Dispatch: China's GDP and Questions of Strength
Rodger Baker
Video Stratfor, August 16, 2010
China’s gross domestic product (GDP) is close to surpassing Japan’s to become the second largest in the world. Analyst Rodger Baker explains the multiple fundamental weaknesses in China’s economic system and why GDP is not the only indicator of a state’s economic strength.
Dispatch: China's GDP and Questions of Strength
sábado, 28 de agosto de 2010
Paises emergentes: estao emergindo para o que, exatamente?
Parece que o autor tem certo despeito contra o Brasil, ou pelo menos contra sua atual política externa, que ele julga nociva do ponto de vista de certos valores humanistas. Em todo caso, cabe considerar seus argumentos.
Paulo Roberto de Almeida
TRIBUNA: JORGE CASTAÑEDA
Los países emergentes y el derecho internacional
JORGE CASTAÑEDA
El País, 26/08/2010
Ingresar en los centros de decisión del mundo conlleva aceptar su andamiaje jurídico.
¿Se puede ser líder mundial sin tener ascendencia en la propia región?
La prensa internacional ha seguido de cerca el tema de la posible ejecución en los próximos días de una mujer iraní. Como muchos lo habrán leído, Sakineh Mohammadi Ashtiani fue originalmente acusada de adulterio y condenada a muerte por lapidación, siguiendo la ley islámica de la sharia en Irán; ahora solo es acusada de homicidio y enfrenta la posibilidad de ser ahorcada.
El mundo ha protestado y es poco probable que la sentencia se lleve a cabo. Sin embargo, las reacciones de unos y de otros en torno a esta aberración han resultado reveladoras, y sintomáticas. Así, por ejemplo, de acuerdo a la información publicada por EL PAÍS hace unos días, el tema se ha convertido en el meollo coyuntural de la campaña presidencial en Brasil, donde la puntera Djilma Roussef ha tendido a defender a las autoridades iraníes, y el aspirante Jose Serra ha atacado las posturas del presidente Lula de acercamiento con Teherán. Cuando ciertos sectores de la sociedad civil brasileña y los medios solicitaron a Lula que interviniera ante su amigo el presidente de Irán, Mahmud Ahmadineyad, Lula contestó: "Las personas tienen leyes. Si comenzáramos a desobedecer las leyes de esas personas para atender los llamamientos de los presidentes en poco tiempo habría un caos. Un presidente de la República no puede estar pegado a Internet atendiendo a todas las peticiones en relación a otro país".
Después rectificó y reconoció que "ninguna mujer debería ser apedreada por engañar a su marido", ofreció asilo a Ashtiani si el Gobierno de Irán así lo deseaba y si consideraba que la mujer "adúltera" era "incómoda". Ahmadineyad rechazó la "generosa" oferta del brasileño. Lula evidentemente cree que no todas las leyes son iguales, y que la pena de muerte en cualquier país es reprobable aunque sea legal -sea en Estados Unidos, China, Irán o Cuba-, que hay penas de muerte más bárbaras que otras, como la lapidación.
Esta actitud es en el fondo idéntica a su postura ante la muerte del disidente cubano Orlando Zapata y frente a la huelga de hambre de su compatriota Guillermo Fariñas, aunque ciertamente en esta ocasión más estridente y extrema. Pero es indicativa de un dilema que enfrenta el mundo hoy, y que trato de describir y analizar en un ensayo que aparece en estos días en la revista norteamericana Foreign Affairs sobre la hipotética inclusión de nuevos actores o potencias mundiales en los centros de decisión internacionales.
En resumen, el artículo plantea que el ingreso de países como China, India, Sudáfrica y Brasil a clubes exclusivos como el Consejo de Seguridad de la ONU (China ya es miembro), el G-8 u otros análogos, podría arrojar una mayor representatividad de estos foros, pero no necesariamente para bien. China, la India, Sudáfrica y Brasil no son parti-darios del régimen jurídico internacional en plena construcción desde hace varias décadas en materia de defensa de la democracia, de los derechos humanos, de la no proliferación, de la protección del medio ambiente, de una mayor liberalización del comercio e incluso, en el caso de India y de China, de la Corte Penal Internacional.
Es innegable que los países ricos y los menos ricos que han ido construyendo este andamiaje normativo no siempre lo respetan y en ocasiones su hipocresía es insólita: Estados Unidos, en las cárceles de Guantánamo y Abu Ghraib; pero también Francia e Inglaterra en sus antiguas colonias africanas; e incluso Alemania en los Balcanes. Pero la gran diferencia entre esas potencias antiguas y las nuevas reside en la fuerza de sus respectivas sociedades civiles, cuyo vigor y activismo ha fijado límites a los excesos de las potencias tradicionales, cosa que no sucede con las nuevas.
Los ejemplos del rechazo a la nueva configuración jurídica internacional abundan: la postura de China en Tíbet, su apoyo a la junta de Myanmar y el suministro de varios apoyos al programa atómico de Pakistán, y sobre todo su posición ante el genocidio en Darfur; el respaldo de India a la represión en Myanmar y a los virtuales campos de concentración de ex combatientes o simpatizantes tamiles en Sri Lanka, y ante al programa de enriquecimiento de uranio iraní; la indiferencia de Sudáfrica ante la represión y el fraude electoral en Zimbabue; y las omisiones de Brasil respecto a la defensa de los derechos humanos, la democracia y las libertades en Cuba, Venezuela y ahora, de manera flagrante, en Irán.
Otros ejemplos incluyen la manera en que han formado un frente común varios de ellos en las negociaciones sobre cambio climático, junto con los países del llamado Tercer Mundo y en la Ronda de Doha. Por un lado China es la segunda economía del mundo; por el otro se solidariza con los países pobres: ¿son compatibles ambas identidades? Brasil se ve como líder mundial, buscando en vano soluciones al conflicto entre el Grupo de los Seis e Irán, pero sin siquiera proponerse ayudar a destrabar litigios más cercanos: entre Uruguay y Argentina, entre Colombia y Venezuela, entre Bolivia y Chile. ¿Se puede ser líder mundial sin tener ascendencia en su propia región?
Son justamente este tipo de razones por las que estos países no están listos para ingresar al club de los poderes internacionales fácticos. Su ingreso debilitaría los avances alcanzados en la construcción de ese andamiaje jurídico internacional que muchos anhelan, por limitados y endebles que sean. Dos razones lo explican: la adulación comprensible pero anacrónica de estos países por el principio de la no intervención y la soberanía como bien absoluto, y la debilidad de su sociedad civil, más en China y Sudáfrica que en la India y Brasil. Ojalá pueda suscitarse en estas naciones el debate necesario sobre su lugar en el mundo y las posibles cesiones multilaterales de soberanía a favor de bienes superiores, y para despertar y organizar a sus sociedades civiles.
En el pasado dichas sociedades dieron luchas importantes (contra el apartheid en Sudáfrica, la dictadura militar en Brasil, o por la independencia en India), pero hoy no parecen estar dispuestas a comprometerse con los pilares fundamentales del emergente régimen jurídico internacional. China, la India, Brasil, Sudáfrica y otros miembros del G-20 con aspiraciones análogas tienen todo el derecho de conservar sus posturas tercermundistas, soberanistas y nostálgicas del Movimiento de los No Alineados, pero entonces que sigan siendo eso: líderes del Tercer Mundo y no del mundo a secas.
Jorge G. Castañeda, ex canciller mexicano, es profesor de la Universidad de Nueva York y de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Paulo Roberto de Almeida
TRIBUNA: JORGE CASTAÑEDA
Los países emergentes y el derecho internacional
JORGE CASTAÑEDA
El País, 26/08/2010
Ingresar en los centros de decisión del mundo conlleva aceptar su andamiaje jurídico.
¿Se puede ser líder mundial sin tener ascendencia en la propia región?
La prensa internacional ha seguido de cerca el tema de la posible ejecución en los próximos días de una mujer iraní. Como muchos lo habrán leído, Sakineh Mohammadi Ashtiani fue originalmente acusada de adulterio y condenada a muerte por lapidación, siguiendo la ley islámica de la sharia en Irán; ahora solo es acusada de homicidio y enfrenta la posibilidad de ser ahorcada.
El mundo ha protestado y es poco probable que la sentencia se lleve a cabo. Sin embargo, las reacciones de unos y de otros en torno a esta aberración han resultado reveladoras, y sintomáticas. Así, por ejemplo, de acuerdo a la información publicada por EL PAÍS hace unos días, el tema se ha convertido en el meollo coyuntural de la campaña presidencial en Brasil, donde la puntera Djilma Roussef ha tendido a defender a las autoridades iraníes, y el aspirante Jose Serra ha atacado las posturas del presidente Lula de acercamiento con Teherán. Cuando ciertos sectores de la sociedad civil brasileña y los medios solicitaron a Lula que interviniera ante su amigo el presidente de Irán, Mahmud Ahmadineyad, Lula contestó: "Las personas tienen leyes. Si comenzáramos a desobedecer las leyes de esas personas para atender los llamamientos de los presidentes en poco tiempo habría un caos. Un presidente de la República no puede estar pegado a Internet atendiendo a todas las peticiones en relación a otro país".
Después rectificó y reconoció que "ninguna mujer debería ser apedreada por engañar a su marido", ofreció asilo a Ashtiani si el Gobierno de Irán así lo deseaba y si consideraba que la mujer "adúltera" era "incómoda". Ahmadineyad rechazó la "generosa" oferta del brasileño. Lula evidentemente cree que no todas las leyes son iguales, y que la pena de muerte en cualquier país es reprobable aunque sea legal -sea en Estados Unidos, China, Irán o Cuba-, que hay penas de muerte más bárbaras que otras, como la lapidación.
Esta actitud es en el fondo idéntica a su postura ante la muerte del disidente cubano Orlando Zapata y frente a la huelga de hambre de su compatriota Guillermo Fariñas, aunque ciertamente en esta ocasión más estridente y extrema. Pero es indicativa de un dilema que enfrenta el mundo hoy, y que trato de describir y analizar en un ensayo que aparece en estos días en la revista norteamericana Foreign Affairs sobre la hipotética inclusión de nuevos actores o potencias mundiales en los centros de decisión internacionales.
En resumen, el artículo plantea que el ingreso de países como China, India, Sudáfrica y Brasil a clubes exclusivos como el Consejo de Seguridad de la ONU (China ya es miembro), el G-8 u otros análogos, podría arrojar una mayor representatividad de estos foros, pero no necesariamente para bien. China, la India, Sudáfrica y Brasil no son parti-darios del régimen jurídico internacional en plena construcción desde hace varias décadas en materia de defensa de la democracia, de los derechos humanos, de la no proliferación, de la protección del medio ambiente, de una mayor liberalización del comercio e incluso, en el caso de India y de China, de la Corte Penal Internacional.
Es innegable que los países ricos y los menos ricos que han ido construyendo este andamiaje normativo no siempre lo respetan y en ocasiones su hipocresía es insólita: Estados Unidos, en las cárceles de Guantánamo y Abu Ghraib; pero también Francia e Inglaterra en sus antiguas colonias africanas; e incluso Alemania en los Balcanes. Pero la gran diferencia entre esas potencias antiguas y las nuevas reside en la fuerza de sus respectivas sociedades civiles, cuyo vigor y activismo ha fijado límites a los excesos de las potencias tradicionales, cosa que no sucede con las nuevas.
Los ejemplos del rechazo a la nueva configuración jurídica internacional abundan: la postura de China en Tíbet, su apoyo a la junta de Myanmar y el suministro de varios apoyos al programa atómico de Pakistán, y sobre todo su posición ante el genocidio en Darfur; el respaldo de India a la represión en Myanmar y a los virtuales campos de concentración de ex combatientes o simpatizantes tamiles en Sri Lanka, y ante al programa de enriquecimiento de uranio iraní; la indiferencia de Sudáfrica ante la represión y el fraude electoral en Zimbabue; y las omisiones de Brasil respecto a la defensa de los derechos humanos, la democracia y las libertades en Cuba, Venezuela y ahora, de manera flagrante, en Irán.
Otros ejemplos incluyen la manera en que han formado un frente común varios de ellos en las negociaciones sobre cambio climático, junto con los países del llamado Tercer Mundo y en la Ronda de Doha. Por un lado China es la segunda economía del mundo; por el otro se solidariza con los países pobres: ¿son compatibles ambas identidades? Brasil se ve como líder mundial, buscando en vano soluciones al conflicto entre el Grupo de los Seis e Irán, pero sin siquiera proponerse ayudar a destrabar litigios más cercanos: entre Uruguay y Argentina, entre Colombia y Venezuela, entre Bolivia y Chile. ¿Se puede ser líder mundial sin tener ascendencia en su propia región?
Son justamente este tipo de razones por las que estos países no están listos para ingresar al club de los poderes internacionales fácticos. Su ingreso debilitaría los avances alcanzados en la construcción de ese andamiaje jurídico internacional que muchos anhelan, por limitados y endebles que sean. Dos razones lo explican: la adulación comprensible pero anacrónica de estos países por el principio de la no intervención y la soberanía como bien absoluto, y la debilidad de su sociedad civil, más en China y Sudáfrica que en la India y Brasil. Ojalá pueda suscitarse en estas naciones el debate necesario sobre su lugar en el mundo y las posibles cesiones multilaterales de soberanía a favor de bienes superiores, y para despertar y organizar a sus sociedades civiles.
En el pasado dichas sociedades dieron luchas importantes (contra el apartheid en Sudáfrica, la dictadura militar en Brasil, o por la independencia en India), pero hoy no parecen estar dispuestas a comprometerse con los pilares fundamentales del emergente régimen jurídico internacional. China, la India, Brasil, Sudáfrica y otros miembros del G-20 con aspiraciones análogas tienen todo el derecho de conservar sus posturas tercermundistas, soberanistas y nostálgicas del Movimiento de los No Alineados, pero entonces que sigan siendo eso: líderes del Tercer Mundo y no del mundo a secas.
Jorge G. Castañeda, ex canciller mexicano, es profesor de la Universidad de Nueva York y de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Paixoes desatadas: os blogs como evidencias da estupidez crescente
Um leitor deste blog reclamou, ainda ontem, de minha tendência a considerar a educação no Brasil como perdida pelos próximos anos. Ele acha que eu fiz previsões catastrofistas sem qualquer razão para fazê-lo.
Em resposta, disse a ele que eu não estava fazendo previsões, mas apenas constatando o que já existe de fato na atualidade, basta olhar em volta.
Com efeito, quem conhece a realidade educacional do país, não apenas pelos indicadores, estes sim verdadeiramente catastróficos do PISA (recomendo uma visita ao site da OCDE, para maiores precisões, estarrecedoras), mas também pelo contato direto -- e quem tem filhos em escolas brasileiras, mesmo privadas, sabe o horror que são os professores, com muitas exceções, claro -- com alunos e professores (e eu tenho, pelos meus encargos acadêmicos), sabe que a realidade da educação no Brasil é muito pior do que possamos imaginar, e bota pior nisso.
Mas eu também me dedico -- só pode ser por esporte masoquista -- a ler os comentários de leitores nos blogs e colunas de jornalistas de grandes meios, em quase todos os que permitem publicação de comentários de leitores. Posso garantir que a impressão que se tem é arrasadora.
Sempre li as cartas de leitores nos grandes jornais e revistas -- Estadão, Globo, FSP, Veja, etc. -- pois elas revelam o que vai realmente na alma do povo. Mas essas cartas são rigorosamente selecionadas e as redações eliminam as mais chocantes ou mais mal escritas. Outra forma de saber dessa "opinião popular" é conversar com motoristas de taxi, mas aí o universo é imenso, e eu não ando muito de taxi, salvo em viagens, quando não tenho tempo ou paciência para ficar conversando com motoristas de SP ou Rio.
Mais instrutivos, e muito mais estarrecedores, são, portanto, esses comentários em blogs e colunas de jornalistas, sobretudo os que não são moderados devidamente.
Começa que a linguagem é a pior possível, em muitos casos, com expressões que normalmente seriam substituídas por apitos sonoros nos programas de televisão e por sinais característicos -- #@*+x&! -- nos textos escritos. Os argumentos, então, são os mais alucinantes que se pode encontrar na literatura fantástica, ou de botequim.
Portanto, quero contradizer meu comentarista e dizer o que segue.
Confesso que me assusta a mediocridade galopante e a estupidez crescente. O Brasil vem, sim, caminhando para a decadência mental.
Deixo vocês com este texto que retrata, de forma educada, essa nova realidade.
Paulo Roberto de Almeida
Paixões perigosas
Nelson Motta
O Estado de S.Paulo, 27 de agosto de 2010
Não é só nas novelas que a paixão cega, ensurdece, escurece a mente e embota a inteligência. Ela nos leva a fazer o inconcebível, a aceitar o inaceitável, a esquecer o inesquecível. Como em um transe, uma possessão, ela se incorpora e comanda, atropela a ética, a estética e as evidencias.
Paixão é droga pesada, que provoca êxtase e dependência, é insaciável, e sua falta produz desespero, vazio e dor. Mas sem paixão, dizia Nelson Rodrigues, não se pode nem chupar um Chicabon.
É impossível imaginar grandes conquistas pessoais e coletivas sem paixão, sem entrega. É ela que nos move além do instinto, da razão e de nós mesmos. Fora as carnais, que são hors concours, as paixões mais perigosas parecem ser as políticas, esportivas e religiosas.
É fascinante, e assustador, ver pessoas educadas e delicadas se transformando em bestas boçais cuspindo fogo e soltando coices verbais por um jogo de futebol. Filmados, não se reconheceriam. Reconhecidos, se vexariam. Mas é mais forte do que eles.
Na faculdade, já achava meio ridículos os debates acalorados nas assembleias estudantis, movidos a slogans, palavras de ordem, acusações, bravatas e ameaças. E não raro, força bruta e intimidação. Nobres e pobres paixões juvenis.
Hoje, ler os comentários de leitores nos blogs é chafurdar no que há de mais estúpido na paixão política, e pior, partidária. Pelo seu potencial destruidor, por emburrecer os inteligentes, fortalecer os intolerantes, afastar os diferentes, entorpecer a razão, inviabilizar qualquer convivência.
É a paixão desses militantes sinceros e radicais, de qualquer partido, coitados, que serve de massa de manobra para políticos apaixonados - não pelo País ou a cidade - mas pelo poder, e por eles mesmos.
Como equilibrar a paixão necessária com a razão e a serenidade indispensáveis para viver e crescer em liberdade? Paixões são indomáveis e incontroláveis, delas nascem as piores formas de servidão. Nos resta esperar o lançamento de um Super Paixoneitor Control Tabajara, e não perder a novela Passione, uma aula sobre os estragos que ela provoca.
Em resposta, disse a ele que eu não estava fazendo previsões, mas apenas constatando o que já existe de fato na atualidade, basta olhar em volta.
Com efeito, quem conhece a realidade educacional do país, não apenas pelos indicadores, estes sim verdadeiramente catastróficos do PISA (recomendo uma visita ao site da OCDE, para maiores precisões, estarrecedoras), mas também pelo contato direto -- e quem tem filhos em escolas brasileiras, mesmo privadas, sabe o horror que são os professores, com muitas exceções, claro -- com alunos e professores (e eu tenho, pelos meus encargos acadêmicos), sabe que a realidade da educação no Brasil é muito pior do que possamos imaginar, e bota pior nisso.
Mas eu também me dedico -- só pode ser por esporte masoquista -- a ler os comentários de leitores nos blogs e colunas de jornalistas de grandes meios, em quase todos os que permitem publicação de comentários de leitores. Posso garantir que a impressão que se tem é arrasadora.
Sempre li as cartas de leitores nos grandes jornais e revistas -- Estadão, Globo, FSP, Veja, etc. -- pois elas revelam o que vai realmente na alma do povo. Mas essas cartas são rigorosamente selecionadas e as redações eliminam as mais chocantes ou mais mal escritas. Outra forma de saber dessa "opinião popular" é conversar com motoristas de taxi, mas aí o universo é imenso, e eu não ando muito de taxi, salvo em viagens, quando não tenho tempo ou paciência para ficar conversando com motoristas de SP ou Rio.
Mais instrutivos, e muito mais estarrecedores, são, portanto, esses comentários em blogs e colunas de jornalistas, sobretudo os que não são moderados devidamente.
Começa que a linguagem é a pior possível, em muitos casos, com expressões que normalmente seriam substituídas por apitos sonoros nos programas de televisão e por sinais característicos -- #@*+x&! -- nos textos escritos. Os argumentos, então, são os mais alucinantes que se pode encontrar na literatura fantástica, ou de botequim.
Portanto, quero contradizer meu comentarista e dizer o que segue.
Confesso que me assusta a mediocridade galopante e a estupidez crescente. O Brasil vem, sim, caminhando para a decadência mental.
Deixo vocês com este texto que retrata, de forma educada, essa nova realidade.
Paulo Roberto de Almeida
Paixões perigosas
Nelson Motta
O Estado de S.Paulo, 27 de agosto de 2010
Não é só nas novelas que a paixão cega, ensurdece, escurece a mente e embota a inteligência. Ela nos leva a fazer o inconcebível, a aceitar o inaceitável, a esquecer o inesquecível. Como em um transe, uma possessão, ela se incorpora e comanda, atropela a ética, a estética e as evidencias.
Paixão é droga pesada, que provoca êxtase e dependência, é insaciável, e sua falta produz desespero, vazio e dor. Mas sem paixão, dizia Nelson Rodrigues, não se pode nem chupar um Chicabon.
É impossível imaginar grandes conquistas pessoais e coletivas sem paixão, sem entrega. É ela que nos move além do instinto, da razão e de nós mesmos. Fora as carnais, que são hors concours, as paixões mais perigosas parecem ser as políticas, esportivas e religiosas.
É fascinante, e assustador, ver pessoas educadas e delicadas se transformando em bestas boçais cuspindo fogo e soltando coices verbais por um jogo de futebol. Filmados, não se reconheceriam. Reconhecidos, se vexariam. Mas é mais forte do que eles.
Na faculdade, já achava meio ridículos os debates acalorados nas assembleias estudantis, movidos a slogans, palavras de ordem, acusações, bravatas e ameaças. E não raro, força bruta e intimidação. Nobres e pobres paixões juvenis.
Hoje, ler os comentários de leitores nos blogs é chafurdar no que há de mais estúpido na paixão política, e pior, partidária. Pelo seu potencial destruidor, por emburrecer os inteligentes, fortalecer os intolerantes, afastar os diferentes, entorpecer a razão, inviabilizar qualquer convivência.
É a paixão desses militantes sinceros e radicais, de qualquer partido, coitados, que serve de massa de manobra para políticos apaixonados - não pelo País ou a cidade - mas pelo poder, e por eles mesmos.
Como equilibrar a paixão necessária com a razão e a serenidade indispensáveis para viver e crescer em liberdade? Paixões são indomáveis e incontroláveis, delas nascem as piores formas de servidão. Nos resta esperar o lançamento de um Super Paixoneitor Control Tabajara, e não perder a novela Passione, uma aula sobre os estragos que ela provoca.
sexta-feira, 27 de agosto de 2010
100 mil visitas: um champagne virtual para o blog...
Meu blog é abstêmio, do contrário eu seria capaz de lhe servir un petit champagne. Na falta do legítimo, vai uma cervejinha mesmo...
O blog, não eu, está comemorando mais de 100 mil visitas, nos últimos seis meses (as estatísticas começaram em algum dia de janeiro, provavelmente segunda quinzena, pois as visitas nesse mês foram em número reduzido, como se pode ver na figura abaixo).
O mês de maior atividade, até aqui, foi maio (não sei o que atraiu tanta gente nesse mês, preciso verificar os posts).
Enfim, o blog deveria organizar une petite fête...
Não sei se serei convidado para a festa, mas avisarei se tiver brigadeiro...
Diplomatizzando (visitas segundo o Sitemeter)
Visits
Total ...................... 100,275
Average per Day ................ 625
Average Visit Length .......... 1:54
This Week .................... 4,373
Page Views
Total ...................... 144,671
Average per Day ................ 873
Average per Visit .............. 1.4
This Week .................... 6,114
(Recebido em 27.08.2010)
Grato aos meus muitos leitores, desculpas pela linguagem sometimes harsh (mas alguns idiotas merecem ser chamados de idiotas) e prometo manter o ritmo e a qualidade nos próximos seis meses...
O blog, não eu, está comemorando mais de 100 mil visitas, nos últimos seis meses (as estatísticas começaram em algum dia de janeiro, provavelmente segunda quinzena, pois as visitas nesse mês foram em número reduzido, como se pode ver na figura abaixo).
O mês de maior atividade, até aqui, foi maio (não sei o que atraiu tanta gente nesse mês, preciso verificar os posts).
Enfim, o blog deveria organizar une petite fête...
Não sei se serei convidado para a festa, mas avisarei se tiver brigadeiro...
Diplomatizzando (visitas segundo o Sitemeter)
Visits
Total ...................... 100,275
Average per Day ................ 625
Average Visit Length .......... 1:54
This Week .................... 4,373
Page Views
Total ...................... 144,671
Average per Day ................ 873
Average per Visit .............. 1.4
This Week .................... 6,114
(Recebido em 27.08.2010)
Grato aos meus muitos leitores, desculpas pela linguagem sometimes harsh (mas alguns idiotas merecem ser chamados de idiotas) e prometo manter o ritmo e a qualidade nos próximos seis meses...
Back to the past: Cuban style...
Cuba: Raúl Castro Viaja Al Pasado
Carlos Alberto Montaner
Firmas Press, August 27, 2010
Raúl Castro, lentamente, sin prisa, ha emprendido un viaje al pasado. Quiere regresar al 13 de marzo de 1968. El trayecto, cree, puede tomarle varios años. Ésa será su reforma económica y su tímido modo de arreglar el desbarajuste heredado. En esa fecha, su hermano Fidel, en medio de un arrebato colectivista desaconsejado por casi todo el mundo, y especialmente por el vicepresidente Carlos Rafael Rodríguez, un viejo comunista que exhibía ciertos vestigios de prudencia, confiscó y estatizó casi 60,000 microempresas que todavía estaban en manos privadas, dado que las grandes y medianas ya habían sido engullidas en los primeros dos años de dictadura. A ese empobrecedor disparate Fidel le llamó “una ofensiva revolucionaria”.
Con un estalinista chasquido de sus dedos, el Comandante acabó con los pequeños restaurantes, las empresas familiares, los talleres que reparaban toda clase de objetos, los sastres y costureras, los barberos, los electricistas, fontaneros, carpinteros y el resto de los artesanos y técnicos especializados que aliviaban un poco los horrores del sector público de la economía, ya muy afectado por la torpeza burocrática, la escasez y la inflación. A los pocos meses el purgatorio comunista se había convertido en un verdadero infierno: casi nada se podía arreglar o reemplazar. La decadencia material del país se aceleró hasta llegar a lo que es hoy día: un país en ruinas que parece haber sido bombardeado por algún enemigo inclemente.
¿Por qué Fidel cometió una estupidez de ese calibre? Al margen del poder político, que siempre entra en sus cálculos, y de su patológica necesidad de controlarlo todo, lo hizo por razones morales. “No queremos –dijo—que los hombres sigan el instinto del egoísmo de la individualidad, la vida del lobo, la vida de la bestia…”. Para Fidel, el cubano emprendedor que deseaba abrirse paso y luchar por mejorar la calidad de su vida y la de su familia era un canalla insolidario, un tipo al que había que reeducar hasta transformarlo en el “hombre nuevo”, o al que había que erradicar a sangre y fuego porque no cabía en la sociedad maravillosa de revolucionarios desinteresados y angelicales que él estaba creando.
Fue una época de frustraciones y radicalismos. En octubre de 1967 moría Ernesto Che Guevara en Bolivia y con él las supercherías del “foquismo”, suceso que provocó en Cuba una declaración oficial de duelo que incluyó el cierre permanente de todos los cabarets y salas de fiesta. Divertirse no era propio de revolucionarios. En enero de 1968 Fidel arrasaba con unos cuantos marxistas críticos que habían surgido en el partido comunista a los que llamó “microfracción” antes de encarcelarlos. En marzo lanzó la mencionada “ofensiva revolucionaria” contra los microempresarios. En agosto apoyó la invasión soviética a Checoslovaquia. Estaba desatado. Era el “Año del guerrillero heroico”. Todavía no se había inventado el Prozac.
