czaristas e contrarrevolucionários, ou os momentos iniciais da criação do homem novo cubano, após a vitória de Fidel e as demonstrações de prepotência revolucionária de um Ché Guevara no comando dos fuzilamentos em Cuba, ou ainda a instituição da ordem soviética nos países colocados sob a sua dominação logo após 1945. As cenas narradas por ele, com base em fontes não explicitadas em sua biografia, aproximam a repressão contra burgueses e religiosos do Baixo Loire dos piores momentos da repressão sob o Kmer Vermelho, no Camboja, do espetáculo deprimente no auge da Revolução Cultural chinesa, ou episódios do Holodomor soviético na Ucrânia. A Convenção o recebe de braços abertos em seu retorno dos seus “campos de reeducação” à la Pol-Pot – a expressão não é de Zweig – e imediatamente ordena que ele continue seu trabalho em Lyon, a cidade recalcitrante: 
Ao retornar de suas missões para a Convenção, Fouché não é mais o pequeno e desconhecido deputado de 1792. A um homem que colocou doze mil recrutas em marcha, que trouxa da província cem mil marcos de ouro, mil e duzentas libras de dinheiro puro, mil barras de prata, sem recorrer uma única vez à ‘navalha nacional’, a guilhotina, a Convenção não pode senão expressar a admiração ‘pela sua vigilância’. (...) Fouché já é conhecido como o mais radical dos extremistas, e como a revolta de Lyon exige a presença de um homem especialmente enérgico, intransigente e sem escrúpulos, quem mais adequado para executar o pior édito jamais inventado por esta ou qualquer outra revolução? ‘Os serviços que prestaste até agora à Revolução’, decreta a Convenção em seu estilo pomposo, ‘avalizam aqueles que ainda prestarás. Reacenderás a tocha do espírito burguês que está se apagando em Ville Affranchie (Lyon). Completa a Revolução, termina a guerra contra os aristocratas, e que as ruínas , que aquele poder derrubado [em Lyon] quer reerguer, caiam sobre eles e os destruam”. (p. 48-49) 

Ele se torna então, o “carniceiro de Lyon”, a mais cruel e impiedosa devastação perpetrada contra uma cidade inteira, como relata Zweig no segundo capítulo de sua biografia. Sua abertura já é um prenúncio do que virá em seguida: “No livro da Revolução Francesa raramente se abre uma página mais sangrenta que a da revolta de Lyon”. (p. 51) No dia 12 de outubro de 1793, a Convenção
...desenrola um documento terrível que propõe nada menos do que destruir a segunda capital francesa. Esse decreto pouco conhecido diz textualmente:
‘1. Por sugestão do Comité de Salvação Pública, a Convenção Nacional nomeia uma comissão extraordinária de cinco membros para imediatamente punir a contrarrevolução de Lyon.
2. Todos os moradores de Lyon serão desarmados e suas armas entregues aos defensores da República,
3. Uma parte das armas deve ser entregue aos patriotas que foram oprimidos pelos ricos e contrarrevolucionários.
4. A cidade de Lyon será destruída. Todas as casas das pessoas prósperas serão postas abaixo, so poderão sobrar as casas dos pobres, as habitações dos patriotas assassinados ou proscritos, os edifícios industriais e aqueles que servem a fins beneficentes e educativos.
5. O nome Lyon será apagado da relação de cidades da República. De agora em diante, o conjunto das casas que permanecerem terá o nome de Ville Affranchie.
6. Sobre as ruínas de Lyon será rígida uma coluna que servirá aos descendentes como testemunho dos crimes e das punições da cidade realista, com a seguinte inscrição: ‘Lyon liderou a guerra contra a liberdade, Lyon não é mais nada.’ (p. 55-6)

Fouché usa métodos expeditos. Como a guilhotina trabalha “lentamente demais”, ele manda amarrar algumas dezenas de contrarrevolucionários e faz os canhões dispararem contra eles, à beira do Ródano. Ele deixa o testemunho de sua obra para que todos saibam de sua obra, como repercute Zweig, nas palavras do “carniceiro de Lyon”:
‘É preciso que os cadáveres ensanguentados que atiramos no Ródano flutuem pelas duas margens até a sua foz, até a infame Toulon, para que evidenciem aos olhos dos ingleses covardes e cruéis a impressão do horror e a imagem da supremacia do povo.’ (p. 67)

