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domingo, 30 de novembro de 2008

954) Impasses da Revolucao Cubana, Foreign Policy

A revista Foreign Policy en Español apresenta três artigos sobre a revolução cubana, que não parece ter muito futuro e só tem um passado idealizado, que não necessariamente esclarece o processo em sua integralidade, já que o regime constrói uma imagem de si mesmo que discrepa radicalmente da realidade e os seus aliados estrangeiros colaboram mantendo parte desses mitos.

CUBA: LA REVOLUCIÓN QUE PUDO SER
Foreign Policy En Español, Diciembre 2008- Enero 2009

Rafael Rojas, Rafael Hernández y Bertrand de la Grange
Hace casi 50 años, el 8 de enero de 1959, Fidel Castro entró en La Habana a la cabeza de un Ejército de barbudos. Eisenhower y Jruschov todavía estaban en el poder y el mundo aún no conocía el pop ni las revueltas estudiantiles. Cinco decenios después, el comandante sigue ahí, aunque ahora gobierne su hermano Raúl, en quien ha depositado las esperanzas de supervivencia de una revolución moribunda. Pero, ¿dónde estaría hoy Cuba si no hubiera optado por el socialismo?

Artículos
1) UN PASADO VIRTUAL
Rafael Rojas

8 de enero de 1959: Fidel Castro saluda a los habaneros en su entrada a la ciudad. Apenas tenía 32 años.

Un número reciente de la revista Letras Libres convocó a un grupo de escritores e historiadores (David Brading, Friedrich Katz, John Coatsworth, José Emilio Pacheco, Fernando del Paso, Hugo Hiriart…) para que imaginaran pasados alternativos en la historia de México. La derrota de Cortés, la retención de los jesuitas, la autonomía novohispana, el triunfo de los conservadores en la guerra de reforma y la continuidad de la revolución maderista fueron algunos de los ejercicios contrafactuales propuestos. La tesis de la revista, en la línea de algunos teóricos de la historia virtual, como Niall Ferguson y Geoffrey Hawthorn, era que cuanto más plausible es un pasado alternativo más verosímil resulta su invención.

En el caso de la historia de la Revolución Cubana, la más socorrida alternativa ha sido siempre preguntar qué habría pasado si Fulgencio Batista no hubiera dado el golpe de Estado, del 10 de marzo de 1952, contra el saliente Gobierno de Carlos Prío Socarrás. El consenso historiográfico apunta a que si las elecciones de ese año se hubieran producido, habría ganado el candidato del Partido Ortodoxo, Roberto Agramonte, con un programa de gobierno socialdemócrata –semiparlamentarismo, reforma agraria, industrialización, alfabetización, combate de la corrupción, nacionalización de algunas compañías norteamericanas…– similar al de Rómulo Betancourt en Venezuela, José Figueres en Costa Rica o el PRI en México.

Un gobierno así, ubicado en el centro izquierda, que impulsara una democracia nacionalista, suscribiendo con mayor o menor énfasis el anticomunismo que Estados Unidos promovía en la región, difícilmente habría provocado una revolución radical. Como es sabido, la principal demanda de los revolucionarios cubanos, entre 1952 y 1958, provinieran éstos de la ortodoxia, el autenticismo, el Directorio Revolucionario o el Movimiento 26 de Julio, era el restablecimiento de la Constitución de 1940, una Carta Magna que recogía las expectativas fundamentales de aquel consenso socialdemócrata. Una sucesión presidencial pacífica, entre Prío y Agramonte, con alternancia en el poder, de los “auténticos” a los “ortodoxos”, pudo haber sido un pasado virtual de Cuba.

Otro, más difícil de imaginar, sería el de la posibilidad de una transición democrática a partir de las elecciones convocadas por Batista, en 1958, en medio de la confrontación militar entre la dictadura y las guerrillas de la Sierra Maestra y El Escambray. A diferencia de 1952, cuando las razones de Batista para dar el golpe eran poco convincentes y los partidarios del general eran escasos, en 1958 ya había una buena parte de la población –campesinos, estudiantes, obreros, clase media y hasta una porción considerable de las élites económicas– involucrada en el respaldo a la oposición violenta. Frente a los revolucionarios y sus simpatizantes se colocaban los partidarios del régimen y, en el medio, una minoría pacífica como la que apoyó a Carlos Márquez Sterling en las elecciones del 3 de noviembre de aquel año.