Hoy casi todo el mundo en Cuba, incluido Raúl, reconoce que aquellos espasmos ultracomunistas de Fidel aumentaron exponencialmente el desastre económico que ha experimentado ese pobre país. Pero de lo que muchos revolucionarios no han podido librarse, incluido Raúl, es de la censura moral al espíritu emprendedor. Saben que es necesario restaurar la propiedad privada para que el país funcione, pero no ven esa transformación como algo positivo, sino como una concesión vergonzante que no los hace felices. Siguen siendo gentes convencidas de que el guevarismo, teóricamente, es una forma superior de conducta, aunque en la práctica resulte inaplicable e inútil por la maldita naturaleza humana.
Por eso va a fracasar la reforma de Raúl Castro. Porque trufa los cambios con toda clase de cautelas, limitaciones y castigos. No cree en la libertad. No concede cambios convencido de lo que hace y arrepentido por lo que hizo. Accede a regañadientes, como con asco, forzado por la catástrofe que han provocado. Sólo está buscando forjar un tenue tejido empresarial capitalista para salvar su dictadura comunista de partido único. Cree que, si lo logra, podrá organizar la transmisión de la autoridad sin ceder un ápice de poder político. No entiende que aquel aparato que ellos eliminaron de un tajo había surgido espontáneamente a lo largo de siglos como consecuencia del libre mercado y del tanteo y error. Ese clima no se puede recrear por decreto con medidas de ingeniería social. Así no se puede viajar al pasado.
Carlos Alberto Montaner
Firmas Press, August 27, 2010
Raúl Castro, lentamente, sin prisa, ha emprendido un viaje al pasado. Quiere regresar al 13 de marzo de 1968. El trayecto, cree, puede tomarle varios años. Ésa será su reforma económica y su tímido modo de arreglar el desbarajuste heredado. En esa fecha, su hermano Fidel, en medio de un arrebato colectivista desaconsejado por casi todo el mundo, y especialmente por el vicepresidente Carlos Rafael Rodríguez, un viejo comunista que exhibía ciertos vestigios de prudencia, confiscó y estatizó casi 60,000 microempresas que todavía estaban en manos privadas, dado que las grandes y medianas ya habían sido engullidas en los primeros dos años de dictadura. A ese empobrecedor disparate Fidel le llamó “una ofensiva revolucionaria”.
Con un estalinista chasquido de sus dedos, el Comandante acabó con los pequeños restaurantes, las empresas familiares, los talleres que reparaban toda clase de objetos, los sastres y costureras, los barberos, los electricistas, fontaneros, carpinteros y el resto de los artesanos y técnicos especializados que aliviaban un poco los horrores del sector público de la economía, ya muy afectado por la torpeza burocrática, la escasez y la inflación. A los pocos meses el purgatorio comunista se había convertido en un verdadero infierno: casi nada se podía arreglar o reemplazar. La decadencia material del país se aceleró hasta llegar a lo que es hoy día: un país en ruinas que parece haber sido bombardeado por algún enemigo inclemente.
¿Por qué Fidel cometió una estupidez de ese calibre? Al margen del poder político, que siempre entra en sus cálculos, y de su patológica necesidad de controlarlo todo, lo hizo por razones morales. “No queremos –dijo—que los hombres sigan el instinto del egoísmo de la individualidad, la vida del lobo, la vida de la bestia…”. Para Fidel, el cubano emprendedor que deseaba abrirse paso y luchar por mejorar la calidad de su vida y la de su familia era un canalla insolidario, un tipo al que había que reeducar hasta transformarlo en el “hombre nuevo”, o al que había que erradicar a sangre y fuego porque no cabía en la sociedad maravillosa de revolucionarios desinteresados y angelicales que él estaba creando.
Fue una época de frustraciones y radicalismos. En octubre de 1967 moría Ernesto Che Guevara en Bolivia y con él las supercherías del “foquismo”, suceso que provocó en Cuba una declaración oficial de duelo que incluyó el cierre permanente de todos los cabarets y salas de fiesta. Divertirse no era propio de revolucionarios. En enero de 1968 Fidel arrasaba con unos cuantos marxistas críticos que habían surgido en el partido comunista a los que llamó “microfracción” antes de encarcelarlos. En marzo lanzó la mencionada “ofensiva revolucionaria” contra los microempresarios. En agosto apoyó la invasión soviética a Checoslovaquia. Estaba desatado. Era el “Año del guerrillero heroico”. Todavía no se había inventado el Prozac.
Hoy casi todo el mundo en Cuba, incluido Raúl, reconoce que aquellos espasmos ultracomunistas de Fidel aumentaron exponencialmente el desastre económico que ha experimentado ese pobre país. Pero de lo que muchos revolucionarios no han podido librarse, incluido Raúl, es de la censura moral al espíritu emprendedor. Saben que es necesario restaurar la propiedad privada para que el país funcione, pero no ven esa transformación como algo positivo, sino como una concesión vergonzante que no los hace felices. Siguen siendo gentes convencidas de que el guevarismo, teóricamente, es una forma superior de conducta, aunque en la práctica resulte inaplicable e inútil por la maldita naturaleza humana.
Por eso va a fracasar la reforma de Raúl Castro. Porque trufa los cambios con toda clase de cautelas, limitaciones y castigos. No cree en la libertad. No concede cambios convencido de lo que hace y arrepentido por lo que hizo. Accede a regañadientes, como con asco, forzado por la catástrofe que han provocado. Sólo está buscando forjar un tenue tejido empresarial capitalista para salvar su dictadura comunista de partido único. Cree que, si lo logra, podrá organizar la transmisión de la autoridad sin ceder un ápice de poder político. No entiende que aquel aparato que ellos eliminaron de un tajo había surgido espontáneamente a lo largo de siglos como consecuencia del libre mercado y del tanteo y error. Ese clima no se puede recrear por decreto con medidas de ingeniería social. Así no se puede viajar al pasado.
More of the same (talvez pior): a possivel politica economica de Dona Dilma...
Ninguém sabe, ao certo, qual será a política econômica da "prospective winner of the Brazilian elections", como devem estar escrevendo agora mesmo os correspondentes econômicos dos principais jornais internacionais.
Na dúvida, os indicadores tendem a se deteriorar, como já ocorreu nas eleições de 2002, mas agora bem menos, pois a candidata oferece, na verdade, "continuidade" (claro, "aperfeiçoando o que deve ser aperfeiçoado").
Sem saber do que, e de quem, será feita essa política econômica, só podemos, pelo momento, especular, como faz o editor do Ordem Livre, site com o qual também colaboro, a convite.
Existem boas e más especulações, como gostaria de dizer alguns. Acredito que esta aqui é da boa. Não que agrade os interessados, mas se trata de um exercício baseado inteiramente em declarações dos mais próximos do pensamento político (se existe algum) da candidata oficial.
A conferir.
Paulo Roberto de Almeida
Apostando na mediocridade
Diogo CostaTags
Ordem Livre, 20 de Agosto de 2010
Ninguém sabia ao certo qual seria a política econômica do governo Lula antes de sua eleição. Agora todos acreditam saber exatamente qual será a política econômica da candidata Dilma Roussef caso eleita.
Assim como o pessimismo antes de Lula, o otimismo em relação a Dilma também pode ser exagerado. Por um lado, é possível que ela siga uma linha mais próxima de Palocci ou até mesmo (para a nossa sorte) de Henrique Meirelles. Por outro, há a possibilidade de Dilma se render à base do seu partido, que reivindica o socialismo petista.
Em geral, faltam perguntas da mídia por maiores detalhes da política econômica de Dilma, e falta articulação da candidata para responder questões mais específicas. Ontem, Alessandro Teixeira, coordenador do programa de governo de Dilma, tentou sintetizar a visão econômica de um suposto governo Dilma em entrevista para o Estadão online.
Se Teixeira é um representante fiel do pensamento de sua equipe, a candidata irá insistir na mediocridade.
Teixeira frisou repetidamente sua visão de “estado fomentador, um estado que ajuda a dar dinâmica a economia.” Eu defendo que nenhum jornalista permita a políticos e economistas usar analogias como “fomentar” “movimentar”, ”dinamizar” impunemente. Verbos como esses escondem a ação verdadeira que esses sujeitos têm em mente. “Estado fomentador” para Teixeira é estado gastador. Só que com uma diferença: “nós não chamamos isso de gasto”, diz Teixeira, “é investimento”. Chamar despesas de investimento: não é esse o truque de qualquer vendedor de seguros?
Fomentar a economia por meio de gastos, já disse Russel Roberts, é similar a tentar encher a parte rasa de uma piscina com a água retirada da parte funda da mesma piscina. Os baldes entornados podem até fazer barulho, mas o nível da água permanece o mesmo.
Todo recurso que o estado diz injetar na economia precisa sair do bolso dos brasileiros. Diz Teixeira que “PAC 1 e PAC 2 colocaram na economia mais de 700 bilhões de reais.” Bem, Sr. Teixeira, onde estavam esses 700 bilhões que o governo colocou na economia? Flutuando no éter, numa altura que apenas a mão estatal consegue alcançar para trazer ao plano da economia real? Claro que não. Esses bilhões já estavam na economia. O que seu governo fez foi desviar os recursos que atenderiam aos objetivos da sociedade civil para que eles passassem a atender aos objetivos estatais.
Mas não esperem que essa ilusão contábil mude com Dilma. De acordo com Teixeira, “do ponto de vista de condução macroeconômica, política macroeconômica, com todos os dados positivos que nós temos, e nós não temos um dado negativo — nenhum dado negativo — nós não podemos mudar a condução porque o resultado tem sido colocado.”
Então a equipe de Dilma não tem nenhum dado negativo da política macroeconômica? Permita-me sanar a ignorância do time do Sr. Teixeira. De 2003 a 2008, a média do crescimento econômico brasileiro foi de 4.1%. A média da América Latina e Caribe durante o mesmo período foi de 4.8%. Ou seja, durante o período do governo Lula a média de crescimento brasileiro ficou abaixo da média de uma região que não deve ser modelo para nada. Se formos analisar o desempenho dos outros membros do BRIC, a comparação fica pior. China, India e Rússia cresceram em uma média de 8.7% durante o período — mais que o dobro do crescimento brasileiro. Dá até pra desconfiar, como fez Martin Wolf no Financial Times, se o Brasil merece mesmo fazer parte do grupo.
Se o Brasil quiser dar motivos para o otimismo, é preciso redefinir o papel do estado na economia. Os países que mais crescem são aqueles em que a intervenção na economia é limitadíssima, e a proteção a propriedade bem segura. Infelizmente, Teixeira não quer discutir o papel do estado: “Não existe nenhum estado hoje que vai advogar o seguinte: estado mínimo e não investimento na área social porque isso significa gasto. Essa visão está ultrapassada hoje em qualquer país.”
Uma das formas mais comuns de refutar os liberais é situá-los nas pegadas da história. No diálogo “A politician in sight of haven” Auberon Herbert já coloca na boca do adversário estatista: “Todo mundo hoje imagina que o laissez-faire está do outro lado do horizonte atrás de nós”.
A verdade é que ninguém consegue apontar onde está essa época libertária, de estado mínimo, de laissez-faire. Em todas as épocas, os defensores do estado mínimo estão em minoria. Mas a verdade é que, onde quer que as ideias liberais sejam aplicadas, seja o imposto único na Rússia, ou a abolição das tarifas de exportação na Estônia, o resultado é maior prosperidade para todos. Será que algum dia os políticos brasileiros aprenderão a lição?
Diogo G. R. Costa é editor de OrdemLivre.org
Na dúvida, os indicadores tendem a se deteriorar, como já ocorreu nas eleições de 2002, mas agora bem menos, pois a candidata oferece, na verdade, "continuidade" (claro, "aperfeiçoando o que deve ser aperfeiçoado").
Sem saber do que, e de quem, será feita essa política econômica, só podemos, pelo momento, especular, como faz o editor do Ordem Livre, site com o qual também colaboro, a convite.
Existem boas e más especulações, como gostaria de dizer alguns. Acredito que esta aqui é da boa. Não que agrade os interessados, mas se trata de um exercício baseado inteiramente em declarações dos mais próximos do pensamento político (se existe algum) da candidata oficial.
A conferir.
Paulo Roberto de Almeida
Apostando na mediocridade
Diogo CostaTags
Ordem Livre, 20 de Agosto de 2010
Ninguém sabia ao certo qual seria a política econômica do governo Lula antes de sua eleição. Agora todos acreditam saber exatamente qual será a política econômica da candidata Dilma Roussef caso eleita.
Assim como o pessimismo antes de Lula, o otimismo em relação a Dilma também pode ser exagerado. Por um lado, é possível que ela siga uma linha mais próxima de Palocci ou até mesmo (para a nossa sorte) de Henrique Meirelles. Por outro, há a possibilidade de Dilma se render à base do seu partido, que reivindica o socialismo petista.
Em geral, faltam perguntas da mídia por maiores detalhes da política econômica de Dilma, e falta articulação da candidata para responder questões mais específicas. Ontem, Alessandro Teixeira, coordenador do programa de governo de Dilma, tentou sintetizar a visão econômica de um suposto governo Dilma em entrevista para o Estadão online.
Se Teixeira é um representante fiel do pensamento de sua equipe, a candidata irá insistir na mediocridade.
Teixeira frisou repetidamente sua visão de “estado fomentador, um estado que ajuda a dar dinâmica a economia.” Eu defendo que nenhum jornalista permita a políticos e economistas usar analogias como “fomentar” “movimentar”, ”dinamizar” impunemente. Verbos como esses escondem a ação verdadeira que esses sujeitos têm em mente. “Estado fomentador” para Teixeira é estado gastador. Só que com uma diferença: “nós não chamamos isso de gasto”, diz Teixeira, “é investimento”. Chamar despesas de investimento: não é esse o truque de qualquer vendedor de seguros?
Fomentar a economia por meio de gastos, já disse Russel Roberts, é similar a tentar encher a parte rasa de uma piscina com a água retirada da parte funda da mesma piscina. Os baldes entornados podem até fazer barulho, mas o nível da água permanece o mesmo.
Todo recurso que o estado diz injetar na economia precisa sair do bolso dos brasileiros. Diz Teixeira que “PAC 1 e PAC 2 colocaram na economia mais de 700 bilhões de reais.” Bem, Sr. Teixeira, onde estavam esses 700 bilhões que o governo colocou na economia? Flutuando no éter, numa altura que apenas a mão estatal consegue alcançar para trazer ao plano da economia real? Claro que não. Esses bilhões já estavam na economia. O que seu governo fez foi desviar os recursos que atenderiam aos objetivos da sociedade civil para que eles passassem a atender aos objetivos estatais.
Mas não esperem que essa ilusão contábil mude com Dilma. De acordo com Teixeira, “do ponto de vista de condução macroeconômica, política macroeconômica, com todos os dados positivos que nós temos, e nós não temos um dado negativo — nenhum dado negativo — nós não podemos mudar a condução porque o resultado tem sido colocado.”
Então a equipe de Dilma não tem nenhum dado negativo da política macroeconômica? Permita-me sanar a ignorância do time do Sr. Teixeira. De 2003 a 2008, a média do crescimento econômico brasileiro foi de 4.1%. A média da América Latina e Caribe durante o mesmo período foi de 4.8%. Ou seja, durante o período do governo Lula a média de crescimento brasileiro ficou abaixo da média de uma região que não deve ser modelo para nada. Se formos analisar o desempenho dos outros membros do BRIC, a comparação fica pior. China, India e Rússia cresceram em uma média de 8.7% durante o período — mais que o dobro do crescimento brasileiro. Dá até pra desconfiar, como fez Martin Wolf no Financial Times, se o Brasil merece mesmo fazer parte do grupo.
Se o Brasil quiser dar motivos para o otimismo, é preciso redefinir o papel do estado na economia. Os países que mais crescem são aqueles em que a intervenção na economia é limitadíssima, e a proteção a propriedade bem segura. Infelizmente, Teixeira não quer discutir o papel do estado: “Não existe nenhum estado hoje que vai advogar o seguinte: estado mínimo e não investimento na área social porque isso significa gasto. Essa visão está ultrapassada hoje em qualquer país.”
Uma das formas mais comuns de refutar os liberais é situá-los nas pegadas da história. No diálogo “A politician in sight of haven” Auberon Herbert já coloca na boca do adversário estatista: “Todo mundo hoje imagina que o laissez-faire está do outro lado do horizonte atrás de nós”.
A verdade é que ninguém consegue apontar onde está essa época libertária, de estado mínimo, de laissez-faire. Em todas as épocas, os defensores do estado mínimo estão em minoria. Mas a verdade é que, onde quer que as ideias liberais sejam aplicadas, seja o imposto único na Rússia, ou a abolição das tarifas de exportação na Estônia, o resultado é maior prosperidade para todos. Será que algum dia os políticos brasileiros aprenderão a lição?
Diogo G. R. Costa é editor de OrdemLivre.org
A poderosa agricultura brasileira - The Economist
Brazilian agriculture: The miracle of the cerrado
The Economist, Aug 26th 2010
Brazil has revolutionised its own farms. Can it do the same for others?
CREMAQ, PIAUÍ
IN A remote corner of Bahia state, in north-eastern Brazil, a vast new farm is springing out of the dry bush. Thirty years ago eucalyptus and pine were planted in this part of the cerrado (Brazil’s savannah). Native shrubs later reclaimed some of it. Now every field tells the story of a transformation. Some have been cut to a litter of tree stumps and scrub; on others, charcoal-makers have moved in to reduce the rootballs to fuel; next, other fields have been levelled and prepared with lime and fertiliser; and some have already been turned into white oceans of cotton. Next season this farm at Jatobá will plant and harvest cotton, soyabeans and maize on 24,000 hectares, 200 times the size of an average farm in Iowa. It will transform a poverty-stricken part of Brazil’s backlands.
Three hundred miles north, in the state of Piauí, the transformation is already complete. Three years ago the Cremaq farm was a failed experiment in growing cashews. Its barns were falling down and the scrub was reasserting its grip. Now the farm—which, like Jatobá, is owned by BrasilAgro, a company that buys and modernises neglected fields—uses radio transmitters to keep track of the weather; runs SAP software; employs 300 people under a gaúcho from southern Brazil; has 200km (124 miles) of new roads criss-crossing the fields; and, at harvest time, resounds to the thunder of lorries which, day and night, carry maize and soya to distant ports. That all this is happening in Piauí—the Timbuktu of Brazil, a remote, somewhat lawless area where the nearest health clinic is half a day’s journey away and most people live off state welfare payments—is nothing short of miraculous.
These two farms on the frontier of Brazilian farming are microcosms of a national change with global implications. In less than 30 years Brazil has turned itself from a food importer into one of the world’s great breadbaskets (see chart 1). It is the first country to have caught up with the traditional “big five” grain exporters (America, Canada, Australia, Argentina and the European Union). It is also the first tropical food-giant; the big five are all temperate producers.
The increase in Brazil’s farm production has been stunning. Between 1996 and 2006 the total value of the country’s crops rose from 23 billion reais ($23 billion) to 108 billion reais, or 365%. Brazil increased its beef exports tenfold in a decade, overtaking Australia as the world’s largest exporter. It has the world’s largest cattle herd after India’s. It is also the world’s largest exporter of poultry, sugar cane and ethanol (see chart 2). Since 1990 its soyabean output has risen from barely 15m tonnes to over 60m. Brazil accounts for about a third of world soyabean exports, second only to America. In 1994 Brazil’s soyabean exports were one-seventh of America’s; now they are six-sevenths. Moreover, Brazil supplies a quarter of the world’s soyabean trade on just 6% of the country’s arable land.
No less astonishingly, Brazil has done all this without much government subsidy. According to the Organisation for Economic Co-operation and Development (OECD), state support accounted for 5.7% of total farm income in Brazil during 2005-07. That compares with 12% in America, 26% for the OECD average and 29% in the European Union. And Brazil has done it without deforesting the Amazon (though that has happened for other reasons). The great expansion of farmland has taken place 1,000km from the jungle.
How did the country manage this astonishing transformation? The answer to that matters not only to Brazil but also to the rest of the world.
An attractive Brazilian model
Between now and 2050 the world’s population will rise from 7 billion to 9 billion. Its income is likely to rise by more than that and the total urban population will roughly double, changing diets as well as overall demand because city dwellers tend to eat more meat. The UN’s Food and Agriculture Organisation (FAO) reckons grain output will have to rise by around half but meat output will have to double by 2050. This will be hard to achieve because, in the past decade, the growth in agricultural yields has stalled and water has become a greater constraint. By one estimate, only 40% of the increase in world grain output now comes from rises in yields and 60% comes from taking more land under cultivation. In the 1960s just a quarter came from more land and three-quarters came from higher yields.
So if you were asked to describe the sort of food producer that will matter most in the next 40 years, you would probably say something like this: one that has boosted output a lot and looks capable of continuing to do so; one with land and water in reserve; one able to sustain a large cattle herd (it does not necessarily have to be efficient, but capable of improvement); one that is productive without massive state subsidies; and maybe one with lots of savannah, since the biggest single agricultural failure in the world during past decades has been tropical Africa, and anything that might help Africans grow more food would be especially valuable. In other words, you would describe Brazil.
Brazil has more spare farmland than any other country (see chart 3). The FAO puts its total potential arable land at over 400m hectares; only 50m is being used. Brazilian official figures put the available land somewhat lower, at 300m hectares. Either way, it is a vast amount. On the FAO’s figures, Brazil has as much spare farmland as the next two countries together (Russia and America). It is often accused of levelling the rainforest to create its farms, but hardly any of this new land lies in Amazonia; most is cerrado.
Brazil also has more water. According to the UN’s World Water Assessment Report of 2009, Brazil has more than 8,000 billion cubic kilometres of renewable water each year, easily more than any other country. Brazil alone (population: 190m) has as much renewable water as the whole of Asia (population: 4 billion). And again, this is not mainly because of the Amazon. Piauí is one of the country’s driest areas but still gets a third more water than America’s corn belt.
Of course, having spare water and spare land is not much good if they are in different places (a problem in much of Africa). But according to BrasilAgro, Brazil has almost as much farmland with more than 975 millimetres of rain each year as the whole of Africa and more than a quarter of all such land in the world.
Since 1996 Brazilian farmers have increased the amount of land under cultivation by a third, mostly in the cerrado. That is quite different from other big farm producers, whose amount of land under the plough has either been flat or (in Europe) falling. And it has increased production by ten times that amount. But the availability of farmland is in fact only a secondary reason for the extraordinary growth in Brazilian agriculture. If you want the primary reason in three words, they are Embrapa, Embrapa, Embrapa.
More food without deforestation
Embrapa is short for Empresa Brasileira de Pesquisa Agropecuária, or the Brazilian Agricultural Research Corporation. It is a public company set up in 1973, in an unusual fit of farsightedness by the country’s then ruling generals. At the time the quadrupling of oil prices was making Brazil’s high levels of agricultural subsidy unaffordable. Mauro Lopes, who supervised the subsidy regime, says he urged the government to give $20 to Embrapa for every $50 it saved by cutting subsidies. It didn’t, but Embrapa did receive enough money to turn itself into the world’s leading tropical-research institution. It does everything from breeding new seeds and cattle, to creating ultra-thin edible wrapping paper for foodstuffs that changes colour when the food goes off, to running a nanotechnology laboratory creating biodegradable ultra-strong fabrics and wound dressings. Its main achievement, however, has been to turn the cerrado green.
When Embrapa started, the cerrado was regarded as unfit for farming. Norman Borlaug, an American plant scientist often called the father of the Green Revolution, told the New York Times that “nobody thought these soils were ever going to be productive.” They seemed too acidic and too poor in nutrients. Embrapa did four things to change that.
First, it poured industrial quantities of lime (pulverised limestone or chalk) onto the soil to reduce levels of acidity. In the late 1990s, 14m-16m tonnes of lime were being spread on Brazilian fields each year, rising to 25m tonnes in 2003 and 2004. This amounts to roughly five tonnes of lime a hectare, sometimes more. At the 20,000-hectare Cremaq farm, 5,000 hulking 30-tonne lorries have disgorged their contents on the fields in the past three years. Embrapa scientists also bred varieties of rhizobium, a bacterium that helps fix nitrogen in legumes and which works especially well in the soil of the cerrado, reducing the need for fertilisers.
So although it is true Brazil has a lot of spare farmland, it did not just have it hanging around, waiting to be ploughed. Embrapa had to create the land, in a sense, or make it fit for farming. Today the cerrado accounts for 70% of Brazil’s farm output and has become the new Midwest. “We changed the paradigm,” says Silvio Crestana, a former head of Embrapa, proudly.
Second, Embrapa went to Africa and brought back a grass called brachiaria. Patient crossbreeding created a variety, called braquiarinha in Brazil, which produced 20-25 tonnes of grass feed per hectare, many times what the native cerrado grass produces and three times the yield in Africa. That meant parts of the cerrado could be turned into pasture, making possible the enormous expansion of Brazil’s beef herd. Thirty years ago it took Brazil four years to raise a bull for slaughter. Now the average time is 18-20 months.
That is not the end of the story. Embrapa has recently begun experiments with genetically modifying brachiaria to produce a larger-leafed variety called braquiarão which promises even bigger increases in forage. This alone will not transform the livestock sector, which remains rather inefficient. Around one-third of improvement to livestock production comes from better breeding of the animals; one-third comes from improved resistance to disease; and only one-third from better feed. But it will clearly help.
Third, and most important, Embrapa turned soyabeans into a tropical crop. Soyabeans are native to north-east Asia (Japan, the Korean peninsular and north-east China). They are a temperate-climate crop, sensitive to temperature changes and requiring four distinct seasons. All other big soyabean producers (notably America and Argentina) have temperate climates. Brazil itself still grows soya in its temperate southern states. But by old-fashioned crossbreeding, Embrapa worked out how to make it also grow in a tropical climate, on the rolling plains of Mato Grosso state and in Goiás on the baking cerrado. More recently, Brazil has also been importing genetically modified soya seeds and is now the world’s second-largest user of GM after the United States. This year Embrapa won approval for its first GM seed.
Embrapa also created varieties of soya that are more tolerant than usual of acid soils (even after the vast application of lime, the cerrado is still somewhat acidic). And it speeded up the plants’ growing period, cutting between eight and 12 weeks off the usual life cycle. These “short cycle” plants have made it possible to grow two crops a year, revolutionising the operation of farms. Farmers used to plant their main crop in September and reap in May or June. Now they can harvest in February instead, leaving enough time for a full second crop before the September planting. This means the “second” crop (once small) has become as large as the first, accounting for a lot of the increases in yields.
Such improvements are continuing. The Cremaq farm could hardly have existed until recently because soya would not grow on this hottest, most acidic of Brazilian backlands. The variety of soya now being planted there did not exist five years ago. Dr Crestana calls this “the genetic transformation of soya”.
Lastly, Embrapa has pioneered and encouraged new operational farm techniques. Brazilian farmers pioneered “no-till” agriculture, in which the soil is not ploughed nor the crop harvested at ground level. Rather, it is cut high on the stalk and the remains of the plant are left to rot into a mat of organic material. Next year’s crop is then planted directly into the mat, retaining more nutrients in the soil. In 1990 Brazilian farmers used no-till farming for 2.6% of their grains; today it is over 50%.
Embrapa’s latest trick is something called forest, agriculture and livestock integration: the fields are used alternately for crops and livestock but threads of trees are also planted in between the fields, where cattle can forage. This, it turns out, is the best means yet devised for rescuing degraded pasture lands. Having spent years increasing production and acreage, Embrapa is now turning to ways of increasing the intensity of land use and of rotating crops and livestock so as to feed more people without cutting down the forest.
Farmers everywhere gripe all the time and Brazilians, needless to say, are no exception. Their biggest complaint concerns transport. The fields of Mato Grosso are 2,000km from the main soyabean port at Paranaguá, which cannot take the largest, most modern ships. So Brazil transports a relatively low-value commodity using the most expensive means, lorries, which are then forced to wait for ages because the docks are clogged.