O chefe da polícia de três regimes distintos
Este é o Fouché que depois será o chefe de polícia mais poderoso da França, lutando contra o próprio Robespierre, atravessando invicto, com poucas interrupções, todo o ciclo revolucionário, como ministro do Diretório e depois do consulado, e também do Império, que o promove a aristocrata, duque de Otranto, até a Restauração, quando ele entregará o poder novamente ao pusilânime Luís XVIII, sabotando mais de uma vez, e deliberadamente, Napoleão, antes e depois dos Cem Dias. Napoleão o tinha aceitado a contragosto: “assim como Napoleão fascina Fouché pelo seu gênio, assim Fouché fascina Napoleão pela sua utilidade”. (p. 254)
Durante mais de dez anos Fouché serviu a Napoleão, o ministro serviu o amo, o intelecto serviu ao gênio, e durante estes dez anos sempre foi o vencido. Em 1815, na luta final, a bem da verdade desde o início é Napoleão o mais fraco. (...)
Ele é de novo imperador, mas só de nome, pois o universo, antes submisso a seus pés, não o reconhece mais como senhor. (...) O vazio se instala em torno de Napoleão, os antigos amigos e camaradas estão dispersos aos quatro ventos. (...) Nem o próprio país reconhece mais a bandeira tricolor. Levantes irrompem no sul e no oeste. Os camponeses estão fartos dos eternos recrutamentos e atiram nos guardas que querem requisitar seus cavalos para a artilharia. (...)
Ao seu lado, Fouché está precisamente naqueles anos na plenitude de sua força. (...) Todos os partidos – fenômeno fantástico – confiam mais nesse ministro do imperador do que no próprio imperador. Luís XVIII, os republicanos, os monarquistas, Londres, Viena, todos veem em Fouché o único homem com o qual se pode negociar de verdade, e a sua razão fria e calculista inspira mais confiança num mundo exausto e ávido de paz do que o gênio de Napoleão, flamejante e vacilante nos ventos da confusão. Aqueles que recusam ao “general Bonaparte” o título de imperador respeitam o crédito pessoal de Fouché. (p. 246-9)

O próprio poeta Lamartine se rende ao gênio maquiavélico de Fouché: 
‘E preciso reconhecer’, escreve ele, ‘que ele revelou uma rara audácia e um sangue frio ativo. (...) De todos os sobreviventes da época da Convenção, era o único que não se mostrava gasto nem cansado em sua intrepidez. (...) Fouché intimidou o imperador, adulou os republicanos, acalmou a França, acenou para a Europa, sorriu para Luís XVIII, negociou com as cortes, correspondeu-se com o Senhor Talleyrand através de gestos, e com esta atitude mantinha tudo em suspenso – um papel cêntuplo, difícil, ao mesmo tempo baixo e elevando, mas imenso, ao qual a História ainda não deu a devida atenção. (...) Mesmo condenando Fouché, a História não poderá negar-lhe durante este período dos cem dias uma ousadia de atitude, uma superioridade no manejo dos partidos e uma grandeza nas intrigas que o igualariam aos principais estadistas do século, se houvesse verdadeiros estadistas sem dignidade de caráter nem virtude”. (p. 250-1)

E chega Waterloo:
Mal tomou conhecimento de Waterloo (naturalmente, bem antes dos outros), ele considera Napoleão um cadáver incômodo do qual precisa se livrar rapidamente. (...) Sem perder tempo, escreve ao duque de Wellington, para estabelecer contato com o vencedor desde a primeira hora. (...) O senhor da hora não é mais Napoleão Bonaparte, mas – finalmente! finalmente! – Joseph Fouché. (p. 260-1)