Desde 1957 o 1958 es complicado articular una historia contrafactual en Cuba que eluda la vía revolucionaria, debido al deterioro que experimentaron las instituciones republicanas, bajo la dictadura, y a las simpatías populares que despertaba un cambio violento. Habría entonces que desplazar la construcción de un pasado virtual hacia los dos primeros años de la revolución en el poder, es decir, al lapso que va de enero de 1959, cuando se forma el Gabinete de Manuel Urrutia Lleó, y abril de 1961, cuando se declara el “carácter socialista” del Gobierno de Fidel Castro. En esos dos años, la posibilidad de otra Cuba, diferente a la republicana (1902-1958) y diferente a la socialista (1961-2008), fue real.

Esa Cuba que no fue, ideológicamente ubicada en la izquierda no comunista latinoamericana de mediados del siglo xx, pudo haber seguido un itinerario más parecido al de la revolución mexicana. La tesis de que Estados Unidos no habría tolerado, en el Caribe, un gobierno que controlara algunos recursos estratégicos y nacionalizara ciertas empresas norteamericanas, además de alfabetizar a la población, distribuir la propiedad agropecuaria e industrializar el país, se ve cuestionada por las buenas relaciones que Washington mantuvo con el México de Lázaro Cárdenas o con la Venezuela de Acción Democrática. Quienes sostienen esa tesis recurren, casi siempre, al caso de la Guatemala de Jacobo Arbenz, pero la historia diplomática de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba en 1959 y 1960 apunta a que Eisenhower y Kennedy estaban dispuestos a mantener el vínculo con un gobierno nacionalista, democrático o autoritario, que no se aliara con la Unión Soviética.

No hay consenso sobre si el giro comunista en Cuba fue resultado de una convicción ideológica, de un cálculo geopolítico o de una estrategia defensiva

Los historiadores cubanos han debatido durante medio siglo cuál fue la principal motivación de Fidel Castro al girar hacia el comunismo y aliarse a la Unión Soviética. No hay consenso sobre si aquella maniobra audaz, que creaba un campo de batalla de la guerra fría a unos kilómetros de Florida, fue resultado de una convicción ideológica, de un cálculo geopolítico, de una estrategia defensiva o una mezcla de estas tres opciones. Lo cierto es que aquel camino, en 1961, no era el único y que quienes lo tomaron no respondían a una demanda popular, a una presión desde las élites políticas o a una expansión de la hegemonía soviética –Moscú, como Washington, se hubiera conformado con una revolución a la mexicana–. La ideología habanera en aquellos años gravitaba, mayoritariamente, hacia la izquierda nacionalista democrática, predominante en América Latina, y el marxismo-leninismo era una doctrina que, con mayor o menor flexibilidad, manejaba un pequeño círculo de intelectuales.

La elección del modelo comunista en Cuba fue, por tanto, un acto de voluntad, racional e indeterminado. Imaginar qué habría pasado si Fidel Castro y sus colaboradores más cercanos no hubieran elegido esa vía deja, entonces, de ser un tópico de la historia contrafactual y se convierte en un evento de la historia revolucionaria real. La mayoría de los líderes de la oposición y el exilio cubanos, en las dos primeras décadas del socialismo, es decir, de 1960 a 1980, por lo menos, pensaba que aquella revolución nacionalista y democrática, inscrita en la izquierda no comunista latinoamericana, era el curso natural que debió seguir la historia contemporánea de Cuba y que el giro al marxismo-leninismo era, en propiedad, una ruptura del consenso ideológico que había logrado la caída de Batista.
De no haberse producido ese golpe de timón, la historia, ya no de Cuba, sino de América Latina y sus relaciones con Estados Unidos y Europa, habría sido distinta. La guerra fría no habría tenido un capítulo latinoamericano tan intenso sin la Cuba socialista. A pesar de los graves problemas sociales y económicos de la región, es difícil imaginar que se hubiera producido un choque frontal, tan costoso, como el de las izquierdas revolucionarias y las dictaduras militares. Ambos fenómenos, el de las guerrillas latinoamericanas y el de los regímenes autoritarios, en los años 60 y 70, son inconcebibles sin la radicalización de las izquierdas populistas que impulsa el socialismo habanero y sin la reacción contra la misma que encabezan las élites, los ejércitos y Washington.

OTRA HISTORIA FUE POSIBLE
La esperanza, en el mar: durante los años 90 fueron muchos los cubanos que se hicieron al agua en busca de los cayos de Florida.