Partly for that reason, Brazil is not the cheapest place in the world to grow soyabeans (Argentina is, followed by the American Midwest). But it is the cheapest place to plant the next acre. Expanding production in Argentina or America takes you into drier marginal lands which are much more expensive to farm. Expanding in Brazil, in contrast, takes you onto lands pretty much like the ones you just left.
Big is beautiful
Like almost every large farming country, Brazil is divided between productive giant operations and inefficient hobby farms. According to Mauro and Ignez Lopes of the Fundacão Getulio Vargas, a university in Rio de Janeiro, half the country’s 5m farms earn less than 10,000 reais a year and produce just 7% of total farm output; 1.6m are large commercial operations which produce 76% of output. Not all family farms are a drain on the economy: much of the poultry production is concentrated among them and they mop up a lot of rural underemployment. But the large farms are vastly more productive.
From the point of view of the rest of the world, however, these faults in Brazilian agriculture do not matter much. The bigger question for them is: can the miracle of the cerrado be exported, especially to Africa, where the good intentions of outsiders have so often shrivelled and died?
There are several reasons to think it can. Brazilian land is like Africa’s: tropical and nutrient-poor. The big difference is that the cerrado gets a decent amount of rain and most of Africa’s savannah does not (the exception is the swathe of southern Africa between Angola and Mozambique).
Brazil imported some of its raw material from other tropical countries in the first place. Brachiaria grass came from Africa. The zebu that formed the basis of Brazil’s nelore cattle herd came from India. In both cases Embrapa’s know-how improved them dramatically. Could they be taken back and improved again? Embrapa has started to do that, though it is early days and so far it is unclear whether the technology retransfer will work.
A third reason for hope is that Embrapa has expertise which others in Africa simply do not have. It has research stations for cassava and sorghum, which are African staples. It also has experience not just in the cerrado but in more arid regions (called the sertão), in jungles and in the vast wetlands on the border with Paraguay and Bolivia. Africa also needs to make better use of similar lands. “Scientifically, it is not difficult to transfer the technology,” reckons Dr Crestana. And the technology transfer is happening at a time when African economies are starting to grow and massive Chinese aid is starting to improve the continent’s famously dire transport system.
Still, a word of caution is in order. Brazil’s agricultural miracle did not happen through a simple technological fix. No magic bullet accounts for it—not even the tropical soyabean, which comes closest. Rather, Embrapa’s was a “system approach”, as its scientists call it: all the interventions worked together. Improving the soil and the new tropical soyabeans were both needed for farming the cerrado; the two together also made possible the changes in farm techniques which have boosted yields further.
Systems are much harder to export than a simple fix. “We went to the US and brought back the whole package [of cutting-edge agriculture in the 1970s],” says Dr Crestana. “That didn’t work and it took us 30 years to create our own. Perhaps Africans will come to Brazil and take back the package from us. Africa is changing. Perhaps it won’t take them so long. We’ll see.” If we see anything like what happened in Brazil itself, feeding the world in 2050 will not look like the uphill struggle it appears to be now.
The Economist, Aug 26th 2010
Brazil has revolutionised its own farms. Can it do the same for others?
CREMAQ, PIAUÍ
IN A remote corner of Bahia state, in north-eastern Brazil, a vast new farm is springing out of the dry bush. Thirty years ago eucalyptus and pine were planted in this part of the cerrado (Brazil’s savannah). Native shrubs later reclaimed some of it. Now every field tells the story of a transformation. Some have been cut to a litter of tree stumps and scrub; on others, charcoal-makers have moved in to reduce the rootballs to fuel; next, other fields have been levelled and prepared with lime and fertiliser; and some have already been turned into white oceans of cotton. Next season this farm at Jatobá will plant and harvest cotton, soyabeans and maize on 24,000 hectares, 200 times the size of an average farm in Iowa. It will transform a poverty-stricken part of Brazil’s backlands.
Three hundred miles north, in the state of Piauí, the transformation is already complete. Three years ago the Cremaq farm was a failed experiment in growing cashews. Its barns were falling down and the scrub was reasserting its grip. Now the farm—which, like Jatobá, is owned by BrasilAgro, a company that buys and modernises neglected fields—uses radio transmitters to keep track of the weather; runs SAP software; employs 300 people under a gaúcho from southern Brazil; has 200km (124 miles) of new roads criss-crossing the fields; and, at harvest time, resounds to the thunder of lorries which, day and night, carry maize and soya to distant ports. That all this is happening in Piauí—the Timbuktu of Brazil, a remote, somewhat lawless area where the nearest health clinic is half a day’s journey away and most people live off state welfare payments—is nothing short of miraculous.
These two farms on the frontier of Brazilian farming are microcosms of a national change with global implications. In less than 30 years Brazil has turned itself from a food importer into one of the world’s great breadbaskets (see chart 1). It is the first country to have caught up with the traditional “big five” grain exporters (America, Canada, Australia, Argentina and the European Union). It is also the first tropical food-giant; the big five are all temperate producers.
The increase in Brazil’s farm production has been stunning. Between 1996 and 2006 the total value of the country’s crops rose from 23 billion reais ($23 billion) to 108 billion reais, or 365%. Brazil increased its beef exports tenfold in a decade, overtaking Australia as the world’s largest exporter. It has the world’s largest cattle herd after India’s. It is also the world’s largest exporter of poultry, sugar cane and ethanol (see chart 2). Since 1990 its soyabean output has risen from barely 15m tonnes to over 60m. Brazil accounts for about a third of world soyabean exports, second only to America. In 1994 Brazil’s soyabean exports were one-seventh of America’s; now they are six-sevenths. Moreover, Brazil supplies a quarter of the world’s soyabean trade on just 6% of the country’s arable land.
No less astonishingly, Brazil has done all this without much government subsidy. According to the Organisation for Economic Co-operation and Development (OECD), state support accounted for 5.7% of total farm income in Brazil during 2005-07. That compares with 12% in America, 26% for the OECD average and 29% in the European Union. And Brazil has done it without deforesting the Amazon (though that has happened for other reasons). The great expansion of farmland has taken place 1,000km from the jungle.
How did the country manage this astonishing transformation? The answer to that matters not only to Brazil but also to the rest of the world.
An attractive Brazilian model
Between now and 2050 the world’s population will rise from 7 billion to 9 billion. Its income is likely to rise by more than that and the total urban population will roughly double, changing diets as well as overall demand because city dwellers tend to eat more meat. The UN’s Food and Agriculture Organisation (FAO) reckons grain output will have to rise by around half but meat output will have to double by 2050. This will be hard to achieve because, in the past decade, the growth in agricultural yields has stalled and water has become a greater constraint. By one estimate, only 40% of the increase in world grain output now comes from rises in yields and 60% comes from taking more land under cultivation. In the 1960s just a quarter came from more land and three-quarters came from higher yields.
So if you were asked to describe the sort of food producer that will matter most in the next 40 years, you would probably say something like this: one that has boosted output a lot and looks capable of continuing to do so; one with land and water in reserve; one able to sustain a large cattle herd (it does not necessarily have to be efficient, but capable of improvement); one that is productive without massive state subsidies; and maybe one with lots of savannah, since the biggest single agricultural failure in the world during past decades has been tropical Africa, and anything that might help Africans grow more food would be especially valuable. In other words, you would describe Brazil.
Brazil has more spare farmland than any other country (see chart 3). The FAO puts its total potential arable land at over 400m hectares; only 50m is being used. Brazilian official figures put the available land somewhat lower, at 300m hectares. Either way, it is a vast amount. On the FAO’s figures, Brazil has as much spare farmland as the next two countries together (Russia and America). It is often accused of levelling the rainforest to create its farms, but hardly any of this new land lies in Amazonia; most is cerrado.
Brazil also has more water. According to the UN’s World Water Assessment Report of 2009, Brazil has more than 8,000 billion cubic kilometres of renewable water each year, easily more than any other country. Brazil alone (population: 190m) has as much renewable water as the whole of Asia (population: 4 billion). And again, this is not mainly because of the Amazon. Piauí is one of the country’s driest areas but still gets a third more water than America’s corn belt.
Of course, having spare water and spare land is not much good if they are in different places (a problem in much of Africa). But according to BrasilAgro, Brazil has almost as much farmland with more than 975 millimetres of rain each year as the whole of Africa and more than a quarter of all such land in the world.
Since 1996 Brazilian farmers have increased the amount of land under cultivation by a third, mostly in the cerrado. That is quite different from other big farm producers, whose amount of land under the plough has either been flat or (in Europe) falling. And it has increased production by ten times that amount. But the availability of farmland is in fact only a secondary reason for the extraordinary growth in Brazilian agriculture. If you want the primary reason in three words, they are Embrapa, Embrapa, Embrapa.
More food without deforestation
Embrapa is short for Empresa Brasileira de Pesquisa Agropecuária, or the Brazilian Agricultural Research Corporation. It is a public company set up in 1973, in an unusual fit of farsightedness by the country’s then ruling generals. At the time the quadrupling of oil prices was making Brazil’s high levels of agricultural subsidy unaffordable. Mauro Lopes, who supervised the subsidy regime, says he urged the government to give $20 to Embrapa for every $50 it saved by cutting subsidies. It didn’t, but Embrapa did receive enough money to turn itself into the world’s leading tropical-research institution. It does everything from breeding new seeds and cattle, to creating ultra-thin edible wrapping paper for foodstuffs that changes colour when the food goes off, to running a nanotechnology laboratory creating biodegradable ultra-strong fabrics and wound dressings. Its main achievement, however, has been to turn the cerrado green.
When Embrapa started, the cerrado was regarded as unfit for farming. Norman Borlaug, an American plant scientist often called the father of the Green Revolution, told the New York Times that “nobody thought these soils were ever going to be productive.” They seemed too acidic and too poor in nutrients. Embrapa did four things to change that.
First, it poured industrial quantities of lime (pulverised limestone or chalk) onto the soil to reduce levels of acidity. In the late 1990s, 14m-16m tonnes of lime were being spread on Brazilian fields each year, rising to 25m tonnes in 2003 and 2004. This amounts to roughly five tonnes of lime a hectare, sometimes more. At the 20,000-hectare Cremaq farm, 5,000 hulking 30-tonne lorries have disgorged their contents on the fields in the past three years. Embrapa scientists also bred varieties of rhizobium, a bacterium that helps fix nitrogen in legumes and which works especially well in the soil of the cerrado, reducing the need for fertilisers.
So although it is true Brazil has a lot of spare farmland, it did not just have it hanging around, waiting to be ploughed. Embrapa had to create the land, in a sense, or make it fit for farming. Today the cerrado accounts for 70% of Brazil’s farm output and has become the new Midwest. “We changed the paradigm,” says Silvio Crestana, a former head of Embrapa, proudly.
Second, Embrapa went to Africa and brought back a grass called brachiaria. Patient crossbreeding created a variety, called braquiarinha in Brazil, which produced 20-25 tonnes of grass feed per hectare, many times what the native cerrado grass produces and three times the yield in Africa. That meant parts of the cerrado could be turned into pasture, making possible the enormous expansion of Brazil’s beef herd. Thirty years ago it took Brazil four years to raise a bull for slaughter. Now the average time is 18-20 months.
That is not the end of the story. Embrapa has recently begun experiments with genetically modifying brachiaria to produce a larger-leafed variety called braquiarão which promises even bigger increases in forage. This alone will not transform the livestock sector, which remains rather inefficient. Around one-third of improvement to livestock production comes from better breeding of the animals; one-third comes from improved resistance to disease; and only one-third from better feed. But it will clearly help.
Third, and most important, Embrapa turned soyabeans into a tropical crop. Soyabeans are native to north-east Asia (Japan, the Korean peninsular and north-east China). They are a temperate-climate crop, sensitive to temperature changes and requiring four distinct seasons. All other big soyabean producers (notably America and Argentina) have temperate climates. Brazil itself still grows soya in its temperate southern states. But by old-fashioned crossbreeding, Embrapa worked out how to make it also grow in a tropical climate, on the rolling plains of Mato Grosso state and in Goiás on the baking cerrado. More recently, Brazil has also been importing genetically modified soya seeds and is now the world’s second-largest user of GM after the United States. This year Embrapa won approval for its first GM seed.
Embrapa also created varieties of soya that are more tolerant than usual of acid soils (even after the vast application of lime, the cerrado is still somewhat acidic). And it speeded up the plants’ growing period, cutting between eight and 12 weeks off the usual life cycle. These “short cycle” plants have made it possible to grow two crops a year, revolutionising the operation of farms. Farmers used to plant their main crop in September and reap in May or June. Now they can harvest in February instead, leaving enough time for a full second crop before the September planting. This means the “second” crop (once small) has become as large as the first, accounting for a lot of the increases in yields.
Such improvements are continuing. The Cremaq farm could hardly have existed until recently because soya would not grow on this hottest, most acidic of Brazilian backlands. The variety of soya now being planted there did not exist five years ago. Dr Crestana calls this “the genetic transformation of soya”.
Lastly, Embrapa has pioneered and encouraged new operational farm techniques. Brazilian farmers pioneered “no-till” agriculture, in which the soil is not ploughed nor the crop harvested at ground level. Rather, it is cut high on the stalk and the remains of the plant are left to rot into a mat of organic material. Next year’s crop is then planted directly into the mat, retaining more nutrients in the soil. In 1990 Brazilian farmers used no-till farming for 2.6% of their grains; today it is over 50%.
Embrapa’s latest trick is something called forest, agriculture and livestock integration: the fields are used alternately for crops and livestock but threads of trees are also planted in between the fields, where cattle can forage. This, it turns out, is the best means yet devised for rescuing degraded pasture lands. Having spent years increasing production and acreage, Embrapa is now turning to ways of increasing the intensity of land use and of rotating crops and livestock so as to feed more people without cutting down the forest.
Farmers everywhere gripe all the time and Brazilians, needless to say, are no exception. Their biggest complaint concerns transport. The fields of Mato Grosso are 2,000km from the main soyabean port at Paranaguá, which cannot take the largest, most modern ships. So Brazil transports a relatively low-value commodity using the most expensive means, lorries, which are then forced to wait for ages because the docks are clogged.
Partly for that reason, Brazil is not the cheapest place in the world to grow soyabeans (Argentina is, followed by the American Midwest). But it is the cheapest place to plant the next acre. Expanding production in Argentina or America takes you into drier marginal lands which are much more expensive to farm. Expanding in Brazil, in contrast, takes you onto lands pretty much like the ones you just left.
Big is beautiful
Like almost every large farming country, Brazil is divided between productive giant operations and inefficient hobby farms. According to Mauro and Ignez Lopes of the Fundacão Getulio Vargas, a university in Rio de Janeiro, half the country’s 5m farms earn less than 10,000 reais a year and produce just 7% of total farm output; 1.6m are large commercial operations which produce 76% of output. Not all family farms are a drain on the economy: much of the poultry production is concentrated among them and they mop up a lot of rural underemployment. But the large farms are vastly more productive.
From the point of view of the rest of the world, however, these faults in Brazilian agriculture do not matter much. The bigger question for them is: can the miracle of the cerrado be exported, especially to Africa, where the good intentions of outsiders have so often shrivelled and died?
There are several reasons to think it can. Brazilian land is like Africa’s: tropical and nutrient-poor. The big difference is that the cerrado gets a decent amount of rain and most of Africa’s savannah does not (the exception is the swathe of southern Africa between Angola and Mozambique).
Brazil imported some of its raw material from other tropical countries in the first place. Brachiaria grass came from Africa. The zebu that formed the basis of Brazil’s nelore cattle herd came from India. In both cases Embrapa’s know-how improved them dramatically. Could they be taken back and improved again? Embrapa has started to do that, though it is early days and so far it is unclear whether the technology retransfer will work.
A third reason for hope is that Embrapa has expertise which others in Africa simply do not have. It has research stations for cassava and sorghum, which are African staples. It also has experience not just in the cerrado but in more arid regions (called the sertão), in jungles and in the vast wetlands on the border with Paraguay and Bolivia. Africa also needs to make better use of similar lands. “Scientifically, it is not difficult to transfer the technology,” reckons Dr Crestana. And the technology transfer is happening at a time when African economies are starting to grow and massive Chinese aid is starting to improve the continent’s famously dire transport system.
Still, a word of caution is in order. Brazil’s agricultural miracle did not happen through a simple technological fix. No magic bullet accounts for it—not even the tropical soyabean, which comes closest. Rather, Embrapa’s was a “system approach”, as its scientists call it: all the interventions worked together. Improving the soil and the new tropical soyabeans were both needed for farming the cerrado; the two together also made possible the changes in farm techniques which have boosted yields further.
Systems are much harder to export than a simple fix. “We went to the US and brought back the whole package [of cutting-edge agriculture in the 1970s],” says Dr Crestana. “That didn’t work and it took us 30 years to create our own. Perhaps Africans will come to Brazil and take back the package from us. Africa is changing. Perhaps it won’t take them so long. We’ll see.” If we see anything like what happened in Brazil itself, feeding the world in 2050 will not look like the uphill struggle it appears to be now.
Capitalismo castrador e livre sexualidade: um tema nao habitual
Atenção: este blog não tem a nada a ver com sexualidade (ele sequer tem problemas sexuais) e jamais pretendeu se meter em assuntos que não são da sua alçada, como esses que são objeto do post abaixo. Ele apenas se ocupa de ideias, se possível inteligentes, e de problemas reais de políticas públicas.
Ocorre, porém, que o capitalismo constitui, sim, um dos temas habitualmente debatidos aqui. Aliás, nem deveria ser objeto de discussão, pois o capitalismo simplesmente existe, sem precisar pedir permissão a ninguém. Apenas ocorre que, numa sociedade capitalisticamente atrasada, como a brasileira, ele é objeto de contestação intelectual, o que já é um absurdo, mas vá lá: acadêmicos alienados ainda praticam o "tiro ao capitalismo" como um de seus esportes habituais.
Pois eu achei curioso, como leio nessa declaração abaixo, que o capitalismo, já responsável por tantos malefícios causados à humanidade, ao meio ambiente e à saúde mental das pessoas, em geral, seja acusado de também provocar alguma forma de "repressão sexual". Pelo menos é o que se pode depreender desta afirmação:
"Denunciamos o sistema patriarcal e capitalista que oprime as mulheres."
Nos meus tempos juvenis, entre as leituras de todo tipo que eu fazia, já me encantei com os trabalhos -- que hoje reconheço dementes e não fundamentados -- de Wilhelm Reich, para quem, justamente, o capitalismo -- especificamente em sua forma fascista -- era um sistema repressivo e castrador, que inibia a livre expressão da sexualidade das pessoas, especialmente dos trabalhadores.
Que coisa! A gente lutando contra a mais-valia e também tinha que se preocupar com os efeitos do capitalismo sobre a ereção. Bem, espero que as lésbicas, como no chamamento abaixo, possam lutar contra os maus efeitos do capitalismo sobre sua legítima expressão sexual.
Em todo caso, desejo um bom encontro a todos e a todas!
PS: Aqui cabe uma nota de caução. Antigamente a gente se referia a todos e a todas, baseando-se na premissa de que existiam dois sexos, como sempre figuram nos formulários-padrão; ali não tem escolha, você só pode clicar em "male" ou "female". Mas isso deve ser agora considerado tremendamente redutor: apenas duas opções??!! Esses formulários deveriam ter várias opções, com todas essas letras que o pessoal escreve: GLBTS, ou GBLT, ou GLTs (confesso que não sei) ou outras que vocês quiserem...
Paulo Roberto de Almeida
Entidades promovem Dia Nacional da Visibilidade Lésbica
Muitas atividades acontecem esta semana no país para comemorar o 29 de agosto, Dia Nacional da Visibilidade Lésbica, instituído em 1996, em referência ao I SENALE – Seminário Nacional de Lésbicas, ocorrido no Rio de Janeiro. Em 2003, durante o V SENALE, realizado em São Paulo, as lésbicas reafirmaram essa data e decidiram realizar atividades em todo o País. Desde então, ano a ano, crescem em número e qualidade as ações pela visibilidade lésbica.
Para a Marcha Mundial das Mulheres, o Dia Nacional da Visibilidade Lésbica é um momento para o resgate “da luta das lésbicas e bissexuais nos movimentos feministas, mistos e LGBT. Denunciamos o sistema patriarcal e capitalista que oprime as mulheres. Denunciamos a heteronormatividade (a imposição da heterossexualidade como norma e padrão da sociedade). Lutamos por nossas alternativas políticas e pelo fim da discriminação a da violência contra as lésbicas e bissexuais baseada na sexualidade”. A MMM, além de levar de divulgar o Dia da Visibilidade, também convida a todos que reconhecem o direito à diversidade a juntar-se às ações do dia 29 colocando panos coloridos em suas janelas.
A Liga Brasileira de Lésbicas realiza no domingo, 29 de agosto, roda de conversa e apresentação de peça teatral, em São Paulo. A roda começa às 14 horas e tem como tema “Visibilidade Lésbica em suas diferentes matizes”.
Ocorre, porém, que o capitalismo constitui, sim, um dos temas habitualmente debatidos aqui. Aliás, nem deveria ser objeto de discussão, pois o capitalismo simplesmente existe, sem precisar pedir permissão a ninguém. Apenas ocorre que, numa sociedade capitalisticamente atrasada, como a brasileira, ele é objeto de contestação intelectual, o que já é um absurdo, mas vá lá: acadêmicos alienados ainda praticam o "tiro ao capitalismo" como um de seus esportes habituais.
Pois eu achei curioso, como leio nessa declaração abaixo, que o capitalismo, já responsável por tantos malefícios causados à humanidade, ao meio ambiente e à saúde mental das pessoas, em geral, seja acusado de também provocar alguma forma de "repressão sexual". Pelo menos é o que se pode depreender desta afirmação:
"Denunciamos o sistema patriarcal e capitalista que oprime as mulheres."
Nos meus tempos juvenis, entre as leituras de todo tipo que eu fazia, já me encantei com os trabalhos -- que hoje reconheço dementes e não fundamentados -- de Wilhelm Reich, para quem, justamente, o capitalismo -- especificamente em sua forma fascista -- era um sistema repressivo e castrador, que inibia a livre expressão da sexualidade das pessoas, especialmente dos trabalhadores.
Que coisa! A gente lutando contra a mais-valia e também tinha que se preocupar com os efeitos do capitalismo sobre a ereção. Bem, espero que as lésbicas, como no chamamento abaixo, possam lutar contra os maus efeitos do capitalismo sobre sua legítima expressão sexual.
Em todo caso, desejo um bom encontro a todos e a todas!
PS: Aqui cabe uma nota de caução. Antigamente a gente se referia a todos e a todas, baseando-se na premissa de que existiam dois sexos, como sempre figuram nos formulários-padrão; ali não tem escolha, você só pode clicar em "male" ou "female". Mas isso deve ser agora considerado tremendamente redutor: apenas duas opções??!! Esses formulários deveriam ter várias opções, com todas essas letras que o pessoal escreve: GLBTS, ou GBLT, ou GLTs (confesso que não sei) ou outras que vocês quiserem...
Paulo Roberto de Almeida
Entidades promovem Dia Nacional da Visibilidade Lésbica
Muitas atividades acontecem esta semana no país para comemorar o 29 de agosto, Dia Nacional da Visibilidade Lésbica, instituído em 1996, em referência ao I SENALE – Seminário Nacional de Lésbicas, ocorrido no Rio de Janeiro. Em 2003, durante o V SENALE, realizado em São Paulo, as lésbicas reafirmaram essa data e decidiram realizar atividades em todo o País. Desde então, ano a ano, crescem em número e qualidade as ações pela visibilidade lésbica.
Para a Marcha Mundial das Mulheres, o Dia Nacional da Visibilidade Lésbica é um momento para o resgate “da luta das lésbicas e bissexuais nos movimentos feministas, mistos e LGBT. Denunciamos o sistema patriarcal e capitalista que oprime as mulheres. Denunciamos a heteronormatividade (a imposição da heterossexualidade como norma e padrão da sociedade). Lutamos por nossas alternativas políticas e pelo fim da discriminação a da violência contra as lésbicas e bissexuais baseada na sexualidade”. A MMM, além de levar de divulgar o Dia da Visibilidade, também convida a todos que reconhecem o direito à diversidade a juntar-se às ações do dia 29 colocando panos coloridos em suas janelas.
A Liga Brasileira de Lésbicas realiza no domingo, 29 de agosto, roda de conversa e apresentação de peça teatral, em São Paulo. A roda começa às 14 horas e tem como tema “Visibilidade Lésbica em suas diferentes matizes”.
quinta-feira, 26 de agosto de 2010
Dominacao, exploracao - artigo Paulo R Almeida
Preeminência, hegemonia, dominação, exploração: realidades ou mitos?
Paulo Roberto de Almeida,
Ordem Livre, 16 de Agosto de 2010
Admitamos desde o início e de modo incontroverso: preeminência, hegemonia, dominação, exploração são realidades concretas (com perdão pela redundância); todas essas situações e interações fazem parte do mundo como ele é, desde o início dos tempos até nossos dias. O “mundo como ele é” foi e é justamente feito dessas realidades desagradáveis, até brutais, que não devem ser travestidas por qualquer visão “panglossiana” da história das civilizações humanas. Os mitos, entretanto, começam quando se pretende explicar o mundo como ele é apenas por meio dessas realidades tangíveis, algumas até “intangíveis”, ou seja, existentes virtualmente, quase despercebidas materialmente.
(...)
Leia na íntegra neste link.
Paulo Roberto de Almeida,
Ordem Livre, 16 de Agosto de 2010
Admitamos desde o início e de modo incontroverso: preeminência, hegemonia, dominação, exploração são realidades concretas (com perdão pela redundância); todas essas situações e interações fazem parte do mundo como ele é, desde o início dos tempos até nossos dias. O “mundo como ele é” foi e é justamente feito dessas realidades desagradáveis, até brutais, que não devem ser travestidas por qualquer visão “panglossiana” da história das civilizações humanas. Os mitos, entretanto, começam quando se pretende explicar o mundo como ele é apenas por meio dessas realidades tangíveis, algumas até “intangíveis”, ou seja, existentes virtualmente, quase despercebidas materialmente.
(...)
Leia na íntegra neste link.
Unasul a deriva - Rodrigo Botero Montoya
A Unasul à deriva
Rodrigo Botero Montoya
O Globo, Quinta-feira, 26 de agosto de 2010
Está-se testando a conveniência de seguir criando foros multinacionais de configurações variáveis e sem propósitos institucionais precisos na América Latina.
Além do risco de incorrer na redundância, começa-se a fazer evidente a limitante óbvia que o tempo que podem dedicar-lhe os governantes a assistir às reuniões de cúpula é um recurso escasso.
Com maior razão quando se reúnem em uma mesma pessoa as condições de chefe de Estado e chefe de governo, como ocorre em quase todos os países latino-americanos.
Uma organização multinacional que revela sintomas prematuros de ineficácia perde credibilidade e cria motivos para pôr em julgamento sua razão de ser. À raiz da denúncia colombiana de existência de acampamentos das Farc na Venezuela, o governo venezuelano solicitou uma reunião emergencial de chanceleres da União das Nações Sul-Americanas (Unasul) em Quito. Convocada de afã, sem uma preparação diplomática cuidadosa, foi um fracasso.
Os representantes dos governos em desacordo repetiram tudo que haviam feito no plenário da Organização dos Estados Americanos (OEA).
A reunião não contou com a presença de Néstor Kirchner, secretáriogeral da Unasul, nem de Celso Amorim, ministro das Relações Exteriores do Brasil.
Néstor Kirchner tinha obrigações na Argentina que reclamavam sua atenção, como membro do Congresso e aspirante à candidatura presidencial em 2011. Celso Amorim devia atender a questões de transcendência mundial relacionadas com o conflito no Oriente Médio e o programa nuclear do Irã. As novas prioridades da diplomacia brasileira quiçá expliquem a afirmação do presidente Luiz Inácio Lula da Silva de que as diferenças entre Bogotá e Caracas eram consequência de desavenças pessoais entre Hugo Chávez e Álvaro Uribe. Mas tanto Lula como Kirchner ofereceram seus bons ofícios para atuar como mediadores.