Sua queda e seu fim, objeto do nono e último capítulo da biografia de Zweig, chegam depois de uma última humilhação a que submete o novo rei, obrigado a designá-lo como seu ministro, depois de ter sido considerado um regicida, ao ter votado a morte do seu irmão, Luís XVI. Designado mais tarde como embaixador na corte de Dresden, é demitido de suas funções diplomáticas pouco tempo depois: o vencedor, desta vez, é Talleyrand. O duque de Otranto muda-se para Praga, em seguida para Linz e, finalmente, para Trieste, onde terminará os seus dias, em dezembro de 1820, no completo esquecimento dos contemporâneos. Durante sua estada em Linz, usando um pseudônimo, publica as Observações de um contemporâneo sobre o duque de Otranto, “apologia anônima que descreve seu talento”, sem grande repercussão (p. 300). 

Zweig: biógrafo de figuras trágicas, heroicas, dramaticamente humanas
Stefan Zweig conseguiu realizar um feito extraordinário para um escritor tão sensível: escrever uma biografia primorosa de uma figura especialmente execrável. O escritor austríaco, aliás, sempre foi um especialista em escolher figuras trágicas como personagens centrais de algumas de suas obras mais memoráveis: ele tinha começado pela biografia de seu amigo belga, o poeta Emile Verhaeren (em 1910), para depois tratar de “três mestres” dos grandes: Balzac, Dickens e Dostoievski (1920). Romain Rolland, seu grande amigo pacifista durante a Grande Guerra, da qual ele se separará mais tarde, é objeto de um estudo sobre o homem e suas obras (1921). Em meados dessa década, ele se ocupa, na “luta contra o demônio”, de outras três grandes figuras: Holderlin, Kleist e Nietzsche (1925). Ele traça, em seguida, três “auto-retratos”, dedicados a Casanova, Stendhal e Tolstoi (1929), antes de se voltar ao patético Fouché(1929). Num mesmo ano, 1932, ele consegue escrever sobre três “salvadores de almas”, ou a “cura pelo espírito”, voltando-se para Franz Mesmer, Mary Baler Eddy e Sigmund Freud, de quem se tinha tornado amigo, e quem lhe sugeriu, direta ou indiretamente, o tipo de abordagem psicológica que distingue suas biografias. No mesmo ano aparece mais uma de suas dramáticas biografias: Maria Antonieta, que ele tinha mencionado muito rapidamente em seu Fouché.
Em 1934, já com Hitler firmemente instalado no poder, e Zweig instalado na Inglaterra, sai publicado o seu Erasmo de Roterdã, “triunfo e tragédia”. O embate entre a razão e a tolerância do humanista da Basileia e o furor intolerante de Lutero tem muito a ver com o fanatismo que começa a se abater sobre a Alemanha e a cultura germânica. Maria Stuart, outra figura trágica, pois que condenada por traição, aparece logo em seguida, em 1935. Viajando ao Brasil e à Argentina pela primeira vez, em 1936, e desfrutando de todos os prazeres oferecidos por um moderno transatlântico, Zweig diz que começou a pensar nas dificílimas viagens da época dos descobrimentos, e resolve escrever sobre o homem que tentou a primeira viagem de circunavegação, Fernão de Magalhães (1938): a biografia traz ao final o contrato original entre o rei Carlos I (depois Carlos V, ao realizar-se a união com os Habsburgos) e o navegador português, que para realizar o empreendimento não hesitou em naturalizar-se espanhol; Zweig informa, em outro apêndice, que essa primeira “volta ao mundo” custou, em moedas da época, 8,3 milhões de maravedis, dos quais 6,4 milhões adiantados pelo rei. No intervalo entre as duas biografias, ele se dedica ao “direito à heresia”: Castellio contra Calvino (1936).
Um dia antes de seu suicídio, em Petrópolis, no Carnaval de 1942, era publicada uma outra biografia: Amerigo, sobre Vespúcio, o homem que deu o novo ao Novo Mundo. Outros projetos de biografias permaneceram inconclusas, no momento de sua morte: um Balzac, que ele começou a redigir em Petrópolis, mesmo sem ter acesso a todas as obras do escritor que conseguia produzir mais livros do que todo um batalhão de escribas, a despeito de Zweig, ao partir da Áustria, ter levado todas as suas notas para seu primeiro refúgio inglês, em Bath. Esse Balzacdeveria ter sido seu magnum opus, mas só conseguiu vir a público em 1946, graças aos esforços de grande amigo Richard Friedenthal, que também tinha fugido da Áustria natal, quando esta foi incorporada ao Reich hitlerista.
Finalmente, uma outra obra deixada inconclusa é o seu Montaigne, que, como Erasmo, encarnou as virtudes do humanismo, da tolerância, da inteligência, do amor ao conhecimento, da extrema sensibilidade e do espírito aberto às fraquezas humanas. Como escreveu o prefaciador da edição brasileira, Luís S. Krausz: 
Sábio numa era de fanatismo, Montaigne tornou-se um exemplo para Zweig em seus últimos meses de vida: Montaigne, em sua torre, era para ele um paradigma e também um companheiro de destino pois, como Zweig, lutava para preservar sua liberdade e lucidez em tempos de caos e escuridão. Os paralelos entre o século XVI e o século XX pareciam evidentes a Zweig que, numa carta a sua ex-mulher Friderike, que vivia exilada em Nova York, escreveu: ‘me sinto seduzido por escrever a respeito de Montaigne, cujas obras agora leio muito, e com muito prazer, um outro (e melhor) Erasmo, um espírito em tudo consolador... (cf. Stefan Zweig, Montaigne; São Paulo: Mundaréu, 2015, p. 10-11). 