Estas gestões resultaram desnecessárias com o discurso de posse do presidente Juan Manuel Santos, no qual agradeceu e declinou das ofertas de mediação internacional.
Expressou sua vontade de discutir os problemas com o governo venezuelano diretamente, tal como ocorreu três dias depois em Santa Marta.
Depois de uma reunião a sós entre os dois presidentes, se anunciou a retomada das relações diplomáticas e a conformação de comissões binacionais para trabalhar sobre distintos temas de interesse comum.
Houve gestões amistosas por parte do presidente Lula e de Néstor Kirchner a favor da reconciliação entre os governos de nações irmãs. Mas o fator decisivo foi a proposta do presidente Santos de normalizar as relações por meio de conversações diretas, convite que o presidente Chávez se apressou a aceitar. Ambos governantes tinham razões para manejar os desacordos em tom menor, de maneira institucional, por meio de seus serviços diplomáticos.
Santos deseja iniciar sua gestão internacional sem a anomalia de um desencontro regional. Chávez tem suficientes problemas com a inflação, o desabastecimento e a crise econômica, para insistir em um conflito externo. O governo colombiano decidiu não condicionar a relação com a Venezuela à questão das Farc.
Para o governo venezuelano, perdeu urgência a pronta ativação do acordo militar entre o governo da nação vizinha e o dos Estados Unidos, acordo que segundo a Corte Constitucional da Colômbia requer a aprovação prévia pelo Congresso.
As concessões recíprocas que facilitaram o restabelecimento das relações diplomáticas só podiam ser feitas pelos dois presidentes, sem necessidade de intermediários. Para a Unasul será necessário encontrar uma missão construtiva, que evite duplicidade de funções com outras organizações hemisféricas e fortaleça os valores democráticos no continente.
Para cumprir esse papel, não é necessário promover demasiadas cúpulas presidenciais, nem montar um aparato burocrático custoso.
Rodrigo Botero Montoya
O Globo, Quinta-feira, 26 de agosto de 2010
Está-se testando a conveniência de seguir criando foros multinacionais de configurações variáveis e sem propósitos institucionais precisos na América Latina.
Além do risco de incorrer na redundância, começa-se a fazer evidente a limitante óbvia que o tempo que podem dedicar-lhe os governantes a assistir às reuniões de cúpula é um recurso escasso.
Com maior razão quando se reúnem em uma mesma pessoa as condições de chefe de Estado e chefe de governo, como ocorre em quase todos os países latino-americanos.
Uma organização multinacional que revela sintomas prematuros de ineficácia perde credibilidade e cria motivos para pôr em julgamento sua razão de ser. À raiz da denúncia colombiana de existência de acampamentos das Farc na Venezuela, o governo venezuelano solicitou uma reunião emergencial de chanceleres da União das Nações Sul-Americanas (Unasul) em Quito. Convocada de afã, sem uma preparação diplomática cuidadosa, foi um fracasso.
Os representantes dos governos em desacordo repetiram tudo que haviam feito no plenário da Organização dos Estados Americanos (OEA).
A reunião não contou com a presença de Néstor Kirchner, secretáriogeral da Unasul, nem de Celso Amorim, ministro das Relações Exteriores do Brasil.
Néstor Kirchner tinha obrigações na Argentina que reclamavam sua atenção, como membro do Congresso e aspirante à candidatura presidencial em 2011. Celso Amorim devia atender a questões de transcendência mundial relacionadas com o conflito no Oriente Médio e o programa nuclear do Irã. As novas prioridades da diplomacia brasileira quiçá expliquem a afirmação do presidente Luiz Inácio Lula da Silva de que as diferenças entre Bogotá e Caracas eram consequência de desavenças pessoais entre Hugo Chávez e Álvaro Uribe. Mas tanto Lula como Kirchner ofereceram seus bons ofícios para atuar como mediadores.
Estas gestões resultaram desnecessárias com o discurso de posse do presidente Juan Manuel Santos, no qual agradeceu e declinou das ofertas de mediação internacional.
Expressou sua vontade de discutir os problemas com o governo venezuelano diretamente, tal como ocorreu três dias depois em Santa Marta.
Depois de uma reunião a sós entre os dois presidentes, se anunciou a retomada das relações diplomáticas e a conformação de comissões binacionais para trabalhar sobre distintos temas de interesse comum.
Houve gestões amistosas por parte do presidente Lula e de Néstor Kirchner a favor da reconciliação entre os governos de nações irmãs. Mas o fator decisivo foi a proposta do presidente Santos de normalizar as relações por meio de conversações diretas, convite que o presidente Chávez se apressou a aceitar. Ambos governantes tinham razões para manejar os desacordos em tom menor, de maneira institucional, por meio de seus serviços diplomáticos.
Santos deseja iniciar sua gestão internacional sem a anomalia de um desencontro regional. Chávez tem suficientes problemas com a inflação, o desabastecimento e a crise econômica, para insistir em um conflito externo. O governo colombiano decidiu não condicionar a relação com a Venezuela à questão das Farc.
Para o governo venezuelano, perdeu urgência a pronta ativação do acordo militar entre o governo da nação vizinha e o dos Estados Unidos, acordo que segundo a Corte Constitucional da Colômbia requer a aprovação prévia pelo Congresso.
As concessões recíprocas que facilitaram o restabelecimento das relações diplomáticas só podiam ser feitas pelos dois presidentes, sem necessidade de intermediários. Para a Unasul será necessário encontrar uma missão construtiva, que evite duplicidade de funções com outras organizações hemisféricas e fortaleça os valores democráticos no continente.
Para cumprir esse papel, não é necessário promover demasiadas cúpulas presidenciais, nem montar um aparato burocrático custoso.
A mistificacao como obra deliberada (3): o programa econômico da candidata oficial
Não era para acreditar
Rolf Kuntz
O Estado de S.Paulo, 25 de agosto de 2010
Se alguém viu alguma promessa de seriedade na campanha da candidata Dilma Rousseff, esqueça. Foi uma falha de comunicação. Ela já negou a intenção de realizar um ajuste fiscal se for eleita. Desmentiu a notícia publicada um dia antes. Segundo a mesma reportagem, ela também poderia baixar a meta de inflação. A fonte da informação divulgada na segunda-feira foi o ex-ministro Antônio Palocci, um dos coordenadores da campanha petista.
O ajuste é desnecessário, disse ontem a candidata, porque a economia cresce, a inflação está sob controle, a relação dívida/PIB está em queda e há um bom volume de reservas internacionais. Talvez ela acredite nessa história e também esse detalhe é preocupante. Nenhuma pessoa razoavelmente informada pode estar tranquila em relação às contas públicas. A dívida pública bruta continua a crescer rapidamente por causa do aumento de compromissos do governo.
Só para reforçar o caixa do Banco Nacional de Desenvolvimento Econômico e Social (BNDES) foram emitidos papéis no valor de R$ 180 bilhões. Mais títulos serão lançados para a capitalização da Petrobrás. Ninguém sabe qual será o montante, porque isso dependerá do preço fixado para os 5 bilhões de barris de petróleo prometidos à empresa. Pelas avaliações propostas pelas consultorias, a soma poderá corresponder a algo entre US$ 25 bilhões e US$ 60 bilhões – sim, essas cifras são dólares.
A referência ao crescimento econômico seria irrelevante, se não indicasse um critério perverso: para a candidata, assim como para vários de seus ex-colegas de governo, a chave do equilíbrio fiscal é o aumento da receita. Se a arrecadação cresce, como é normal em fases de prosperidade econômica, as contas públicas vão bem. Foi esse o padrão seguido em muitos anos: a saída é sempre arrecadar mais, nunca reduzir despesas.
Mas ela ainda faz uma concessão. Segundo a ex-ministra, nenhum tostão será destinado, em seu governo, a gastos desnecessários. Se houvesse alguma seriedade nessa promessa, a ministra deveria, caso eleita, rever imediatamente os compromissos assumidos para a realização da Copa do Mundo de 2014 e da Olimpíada de 2016. Por quais critérios os gastos federais serão necessários?
O Brasil precisa mesmo gastar em prováveis elefantes brancos e ao mesmo tempo enfrentar os enormes custos do Programa de Aceleração do Crescimento (PAC) e da exploração do pré-sal? O governo já se dispôs a participar, por meio do BNDES, da construção do trem-bala, um empreendimento de utilidade e de retorno altamente duvidosos, segundo opinião de técnicos. Enquanto isso, o quadro do saneamento divulgado na semana passada pelo IBGE continua assustador. A distribuição de água encanada melhorou muito nos últimos dez anos, mas não os serviços sanitários.
Se as concepções de política fiscal da ex-ministra forem as mesmas de seu patrono, dificilmente haverá alguma racionalidade no uso de recursos públicos. O ajuste realizado em 2003 foi uma solução de emergência, forçada pela circunstância política e executada por um ministro capaz de influenciar o presidente Lula. Nenhum outro, depois de Palocci, teve um poder semelhante. Além disso, o presidente nunca mais precisou de um auxiliar com ideias próprias – com exceção, é claro, do presidente do Banco Central, Henrique Meirelles.
Passada a emergência, predominou a noção da política fiscal orientada para o gasto. O presidente Lula várias vezes defendeu a expansão da despesa como se fosse a marca do bom governo – e, como contrapartida, sempre tomou como referência os países com grande carga tributária. Falou em planejamento muitas vezes, mas nunca renunciou ao voluntarismo.
Isso explica sua defesa da política de financiamentos do Tesouro e do BNDES. Esse BNDES não é aquele gerido racionalmente para modernizar e ampliar a capacidade produtiva e disseminar o poder de competição. É uma instituição usada, em conjunto com o Tesouro, para favorecer a fusão de grandes grupos, facilitar a compra de empresas no exterior e financiar até obras da Copa do Mundo e um trem-bala ainda sem projeto e sem custo conhecido.
Quem apoia esse tipo de política não pode seriamente prometer um controle do uso de recursos públicos. E quanto pode valer seu compromisso de trabalhar pela reforma tributária e pela racionalização dos impostos, se o seu chefe e mentor continua defendendo uma aberração como o imposto do cheque, a CPMF?
Em sua conversa com a repórter Patrícia Campos Mello, o ex-ministro Palocci mencionou pontos indispensáveis na pauta de qualquer governo sério. Mas a agenda real da candidata petista, como ela mesma indica, deve ser bem diferente.
Rolf Kuntz
O Estado de S.Paulo, 25 de agosto de 2010
Se alguém viu alguma promessa de seriedade na campanha da candidata Dilma Rousseff, esqueça. Foi uma falha de comunicação. Ela já negou a intenção de realizar um ajuste fiscal se for eleita. Desmentiu a notícia publicada um dia antes. Segundo a mesma reportagem, ela também poderia baixar a meta de inflação. A fonte da informação divulgada na segunda-feira foi o ex-ministro Antônio Palocci, um dos coordenadores da campanha petista.
O ajuste é desnecessário, disse ontem a candidata, porque a economia cresce, a inflação está sob controle, a relação dívida/PIB está em queda e há um bom volume de reservas internacionais. Talvez ela acredite nessa história e também esse detalhe é preocupante. Nenhuma pessoa razoavelmente informada pode estar tranquila em relação às contas públicas. A dívida pública bruta continua a crescer rapidamente por causa do aumento de compromissos do governo.
Só para reforçar o caixa do Banco Nacional de Desenvolvimento Econômico e Social (BNDES) foram emitidos papéis no valor de R$ 180 bilhões. Mais títulos serão lançados para a capitalização da Petrobrás. Ninguém sabe qual será o montante, porque isso dependerá do preço fixado para os 5 bilhões de barris de petróleo prometidos à empresa. Pelas avaliações propostas pelas consultorias, a soma poderá corresponder a algo entre US$ 25 bilhões e US$ 60 bilhões – sim, essas cifras são dólares.
A referência ao crescimento econômico seria irrelevante, se não indicasse um critério perverso: para a candidata, assim como para vários de seus ex-colegas de governo, a chave do equilíbrio fiscal é o aumento da receita. Se a arrecadação cresce, como é normal em fases de prosperidade econômica, as contas públicas vão bem. Foi esse o padrão seguido em muitos anos: a saída é sempre arrecadar mais, nunca reduzir despesas.
Mas ela ainda faz uma concessão. Segundo a ex-ministra, nenhum tostão será destinado, em seu governo, a gastos desnecessários. Se houvesse alguma seriedade nessa promessa, a ministra deveria, caso eleita, rever imediatamente os compromissos assumidos para a realização da Copa do Mundo de 2014 e da Olimpíada de 2016. Por quais critérios os gastos federais serão necessários?
O Brasil precisa mesmo gastar em prováveis elefantes brancos e ao mesmo tempo enfrentar os enormes custos do Programa de Aceleração do Crescimento (PAC) e da exploração do pré-sal? O governo já se dispôs a participar, por meio do BNDES, da construção do trem-bala, um empreendimento de utilidade e de retorno altamente duvidosos, segundo opinião de técnicos. Enquanto isso, o quadro do saneamento divulgado na semana passada pelo IBGE continua assustador. A distribuição de água encanada melhorou muito nos últimos dez anos, mas não os serviços sanitários.
Se as concepções de política fiscal da ex-ministra forem as mesmas de seu patrono, dificilmente haverá alguma racionalidade no uso de recursos públicos. O ajuste realizado em 2003 foi uma solução de emergência, forçada pela circunstância política e executada por um ministro capaz de influenciar o presidente Lula. Nenhum outro, depois de Palocci, teve um poder semelhante. Além disso, o presidente nunca mais precisou de um auxiliar com ideias próprias – com exceção, é claro, do presidente do Banco Central, Henrique Meirelles.
Passada a emergência, predominou a noção da política fiscal orientada para o gasto. O presidente Lula várias vezes defendeu a expansão da despesa como se fosse a marca do bom governo – e, como contrapartida, sempre tomou como referência os países com grande carga tributária. Falou em planejamento muitas vezes, mas nunca renunciou ao voluntarismo.
Isso explica sua defesa da política de financiamentos do Tesouro e do BNDES. Esse BNDES não é aquele gerido racionalmente para modernizar e ampliar a capacidade produtiva e disseminar o poder de competição. É uma instituição usada, em conjunto com o Tesouro, para favorecer a fusão de grandes grupos, facilitar a compra de empresas no exterior e financiar até obras da Copa do Mundo e um trem-bala ainda sem projeto e sem custo conhecido.
Quem apoia esse tipo de política não pode seriamente prometer um controle do uso de recursos públicos. E quanto pode valer seu compromisso de trabalhar pela reforma tributária e pela racionalização dos impostos, se o seu chefe e mentor continua defendendo uma aberração como o imposto do cheque, a CPMF?
Em sua conversa com a repórter Patrícia Campos Mello, o ex-ministro Palocci mencionou pontos indispensáveis na pauta de qualquer governo sério. Mas a agenda real da candidata petista, como ela mesma indica, deve ser bem diferente.
A mistificacao como obra deliberada (2): os ataques as "zelites"
Basta transcrever:
Por alguns minutos, Lula transformou o diretor de Redação da Folha no seu FHC. Ou: a mentira como método e a imprensa como alvo
Reinaldo Azevedo, 26/08/2010
Eu mesmo já escrevi aqui, como vocês sabem, que parte da responsabilidade por essa quase unanimidade burra e injustificada de que goza Lula cabe às oposições, em particular ao PSDB, que fez de tudo para evitar o confronto. Há, eu sei, quem ache que faltou foi aderir mais. Cada um na sua. Amplos setores da imprensa podem oferecer o seu ombro para dividir o que tem tudo para se transformar num fardo. Também colaboraram para isso. Que o presidente fosse aprovado pela maioria, vá lá. A economia, como é sabido, pode explicar — e nem cabe aqui entrar no mérito do que se pode ou não atribuir a Lula. Que a aprovação atinja os níveis que estão sendo apontados pelas pesquisas — com a conseqüente transferência de voto para a candidata que ele inventou —, bem, aí a explicação requer um pouco mais do que aquele clichê chatinho: “É a economia, idiota!”.
Todas as mentiras que Lula contou e conta sobre o seu governo passaram quase sem contestação. Não raro, quando confrontadas, buscava-se encontrar um fundo que fosse de verdade no que ele dizia para evidenciar sabe-se lá a que tribunal que não havia preconceito nenhum contra ele. O lulo-petismo conseguiu seqüestrar a independência de jornalismo, que passou a se preocupar mais em não parecer antipetista — ainda que a verdade pudesse ser a primeira vítima desse procedimento — do que em se ater aos fatos. Escrevi anteontem um texto com dados sobre as universidades federais — dados que estão no Ministério da Educação e no IBGE. Eles provam a falácia da suposta revolução que ele fez na área. Até leitores habituais deste blog se surpreenderam. E daí? Lula falou o que bem quis nestes oito anos. A oposição não conseguiu se organizar de maneira eficiente para contestá-lo com fatos que estavam à sua disposição. Boa parte do jornalismo fez o mesmo.
E Lula se mostra, por isso, menos agressivo, virulento, com a imprensa — que o PT chama “mídia” — por isso? De jeito nenhum! O partido já tem pronto um estoque de maldades legais, que pretende apresentar na forma de projetos de lei, para tolher a liberdade de imprensa e intimidar as empresas de comunicação. Há exemplos no continente elogiados pelos petistas e considerados virtuosos por eles: a Venezuela e a Argentina.
Se alguém acredita que o partido está conformado com a liberdade de imprensa, pode tirar o cavalo da chuva. Na última reunião do Foro de São Paulo, realizada em Buenos Aires sob o comando do PT, o grupo tirou uma moção de apoio a Cristina Kirchner, que tenta liquidar o grupo Clarín.
Um episódio ocorrido ontem dá o que pensar. Reproduzo trecho de uma reportagem da Folha de hoje. Leiam com atenção:
O presidente Luiz Inácio Lula da Silva criticou anteontem a imprensa em comício em Campo Grande (MS) ao lado da candidata do PT à Presidência, Dilma Rousseff.
Lula disse que foi vítima de preconceito da mídia que, segundo o presidente, não acreditava que ele seria capaz de governar por não ter curso universitário e por não saber falar inglês.
“Uma vez eu estava almoçando na Folha de S.Paulo e o diretor da Folha de S.Paulo perguntou para mim: “Escuta aqui, candidato, o senhor fala inglês?” Eu disse não. “Como é que você quer governar o Brasil se não fala inglês?” Eu falei: “Mas eu vou arrumar um tradutor”. “Mas assim não é possível. O Brasil precisa ter um presidente que fala inglês”. E eu perguntei para ele: “Alguém já perguntou se o Bill Clinton fala português?”, afirmou.
“Eles achavam que Bill Clinton não tinha obrigação de falar português. Era eu, o subalterno, o país colonizado, que tinha que falar inglês. Teve uma hora que eu me senti chateado e levantei da mesa. E falei: “Não vim aqui para dar entrevista, vim para almoçar. Se é entrevista eu vou embora”. E levantei, larguei o almoço, peguei o elevador e fui embora.”
Lula afirmou ainda que vai terminar o mandato “sem precisar ter almoçado em nenhum jornal, em nenhuma televisão”. “Também nunca faltei com respeito com nenhum deles, já faltaram com respeito comigo. (…) Se dependesse de determinados meios de comunicação, eu teria zero na pesquisa e não 80% de bom e ótimo como nós temos neste país.”
Método
Em 2002, num almoço na Folha de S. Paulo, irritado com perguntas que lhe foram feitas por Otavio Frias Filho, diretor de Redação do jornal, Lula, de fato, levantou-se e foi embora. To do o resto que ele conta é mentira, não aconteceu. Otavio jamais fez aquelas perguntas. Aquele diálogo nunca aconteceu. O colunista Clóvis Rossi escreve a respeito hoje. Conheço várias pessoas que estavam presentes e que me relataram o episódio à época. O próprio jornal publicou reportagem.
Otavio perguntou, aí sim, por que ele optara por não estudar, tomando o cuidado de lembrar que Lincoln, o presidente americano, também não tinha formação superior e fizera um bom governo — notem que a ressalva era favorável ao então candidato. Ele não respondeu e acusou desrespeito. Pouco depois, o jornalista quis saber se a união com o PL não caracterizava uma adesão a práticas fisiológicas — o mensalão revelaria mais tarde como se deu esse casamento. Lula levantou e foi embora. Esse é o fato. Essa é a verdade.
Agora voltem ao trecho em vermelho e leiam a versão que ele levou ao palanque. Ontem, por alguns minutos, Otavio se transformou no FHC de Lula. O petista resolveu contar a história como bem quis. Não na Folha certamente, mas em outros veículos por aí, é provável que prospere a versão lulo-petista do episódio — afinal, jornalismo afora, não prosperou a versão fantasiosa de que as privatizações não passaram de “privataria”? Trata-se de uma lulice. Sim, haverá os porta-vozes da mistificação que se encarregarão de espalhar a mentira. Para muita gente, o diretor de Redação da Folha será aquele que perguntou a Lula como ele se atrevia a ser presidente sem falar inglês.
Notem mais: a mentira que conta nada tem de primitiva ou impensada. Ao contrário: ao se colocar como aquele que foi discriminado por um diretor de redação de jornal por não falar inglês — e por ter origem operária; é o subtexto —, convoca a solidariedade dos ouvintes, que, nesses dois particulares, estão mais próximos dele próprio do que de Otavio e do jornal. Investe, assim, na clivagem vigarista e falsa entre “o povo”, que ele representaria, e as elites, para as quais falaria a Folha — e, por extensão, todos os jornais, revistas, TVs, sites e blogs que não estão alinhados com a causa petista.
Os oito anos de gestão Lula têm, é claro, qualidades. Seria estúpido supor — e aqui nunca se disse isso — que ele é aprovado pela maioria da população apenas porque mente com o desassombro que se vê acima, sem hesitar, tremer o lábio, nada, emprestando às suas fantasias muito bem-articuladas aquele ar de verdade de que só um grande ator — eis o grande talento de Lula! — é capaz. Não! A aprovação tem explicações bastante objetivas. Mas os contornos de mito em que ele tem investido com fúria, especialmente no segundo mandato, esses foram desenhados com a falsificação sistemática do passado, do presente e, se querem saber, até do futuro. E, para tanto, ele contou com muita ajuda.
Não é gratuito
O ataque, nos termos em que ele o faz, não é gratuito. Deve ser visto, entendo, como um sinal de alerta pela imprensa brasileira, que tem de olhar com atenção o que se passa ao redor. Lula é hoje o principal aliado de todos os governos latino-americanos que abriram uma verdadeira guerra contra a imprensa que não se conforma em ser mera extensão do Poder Executivo.
Há quatro dias, Franklin Martins — aquele que nunca teve a menor dúvida de que o embaixador seria morto se as exigências dos terroristas não fossem cumpridas, ´s gargalhadas — deixou claro, como é mesmo?, o propósito de “acabar com o poder dos aquários”. Não se trata de “política do medo”, como dizem alguns cretinos e áulicos, mas de realismo: se eleita, a criatura de Lula tentará fazer o trabalho que não se fez nos dois mandatos do chefe. Eles partirão para o enfrentamento com a imprensa independente: em uma das mãos, trarão as ameaças legais; na outra, o “incentivo” às empresas amigas que estão sendo criadas ou robustecidas para disputar leitores, telespectadores e internautas. Quais empresas? Aquelas que não têm compromisso nenhum com a liberdade de imprensa e entendem que todos são livres para aderir ao governo.
Encerro: a economia pode ter feito o governo popular; mas foram as omissões que fizeram o mito. E o mito está assanhado.
Por alguns minutos, Lula transformou o diretor de Redação da Folha no seu FHC. Ou: a mentira como método e a imprensa como alvo
Reinaldo Azevedo, 26/08/2010
Eu mesmo já escrevi aqui, como vocês sabem, que parte da responsabilidade por essa quase unanimidade burra e injustificada de que goza Lula cabe às oposições, em particular ao PSDB, que fez de tudo para evitar o confronto. Há, eu sei, quem ache que faltou foi aderir mais. Cada um na sua. Amplos setores da imprensa podem oferecer o seu ombro para dividir o que tem tudo para se transformar num fardo. Também colaboraram para isso. Que o presidente fosse aprovado pela maioria, vá lá. A economia, como é sabido, pode explicar — e nem cabe aqui entrar no mérito do que se pode ou não atribuir a Lula. Que a aprovação atinja os níveis que estão sendo apontados pelas pesquisas — com a conseqüente transferência de voto para a candidata que ele inventou —, bem, aí a explicação requer um pouco mais do que aquele clichê chatinho: “É a economia, idiota!”.
Todas as mentiras que Lula contou e conta sobre o seu governo passaram quase sem contestação. Não raro, quando confrontadas, buscava-se encontrar um fundo que fosse de verdade no que ele dizia para evidenciar sabe-se lá a que tribunal que não havia preconceito nenhum contra ele. O lulo-petismo conseguiu seqüestrar a independência de jornalismo, que passou a se preocupar mais em não parecer antipetista — ainda que a verdade pudesse ser a primeira vítima desse procedimento — do que em se ater aos fatos. Escrevi anteontem um texto com dados sobre as universidades federais — dados que estão no Ministério da Educação e no IBGE. Eles provam a falácia da suposta revolução que ele fez na área. Até leitores habituais deste blog se surpreenderam. E daí? Lula falou o que bem quis nestes oito anos. A oposição não conseguiu se organizar de maneira eficiente para contestá-lo com fatos que estavam à sua disposição. Boa parte do jornalismo fez o mesmo.
E Lula se mostra, por isso, menos agressivo, virulento, com a imprensa — que o PT chama “mídia” — por isso? De jeito nenhum! O partido já tem pronto um estoque de maldades legais, que pretende apresentar na forma de projetos de lei, para tolher a liberdade de imprensa e intimidar as empresas de comunicação. Há exemplos no continente elogiados pelos petistas e considerados virtuosos por eles: a Venezuela e a Argentina.
Se alguém acredita que o partido está conformado com a liberdade de imprensa, pode tirar o cavalo da chuva. Na última reunião do Foro de São Paulo, realizada em Buenos Aires sob o comando do PT, o grupo tirou uma moção de apoio a Cristina Kirchner, que tenta liquidar o grupo Clarín.
Um episódio ocorrido ontem dá o que pensar. Reproduzo trecho de uma reportagem da Folha de hoje. Leiam com atenção:
O presidente Luiz Inácio Lula da Silva criticou anteontem a imprensa em comício em Campo Grande (MS) ao lado da candidata do PT à Presidência, Dilma Rousseff.
Lula disse que foi vítima de preconceito da mídia que, segundo o presidente, não acreditava que ele seria capaz de governar por não ter curso universitário e por não saber falar inglês.
“Uma vez eu estava almoçando na Folha de S.Paulo e o diretor da Folha de S.Paulo perguntou para mim: “Escuta aqui, candidato, o senhor fala inglês?” Eu disse não. “Como é que você quer governar o Brasil se não fala inglês?” Eu falei: “Mas eu vou arrumar um tradutor”. “Mas assim não é possível. O Brasil precisa ter um presidente que fala inglês”. E eu perguntei para ele: “Alguém já perguntou se o Bill Clinton fala português?”, afirmou.
“Eles achavam que Bill Clinton não tinha obrigação de falar português. Era eu, o subalterno, o país colonizado, que tinha que falar inglês. Teve uma hora que eu me senti chateado e levantei da mesa. E falei: “Não vim aqui para dar entrevista, vim para almoçar. Se é entrevista eu vou embora”. E levantei, larguei o almoço, peguei o elevador e fui embora.”
Lula afirmou ainda que vai terminar o mandato “sem precisar ter almoçado em nenhum jornal, em nenhuma televisão”. “Também nunca faltei com respeito com nenhum deles, já faltaram com respeito comigo. (…) Se dependesse de determinados meios de comunicação, eu teria zero na pesquisa e não 80% de bom e ótimo como nós temos neste país.”
Método
Em 2002, num almoço na Folha de S. Paulo, irritado com perguntas que lhe foram feitas por Otavio Frias Filho, diretor de Redação do jornal, Lula, de fato, levantou-se e foi embora. To do o resto que ele conta é mentira, não aconteceu. Otavio jamais fez aquelas perguntas. Aquele diálogo nunca aconteceu. O colunista Clóvis Rossi escreve a respeito hoje. Conheço várias pessoas que estavam presentes e que me relataram o episódio à época. O próprio jornal publicou reportagem.
Otavio perguntou, aí sim, por que ele optara por não estudar, tomando o cuidado de lembrar que Lincoln, o presidente americano, também não tinha formação superior e fizera um bom governo — notem que a ressalva era favorável ao então candidato. Ele não respondeu e acusou desrespeito. Pouco depois, o jornalista quis saber se a união com o PL não caracterizava uma adesão a práticas fisiológicas — o mensalão revelaria mais tarde como se deu esse casamento. Lula levantou e foi embora. Esse é o fato. Essa é a verdade.
Agora voltem ao trecho em vermelho e leiam a versão que ele levou ao palanque. Ontem, por alguns minutos, Otavio se transformou no FHC de Lula. O petista resolveu contar a história como bem quis. Não na Folha certamente, mas em outros veículos por aí, é provável que prospere a versão lulo-petista do episódio — afinal, jornalismo afora, não prosperou a versão fantasiosa de que as privatizações não passaram de “privataria”? Trata-se de uma lulice. Sim, haverá os porta-vozes da mistificação que se encarregarão de espalhar a mentira. Para muita gente, o diretor de Redação da Folha será aquele que perguntou a Lula como ele se atrevia a ser presidente sem falar inglês.
Notem mais: a mentira que conta nada tem de primitiva ou impensada. Ao contrário: ao se colocar como aquele que foi discriminado por um diretor de redação de jornal por não falar inglês — e por ter origem operária; é o subtexto —, convoca a solidariedade dos ouvintes, que, nesses dois particulares, estão mais próximos dele próprio do que de Otavio e do jornal. Investe, assim, na clivagem vigarista e falsa entre “o povo”, que ele representaria, e as elites, para as quais falaria a Folha — e, por extensão, todos os jornais, revistas, TVs, sites e blogs que não estão alinhados com a causa petista.
Os oito anos de gestão Lula têm, é claro, qualidades. Seria estúpido supor — e aqui nunca se disse isso — que ele é aprovado pela maioria da população apenas porque mente com o desassombro que se vê acima, sem hesitar, tremer o lábio, nada, emprestando às suas fantasias muito bem-articuladas aquele ar de verdade de que só um grande ator — eis o grande talento de Lula! — é capaz. Não! A aprovação tem explicações bastante objetivas. Mas os contornos de mito em que ele tem investido com fúria, especialmente no segundo mandato, esses foram desenhados com a falsificação sistemática do passado, do presente e, se querem saber, até do futuro. E, para tanto, ele contou com muita ajuda.
Não é gratuito
O ataque, nos termos em que ele o faz, não é gratuito. Deve ser visto, entendo, como um sinal de alerta pela imprensa brasileira, que tem de olhar com atenção o que se passa ao redor. Lula é hoje o principal aliado de todos os governos latino-americanos que abriram uma verdadeira guerra contra a imprensa que não se conforma em ser mera extensão do Poder Executivo.
Há quatro dias, Franklin Martins — aquele que nunca teve a menor dúvida de que o embaixador seria morto se as exigências dos terroristas não fossem cumpridas, ´s gargalhadas — deixou claro, como é mesmo?, o propósito de “acabar com o poder dos aquários”. Não se trata de “política do medo”, como dizem alguns cretinos e áulicos, mas de realismo: se eleita, a criatura de Lula tentará fazer o trabalho que não se fez nos dois mandatos do chefe. Eles partirão para o enfrentamento com a imprensa independente: em uma das mãos, trarão as ameaças legais; na outra, o “incentivo” às empresas amigas que estão sendo criadas ou robustecidas para disputar leitores, telespectadores e internautas. Quais empresas? Aquelas que não têm compromisso nenhum com a liberdade de imprensa e entendem que todos são livres para aderir ao governo.
Encerro: a economia pode ter feito o governo popular; mas foram as omissões que fizeram o mito. E o mito está assanhado.
A mistificacao como obra deliberada (1): o Bolsa-Familia
Não é preciso comentar, basta reproduzir.
O discurso em que Lula afirma que Bolsa Família deixa o sujeito vagabundo, sem vontade de plantar macaxeira!!! E a prova documental de quem foi o criador do programa
Reinaldo Azevedo, 26/08/2010
Como é mesmo? Segundo um novo Datafolha, a diferença entre Dilma e Serra oscilou para 20 pontos? Os petralhas não descansam nem de madrugada — creiam (devem ganhar bem!) — e anunciam que eu já perdi a eleição? Então eu vou lhes mostrar como me comporto em meio àqueles que já disputam o seu lugar à grama. E por que vou fazer o que segue? Por apreço à verdade. E porque, como escrevi naquele texto quanto estava em Dois Córregos, Corisco só se entrega na morte de parabelo na mão, hehe.
Ontem, na impressionante coleção de invencionices a que se entregou em cima do palanque, Lula afirmou que setores “elitistas” o criticaram por causa do Bolsa Família. Também é mentira. O único “elitista” contrário ao programa era… Lula!!! E dá para provar. Quando o Babalorixá chegou ao poder, inventou que o Brasil padecia de uma fome africana — que já havia sido superado havia duas décadas ao menos. E criou o natimorto programa Fome Zero, lembram-se? O que era mero golpe publicitário de Duda Mendonça virou estandarte do governo. Havia quatro programas de renda do governo FHC: Auxílio-Gás, Bolsa Alimentação, Bolsa Escola e Bolsa Renda. Lula os juntou depois e os chamou de Bolsa Família. Isso é história. Mas, antes de fazê-lo, falou muita bobagem. E depois também.
No dia 9 de abril de 2003, com o Fome Zero empacado, Lula fez um discurso no semi-árido nordestino, na presença de Ciro Gomes, em que disse com todas as letras que acreditava que os programas que geraram o Bolsa Família levavam os assistidos à vagabundagem. Querem ler? Pois não!
Eu, um dia desses, Ciro [Gomes, ministro da Integração Nacional], estava em Cabedelo, na Paraíba, e tinha um encontro com os trabalhadores rurais, Manoel Serra [presidente da Contag - Confederação Nacional dos Trabalhadores na Agricultura], e um deles falava assim para mim: “Lula, sabe o que está acontecendo aqui, na nossa região? O povo está acostumado a receber muita coisa de favor. Antigamente, quando chovia, o povo logo corria para plantar o seu feijão, o seu milho, a sua macaxeira, porque ele sabia que ia colher, alguns meses depois. E, agora, tem gente que já não quer mais isso porque fica esperando o ‘vale-isso’, o ‘vale-aquilo’, as coisas que o Governo criou para dar para as pessoas.” Acho que isso não contribui com as reformas estruturais que o Brasil precisa ter para que as pessoas possam viver condignamente, às custas do seu trabalho. Eu sempre disse que não há nada mais digno para um homem e para uma mulher do que levantar de manhã, trabalhar e, no final do mês ou no final da colheita, poder comer às custas do seu trabalho, às custas daquilo que produziu, às custas daquilo que plantou. Isso é o que dá dignidade. Isso é o que faz as pessoas andarem de cabeça erguida. Isso é o que faz as pessoas aprenderem a escolher melhor quem é seu candidato a vereador, a prefeito, a deputado, a senador, a governador, a presidente da República. Isso é o que motiva as pessoas a quererem aprender um pouco mais.
Notaram a verdade de suas palavras? A convicção profunda? Então…
No dia 27 de fevereiro de 2003, Lula já tinha mudando o nome do programa Bolsa Renda, que dava R$ 60 ao assistido, para “Cartão Alimentação”. Vocês devem se lembrar da confusão que o assunto gerou: o cartão serviria só para comprar alimentos?; seria permitido ou não comprar cachaça com ele?; o beneficiado teria de retirar tudo em espécie ou poderia pegar o dinheiro e fazer o que bem entendesse?
A questão se arrastou por meses. O tal programa Fome Zero, coitado!, não saía do papel. Capa de uma edição da revista Primeira Leitura da época: “O Fome Zero não existe”. A imprensa petista chiou pra chuchu.
No dia 20 de outubro, aquele mesmo Lula que acreditava que os programas de renda do governo FHC geravam vagabundos, que não queriam mais plantar macaxeira, fez o quê? Editou uma Medida Provisória e criou o Bolsa Família? E o que era o Bolsa Família? A reunião de todos os programas que ele atacara em um só. Assaltava o cofre dos programas alheios, afirmando ter descoberto a pólvora. O texto da MP não deixa a menor dúvida:
(…) programa de que trata o caput tem por finalidade a unificação dos procedimentos de gestão e execução das ações de transferência de renda do Governo Federal, especialmente as do Programa Nacional de Renda Mínima vinculado à Educação - “Bolsa Escola”, instituído pela Lei n.° 10.219, de ir de abril de 1001, do Programa Nacional de Acesso à Alimentação - PNAA, criado pela Lei n.° 10.689, de 13 de junho de 2003, do Programa Nacional de Renda Mínima vinculado à Saúde - “Bolsa Alimentação”, instituído pela medida provisória n.° 2.206-1, de 6 de setembro de 2001, do Programa Auxílio-Gás, instituído pelo Decreto n.° 4.102, de 24 de janeiro de 2002, e do Cadastramento Único do Governo Federal, instituído pelo Decreto n.° 3.877, de 24 de julho de 2001.
Compreenderam? Bastaram sete meses para que o programa que impedia o trabalhador de fazer a sua rocinha virasse a salvação da lavoura de Lula. E os assistidos passariam a receber dinheiro vivo. Contrapartidas: que as crianças freqüentassem a escola, como já exigia o Bolsa Escola, e que fossem vacinadas, como já exigia o Bolsa Alimentação, que cobrava também que as gestantes fizessem o pré-natal! Esse programa era do Ministério da Saúde e foi implementado por Serra.
E qual passou a ser, então, o discurso de Lula?
Ora, Lula passou a atacar aqueles que diziam que programas de renda acomodavam os plantadores de macaxeira, tornando-os vagabundos, como se aquele não fosse rigorosamente o seu próprio discurso.
No dia 23 de março de 2005, em Cuiabá, atirava contra as pessoas supostamente contrárias ao Bolsa Família. Leiam e confrontem com o que ele próprio dizia em 2003:
Eu sei que tem gente que fala: “Não, mas esse presidente está com essa política do programa Fome Zero, do Bolsa Família, isso é proselitismo, isso é esmola.” Eu sei que tem gente que fala assim. Lógico, o cidadão que toma café de manhã, almoça e janta todo santo dia, para ele Bolsa Família não significa nada, ele não precisa. E ainda mais se ele puder fazer uma crítica a mim tomando uma Coca-Cola em um bar, um uísque ou uma cerveja. Agora, tem pessoas que, se a gente não der essa ajuda, não conseguem comer as calorias e as proteínas necessárias à vida humana. E se for uma criança de antes de seis anos de idade, nós sabemos que essa criança poderá ter o seu cérebro atrofiado e nunca mais se recuperar.
Quando eu vou parar de evidenciar as mistificações de Lula? Nunca! Quanto mais “popular” ele fica, mais considero este trabalho uma obrigação moral.
O discurso em que Lula afirma que Bolsa Família deixa o sujeito vagabundo, sem vontade de plantar macaxeira!!! E a prova documental de quem foi o criador do programa
Reinaldo Azevedo, 26/08/2010
Como é mesmo? Segundo um novo Datafolha, a diferença entre Dilma e Serra oscilou para 20 pontos? Os petralhas não descansam nem de madrugada — creiam (devem ganhar bem!) — e anunciam que eu já perdi a eleição? Então eu vou lhes mostrar como me comporto em meio àqueles que já disputam o seu lugar à grama. E por que vou fazer o que segue? Por apreço à verdade. E porque, como escrevi naquele texto quanto estava em Dois Córregos, Corisco só se entrega na morte de parabelo na mão, hehe.
Ontem, na impressionante coleção de invencionices a que se entregou em cima do palanque, Lula afirmou que setores “elitistas” o criticaram por causa do Bolsa Família. Também é mentira. O único “elitista” contrário ao programa era… Lula!!! E dá para provar. Quando o Babalorixá chegou ao poder, inventou que o Brasil padecia de uma fome africana — que já havia sido superado havia duas décadas ao menos. E criou o natimorto programa Fome Zero, lembram-se? O que era mero golpe publicitário de Duda Mendonça virou estandarte do governo. Havia quatro programas de renda do governo FHC: Auxílio-Gás, Bolsa Alimentação, Bolsa Escola e Bolsa Renda. Lula os juntou depois e os chamou de Bolsa Família. Isso é história. Mas, antes de fazê-lo, falou muita bobagem. E depois também.
No dia 9 de abril de 2003, com o Fome Zero empacado, Lula fez um discurso no semi-árido nordestino, na presença de Ciro Gomes, em que disse com todas as letras que acreditava que os programas que geraram o Bolsa Família levavam os assistidos à vagabundagem. Querem ler? Pois não!
Eu, um dia desses, Ciro [Gomes, ministro da Integração Nacional], estava em Cabedelo, na Paraíba, e tinha um encontro com os trabalhadores rurais, Manoel Serra [presidente da Contag - Confederação Nacional dos Trabalhadores na Agricultura], e um deles falava assim para mim: “Lula, sabe o que está acontecendo aqui, na nossa região? O povo está acostumado a receber muita coisa de favor. Antigamente, quando chovia, o povo logo corria para plantar o seu feijão, o seu milho, a sua macaxeira, porque ele sabia que ia colher, alguns meses depois. E, agora, tem gente que já não quer mais isso porque fica esperando o ‘vale-isso’, o ‘vale-aquilo’, as coisas que o Governo criou para dar para as pessoas.” Acho que isso não contribui com as reformas estruturais que o Brasil precisa ter para que as pessoas possam viver condignamente, às custas do seu trabalho. Eu sempre disse que não há nada mais digno para um homem e para uma mulher do que levantar de manhã, trabalhar e, no final do mês ou no final da colheita, poder comer às custas do seu trabalho, às custas daquilo que produziu, às custas daquilo que plantou. Isso é o que dá dignidade. Isso é o que faz as pessoas andarem de cabeça erguida. Isso é o que faz as pessoas aprenderem a escolher melhor quem é seu candidato a vereador, a prefeito, a deputado, a senador, a governador, a presidente da República. Isso é o que motiva as pessoas a quererem aprender um pouco mais.
Notaram a verdade de suas palavras? A convicção profunda? Então…
No dia 27 de fevereiro de 2003, Lula já tinha mudando o nome do programa Bolsa Renda, que dava R$ 60 ao assistido, para “Cartão Alimentação”. Vocês devem se lembrar da confusão que o assunto gerou: o cartão serviria só para comprar alimentos?; seria permitido ou não comprar cachaça com ele?; o beneficiado teria de retirar tudo em espécie ou poderia pegar o dinheiro e fazer o que bem entendesse?
A questão se arrastou por meses. O tal programa Fome Zero, coitado!, não saía do papel. Capa de uma edição da revista Primeira Leitura da época: “O Fome Zero não existe”. A imprensa petista chiou pra chuchu.
No dia 20 de outubro, aquele mesmo Lula que acreditava que os programas de renda do governo FHC geravam vagabundos, que não queriam mais plantar macaxeira, fez o quê? Editou uma Medida Provisória e criou o Bolsa Família? E o que era o Bolsa Família? A reunião de todos os programas que ele atacara em um só. Assaltava o cofre dos programas alheios, afirmando ter descoberto a pólvora. O texto da MP não deixa a menor dúvida:
(…) programa de que trata o caput tem por finalidade a unificação dos procedimentos de gestão e execução das ações de transferência de renda do Governo Federal, especialmente as do Programa Nacional de Renda Mínima vinculado à Educação - “Bolsa Escola”, instituído pela Lei n.° 10.219, de ir de abril de 1001, do Programa Nacional de Acesso à Alimentação - PNAA, criado pela Lei n.° 10.689, de 13 de junho de 2003, do Programa Nacional de Renda Mínima vinculado à Saúde - “Bolsa Alimentação”, instituído pela medida provisória n.° 2.206-1, de 6 de setembro de 2001, do Programa Auxílio-Gás, instituído pelo Decreto n.° 4.102, de 24 de janeiro de 2002, e do Cadastramento Único do Governo Federal, instituído pelo Decreto n.° 3.877, de 24 de julho de 2001.
Compreenderam? Bastaram sete meses para que o programa que impedia o trabalhador de fazer a sua rocinha virasse a salvação da lavoura de Lula. E os assistidos passariam a receber dinheiro vivo. Contrapartidas: que as crianças freqüentassem a escola, como já exigia o Bolsa Escola, e que fossem vacinadas, como já exigia o Bolsa Alimentação, que cobrava também que as gestantes fizessem o pré-natal! Esse programa era do Ministério da Saúde e foi implementado por Serra.
E qual passou a ser, então, o discurso de Lula?
Ora, Lula passou a atacar aqueles que diziam que programas de renda acomodavam os plantadores de macaxeira, tornando-os vagabundos, como se aquele não fosse rigorosamente o seu próprio discurso.
No dia 23 de março de 2005, em Cuiabá, atirava contra as pessoas supostamente contrárias ao Bolsa Família. Leiam e confrontem com o que ele próprio dizia em 2003:
Eu sei que tem gente que fala: “Não, mas esse presidente está com essa política do programa Fome Zero, do Bolsa Família, isso é proselitismo, isso é esmola.” Eu sei que tem gente que fala assim. Lógico, o cidadão que toma café de manhã, almoça e janta todo santo dia, para ele Bolsa Família não significa nada, ele não precisa. E ainda mais se ele puder fazer uma crítica a mim tomando uma Coca-Cola em um bar, um uísque ou uma cerveja. Agora, tem pessoas que, se a gente não der essa ajuda, não conseguem comer as calorias e as proteínas necessárias à vida humana. E se for uma criança de antes de seis anos de idade, nós sabemos que essa criança poderá ter o seu cérebro atrofiado e nunca mais se recuperar.
Quando eu vou parar de evidenciar as mistificações de Lula? Nunca! Quanto mais “popular” ele fica, mais considero este trabalho uma obrigação moral.
A marcha da autocracia na America do Sul: metodos variados
Num país, se proibe à imprensa de publicar fotos de mortos numa morgue, sob a ridícula alegação de "preservar as crianças de cenas chocantes".
Num outro, um grande cotidiano -- este mesmo que tem seu editorial transcrito abaixo -- tem sobre si uma censura de mais de um ano sobre informações relativas às contas externas e provável enriquecimento ilícito de um dos condestáveis do regime, aliado íntimo dos atuais donos do poder, apesar de ter sido antigo desafeto e personagem desprezado (como são volúveis as opiniões). Neste mesmo país, o Estado é colocado a serviço de um partido, que comete ilegalidades e crimes comuns, ao se servir da máquina governamental para seus grandes atentados à Constituição.
Em outro ainda, como relatado abaixo, o poder pretende estrangular os jornais que não lhe são subservientes, controlando sua matéria-prima industrial, que é o papel.
Tudo isso reflete o desprezo pelas normas democráticas de certos dirigentes, e seu apreço, em sentido inverso, por regimes manietados e amordaçados.
Paulo Roberto de Almeida
A arma do papel-jornal
Editorial - O Estado de S.Paulo
26 de agosto de 2010
Do vasto arsenal de formas de arrocho da mídia ao alcance dos governos autocráticos e populistas na América Latina, a Argentina de Cristina Kirchner parece ter escolhido a variante de um antigo estratagema adotado nos seus tempos áureos pela "ditadura perfeita", como o ensaísta mexicano Octavio Paz certa vez definiu o sistema político em seu país, com fachada democrática, resultados eleitorais forjados, corrupção endêmica e controle total do Estado pelo Partido Revolucionário Institucional, o notório PRI.
Para consolidar o seu poder, exercido de 1929 a 2000, o PRI teve o estalo de acabar com a liberdade de imprensa mediante um recurso mais sutil e menos truculento na aparência do que o empastelamento das redações e a prisão ou assassínio de jornalistas - algo entre a força bruta e a criação de conselhos tutelares da atividade informativa, como há quem queira adotar no Brasil. O governo decretou o monopólio da importação de papel-jornal, criando a famosa PIPSA - Produtora y Importadora de Papeles S.A. - e estabeleceu cotas do insumo para cada jornal, conforme o grau de sua docilidade aos ditadores-eleitos de turno.
Esse é o caminho por onde a presidente argentina acaba de enveredar, ao anunciar na terça-feira o projeto de lei que considerará de "interesse nacional" a produção e o comércio de papel-jornal, com a instituição de um marco regulatório para as suas operações. Na realidade, a medida - concebida para o governo se apropriar do setor - tem um único alvo. Trata-se da empresa Papel Prensa, que fabrica 75% do insumo usado no país e abastece 170 diários. O controle acionário da companhia é compartilhado por dois jornais, Clarín (49%) e La Nación (22,49%), e pelo Estado argentino (27,46%). O restante pertence a pequenos investidores.
Dos dois jornais - originalmente havia um terceiro, La Razón, que quebrou -, ambos independentes e críticos do kirchnerismo, a fúria da Casa Rosada de há muito se abateu em primeiro lugar sobre o Clarín. A contar de setembro do ano passado, a intimidação contra o grupo que edita o periódico incluiu a razzia em sua sede e nas residências de seus diretores por 200 agentes da Receita Federal; a interrupção da distribuição do diário por um boicote de caminhoneiros orquestrado pelo sindicato de extração peronista e, como tal, alinhado com o governo; e o cancelamento da licença outorgada à empresa para vender serviços de internet.
A ofensiva liberticida não se limitou à proposta que se destina, numa etapa subsequente, à estatização da Papel Prensa. Há mais de um ano, aliás, que os dois jornais vêm denunciando o intento da presidente. Outra ponta da tenaz por ela empunhada foi o anúncio de que pedirá à Justiça uma investigação sobre a compra da empresa, nos anos 1970, sob a ditadura militar argentina, portanto. O objetivo alegado é caracterizar os "crimes contra a humanidade" que os seus acionistas privados teriam cometido ao supostamente contar com a ajuda do regime para adquirir a Papel Prensa da família Graiver, que a controlava, por uma fração de seu valor de mercado.
A própria Cristina Kirchner apresentou, numa audiência televisada, o que seria o fundamento da acusação: um relatório de 400 páginas, cuja fidedignidade pode ser julgada pela afirmação de que o clã - que passou a ser chefiado pela matriarca Lidia Papaleo, depois de enviuvar do poderoso banqueiro David Graiver - foi praticamente obrigado pelos militares, até com a tortura de alguns de seus integrantes, a se desfazer da empresa. A alegação peca por anacronismo. O negócio se consumou em novembro de 1976. A tortura dos membros da família, acusada de gerir as finanças da organização de luta armada Montoneros, ocorreu 6 meses depois.
O historiador argentino Marcelo Larraquy chama a atenção para um detalhe do caso: desde a redemocratização do país, há 27 anos, é a primeira vez que se levantam dúvidas sobre a legitimidade da transação. Segundo o Clarín e o La Nación, Lidia Papaleo foi cooptada pelo governo para "inventar uma história" a fim de anular a compra da papelera. Desse modo, o controle efetivo do suprimento de papel de imprensa na Argentina ficaria com o casal Cristina e Nestor Kirchner. Ele pretende voltar à Casa Rosada em 2011.
Num outro, um grande cotidiano -- este mesmo que tem seu editorial transcrito abaixo -- tem sobre si uma censura de mais de um ano sobre informações relativas às contas externas e provável enriquecimento ilícito de um dos condestáveis do regime, aliado íntimo dos atuais donos do poder, apesar de ter sido antigo desafeto e personagem desprezado (como são volúveis as opiniões). Neste mesmo país, o Estado é colocado a serviço de um partido, que comete ilegalidades e crimes comuns, ao se servir da máquina governamental para seus grandes atentados à Constituição.
Em outro ainda, como relatado abaixo, o poder pretende estrangular os jornais que não lhe são subservientes, controlando sua matéria-prima industrial, que é o papel.
Tudo isso reflete o desprezo pelas normas democráticas de certos dirigentes, e seu apreço, em sentido inverso, por regimes manietados e amordaçados.
Paulo Roberto de Almeida
A arma do papel-jornal
Editorial - O Estado de S.Paulo
26 de agosto de 2010
Do vasto arsenal de formas de arrocho da mídia ao alcance dos governos autocráticos e populistas na América Latina, a Argentina de Cristina Kirchner parece ter escolhido a variante de um antigo estratagema adotado nos seus tempos áureos pela "ditadura perfeita", como o ensaísta mexicano Octavio Paz certa vez definiu o sistema político em seu país, com fachada democrática, resultados eleitorais forjados, corrupção endêmica e controle total do Estado pelo Partido Revolucionário Institucional, o notório PRI.
Para consolidar o seu poder, exercido de 1929 a 2000, o PRI teve o estalo de acabar com a liberdade de imprensa mediante um recurso mais sutil e menos truculento na aparência do que o empastelamento das redações e a prisão ou assassínio de jornalistas - algo entre a força bruta e a criação de conselhos tutelares da atividade informativa, como há quem queira adotar no Brasil. O governo decretou o monopólio da importação de papel-jornal, criando a famosa PIPSA - Produtora y Importadora de Papeles S.A. - e estabeleceu cotas do insumo para cada jornal, conforme o grau de sua docilidade aos ditadores-eleitos de turno.
Esse é o caminho por onde a presidente argentina acaba de enveredar, ao anunciar na terça-feira o projeto de lei que considerará de "interesse nacional" a produção e o comércio de papel-jornal, com a instituição de um marco regulatório para as suas operações. Na realidade, a medida - concebida para o governo se apropriar do setor - tem um único alvo. Trata-se da empresa Papel Prensa, que fabrica 75% do insumo usado no país e abastece 170 diários. O controle acionário da companhia é compartilhado por dois jornais, Clarín (49%) e La Nación (22,49%), e pelo Estado argentino (27,46%). O restante pertence a pequenos investidores.
Dos dois jornais - originalmente havia um terceiro, La Razón, que quebrou -, ambos independentes e críticos do kirchnerismo, a fúria da Casa Rosada de há muito se abateu em primeiro lugar sobre o Clarín. A contar de setembro do ano passado, a intimidação contra o grupo que edita o periódico incluiu a razzia em sua sede e nas residências de seus diretores por 200 agentes da Receita Federal; a interrupção da distribuição do diário por um boicote de caminhoneiros orquestrado pelo sindicato de extração peronista e, como tal, alinhado com o governo; e o cancelamento da licença outorgada à empresa para vender serviços de internet.
A ofensiva liberticida não se limitou à proposta que se destina, numa etapa subsequente, à estatização da Papel Prensa. Há mais de um ano, aliás, que os dois jornais vêm denunciando o intento da presidente. Outra ponta da tenaz por ela empunhada foi o anúncio de que pedirá à Justiça uma investigação sobre a compra da empresa, nos anos 1970, sob a ditadura militar argentina, portanto. O objetivo alegado é caracterizar os "crimes contra a humanidade" que os seus acionistas privados teriam cometido ao supostamente contar com a ajuda do regime para adquirir a Papel Prensa da família Graiver, que a controlava, por uma fração de seu valor de mercado.
A própria Cristina Kirchner apresentou, numa audiência televisada, o que seria o fundamento da acusação: um relatório de 400 páginas, cuja fidedignidade pode ser julgada pela afirmação de que o clã - que passou a ser chefiado pela matriarca Lidia Papaleo, depois de enviuvar do poderoso banqueiro David Graiver - foi praticamente obrigado pelos militares, até com a tortura de alguns de seus integrantes, a se desfazer da empresa. A alegação peca por anacronismo. O negócio se consumou em novembro de 1976. A tortura dos membros da família, acusada de gerir as finanças da organização de luta armada Montoneros, ocorreu 6 meses depois.
O historiador argentino Marcelo Larraquy chama a atenção para um detalhe do caso: desde a redemocratização do país, há 27 anos, é a primeira vez que se levantam dúvidas sobre a legitimidade da transação. Segundo o Clarín e o La Nación, Lidia Papaleo foi cooptada pelo governo para "inventar uma história" a fim de anular a compra da papelera. Desse modo, o controle efetivo do suprimento de papel de imprensa na Argentina ficaria com o casal Cristina e Nestor Kirchner. Ele pretende voltar à Casa Rosada em 2011.