Para Zweig, para Erasmo, para Montaigne, assim como para todo espírito nobre, para todo humanista, a questão central é a de como preservar a liberdade interior, a integridade intelectual, contra os ataques vindos de fora, dessas hordas de bárbaros que assolam de tempos em tempos a “cidadela” da razão da qual falava Goethe. O Brasil nunca viveu os horrores horripilantes – com perdão pela redundância – das barbáries totalitárias que afligiram a Europa “humanista” do século XX, mas pequenos bárbaros estão sempre à espreita, em todos cantos, quando menos se espera. A divisão atual do país se deve, em grande medida, a grandes e pequenos bárbaros que assolam a nossa política e destroem a economia duramente construída pelos produtores de riquezas.
Faltam-nos, infelizmente, já não digo Erasmos e Montaignes, para trazer um pouco de racionalidade a um ambiente seriamente deteriorado pela mediocridade intelectual, pela desonestidade pessoal de tantos homens públicos, de tantos capitalistas promíscuos, ao mesmo tempo em que abundam os candidatos a novos Torquemadas, a Fouchés, a pequenos Mussolinis e Hitlers de fancaria, assim como sobram os candidatos a Stalin, ainda que sem Gulag. Falta-nos pelo menos um Zweig, capaz de descrever em traços firmes, com toda a profundidade psicológica de que ele era capaz, o caráter de heróis e vilões que sempre existem em todas as sociedades. Suas memórias de tempos mais amenos, na Europa da belle époqueO Mundo de Ontem, publicado postumamente em 1942, e que ele concluiu no Brasil, não deixa de refletir o começo da barbárie na Europa dos anos 1930, um mergulho na escuridão que ele não suportou mais ver.
A epígrafe dessa última biografia, a sua própria, traz um verso de Shakespeare em CymbelineLet’s withdraw / And meet the time as it seeks us. Escritores humanistas como Zweig são extremamente raros, em todas as épocas, em todos os países. São como estrelas solitárias brilhando na escuridão do universo. 

Paulo Roberto de Almeida
Brasília, 4 de junho de 2018

PS.: Agradeço ao amigo e colega Erlon Moisa, um apreciador de Stefan Zweig como eu, a cessão das duas biografias aqui citadas. Fico lhe devendo uma edição, em qualquer língua, do Erasmo, que li na edição em francês muitos anos atrás. Sempre a luta do bem contra o mal, que vence temporariamente, mas um tempo por vezes longo demais para uma única vida.