Malthusianos, catastrofistas, ecologistas, etc: sempre uma catastrofe a espreita
Confesso-me um cético, por definição, por filosofia e como método de investigação. Apenas sendo cético é possível olhar com certa caução, ou os cuidados devidos, todos esses anúncios de catástrofes anunciadas.
Começou lá atrás, sabemos, por um tal de Malthus. Mas teve já diversas encarnações em minha própria vida: a bomba populacional (novamente), o esgotamento dos recursos energéticos (petróleo, etc), a poluição industrial, e agora o tal de aquecimento global (do qual o ex-vice-presidente Albert Gore foi o principal propagandista, com um filme ardilosamente montado).
O debate abaixo transcrito é bem mais americano do que universal, mas suas teses se aplicam a outros cenários, também.
Paulo Roberto de Almeida
Progressives Against Progress
Fred Siegel
The City Journal, Summer 2010
The rise of environmentalism poisoned liberals’ historical optimism.
For the first two-thirds of the twentieth century, American liberals distinguished themselves from conservatives by what Lionel Trilling called “a spiritual orthodoxy of belief in progress.” Liberalism placed its hopes in human perfectibility. Regarding human nature as essentially both beneficent and malleable, liberals, like their socialist cousins, argued that with the aid of science and given the proper social and economic conditions, humanity could free itself from its cramped carapace of greed and distrust and enter a realm of true freedom and happiness. Conservatives, by contrast, clung to a tragic sense of man’s inherent limitations. While acknowledging the benefits of science, they argued that it could never fundamentally reform, let alone transcend, the human condition. Most problems don’t have a solution, the conservatives maintained; rather than attempting Promethean feats, man would do best to find a balanced place in the world.
In the late 1960s, liberals appeared to have the better of the argument. Something approaching the realm of freedom seemed to have arrived. American workers, white and black, achieved hitherto unimagined levels of prosperity. In the nineteenth century, only utopian socialists had imagined that ordinary workers could achieve a degree of leisure; in the 1930s, radicals had insisted that prosperity was unattainable under American capitalism; yet these seemingly unreachable goals were achieved in the two decades after World War II.
Why, then, did American liberalism, starting in the early 1970s, undergo a historic metanoia, dismissing the idea of progress just as progress was being won? Multiple political and economic forces paved liberalism’s path away from its mid-century optimism and toward an aristocratic outlook reminiscent of the Tory Radicalism of nineteenth-century Britain; but one of the most powerful was the rise of the modern environmental movement and its recurrent hysterias.
If one were to pick a point at which liberalism’s extraordinary reversal began, it might be the celebration of the first Earth Day, in April 1970. Some 20 million Americans at 2,000 college campuses and 10,000 elementary and secondary schools took part in what was the largest nationwide demonstration ever held in the United States. The event brought together disparate conservationist, antinuclear, and back-to-the-land groups into what became the church of environmentalism, complete with warnings of hellfire and damnation. Senator Gaylord Nelson of Wisconsin, the founder of Earth Day, invoked “responsible scientists” to warn that “accelerating rates of air pollution could become so serious by the 1980s that many people may be forced on the worst days to wear breathing helmets to survive outdoors. It has also been predicted that in 20 years man will live in domed cities.”
Thanks in part to Earth Day’s minions, progress, as liberals had once understood the term, started to be reviled as reactionary. In its place, Nature was totemized as the basis of the authenticity that technology and affluence had bleached out of existence. It was only by rolling in the mud of primitive practices that modern man could remove the stain of sinful science and materialism. In the words of Joni Mitchell’s celebrated song “Woodstock”: “We are stardust / We are golden / And we got to get ourselves back to the garden.”
In his 1973 book The Death of Progress, Bernard James laid out an argument already popularized in such bestsellers as Charles Reich’s The Greening of America and William Irwin Thompson’s At the Edge of History. “Progress seems to have become a lethal idée fixe, irreversibly destroying the very planet it depends upon to survive,” wrote James. Like Reich, James criticized both the “George Babbitt” and “John Dewey” versions of “progress culture”—that is, visions of progress based on rising material attainment or on educational opportunities and upward mobility. “Progress ideology,” he insisted, “whether preached by New Deal Liberals, conservative Western industrialists or Soviet Zealots,” always led in the same direction: environmental apocalypse. Liberalism, which had once viewed men and women as capable of shaping their own destinies, now saw humanity in the grip of vast ecological forces that could be tamed only by extreme measures to reverse the damages that industrial capitalism had inflicted on Mother Earth. It had become progressive to reject progress.
Rejected as well was the science that led to progress. In 1970, the Franco-American environmentalist René Dubos described what was quickly becoming a liberal consensus: “Most would agree that science and technology are responsible for some of our worst nightmares and have made our societies so complex as to be almost unmanageable.” The same distrust of science was one reason that British author Francis Wheen can describe the 1970s as “the golden age of paranoia.” Where American consumers had once felt confidence in food and drug laws that protected them from dirt and germs, a series of food scares involving additives made many view science, not nature, as the real threat to public health. Similarly, the sensational impact of the feminist book Our Bodies, Ourselves—which depicted doctors as a danger to women’s well-being, while arguing, without qualifications, for natural childbirth—obscured the extraordinary safety gains that had made death during childbirth a rarity in developed nations.
Crankery, in short, became respectable. In 1972, Sir John Maddox, editor of the British journal Nature, noted that though it had once been usual to see maniacs wearing sandwich boards that proclaimed the imminent end of the Earth, they had been replaced by a growing number of frenzied activists and politicized scientists making precisely the same claim. In the years since then, liberalism has seen recurring waves of such end-of-days hysteria. These waves have shared not only a common pattern but often the same cast of characters. Strangely, the promised despoliations are most likely to be presented as imminent when Republicans are in the White House. In each case, liberals have argued that the threat of catastrophe can be averted only through drastic actions in which the ordinary political mechanisms of democracy are suspended and power is turned over to a body of experts and supermen.
Back in the early 1970s, it was overpopulation that was about to destroy the Earth. In his 1968 book The Population Bomb, Paul Ehrlich, who has been involved in all three waves, warned that “the battle to feed all of humanity is over” on our crowded planet. He predicted mass starvation and called for compulsory sterilization to curb population growth, even comparing unplanned births with cancer: “A cancer is an uncontrolled multiplication of cells; the population explosion is an uncontrolled multiplication of people.” An advocate of abortion on demand, Ehrlich wanted to ban photos of large, happy families from newspapers and magazines, and he called for new, heavy taxes on baby carriages and the like. He proposed a federal Department of Population and Environment that would regulate both procreation and the economy. But the population bomb, fear of which peaked during Richard Nixon’s presidency, never detonated. Population in much of the world actually declined in the 1970s, and the green revolution, based on biologically modified foods, produced a sharp increase in crop productivity.
In the 1980s, the prophets of doom found another theme: the imminent danger of nuclear winter, the potential end of life on Earth resulting from a Soviet-American nuclear war. Even a limited nuclear exchange, argued politicized scientists like Ehrlich and Carl Sagan, would release enough soot and dust into the atmosphere to block the sun’s warming rays, producing drastic drops in temperature. Skeptics, such as Russell Seitz, acknowledged that even with the new, smaller warheads, a nuclear exchange would have fearsome consequences, but argued effectively that the dangers were dramatically exaggerated. The nuke scare nevertheless received major backing from the liberal press. Nuclear-winter doomsayers placed their hopes, variously, in an unverifiable nuclear-weapons “freeze,” American unilateral disarmament, or assigning control of nuclear weapons to international bodies. Back in the real world, nuclear fears eventually faded with Ronald Reagan’s Cold War successes.
The third wave, which has been building for decades, is the campaign against global warming. The global-warming argument relied on the claim, effectively promoted by former vice president Al Gore, that the rapid growth of carbon dioxide in the atmosphere was producing an unprecedented rise in temperatures. This rise was summarized in the now-notorious “hockey stick” graph, which supposedly showed that temperatures had been steady from roughly ad 1000 to 1900 but had sharply increased from 1900 on, thanks to industrialization. Brandishing the graph, the UN’s Intergovernmental Panel on Climate Change predicted that the first decade of the twenty-first century would be even warmer. As it turned out, temperatures were essentially flat, and the entire global-warming argument came under increasing scrutiny. Skeptics pointed out that temperatures had repeatedly risen and fallen since ad 1000, describing, for instance, a “little ice age” between 1500 and 1850. The global-warming panic cooled further after a series of e-mails from East Anglia University’s Climatic Research Unit, showing apparent collusion among scientists to exaggerate warming data and repress contradictory information, was leaked.
As with the previous waves, politicized science played on liberal fears of progress: for Gore and his allies at the UN, only a global command-and-control economy that kept growth in check could stave off imminent catastrophe. The anti-progress mind-set was by then familiar ground for liberals. Back in the 1970s, environmentalist E. J. Mishan had proposed dramatic solutions to the growth dilemma. He suggested banning all international air travel so that only those with the time and money could get to the choice spots—thus reintroducing, in effect, the class system. Should this prove too radical, Mishan proposed banning air travel “to a wide variety of mountain, lake and coastal resorts, and to a selection of some islands from the many scattered about the globe; and within such areas also to abolish all motorised traffic.” Echoing John Stuart Mill’s mid-nineteenth-century call for a “stationary state” without economic growth, Mishan argued that “regions may be set aside for the true nature lover who is willing to make his pilgrimage by boat and willing leisurely to explore islands, valleys, bays, woodlands, on foot or on horseback.”
As such proposals indicate, American liberalism has remarkably come to resemble nineteenth-century British Tory Radicalism, an aristocratic sensibility that combined strong support for centralized monarchical power with a paternalistic concern for the poor. Its enemies were the middle classes and the aesthetic ugliness it associated with an industrial economy powered by bourgeois energies. For instance, John Ruskin, a leading nineteenth-century Tory Radical and a proponent of handicrafts, declaimed against “ilth,” a negative version of wealth produced by manufacturing.
Like the Tory Radicals, today’s liberal gentry see the untamed middle classes as the true enemy. “Environmentalism offered the extraordinary opportunity to combine the qualities of virtue and selfishness,” wrote William Tucker in a groundbreaking 1977 Harper’s article on the opposition to construction of the Storm King power plant along New York’s Hudson River. Tucker described the extraordinary sight of a fleet of yachts—including one piloted by the old Stalinist singer Pete Seeger—sailing up and down the Hudson in protest. What Tucker tellingly described as the environmentalists’ “aristocratic” vision called for a stratified, terraced society in which the knowing ones would order society for the rest of us. Touring American campuses in the mid-1970s, Norman Macrae of The Economist was shocked “to hear so many supposedly left-wing young Americans who still thought they were expressing an entirely new and progressive philosophy as they mouthed the same prejudices as Trollope’s 19th century Tory squires: attacking any further expansion of industry and commerce as impossibly vulgar, because ecologically unfair to their pheasants and wild ducks.”
Neither the failure of the environmental apocalypse to arrive nor the steady improvement in environmental conditions over the last 40 years has dampened the ardor of those eager to make hair shirts for others to wear. The call for political coercion as a path back to Ruskin’s and Mishan’s small-is-beautiful world is still with us. Radical environmentalists’ Tory disdain for democracy and for the habits of their inferiors remains undiminished. True to its late-1960s origins, political environmentalism in America gravitates toward both bureaucrats and hippies: toward a global, big-brother government that will keep the middle classes in line and toward a back-to-the-earth, peasantlike localism, imposed on others but presenting no threat to the elites’ comfortable lives. How ironic that these gentry liberals—progressives against progress—turn out to resemble nothing so much as nineteenth-century conservatives.
Fred Siegel is a contributing editor of City Journal, a senior fellow at the Manhattan Institute, and a scholar in residence at St. Francis College in Brooklyn.
Começou lá atrás, sabemos, por um tal de Malthus. Mas teve já diversas encarnações em minha própria vida: a bomba populacional (novamente), o esgotamento dos recursos energéticos (petróleo, etc), a poluição industrial, e agora o tal de aquecimento global (do qual o ex-vice-presidente Albert Gore foi o principal propagandista, com um filme ardilosamente montado).
O debate abaixo transcrito é bem mais americano do que universal, mas suas teses se aplicam a outros cenários, também.
Paulo Roberto de Almeida
Progressives Against Progress
Fred Siegel
The City Journal, Summer 2010
The rise of environmentalism poisoned liberals’ historical optimism.
For the first two-thirds of the twentieth century, American liberals distinguished themselves from conservatives by what Lionel Trilling called “a spiritual orthodoxy of belief in progress.” Liberalism placed its hopes in human perfectibility. Regarding human nature as essentially both beneficent and malleable, liberals, like their socialist cousins, argued that with the aid of science and given the proper social and economic conditions, humanity could free itself from its cramped carapace of greed and distrust and enter a realm of true freedom and happiness. Conservatives, by contrast, clung to a tragic sense of man’s inherent limitations. While acknowledging the benefits of science, they argued that it could never fundamentally reform, let alone transcend, the human condition. Most problems don’t have a solution, the conservatives maintained; rather than attempting Promethean feats, man would do best to find a balanced place in the world.
In the late 1960s, liberals appeared to have the better of the argument. Something approaching the realm of freedom seemed to have arrived. American workers, white and black, achieved hitherto unimagined levels of prosperity. In the nineteenth century, only utopian socialists had imagined that ordinary workers could achieve a degree of leisure; in the 1930s, radicals had insisted that prosperity was unattainable under American capitalism; yet these seemingly unreachable goals were achieved in the two decades after World War II.
Why, then, did American liberalism, starting in the early 1970s, undergo a historic metanoia, dismissing the idea of progress just as progress was being won? Multiple political and economic forces paved liberalism’s path away from its mid-century optimism and toward an aristocratic outlook reminiscent of the Tory Radicalism of nineteenth-century Britain; but one of the most powerful was the rise of the modern environmental movement and its recurrent hysterias.
If one were to pick a point at which liberalism’s extraordinary reversal began, it might be the celebration of the first Earth Day, in April 1970. Some 20 million Americans at 2,000 college campuses and 10,000 elementary and secondary schools took part in what was the largest nationwide demonstration ever held in the United States. The event brought together disparate conservationist, antinuclear, and back-to-the-land groups into what became the church of environmentalism, complete with warnings of hellfire and damnation. Senator Gaylord Nelson of Wisconsin, the founder of Earth Day, invoked “responsible scientists” to warn that “accelerating rates of air pollution could become so serious by the 1980s that many people may be forced on the worst days to wear breathing helmets to survive outdoors. It has also been predicted that in 20 years man will live in domed cities.”
Thanks in part to Earth Day’s minions, progress, as liberals had once understood the term, started to be reviled as reactionary. In its place, Nature was totemized as the basis of the authenticity that technology and affluence had bleached out of existence. It was only by rolling in the mud of primitive practices that modern man could remove the stain of sinful science and materialism. In the words of Joni Mitchell’s celebrated song “Woodstock”: “We are stardust / We are golden / And we got to get ourselves back to the garden.”
In his 1973 book The Death of Progress, Bernard James laid out an argument already popularized in such bestsellers as Charles Reich’s The Greening of America and William Irwin Thompson’s At the Edge of History. “Progress seems to have become a lethal idée fixe, irreversibly destroying the very planet it depends upon to survive,” wrote James. Like Reich, James criticized both the “George Babbitt” and “John Dewey” versions of “progress culture”—that is, visions of progress based on rising material attainment or on educational opportunities and upward mobility. “Progress ideology,” he insisted, “whether preached by New Deal Liberals, conservative Western industrialists or Soviet Zealots,” always led in the same direction: environmental apocalypse. Liberalism, which had once viewed men and women as capable of shaping their own destinies, now saw humanity in the grip of vast ecological forces that could be tamed only by extreme measures to reverse the damages that industrial capitalism had inflicted on Mother Earth. It had become progressive to reject progress.
Rejected as well was the science that led to progress. In 1970, the Franco-American environmentalist René Dubos described what was quickly becoming a liberal consensus: “Most would agree that science and technology are responsible for some of our worst nightmares and have made our societies so complex as to be almost unmanageable.” The same distrust of science was one reason that British author Francis Wheen can describe the 1970s as “the golden age of paranoia.” Where American consumers had once felt confidence in food and drug laws that protected them from dirt and germs, a series of food scares involving additives made many view science, not nature, as the real threat to public health. Similarly, the sensational impact of the feminist book Our Bodies, Ourselves—which depicted doctors as a danger to women’s well-being, while arguing, without qualifications, for natural childbirth—obscured the extraordinary safety gains that had made death during childbirth a rarity in developed nations.
Crankery, in short, became respectable. In 1972, Sir John Maddox, editor of the British journal Nature, noted that though it had once been usual to see maniacs wearing sandwich boards that proclaimed the imminent end of the Earth, they had been replaced by a growing number of frenzied activists and politicized scientists making precisely the same claim. In the years since then, liberalism has seen recurring waves of such end-of-days hysteria. These waves have shared not only a common pattern but often the same cast of characters. Strangely, the promised despoliations are most likely to be presented as imminent when Republicans are in the White House. In each case, liberals have argued that the threat of catastrophe can be averted only through drastic actions in which the ordinary political mechanisms of democracy are suspended and power is turned over to a body of experts and supermen.
Back in the early 1970s, it was overpopulation that was about to destroy the Earth. In his 1968 book The Population Bomb, Paul Ehrlich, who has been involved in all three waves, warned that “the battle to feed all of humanity is over” on our crowded planet. He predicted mass starvation and called for compulsory sterilization to curb population growth, even comparing unplanned births with cancer: “A cancer is an uncontrolled multiplication of cells; the population explosion is an uncontrolled multiplication of people.” An advocate of abortion on demand, Ehrlich wanted to ban photos of large, happy families from newspapers and magazines, and he called for new, heavy taxes on baby carriages and the like. He proposed a federal Department of Population and Environment that would regulate both procreation and the economy. But the population bomb, fear of which peaked during Richard Nixon’s presidency, never detonated. Population in much of the world actually declined in the 1970s, and the green revolution, based on biologically modified foods, produced a sharp increase in crop productivity.
In the 1980s, the prophets of doom found another theme: the imminent danger of nuclear winter, the potential end of life on Earth resulting from a Soviet-American nuclear war. Even a limited nuclear exchange, argued politicized scientists like Ehrlich and Carl Sagan, would release enough soot and dust into the atmosphere to block the sun’s warming rays, producing drastic drops in temperature. Skeptics, such as Russell Seitz, acknowledged that even with the new, smaller warheads, a nuclear exchange would have fearsome consequences, but argued effectively that the dangers were dramatically exaggerated. The nuke scare nevertheless received major backing from the liberal press. Nuclear-winter doomsayers placed their hopes, variously, in an unverifiable nuclear-weapons “freeze,” American unilateral disarmament, or assigning control of nuclear weapons to international bodies. Back in the real world, nuclear fears eventually faded with Ronald Reagan’s Cold War successes.
The third wave, which has been building for decades, is the campaign against global warming. The global-warming argument relied on the claim, effectively promoted by former vice president Al Gore, that the rapid growth of carbon dioxide in the atmosphere was producing an unprecedented rise in temperatures. This rise was summarized in the now-notorious “hockey stick” graph, which supposedly showed that temperatures had been steady from roughly ad 1000 to 1900 but had sharply increased from 1900 on, thanks to industrialization. Brandishing the graph, the UN’s Intergovernmental Panel on Climate Change predicted that the first decade of the twenty-first century would be even warmer. As it turned out, temperatures were essentially flat, and the entire global-warming argument came under increasing scrutiny. Skeptics pointed out that temperatures had repeatedly risen and fallen since ad 1000, describing, for instance, a “little ice age” between 1500 and 1850. The global-warming panic cooled further after a series of e-mails from East Anglia University’s Climatic Research Unit, showing apparent collusion among scientists to exaggerate warming data and repress contradictory information, was leaked.
As with the previous waves, politicized science played on liberal fears of progress: for Gore and his allies at the UN, only a global command-and-control economy that kept growth in check could stave off imminent catastrophe. The anti-progress mind-set was by then familiar ground for liberals. Back in the 1970s, environmentalist E. J. Mishan had proposed dramatic solutions to the growth dilemma. He suggested banning all international air travel so that only those with the time and money could get to the choice spots—thus reintroducing, in effect, the class system. Should this prove too radical, Mishan proposed banning air travel “to a wide variety of mountain, lake and coastal resorts, and to a selection of some islands from the many scattered about the globe; and within such areas also to abolish all motorised traffic.” Echoing John Stuart Mill’s mid-nineteenth-century call for a “stationary state” without economic growth, Mishan argued that “regions may be set aside for the true nature lover who is willing to make his pilgrimage by boat and willing leisurely to explore islands, valleys, bays, woodlands, on foot or on horseback.”
As such proposals indicate, American liberalism has remarkably come to resemble nineteenth-century British Tory Radicalism, an aristocratic sensibility that combined strong support for centralized monarchical power with a paternalistic concern for the poor. Its enemies were the middle classes and the aesthetic ugliness it associated with an industrial economy powered by bourgeois energies. For instance, John Ruskin, a leading nineteenth-century Tory Radical and a proponent of handicrafts, declaimed against “ilth,” a negative version of wealth produced by manufacturing.
Like the Tory Radicals, today’s liberal gentry see the untamed middle classes as the true enemy. “Environmentalism offered the extraordinary opportunity to combine the qualities of virtue and selfishness,” wrote William Tucker in a groundbreaking 1977 Harper’s article on the opposition to construction of the Storm King power plant along New York’s Hudson River. Tucker described the extraordinary sight of a fleet of yachts—including one piloted by the old Stalinist singer Pete Seeger—sailing up and down the Hudson in protest. What Tucker tellingly described as the environmentalists’ “aristocratic” vision called for a stratified, terraced society in which the knowing ones would order society for the rest of us. Touring American campuses in the mid-1970s, Norman Macrae of The Economist was shocked “to hear so many supposedly left-wing young Americans who still thought they were expressing an entirely new and progressive philosophy as they mouthed the same prejudices as Trollope’s 19th century Tory squires: attacking any further expansion of industry and commerce as impossibly vulgar, because ecologically unfair to their pheasants and wild ducks.”
Neither the failure of the environmental apocalypse to arrive nor the steady improvement in environmental conditions over the last 40 years has dampened the ardor of those eager to make hair shirts for others to wear. The call for political coercion as a path back to Ruskin’s and Mishan’s small-is-beautiful world is still with us. Radical environmentalists’ Tory disdain for democracy and for the habits of their inferiors remains undiminished. True to its late-1960s origins, political environmentalism in America gravitates toward both bureaucrats and hippies: toward a global, big-brother government that will keep the middle classes in line and toward a back-to-the-earth, peasantlike localism, imposed on others but presenting no threat to the elites’ comfortable lives. How ironic that these gentry liberals—progressives against progress—turn out to resemble nothing so much as nineteenth-century conservatives.
Fred Siegel is a contributing editor of City Journal, a senior fellow at the Manhattan Institute, and a scholar in residence at St. Francis College in Brooklyn.
Mais um malthusiano catastrofista: a proxima fome mundial...
As teses são conhecidas: o planeta (na verdade sua parte pobre) produz muita gente e eles vão morrer de fome.
Essas teses já foram derrotadas no passado e o serão novamente. Não impede que, no intervalo, pessoas ganhem dinheiro e façam sucesso anunciando a velha história de que "o fim está próximo". Mais um...
Paulo Roberto de Almeida
Books of The Times
Seeing a Time (Soon) When We’ll All Be Dieting
By MARK BITTMAN
The New York Times Book Review, August 24, 2010
THE COMING FAMINE
The Global Food Crisis and What We Can Do to Avoid It
By Julian Cribb
248 pages. University of California Press. $24.95.
Fifty years ago, a billion people were undernourished or starving; the number is about the same today. That’s actually progress, since a billion represented a third of the human race then, and “only” a sixth now.
Today we have another worry: roughly the same number of people eat too much. But, says Julian Cribb, a veteran science journalist from Australia, “The era of cheap, abundant food is over.”
Like many other experts, he argues that we have passed the peak of oil production, and it’s all downhill from now on. He then presents evidence that we have passed the peaks for water, fertilizer and land, and that we will all soon be made painfully aware that we have passed it for food, as wealthy nations experience shortages and rising prices, and poorer ones starve.
Much of “The Coming Famine” builds an argument that we’ve jumped off a cliff and that global chaos — a tidal wave of people fleeing their own countries for wherever they can find food — is all but guaranteed. The rest of the book concentrates on catching an outcropping of rock with a finger and scrambling back up. The writing is neither personality-filled nor especially fluid, but the sheer number of terrifying facts makes the book gripping.
Arguments that overpopulation will lead to famine or worse are nothing new, of course; in the early 19th century the Rev. Thomas Malthus contended that the human march toward progress would be derailed by a cycle of overpopulation that led to shortages and misery. And of the many who’ve followed in the Malthusian tradition, none have been correct: overpopulation has caused problems, but, as noted above, the percentage of people starving has actually declined.
Mr. Cribb is reporting on the fate of a planet whose resources have, in the last 200 years, been carelessly, even ruthlessly exploited for the benefit of the minority. Now that the majority is beginning to demand — or at least crave — the same kind of existence, it’s clear that, population boom or not, there simply isn’t enough of the Euro-American way of life to go around.
And while there is a sky-is-falling tone to his relatively brief (just over 200 pages) thesis — if it doesn’t make you restock your survivalist shelter with another hundred pounds of rice and beans — the book does offer sensible ways to help alleviate the “global feeding frenzy.”
Climate change, of course, is an important piece of Mr. Cribb’s puzzle, as are overexploitation of the sea and natural resources, overuse of chemical fertilizer, reliance on fossil fuels, protectionism, subsidies, biofuels, waste and other factors.
Most important are what he calls “the two elephants in the kitchen”: population growth and overconsumption. A projected 33 percent growth in population in the next 20 years, combined with increased consumption of meat as the global middle class grows larger, means that food production must grow by at least 50 percent in that same period.
Livestock is a major problem: the grain fed to American animals alone is enough to feed those billion hungry people. But what about the next couple of billion? Production, says Mr. Cribb, is headed in the wrong direction. Grain stockpiles shrank in the last decade, and the amount of available water for each human is plummeting. Yet to produce more food, we need more water; to produce more meat, we need much more water.
We also need more land, as much as “two more North Americas” to produce the fodder needed to meet projected demand. Yet existing land is being degraded by a variety of factors. (Mr. Cribb provides a nicely horrifying quote from some older Chinese farmers: “When we were young, we had trouble seeing the cattle in the grassland. Now we can see the mice.”)
In the decades following World War II, new technologies helped to increase sharply the worldwide agricultural yield. Mr. Cribb contends that were research adequately financed, a second such Green Revolution, with its own amazing discoveries, might be right around the corner. But the current meager financing picture diminishes that likelihood.
One of the book’s more interesting discussions is a comparison of organic and industrial farming. Mr. Cribb sees this as “a philosophical divide the world, in its present state, can ill afford,” and suggests that each camp draw lessons from the other to form a new kind of agriculture. Yet for the most part he comes down on the side of organic, or at least small-share farming, pointing out that entire countries support themselves without resorting to industrial farming.
If there is a way out of the morass, rationality and fairness will be its basis, and here Mr. Cribb is impassioned, even inspiring. He would have society mandate food and waste composting (waste should not be wasted); eliminate subsidies to the biggest agriculture companies; and finance research for new technology. (Big Food, he believes, should be compelled to contribute to this. Bravo.)
He proposes subsidizing small farms for their stewardship of the earth, and paying them fairer prices for production; taxing food to reflect its true costs to the environment; regulating practices that counter sustainability and rewarding those that promote it; and educating the public about the true costs of food. “An entire year of primary schooling” should be devoted to the importance of growing and eating food, he suggests.
Few experts without vested interests in corporate agriculture would disagree with any of this, though little progress is being made. Individuals, however, can make helpful changes more quickly. Dietary change is primary, and can be as simple as eating a salad instead of a cheeseburger and an apple instead of a bag of chips. Waste less food. Compost. Garden, even if (or especially if) you live in a city. Choose sustainable food, including fish. And so on.
None of these practices will matter much unless they’re adopted worldwide. “Even if North Americans and Europeans halved their meat and dairy consumption,” Mr. Cribb writes, “the saving could be completely swamped by the demand from six hundred million newly affluent Indian and Chinese consumers.”
Yet Mr. Cribb is not hopeless; he predicts that we’ll eventually “unlock new insights capable of making profound gains in food production and sustainability on a par with those of the Green Revolution.”
But finding a sustainable farming system is “perhaps the greatest challenge ever faced in the ten thousand years since agriculture began,” he writes. If the challenge is not met, we’re going to be reading scarier books than this one.
Mark Bittman, who writes “The Minimalist” column for The Times, is the author of the forthcoming “Food Matters Cookbook.”
A version of this review appeared in print on August 25, 2010, on page C2 of the New York edition.
Excerpt: ‘The Coming Famine’ (August 25, 2010)
‘The Coming Famine’
By JULIAN CRIBB
What Food Crisis?
Lo que separa la civilización de la anarquía son solo siete comidas. (Civilization and anarchy are only seven meals apart.)
—Spanish proverb
Digging into a mountain of caviar, sea urchin roe, succulent Kyoto beef, rare conger eels, truffles, and fine champagne, the leaders of the world’s richest and most powerful countries shook their heads over soaring grocery prices in the developed world and spreading hunger in Africa, India, and Asia. Over an eighteen-course banquet prepared for them by sixty chefs, the eight global potentates declared, “We are deeply concerned that the steep rise in global food prices coupled with availability problems in a number of developing countries is threatening global food security. The negative impacts of this recent trend could push millions more back into poverty.”
This statement, which followed the July 2008 meeting of the G8 (Group of Eight) nations in Hokkaido, Japan, was revelatory in several ways. The leaders of France, the United States, Rus sia, Britain, Germany, Canada, Italy, and Japan seemed bemused by the sudden emergence of the specter of food scarcity after de cades of apparent abundance and cheap prices. This was a problem they clearly thought had been fixed.
Concealed within their response were embarrassing admissions. First, in urging major increases in global food aid, the leaders appeared to tacitly concede that wealthy countries had failed to fulfill their pledges to the United Nations’ Millennium Development Goals of 2000 to fight poverty. Second, in calling on the world to reverse declining support for agricultural development and research, they were implicitly confessing that they had let these deteriorate. Third, in demanding food security early warning systems, the G8 leaders effectively admitted that they had been caught unawares by the emerging food crisis — and didn’t like it. There are few things a politician likes less than an unforeseen development, so for good mea sure they backhanded the United Nations Food and Agriculture Or ga ni za tion (FAO), demanding its “thorough reform,” presumably for the sin of having failed to get their attention with its previous warnings.
The “Blessings of the Earth and the Sea Social Dinner” for the G8 leaders, hosted by the government of Japan, had more than a touch of the fall of the Roman Empire about it. The eight most powerful men on Earth and their partners regaled themselves on cornbread stuffed with caviar, smoked salmon, and sea urchin roe; hot onion tart and winter lily bulbs followed by kelp-flavored cold Kyoto beef with asparagus dressed with sesame cream; diced fatty tuna flesh with avocado, shiso, and jellied soy sauce; boiled clam, tomato, and shiso in jellied clear soup; water shield and pink conger dressed with a vinegary soy sauce; boiled prawn with jellied tosazu vinegar; grilled eel rolled in burdock; sweet potato; and fried and seasoned goby with soy sauce and sugar. This beginning was followed by a bisque of hairy crab and salt-grilled bighand thornyhead with vinegar-pepper sauce. The main course was poele of milk-fed lamb flavored with aromatic herbs and mustard, as well as roasted lamb with black truffle and pine seed oil sauce. This was followed by a special cheese selection with lavender honey and caramelized nuts, and then a whimsical “G8 fantasy dessert” and coffee with candied fruits and vegetables. The food was accompanied by Le Rêve grand cru/La Seule Gloire champagne; a sake wine, Isojiman Junmai Daiginjo Nakadori; Corton-Charlemagne 2005 (France); Ridge California Monte Bello 1997; and Tokaji Esszencia 1999 (Hungary). The cost of holding the G8 summit (five hundred million dollars) could have fed for a week the additional one hundred million people left hungry by the emerging food crisis.
With eloquent symbolism, this Petronian banquet made clear that the well-off part of humanity has largely forgotten what it is to go hungry and is awakening to an unpleasant shock: starvation and the wars, refugee crises, and collapse of nation-states that often accompany hunger have not been permanently banished after all. Indeed, they are once more at our doorstep. Food insecurity and its deadly consequences are again a pressing concern for every nation and each individual.
Despite the global food crisis of 2007–8, the coming famine hasn’t happened yet. It is a looming planetary emergency whose interlocked causes and deeper ramifications the world has barely begun to absorb, let alone come to grips with. Experts predict that the crisis will peak by the middle of the twenty-first century; it is arriving even faster than climate change. Yet there is still time to forestall catastrophe.
The first foreshocks were discernible soon after the turn of the millennium. In the years from 2001 to 2008 the world steadily consumed more grain that it produced, triggering rising prices, growing shortages, and even rationing and famine in poorer countries. The global stockpile of grain shrank from more than a hundred days’ supply of food to less than fifty days’. It was the difference between a comfortable surplus and alarming shortages in some countries; it was accompanied by soaring prices — and the resulting fury of ordinary citizens.
It was mainly this simple fact of each year consuming slightly more than we grew that panicked the long-quiescent grain markets, triggering a cycle of price increases that sent shockwaves through consumers in all countries, governments, and global institutions such as the United Nations, its FAO, and the World Bank. All of a sudden food security, having been off the po liti cal menu for de cades, was heading the bill of fare — not even to be entirely eclipsed by the spectacular crash of the world’s financial markets that followed soon afterward.
That the world was suddenly short of food — after almost a half century of abundance, extravagant variety, year-round availability, and the cheapest real food prices enjoyed by many consumers in the whole of human history — seemed unimaginable. On tele vi sion celebrity chefs extolled the virtue of devouring animals and plants increasingly rare in the wild; magazines larded their pages with mouth-watering recipes to tempt their overfed readers’ jaded appetites; food corporations churned out novel concoctions of salt, sugar, fat, emulsifier, extender, and dye; fast-food outlets disgorged floods of dubious nutrition to fatten an already overweight 1.4 billion people. And, in the third world, nearly fifteen thousand children continued to die quietly and painfully each day from hunger-related disease.
“A brutal convergence of events has hit an unprepared global market, and grain prices are sky high. The world’s poor suffer most,” stated the Washington Post. “The food price shock now roiling world markets is destabilizing governments, igniting street riots and threatening to send a new wave of hunger rippling through the world’s poorest nations. It is outpacing even the Soviet grain emergency of 1972–75, when world food prices rose 78 percent.” Between 2005 and 2008 food prices rose on average by 80 percent, according to the FAO.
“Rocketing food prices — some of which have more than doubled in two years — have sparked riots in numerous countries recently,” Time magazine reported. “Millions are reeling . . . and governments are scrambling to staunch a fast-moving crisis before it spins out of control. From Mexico to Pakistan, protests have turned violent.” Time attributed events to booming demand from newly affluent Chinese and Indian consumers, freak weather events that had reduced harvests, the spike in oil prices, and growth in the production of farm biofuels.
In early 2007, thousands of Mexicans turned out on the streets in protest over the “tortilla crisis” — savage increases in the cost of maize flour. Over the ensuing months food riots or public unrest over food prices were reported by media in Haiti, Malaysia, Indonesia, the Philippines, Bangladesh, India, Burkina Faso, Senegal, Cameroon, Morocco, Mauritania, Somalia, Ethiopia, Madagascar, Kenya, Egypt, Ivory Coast, Yemen, the United Arab Emirates, Mexico, and Zimbabwe. In Haiti riots forced the resignation of the prime minister and obliged the United Nations World Food Programme to provide emergency aid to 2.3 million people. The new government of Nepal tottered. Mexico announced plans to freeze the prices of 150 staple foods. The U.K. Guardian reported riots in fifteen countries; the New York Times and the World Bank both said thirty. The FAO declared that thirty-seven countries faced food crises due to conflict or disaster at the start of 2008, adding that 1.5 billion people living in degraded lands were at risk of starvation. The Economist magazine succinctly labeled it a “silent tsunami.”
The rhetoric reflected the sudden, adventitious nature of the crisis. “It is an apocalyptic warning,” pronounced Tim Costello, the Australian head of the aid agency World Vision. “Until recently we had plenty of food: the question was distribution. The truth is because of rising oil prices, global warming and the loss of arable land, all countries that can produce food now desperately need to produce more.”
“What we are witnessing is not a natural disaster — a silent tsunami or a perfect storm. It is a man-made catastrophe,” the World Bank group president Robert Zoellick advised the G8 leaders feasting in Japan. Major rice-growing countries, including India, Vietnam, China, and Cambodia, imposed export restrictions to curb rice price inflation at home. Malaysia, Singapore, Sri Lanka, and the Philippines began stockpiling grain while Pakistan and Rus sia raised wheat export taxes and Brazil, Indonesia, and Argentina imposed export restrictions. Guinea banned all food exports.
The panic reached a peak in Asia, where rice prices soared by almost 150 percent in barely a year. “Nobody has ever seen such a jump in the price of rice,” said sixty-eight-year-old Kwanchai Gomez, the executive director of the Thai Rice Foundation. Filipino fast-food outlets voluntarily reduced customer portions by half. In Thailand, thieves secretly stripped rice paddies by night to make a fast profit. India banned the export of all non-basmati rice, and Vietnam embargoed rice exports, period, sending Thai rice prices spiraling upward by 30 percent. The giant U.S. retailer Wal-Mart rationed rice sales to customers of its Sam’s Club chain, as did some British retailers. Such mea sures did little to quell the panic, which was originally touched off by a 50 percent drop in surplus rice stocks over the previous seven years. The International Rice Research Institute attributed the crisis to loss of land to industrialization and city sprawl, the growing demand for meat in China and India, and floods or bad weather in Indonesia, Bangladesh, Vietnam, China, and Burma.
By mid-2009, accelerated by the worldwide financial crash, thirtythree countries around the world were facing either “alarming” or “extremely alarming” food shortages, a billion people were eating less each day — and most of Earth’s citizens were feeling the pinch. Though food prices fell, alongside prices of stocks and most other commodities, in the subsequent months, they fell only a little — and then began to rise again.
What happened in 2008 wasn’t the coming famine of the twenty-first century, merely a premonition of what lies ahead. This will not be a single event, affecting all nations and peoples equally at all times, but in one way or another it will leave no person in the world untouched. The reemergence of food scarcity occurs after de cades of plenty, accompanied by the lowest real food prices for consumers in history. These bounteous years were the consequence of a food production miracle achieved by the world’s farmers and agricultural scientists from the 1960s on — a miracle of which the urbanized world of today seems largely oblivious and which we have forgotten to renew.
By the early twenty-first century, signs of complacency were in evidence. In 2003, a conference of the Consultative Group on International Agricultural Research in Nairobi was told, “According to the Food and Agriculture Or ga ni za tion of the United Nations, the number of foodinsecure people in developing countries fell from 920 million in 1980 to 799 million in 1999.” Even in the immediate aftermath of the 2008 food price spike, the FAO itself, along with the Or ga ni za tion for Economic Cooperation and Development, remarked, “the underlying forces that drive agricultural product supply (by and large productivity gains) will eventually outweigh the forces that determine stronger demand, both for food and feed as well as for industrial demand, most notably for biofuel production. Consequently, prices will resume their decline in real terms, though possibly not by quite as much as in the past.”
For some years, reassuring statements such as these had been repeatedly aired in the food policy, overseas aid, and research worlds. Unintentionally, food scientists and policy makers were sending a signal to governments and aid donors around the world that implied, “Relax. It’s under control. We’ve fixed the problem. Food is no longer critical.” Not surprisingly, aid donors rechanneled scarce funds to other urgent priorities — and growth in crop yields sagged as the world’s foot came off the scientific accelerator.
Many found the new crisis all the more mysterious for its apparent lack of an obvious trigger. Various culprits were pilloried by blameseeking politicians and media. Biofuels, after being talked up as one of the great hopes for combating climate change, quickly became a villain accused of “burning the food of the poor” and, from China to Britain, countries slammed the brakes on policies intended to encourage farmers to grow more “green fuel” from grain. According to the World Bank, biofuels could have caused as much as three-quarters of the hike in food prices. Equally to blame, according to other commentators, were oil prices, which had soared sixfold in the five years from mid-2003 to mid-2008 (although they fell again sharply as the global recession bit deep) with severe consequences for the cost of producing food, through their impact on farmer’s fuel, fertilizer, pesticide, and transportation costs. In developed countries the financial pain was high, but in developing nations it was agony: farmers simply could not afford to buy fertilizer and crop yields began to slip. In Thailand rice farmers quietly parked their new but unaffordable tractors in their sheds and went back to plowing with buffalo; buffalo breeders experienced a bonanza. “Energy and agricultural prices have become increasingly intertwined,” commented Joachim von Braun, the head of the International Food Policy Research Institute. “High energy prices have made agricultural production more expensive by raising the cost of cultivation, inputs — especially fertilizers and irrigation — and transportation of inputs and outputs. In poor countries, this hinders production response to high output prices. The main new link between energy and agricultural prices, however, is the competition of grain and oilseed land for feed and food, versus their use for bio energy.”
Speculators, fleeing crumbling financial markets and discovering an unlikely haven in booming agricultural commodities, were a favorite target of media ire: “Food was becoming the new gold. Investors fleeing Wall Street’s mortgage-related strife plowed hundreds of millions of dollars into grain futures, driving prices up even more. By Christmas (2007), a global panic was building,” reported the Washington Post. In developing nations, traders and grain dealers were accused of buying up surplus stocks and hoarding them to drive the prices higher still. In the Philippines the government threatened hoarders with charges of economic sabotage and sent armed soldiers to supervise the distribution of subsidized grain. Retirement and hedge funds, casting about for something to invest in that wasn’t going to hell in a handbasket, also jumped on farm commodities and even agribusiness enterprises — areas such investors traditionally shun.
Many saw the crisis as simply a result of the growth of human population, the inexorable climb from 3 billion people in 1960 to 6.8 billion by 2008 — the hundred million more mouths we have to feed in each succeeding year. Others ascribed it chiefly to burgeoning appetites in China and India, which had in a matter of five years or so together added the consumer equivalent of Eu rope to global demand for food as their emergent middle classes indulged in the delights of diets containing far more meat, poultry, dairy, and fish than ever before. In China, meat consumption trebled in less than fifteen years, requiring a tenfold increase in the grain needed to feed the animals and fish. One way to visualize the issue is that growth in global food production of 1–1.5 percent a year has more or less kept pace with growth in population — but has fallen short of meeting the growth in demand. One explanation for this is that farmers around the world have not responded by increasing the area of land they plant and harvest or raising their crop yields so rapidly as in the past. The big question is: why?
Some blamed the weather. Portentously, many were quick to discern the looming shadow of climate change in the run of droughts, floods, and other natural mishaps that had disrupted global farm production across most continents in recent years. In eastern Australia a ten-year drought slashed grain production and all but obliterated the rice industry; the unpre ce dented draining of Australia’s food bowl, the Murray-Darling Basin, threatened to eliminate fruit, vegetable, and livestock industries reliant on irrigation. Similar hardship faced producers across sub-Sahelian Africa. Floods in China and along the Mississippi River wreaked local havoc with grain production. In Burma, Cyclone Nargis flattened the Irawaddy Delta rice crop, propelling Asian prices into a fresh spiral. Heat waves in California and torrential rains in India added to perceptions — heightened by media reportage — that the climate was running amok.
Other commentators sought villains among the world’s governments, blaming protectionism and hidden trade barriers, farm subsidies, food price controls or taxes, environmental and health restrictions, the ensnaring of farmers in snarls of red tape, along with the perennial failure of trade negotiators to open up global trade in agricultural products. Supermarkets and globalization of the food trade came in for flak, especially from the po liti cal left and from farmers themselves, for driving down farm commodity prices and thus discouraging growers from increasing production. Economic observers read the crisis as primarily due to weaker growth in food production at a time of strong growth in consumer demand, especially in China and India and among affluent populations worldwide.
The Green Revolution, whose technologies had delivered the last great surge in global food production in the 1970s and 1980s seemed to be fizzling out, a view supported by the disturbing slide in crop yield advances. Yields of the major crops of wheat, maize, and rice had once increased by as much as 5 and even 10 percent a year — now they were increasing by 1 percent or nothing at all. In the overheated economy of the early twenty-first century, farm costs had soared along with oil prices, hindering farmers from adopting newer, but costlier and more energyintensive, technologies. In advanced countries, some scientists whispered, we might actually be approaching the physical limits of the ability of plants to turn sunlight into edible food.
In the general hunt for someone to blame for the short-term food crisis, a more profound truth was being obscured — that the challenge is far deeper, longer-term, and more intractable than most people, and certainly most governments, understand. It stems from the magnifying and interacting constraints on food production generated as civilization presses harder against the finite bounds of the planet’s natural resources, combined with human appetites that seem to know no bounds.
This challenge is more pressing even than climate change. A climate crisis may emerge over de cades. A food crisis can explode within weeks — and kill within days. But the two are also interlocked. “If the world were to experience a year of bad weather similar to that experienced in 1972, the current ‘food crisis’ would pale in comparison to the crisis that would arise as a result. This should be taken as a warning that advance planning ought to be done if total chaos is to be avoided,” observes the resource analyst Bruce Sundquist.
The character of human conflict has also changed: since the early 1990s, more wars have been triggered by disputes over food, land, and water than over mere po liti cal or ethnic differences. This should not surprise us: people have fought over the means of survival for most of history. But in the abbreviated reports on the nightly media, and even in the rarefied realms of government policy, the focus is almost invariably on the players — the warring national, ethnic, or religious factions — rather than on the play, the deeper subplots building the tensions that ignite conflict. Caught up in these are groups of ordinary, desperate people fearful that there is no longer sufficient food, land, and water to feed their children — and believing that they must fight “the others” to secure them. At the same time, the number of refugees in the world doubled, many of them escaping from conflicts and famines precipitated by food and resource shortages. Governments in troubled regions tottered and fell.
The coming famine is planetary because it involves both the immediate effects of hunger on directly affected populations in heavily populated regions of the world in the next forty years — and also the impacts of war, government failure, refugee crises, shortages, and food price spikes that will affect all human beings, no matter who they are or where they live. It is an emergency because unless it is solved, billions will experience great hardship, and not only in the poorer regions. Mike Murphy, one of the world’s most progressive dairy farmers, with operations in Ireland, New Zealand, and North and South America, succinctly summed it all up: “Global warming gets all the publicity but the real imminent threat to the human race is starvation on a massive scale. Taking a 10–30 year view, I believe that food shortages, famine and huge social unrest are probably the greatest threat the human race has ever faced. I believe future food shortages are a far bigger world threat than global warming.”
The coming famine is also complex, because it is driven not by one or two, or even a half dozen, factors but rather by the confluence of many large and profoundly intractable causes that tend to amplify one another. This means that it cannot easily be remedied by “silver bullets” in the form of technology, subsidies, or single-country policy changes, because of the synergetic character of the things that power it.
To see where the answers may lie, we need to explore each of the main drivers. On the demand side the chief drivers are:
Population. Although the rate of growth in human numbers is slowing, the present upward trend of 1.5 percent (one hundred million more people) per year points to a population of around 9.2 billion in 2050 — 3 billion more than in 2000. Most of this expansion will take place in poorer countries and in tropical/subtropical regions. In countries where birth rates are falling, governments are bribing their citizens with subsidies to have more babies in an effort to address the age imbalance.
Consumer demand. The first thing people do as they climb out of poverty is to improve their diet. Demand for protein foods such as meat, milk, fish, and eggs from consumers with better incomes, mainly in India and China but also in Southeast Asia and Latin America, is rising rapidly. This in turn requires vastly more grain to feed the animals and fish. Overfed rich societies continue to gain weight. The average citizen of Planet Earth eats one-fifth more calories than he or she did in the 1960s — a “food footprint” growing larger by the day.
Population and demand. This combination of population growth with expansion in consumer demand indicates a global requirement for food by 2050 that will be around 70–100 percent larger than it is today. Population and demand are together rising at about 2 percent a year, whereas food output is now increasing at only about 1 percent a year.
These demand-side factors could probably be satisfied by the world adopting tactics similar to those of the 1960s, when the Green Revolution in farming technology was launched, were it not for the many constraints on the supply side that are now emerging to hinder or prevent such a solution:
Water crisis. Put simply, civilization is running out of freshwater. Farmers presently use about 70 percent of the world’s readily available freshwater to grow food. However, increasingly megacities, with their huge thirst for water for use in homes, industry, and waste disposal, are competing with farmers for this finite resource and, by 2050, these uses could swallow half or more of the world’s available freshwater at a time when many rivers, lakes, and aquifers will be drying up. Unless major new sources or savings are found, farmers will have about half of the world’s currently available freshwater with which to grow twice the food.
Land scarcity. The world is running out of good farmland. A quarter of all land is now so degraded that it is scarcely capable of yielding food. At the same time, cities are sprawling, smothering the world’s most fertile soil in concrete and asphalt, while their occupants fan out in search of cheap land for recreation that diverts the best food-producing areas from agriculture. A third category of land is poisoned by toxic industrial pollution. Much former urban food production has now ceased. The emerging global dearth of good farmland represents another severe limit on increasing food production.
Nutrient losses. Civilization is hemorrhaging nutrients — substances essential to all life. Annual losses in soil erosion alone probably exceed all the nutrients applied as fertilizer worldwide. The world’s finite nutrient supplies may already have peaked. Half the fertilizer being used is wasted. In most societies, up to half the food produced is trashed or lost; so too are most of the nutrients in urban waste streams. The global nutrient cycle, which has sustained humanity throughout our history, has broken down.
Energy dilemma. Advanced farming depends entirely on fossil fuels, which are likely to become very scarce and costly within a generation. At present farmers have few alternative means of producing food other than to grow fuel on their farms — which will reduce food output by 10–20 percent. Many farmers respond to higher costs simply by using less fertilizer or fuel — and so cutting yields. Driven by high energy prices and concerns about climate change, the world is likely to burn around 400 million tonnes (441 million U.S. tons) of grain as biofuels by 2020 — the equivalent of the entire global rice harvest.
Oceans. Marine scientists have warned that ocean fish catches could collapse by the 2040s due to overexploitation of wild stocks. Coral reefs — whose fish help feed about five hundred million people — face decimation under global warming. The world’s oceans are slowly acidifying as carbon dioxide from the burning of fossil fuels dissolves out of the atmosphere, threatening ocean food chains. Fish farms are struggling with pollution and sediment runoff from the land. The inability of the fish sector to meet its share of a doubling in world food demand will throw a heavier burden onto land-based meat industries.
Technology. For three de cades the main engine of the modern food miracle, the international scientific research that boosted crop yields, has been neglected, leading to a decline in productivity gains. Farmers worldwide are heading into a major technology pothole, with less new knowledge available in the medium run to help them to increase output.
Climate. The climate is changing: up to half the planet may face regular drought by the end of the century. “Unnatural disasters” — storms, floods, droughts, and sea-level rise — are predicted to become more frequent and intense, with adventitious impacts on food security, refugee waves, and conflict.
Economics, politics, and trade. Trade barriers and farm subsidies continue to distort world markets, sending the wrong price signals to farmers and discouraging investment in agriculture and its science. The globalization of food has helped drive down prices received by farmers. Speculators have destabilized commodity markets, making it riskier for farmers to make production decisions. Some countries discourage or ban food exports and others tax them, adding to food insecurity. Others pay their farmers to grow fuel instead of food. A sprawling web of health, labor, and environmental regulation is limiting farmers’ freedom to farm.
The collapse in world economic conditions in late 2008 and 2009 has changed the prices of many things, including land, food, fuel, and fertilizer — but has not altered the fact that demand for food continues to grow while limits on its production multiply. Indeed, the economic crash exacerbated hunger among the world’s poor, and has not altered the fundamentals of climate change, water scarcity, population growth, land degradation, or nutrient or oil depletion.
In early 2009 a report by Chatham House, a think tank focused on international affairs, observed that a lower food price “does not mean that policy-makers around the world can start to breathe a sigh of relief. . . . [E]ven at their somewhat diminished levels current prices remain acutely problematic for low-income import-dependent countries and for poor people all over the world. The World Bank estimates that higher food prices have increased the number of undernourished people by as much as 100 million from its pre-price-spike level of 850 million.”
In the medium and longer term, the report warned, food prices were poised to rise again. “Although many policy-makers have taken a degree of comfort from a recent OECD-FAO report on the world’s agricultural outlook to 2017 . . . the report largely overlooked the potential impact of long-term resource scarcity trends, notably climate change, energy security and falling water availability.”
To sum it all up, the challenge facing the world’s 1.8 billion women and men who grow our food is to double their output of food — using far less water, less land, less energy, and less fertilizer. They must accomplish this on low and uncertain returns, with less new technology available, amid more red tape, economic disincentives, and corrupted markets, and in the teeth of spreading drought. Achieving this will require something not far short of a miracle.
Yet humans have done it before and, resilient species that we are, we can do it again. This time, however, it won’t just be a problem for farmers, scientists, and policy makers. It will be a challenge involving every single one of us, in our daily lives, our habits, and our influence at the ballot box and at the supermarket.
It will be the greatest test of our global humanity and our wisdom we have yet faced.
From "The Coming Famine" by Julian Cribb, published by the University of California Press, 2010. Excerpt courtesy of the University of California Press.
Essas teses já foram derrotadas no passado e o serão novamente. Não impede que, no intervalo, pessoas ganhem dinheiro e façam sucesso anunciando a velha história de que "o fim está próximo". Mais um...
Paulo Roberto de Almeida
Books of The Times
Seeing a Time (Soon) When We’ll All Be Dieting
By MARK BITTMAN
The New York Times Book Review, August 24, 2010
THE COMING FAMINE
The Global Food Crisis and What We Can Do to Avoid It
By Julian Cribb
248 pages. University of California Press. $24.95.
Fifty years ago, a billion people were undernourished or starving; the number is about the same today. That’s actually progress, since a billion represented a third of the human race then, and “only” a sixth now.
Today we have another worry: roughly the same number of people eat too much. But, says Julian Cribb, a veteran science journalist from Australia, “The era of cheap, abundant food is over.”
Like many other experts, he argues that we have passed the peak of oil production, and it’s all downhill from now on. He then presents evidence that we have passed the peaks for water, fertilizer and land, and that we will all soon be made painfully aware that we have passed it for food, as wealthy nations experience shortages and rising prices, and poorer ones starve.
Much of “The Coming Famine” builds an argument that we’ve jumped off a cliff and that global chaos — a tidal wave of people fleeing their own countries for wherever they can find food — is all but guaranteed. The rest of the book concentrates on catching an outcropping of rock with a finger and scrambling back up. The writing is neither personality-filled nor especially fluid, but the sheer number of terrifying facts makes the book gripping.
Arguments that overpopulation will lead to famine or worse are nothing new, of course; in the early 19th century the Rev. Thomas Malthus contended that the human march toward progress would be derailed by a cycle of overpopulation that led to shortages and misery. And of the many who’ve followed in the Malthusian tradition, none have been correct: overpopulation has caused problems, but, as noted above, the percentage of people starving has actually declined.
Mr. Cribb is reporting on the fate of a planet whose resources have, in the last 200 years, been carelessly, even ruthlessly exploited for the benefit of the minority. Now that the majority is beginning to demand — or at least crave — the same kind of existence, it’s clear that, population boom or not, there simply isn’t enough of the Euro-American way of life to go around.
And while there is a sky-is-falling tone to his relatively brief (just over 200 pages) thesis — if it doesn’t make you restock your survivalist shelter with another hundred pounds of rice and beans — the book does offer sensible ways to help alleviate the “global feeding frenzy.”
Climate change, of course, is an important piece of Mr. Cribb’s puzzle, as are overexploitation of the sea and natural resources, overuse of chemical fertilizer, reliance on fossil fuels, protectionism, subsidies, biofuels, waste and other factors.
Most important are what he calls “the two elephants in the kitchen”: population growth and overconsumption. A projected 33 percent growth in population in the next 20 years, combined with increased consumption of meat as the global middle class grows larger, means that food production must grow by at least 50 percent in that same period.
Livestock is a major problem: the grain fed to American animals alone is enough to feed those billion hungry people. But what about the next couple of billion? Production, says Mr. Cribb, is headed in the wrong direction. Grain stockpiles shrank in the last decade, and the amount of available water for each human is plummeting. Yet to produce more food, we need more water; to produce more meat, we need much more water.
We also need more land, as much as “two more North Americas” to produce the fodder needed to meet projected demand. Yet existing land is being degraded by a variety of factors. (Mr. Cribb provides a nicely horrifying quote from some older Chinese farmers: “When we were young, we had trouble seeing the cattle in the grassland. Now we can see the mice.”)
In the decades following World War II, new technologies helped to increase sharply the worldwide agricultural yield. Mr. Cribb contends that were research adequately financed, a second such Green Revolution, with its own amazing discoveries, might be right around the corner. But the current meager financing picture diminishes that likelihood.
One of the book’s more interesting discussions is a comparison of organic and industrial farming. Mr. Cribb sees this as “a philosophical divide the world, in its present state, can ill afford,” and suggests that each camp draw lessons from the other to form a new kind of agriculture. Yet for the most part he comes down on the side of organic, or at least small-share farming, pointing out that entire countries support themselves without resorting to industrial farming.
If there is a way out of the morass, rationality and fairness will be its basis, and here Mr. Cribb is impassioned, even inspiring. He would have society mandate food and waste composting (waste should not be wasted); eliminate subsidies to the biggest agriculture companies; and finance research for new technology. (Big Food, he believes, should be compelled to contribute to this. Bravo.)
He proposes subsidizing small farms for their stewardship of the earth, and paying them fairer prices for production; taxing food to reflect its true costs to the environment; regulating practices that counter sustainability and rewarding those that promote it; and educating the public about the true costs of food. “An entire year of primary schooling” should be devoted to the importance of growing and eating food, he suggests.
Few experts without vested interests in corporate agriculture would disagree with any of this, though little progress is being made. Individuals, however, can make helpful changes more quickly. Dietary change is primary, and can be as simple as eating a salad instead of a cheeseburger and an apple instead of a bag of chips. Waste less food. Compost. Garden, even if (or especially if) you live in a city. Choose sustainable food, including fish. And so on.
None of these practices will matter much unless they’re adopted worldwide. “Even if North Americans and Europeans halved their meat and dairy consumption,” Mr. Cribb writes, “the saving could be completely swamped by the demand from six hundred million newly affluent Indian and Chinese consumers.”
Yet Mr. Cribb is not hopeless; he predicts that we’ll eventually “unlock new insights capable of making profound gains in food production and sustainability on a par with those of the Green Revolution.”
But finding a sustainable farming system is “perhaps the greatest challenge ever faced in the ten thousand years since agriculture began,” he writes. If the challenge is not met, we’re going to be reading scarier books than this one.
Mark Bittman, who writes “The Minimalist” column for The Times, is the author of the forthcoming “Food Matters Cookbook.”
A version of this review appeared in print on August 25, 2010, on page C2 of the New York edition.
Excerpt: ‘The Coming Famine’ (August 25, 2010)
‘The Coming Famine’
By JULIAN CRIBB
What Food Crisis?
Lo que separa la civilización de la anarquía son solo siete comidas. (Civilization and anarchy are only seven meals apart.)
—Spanish proverb
Digging into a mountain of caviar, sea urchin roe, succulent Kyoto beef, rare conger eels, truffles, and fine champagne, the leaders of the world’s richest and most powerful countries shook their heads over soaring grocery prices in the developed world and spreading hunger in Africa, India, and Asia. Over an eighteen-course banquet prepared for them by sixty chefs, the eight global potentates declared, “We are deeply concerned that the steep rise in global food prices coupled with availability problems in a number of developing countries is threatening global food security. The negative impacts of this recent trend could push millions more back into poverty.”
This statement, which followed the July 2008 meeting of the G8 (Group of Eight) nations in Hokkaido, Japan, was revelatory in several ways. The leaders of France, the United States, Rus sia, Britain, Germany, Canada, Italy, and Japan seemed bemused by the sudden emergence of the specter of food scarcity after de cades of apparent abundance and cheap prices. This was a problem they clearly thought had been fixed.
Concealed within their response were embarrassing admissions. First, in urging major increases in global food aid, the leaders appeared to tacitly concede that wealthy countries had failed to fulfill their pledges to the United Nations’ Millennium Development Goals of 2000 to fight poverty. Second, in calling on the world to reverse declining support for agricultural development and research, they were implicitly confessing that they had let these deteriorate. Third, in demanding food security early warning systems, the G8 leaders effectively admitted that they had been caught unawares by the emerging food crisis — and didn’t like it. There are few things a politician likes less than an unforeseen development, so for good mea sure they backhanded the United Nations Food and Agriculture Or ga ni za tion (FAO), demanding its “thorough reform,” presumably for the sin of having failed to get their attention with its previous warnings.
The “Blessings of the Earth and the Sea Social Dinner” for the G8 leaders, hosted by the government of Japan, had more than a touch of the fall of the Roman Empire about it. The eight most powerful men on Earth and their partners regaled themselves on cornbread stuffed with caviar, smoked salmon, and sea urchin roe; hot onion tart and winter lily bulbs followed by kelp-flavored cold Kyoto beef with asparagus dressed with sesame cream; diced fatty tuna flesh with avocado, shiso, and jellied soy sauce; boiled clam, tomato, and shiso in jellied clear soup; water shield and pink conger dressed with a vinegary soy sauce; boiled prawn with jellied tosazu vinegar; grilled eel rolled in burdock; sweet potato; and fried and seasoned goby with soy sauce and sugar. This beginning was followed by a bisque of hairy crab and salt-grilled bighand thornyhead with vinegar-pepper sauce. The main course was poele of milk-fed lamb flavored with aromatic herbs and mustard, as well as roasted lamb with black truffle and pine seed oil sauce. This was followed by a special cheese selection with lavender honey and caramelized nuts, and then a whimsical “G8 fantasy dessert” and coffee with candied fruits and vegetables. The food was accompanied by Le Rêve grand cru/La Seule Gloire champagne; a sake wine, Isojiman Junmai Daiginjo Nakadori; Corton-Charlemagne 2005 (France); Ridge California Monte Bello 1997; and Tokaji Esszencia 1999 (Hungary). The cost of holding the G8 summit (five hundred million dollars) could have fed for a week the additional one hundred million people left hungry by the emerging food crisis.
With eloquent symbolism, this Petronian banquet made clear that the well-off part of humanity has largely forgotten what it is to go hungry and is awakening to an unpleasant shock: starvation and the wars, refugee crises, and collapse of nation-states that often accompany hunger have not been permanently banished after all. Indeed, they are once more at our doorstep. Food insecurity and its deadly consequences are again a pressing concern for every nation and each individual.
Despite the global food crisis of 2007–8, the coming famine hasn’t happened yet. It is a looming planetary emergency whose interlocked causes and deeper ramifications the world has barely begun to absorb, let alone come to grips with. Experts predict that the crisis will peak by the middle of the twenty-first century; it is arriving even faster than climate change. Yet there is still time to forestall catastrophe.
The first foreshocks were discernible soon after the turn of the millennium. In the years from 2001 to 2008 the world steadily consumed more grain that it produced, triggering rising prices, growing shortages, and even rationing and famine in poorer countries. The global stockpile of grain shrank from more than a hundred days’ supply of food to less than fifty days’. It was the difference between a comfortable surplus and alarming shortages in some countries; it was accompanied by soaring prices — and the resulting fury of ordinary citizens.
It was mainly this simple fact of each year consuming slightly more than we grew that panicked the long-quiescent grain markets, triggering a cycle of price increases that sent shockwaves through consumers in all countries, governments, and global institutions such as the United Nations, its FAO, and the World Bank. All of a sudden food security, having been off the po liti cal menu for de cades, was heading the bill of fare — not even to be entirely eclipsed by the spectacular crash of the world’s financial markets that followed soon afterward.
That the world was suddenly short of food — after almost a half century of abundance, extravagant variety, year-round availability, and the cheapest real food prices enjoyed by many consumers in the whole of human history — seemed unimaginable. On tele vi sion celebrity chefs extolled the virtue of devouring animals and plants increasingly rare in the wild; magazines larded their pages with mouth-watering recipes to tempt their overfed readers’ jaded appetites; food corporations churned out novel concoctions of salt, sugar, fat, emulsifier, extender, and dye; fast-food outlets disgorged floods of dubious nutrition to fatten an already overweight 1.4 billion people. And, in the third world, nearly fifteen thousand children continued to die quietly and painfully each day from hunger-related disease.
“A brutal convergence of events has hit an unprepared global market, and grain prices are sky high. The world’s poor suffer most,” stated the Washington Post. “The food price shock now roiling world markets is destabilizing governments, igniting street riots and threatening to send a new wave of hunger rippling through the world’s poorest nations. It is outpacing even the Soviet grain emergency of 1972–75, when world food prices rose 78 percent.” Between 2005 and 2008 food prices rose on average by 80 percent, according to the FAO.
“Rocketing food prices — some of which have more than doubled in two years — have sparked riots in numerous countries recently,” Time magazine reported. “Millions are reeling . . . and governments are scrambling to staunch a fast-moving crisis before it spins out of control. From Mexico to Pakistan, protests have turned violent.” Time attributed events to booming demand from newly affluent Chinese and Indian consumers, freak weather events that had reduced harvests, the spike in oil prices, and growth in the production of farm biofuels.
In early 2007, thousands of Mexicans turned out on the streets in protest over the “tortilla crisis” — savage increases in the cost of maize flour. Over the ensuing months food riots or public unrest over food prices were reported by media in Haiti, Malaysia, Indonesia, the Philippines, Bangladesh, India, Burkina Faso, Senegal, Cameroon, Morocco, Mauritania, Somalia, Ethiopia, Madagascar, Kenya, Egypt, Ivory Coast, Yemen, the United Arab Emirates, Mexico, and Zimbabwe. In Haiti riots forced the resignation of the prime minister and obliged the United Nations World Food Programme to provide emergency aid to 2.3 million people. The new government of Nepal tottered. Mexico announced plans to freeze the prices of 150 staple foods. The U.K. Guardian reported riots in fifteen countries; the New York Times and the World Bank both said thirty. The FAO declared that thirty-seven countries faced food crises due to conflict or disaster at the start of 2008, adding that 1.5 billion people living in degraded lands were at risk of starvation. The Economist magazine succinctly labeled it a “silent tsunami.”
The rhetoric reflected the sudden, adventitious nature of the crisis. “It is an apocalyptic warning,” pronounced Tim Costello, the Australian head of the aid agency World Vision. “Until recently we had plenty of food: the question was distribution. The truth is because of rising oil prices, global warming and the loss of arable land, all countries that can produce food now desperately need to produce more.”
“What we are witnessing is not a natural disaster — a silent tsunami or a perfect storm. It is a man-made catastrophe,” the World Bank group president Robert Zoellick advised the G8 leaders feasting in Japan. Major rice-growing countries, including India, Vietnam, China, and Cambodia, imposed export restrictions to curb rice price inflation at home. Malaysia, Singapore, Sri Lanka, and the Philippines began stockpiling grain while Pakistan and Rus sia raised wheat export taxes and Brazil, Indonesia, and Argentina imposed export restrictions. Guinea banned all food exports.
The panic reached a peak in Asia, where rice prices soared by almost 150 percent in barely a year. “Nobody has ever seen such a jump in the price of rice,” said sixty-eight-year-old Kwanchai Gomez, the executive director of the Thai Rice Foundation. Filipino fast-food outlets voluntarily reduced customer portions by half. In Thailand, thieves secretly stripped rice paddies by night to make a fast profit. India banned the export of all non-basmati rice, and Vietnam embargoed rice exports, period, sending Thai rice prices spiraling upward by 30 percent. The giant U.S. retailer Wal-Mart rationed rice sales to customers of its Sam’s Club chain, as did some British retailers. Such mea sures did little to quell the panic, which was originally touched off by a 50 percent drop in surplus rice stocks over the previous seven years. The International Rice Research Institute attributed the crisis to loss of land to industrialization and city sprawl, the growing demand for meat in China and India, and floods or bad weather in Indonesia, Bangladesh, Vietnam, China, and Burma.
By mid-2009, accelerated by the worldwide financial crash, thirtythree countries around the world were facing either “alarming” or “extremely alarming” food shortages, a billion people were eating less each day — and most of Earth’s citizens were feeling the pinch. Though food prices fell, alongside prices of stocks and most other commodities, in the subsequent months, they fell only a little — and then began to rise again.
What happened in 2008 wasn’t the coming famine of the twenty-first century, merely a premonition of what lies ahead. This will not be a single event, affecting all nations and peoples equally at all times, but in one way or another it will leave no person in the world untouched. The reemergence of food scarcity occurs after de cades of plenty, accompanied by the lowest real food prices for consumers in history. These bounteous years were the consequence of a food production miracle achieved by the world’s farmers and agricultural scientists from the 1960s on — a miracle of which the urbanized world of today seems largely oblivious and which we have forgotten to renew.
By the early twenty-first century, signs of complacency were in evidence. In 2003, a conference of the Consultative Group on International Agricultural Research in Nairobi was told, “According to the Food and Agriculture Or ga ni za tion of the United Nations, the number of foodinsecure people in developing countries fell from 920 million in 1980 to 799 million in 1999.” Even in the immediate aftermath of the 2008 food price spike, the FAO itself, along with the Or ga ni za tion for Economic Cooperation and Development, remarked, “the underlying forces that drive agricultural product supply (by and large productivity gains) will eventually outweigh the forces that determine stronger demand, both for food and feed as well as for industrial demand, most notably for biofuel production. Consequently, prices will resume their decline in real terms, though possibly not by quite as much as in the past.”
For some years, reassuring statements such as these had been repeatedly aired in the food policy, overseas aid, and research worlds. Unintentionally, food scientists and policy makers were sending a signal to governments and aid donors around the world that implied, “Relax. It’s under control. We’ve fixed the problem. Food is no longer critical.” Not surprisingly, aid donors rechanneled scarce funds to other urgent priorities — and growth in crop yields sagged as the world’s foot came off the scientific accelerator.
Many found the new crisis all the more mysterious for its apparent lack of an obvious trigger. Various culprits were pilloried by blameseeking politicians and media. Biofuels, after being talked up as one of the great hopes for combating climate change, quickly became a villain accused of “burning the food of the poor” and, from China to Britain, countries slammed the brakes on policies intended to encourage farmers to grow more “green fuel” from grain. According to the World Bank, biofuels could have caused as much as three-quarters of the hike in food prices. Equally to blame, according to other commentators, were oil prices, which had soared sixfold in the five years from mid-2003 to mid-2008 (although they fell again sharply as the global recession bit deep) with severe consequences for the cost of producing food, through their impact on farmer’s fuel, fertilizer, pesticide, and transportation costs. In developed countries the financial pain was high, but in developing nations it was agony: farmers simply could not afford to buy fertilizer and crop yields began to slip. In Thailand rice farmers quietly parked their new but unaffordable tractors in their sheds and went back to plowing with buffalo; buffalo breeders experienced a bonanza. “Energy and agricultural prices have become increasingly intertwined,” commented Joachim von Braun, the head of the International Food Policy Research Institute. “High energy prices have made agricultural production more expensive by raising the cost of cultivation, inputs — especially fertilizers and irrigation — and transportation of inputs and outputs. In poor countries, this hinders production response to high output prices. The main new link between energy and agricultural prices, however, is the competition of grain and oilseed land for feed and food, versus their use for bio energy.”
Speculators, fleeing crumbling financial markets and discovering an unlikely haven in booming agricultural commodities, were a favorite target of media ire: “Food was becoming the new gold. Investors fleeing Wall Street’s mortgage-related strife plowed hundreds of millions of dollars into grain futures, driving prices up even more. By Christmas (2007), a global panic was building,” reported the Washington Post. In developing nations, traders and grain dealers were accused of buying up surplus stocks and hoarding them to drive the prices higher still. In the Philippines the government threatened hoarders with charges of economic sabotage and sent armed soldiers to supervise the distribution of subsidized grain. Retirement and hedge funds, casting about for something to invest in that wasn’t going to hell in a handbasket, also jumped on farm commodities and even agribusiness enterprises — areas such investors traditionally shun.
Many saw the crisis as simply a result of the growth of human population, the inexorable climb from 3 billion people in 1960 to 6.8 billion by 2008 — the hundred million more mouths we have to feed in each succeeding year. Others ascribed it chiefly to burgeoning appetites in China and India, which had in a matter of five years or so together added the consumer equivalent of Eu rope to global demand for food as their emergent middle classes indulged in the delights of diets containing far more meat, poultry, dairy, and fish than ever before. In China, meat consumption trebled in less than fifteen years, requiring a tenfold increase in the grain needed to feed the animals and fish. One way to visualize the issue is that growth in global food production of 1–1.5 percent a year has more or less kept pace with growth in population — but has fallen short of meeting the growth in demand. One explanation for this is that farmers around the world have not responded by increasing the area of land they plant and harvest or raising their crop yields so rapidly as in the past. The big question is: why?
Some blamed the weather. Portentously, many were quick to discern the looming shadow of climate change in the run of droughts, floods, and other natural mishaps that had disrupted global farm production across most continents in recent years. In eastern Australia a ten-year drought slashed grain production and all but obliterated the rice industry; the unpre ce dented draining of Australia’s food bowl, the Murray-Darling Basin, threatened to eliminate fruit, vegetable, and livestock industries reliant on irrigation. Similar hardship faced producers across sub-Sahelian Africa. Floods in China and along the Mississippi River wreaked local havoc with grain production. In Burma, Cyclone Nargis flattened the Irawaddy Delta rice crop, propelling Asian prices into a fresh spiral. Heat waves in California and torrential rains in India added to perceptions — heightened by media reportage — that the climate was running amok.
Other commentators sought villains among the world’s governments, blaming protectionism and hidden trade barriers, farm subsidies, food price controls or taxes, environmental and health restrictions, the ensnaring of farmers in snarls of red tape, along with the perennial failure of trade negotiators to open up global trade in agricultural products. Supermarkets and globalization of the food trade came in for flak, especially from the po liti cal left and from farmers themselves, for driving down farm commodity prices and thus discouraging growers from increasing production. Economic observers read the crisis as primarily due to weaker growth in food production at a time of strong growth in consumer demand, especially in China and India and among affluent populations worldwide.
The Green Revolution, whose technologies had delivered the last great surge in global food production in the 1970s and 1980s seemed to be fizzling out, a view supported by the disturbing slide in crop yield advances. Yields of the major crops of wheat, maize, and rice had once increased by as much as 5 and even 10 percent a year — now they were increasing by 1 percent or nothing at all. In the overheated economy of the early twenty-first century, farm costs had soared along with oil prices, hindering farmers from adopting newer, but costlier and more energyintensive, technologies. In advanced countries, some scientists whispered, we might actually be approaching the physical limits of the ability of plants to turn sunlight into edible food.
In the general hunt for someone to blame for the short-term food crisis, a more profound truth was being obscured — that the challenge is far deeper, longer-term, and more intractable than most people, and certainly most governments, understand. It stems from the magnifying and interacting constraints on food production generated as civilization presses harder against the finite bounds of the planet’s natural resources, combined with human appetites that seem to know no bounds.
This challenge is more pressing even than climate change. A climate crisis may emerge over de cades. A food crisis can explode within weeks — and kill within days. But the two are also interlocked. “If the world were to experience a year of bad weather similar to that experienced in 1972, the current ‘food crisis’ would pale in comparison to the crisis that would arise as a result. This should be taken as a warning that advance planning ought to be done if total chaos is to be avoided,” observes the resource analyst Bruce Sundquist.
The character of human conflict has also changed: since the early 1990s, more wars have been triggered by disputes over food, land, and water than over mere po liti cal or ethnic differences. This should not surprise us: people have fought over the means of survival for most of history. But in the abbreviated reports on the nightly media, and even in the rarefied realms of government policy, the focus is almost invariably on the players — the warring national, ethnic, or religious factions — rather than on the play, the deeper subplots building the tensions that ignite conflict. Caught up in these are groups of ordinary, desperate people fearful that there is no longer sufficient food, land, and water to feed their children — and believing that they must fight “the others” to secure them. At the same time, the number of refugees in the world doubled, many of them escaping from conflicts and famines precipitated by food and resource shortages. Governments in troubled regions tottered and fell.
The coming famine is planetary because it involves both the immediate effects of hunger on directly affected populations in heavily populated regions of the world in the next forty years — and also the impacts of war, government failure, refugee crises, shortages, and food price spikes that will affect all human beings, no matter who they are or where they live. It is an emergency because unless it is solved, billions will experience great hardship, and not only in the poorer regions. Mike Murphy, one of the world’s most progressive dairy farmers, with operations in Ireland, New Zealand, and North and South America, succinctly summed it all up: “Global warming gets all the publicity but the real imminent threat to the human race is starvation on a massive scale. Taking a 10–30 year view, I believe that food shortages, famine and huge social unrest are probably the greatest threat the human race has ever faced. I believe future food shortages are a far bigger world threat than global warming.”
The coming famine is also complex, because it is driven not by one or two, or even a half dozen, factors but rather by the confluence of many large and profoundly intractable causes that tend to amplify one another. This means that it cannot easily be remedied by “silver bullets” in the form of technology, subsidies, or single-country policy changes, because of the synergetic character of the things that power it.
To see where the answers may lie, we need to explore each of the main drivers. On the demand side the chief drivers are:
Population. Although the rate of growth in human numbers is slowing, the present upward trend of 1.5 percent (one hundred million more people) per year points to a population of around 9.2 billion in 2050 — 3 billion more than in 2000. Most of this expansion will take place in poorer countries and in tropical/subtropical regions. In countries where birth rates are falling, governments are bribing their citizens with subsidies to have more babies in an effort to address the age imbalance.
Consumer demand. The first thing people do as they climb out of poverty is to improve their diet. Demand for protein foods such as meat, milk, fish, and eggs from consumers with better incomes, mainly in India and China but also in Southeast Asia and Latin America, is rising rapidly. This in turn requires vastly more grain to feed the animals and fish. Overfed rich societies continue to gain weight. The average citizen of Planet Earth eats one-fifth more calories than he or she did in the 1960s — a “food footprint” growing larger by the day.
Population and demand. This combination of population growth with expansion in consumer demand indicates a global requirement for food by 2050 that will be around 70–100 percent larger than it is today. Population and demand are together rising at about 2 percent a year, whereas food output is now increasing at only about 1 percent a year.
These demand-side factors could probably be satisfied by the world adopting tactics similar to those of the 1960s, when the Green Revolution in farming technology was launched, were it not for the many constraints on the supply side that are now emerging to hinder or prevent such a solution:
Water crisis. Put simply, civilization is running out of freshwater. Farmers presently use about 70 percent of the world’s readily available freshwater to grow food. However, increasingly megacities, with their huge thirst for water for use in homes, industry, and waste disposal, are competing with farmers for this finite resource and, by 2050, these uses could swallow half or more of the world’s available freshwater at a time when many rivers, lakes, and aquifers will be drying up. Unless major new sources or savings are found, farmers will have about half of the world’s currently available freshwater with which to grow twice the food.
Land scarcity. The world is running out of good farmland. A quarter of all land is now so degraded that it is scarcely capable of yielding food. At the same time, cities are sprawling, smothering the world’s most fertile soil in concrete and asphalt, while their occupants fan out in search of cheap land for recreation that diverts the best food-producing areas from agriculture. A third category of land is poisoned by toxic industrial pollution. Much former urban food production has now ceased. The emerging global dearth of good farmland represents another severe limit on increasing food production.
Nutrient losses. Civilization is hemorrhaging nutrients — substances essential to all life. Annual losses in soil erosion alone probably exceed all the nutrients applied as fertilizer worldwide. The world’s finite nutrient supplies may already have peaked. Half the fertilizer being used is wasted. In most societies, up to half the food produced is trashed or lost; so too are most of the nutrients in urban waste streams. The global nutrient cycle, which has sustained humanity throughout our history, has broken down.
Energy dilemma. Advanced farming depends entirely on fossil fuels, which are likely to become very scarce and costly within a generation. At present farmers have few alternative means of producing food other than to grow fuel on their farms — which will reduce food output by 10–20 percent. Many farmers respond to higher costs simply by using less fertilizer or fuel — and so cutting yields. Driven by high energy prices and concerns about climate change, the world is likely to burn around 400 million tonnes (441 million U.S. tons) of grain as biofuels by 2020 — the equivalent of the entire global rice harvest.
Oceans. Marine scientists have warned that ocean fish catches could collapse by the 2040s due to overexploitation of wild stocks. Coral reefs — whose fish help feed about five hundred million people — face decimation under global warming. The world’s oceans are slowly acidifying as carbon dioxide from the burning of fossil fuels dissolves out of the atmosphere, threatening ocean food chains. Fish farms are struggling with pollution and sediment runoff from the land. The inability of the fish sector to meet its share of a doubling in world food demand will throw a heavier burden onto land-based meat industries.
Technology. For three de cades the main engine of the modern food miracle, the international scientific research that boosted crop yields, has been neglected, leading to a decline in productivity gains. Farmers worldwide are heading into a major technology pothole, with less new knowledge available in the medium run to help them to increase output.
Climate. The climate is changing: up to half the planet may face regular drought by the end of the century. “Unnatural disasters” — storms, floods, droughts, and sea-level rise — are predicted to become more frequent and intense, with adventitious impacts on food security, refugee waves, and conflict.
Economics, politics, and trade. Trade barriers and farm subsidies continue to distort world markets, sending the wrong price signals to farmers and discouraging investment in agriculture and its science. The globalization of food has helped drive down prices received by farmers. Speculators have destabilized commodity markets, making it riskier for farmers to make production decisions. Some countries discourage or ban food exports and others tax them, adding to food insecurity. Others pay their farmers to grow fuel instead of food. A sprawling web of health, labor, and environmental regulation is limiting farmers’ freedom to farm.
The collapse in world economic conditions in late 2008 and 2009 has changed the prices of many things, including land, food, fuel, and fertilizer — but has not altered the fact that demand for food continues to grow while limits on its production multiply. Indeed, the economic crash exacerbated hunger among the world’s poor, and has not altered the fundamentals of climate change, water scarcity, population growth, land degradation, or nutrient or oil depletion.
In early 2009 a report by Chatham House, a think tank focused on international affairs, observed that a lower food price “does not mean that policy-makers around the world can start to breathe a sigh of relief. . . . [E]ven at their somewhat diminished levels current prices remain acutely problematic for low-income import-dependent countries and for poor people all over the world. The World Bank estimates that higher food prices have increased the number of undernourished people by as much as 100 million from its pre-price-spike level of 850 million.”
In the medium and longer term, the report warned, food prices were poised to rise again. “Although many policy-makers have taken a degree of comfort from a recent OECD-FAO report on the world’s agricultural outlook to 2017 . . . the report largely overlooked the potential impact of long-term resource scarcity trends, notably climate change, energy security and falling water availability.”
To sum it all up, the challenge facing the world’s 1.8 billion women and men who grow our food is to double their output of food — using far less water, less land, less energy, and less fertilizer. They must accomplish this on low and uncertain returns, with less new technology available, amid more red tape, economic disincentives, and corrupted markets, and in the teeth of spreading drought. Achieving this will require something not far short of a miracle.
Yet humans have done it before and, resilient species that we are, we can do it again. This time, however, it won’t just be a problem for farmers, scientists, and policy makers. It will be a challenge involving every single one of us, in our daily lives, our habits, and our influence at the ballot box and at the supermarket.
It will be the greatest test of our global humanity and our wisdom we have yet faced.
From "The Coming Famine" by Julian Cribb, published by the University of California Press, 2010. Excerpt courtesy of the University of California Press.
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