Sin un aliado de la Unión Soviética en el Caribe habría sido poco probable que la humanidad hubiera estado al borde de una tercera guerra mundial, esta vez atómica, en 1962, o que el Gobierno de Estados Unidos hubiera tenido que dar cobijo a cientos de miles de exiliados cubanos y a respaldarlos en sus intentos por retomar el hilo de aquella revolución originaria. Sin una Cuba soviética, seguramente, no habría habido embargo comercial, ni Ley de Ajuste Cubano, ni éxodo permanente hacia Florida, ni Alianza para el Progreso, ni una cultura y una política cubanoamericanas tan influyentes, ni un Miami hispano que es ya una zona de contacto entre las dos Américas.

El triunfo de la Revolución Cubana coincidió con el proceso de descolonización en África y Asia, con la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos y con la articulación de una nueva izquierda occidental, como la que protagonizó el movimiento estudiantil de 1968. La relación del socialismo cubano con esos fenómenos no siempre fue fluida, ya que la alianza con Moscú limitaba a La Habana en la práctica de una izquierda heterodoxa. Esa relación se produjo, en buena medida, a través de la figura del Che Guevara, quien desde finales de 1963 desempeñaba un papel marginal dentro de la clase política cubana. El guevarismo fue un movimiento de la izquierda latinoamericana que compartía sólo una parte del programa del socialismo cubano, toda vez que la sovietización de este último era rechazada por el Che ¿Habría existido guevarismo en América Latina sin una Cuba socialista? Tal vez.

Otro tópico recurrente en los discursos de la izquierda latinoamericana contemporánea es el que atribuye al socialismo cubano la emergencia, en la última década, de movimientos y liderazgos como el de Lula en Brasil, Chávez en Venezuela o Morales en Bolivia. Algo de cierto hay en tal percepción, sobre todo, si se toma en cuenta que esos tres líderes son amigos de Fidel Castro desde antes de llegar al poder y viajaron con frecuencia a La Habana mientras formaban parte de la oposición en sus respectivos países. Pero, a diferencia del Chile de Allende o de la Nicaragua del Frente Sandinista, las nuevas izquierdas latinoamericanas, incluida la chavista, se reconocen ideológica e institucionalmente más en la tradición del nacionalismo democrático que en la del marxismo-leninismo. De ahí que el vínculo genealógico de esas izquierdas con el socialismo cubano no pase de ser un gesto retórico de “solidaridad con Cuba”.

En las ideas políticas y en la estrategia pública, las nuevas izquierdas latinoamericanas deben más a la revolución mexicana que a la cubana. Ninguna de esas izquierdas ha propuesto la estatalización de la economía, la creación de un partido único, la ilegitimidad de la oposición, la ausencia de libertades públicas o el enfrentamiento con Estados Unidos. Ninguna de esas izquierdas ha adoptado el marxismo-leninismo como ideología de Estado ni ha acomodado sus políticas educativas y culturales a una rígida filiación doctrinal. Sin embargo, los líderes de esas izquierdas, con el fin de satisfacer a los sectores más radicales que los apoyan y de marcar distancia con Washington, se presentan como herederos de la Revolución Cubana.

Desde otro ángulo de la historia política, es posible pensar que, aunque el socialismo insular deja un legado inservible para los gobiernos latinoamericanos, aún funciona como símbolo de un proyecto de equidad social y resistencia a la hegemonía de Estados Unidos. Ese símbolo no está exento de negatividad, puesto que para los gobiernos de la izquierda latinoamericana, Cuba representa lo que no se debe hacer con tal de avanzar en materia de justicia y soberanía: poner toda la economía en manos del Estado y enfrentarse a Washington. Pero aún así, el símbolo funciona, sobre todo, como una manera expedita de controlar a las oposiciones internas de la izquierda radical y de proyectar una diplomacia autónoma.

Cuando los ideólogos de la isla insisten en que, gracias al socialismo cubano, las nuevas izquierdas latinoamericanas han logrado constituir opciones de gobierno responsable, no dejan de tener razón. Sólo que en la afirmación de una paternidad simbólica ante esas izquierdas, los socialistas cubanos ocultan la discontinuidad institucional que esos gobiernos manifiestan con respecto al modelo insular. El socialismo cubano, con su partido único y su economía de Estado, no pertenece a la familia política de las nuevas izquierdas latinoamericanas sino a la vieja estirpe de los comunismos de Europa del Este. Si ese socialismo finalmente se decide a parecerse a sus izquierdas vecinas, entonces aquel pasado virtual se volverá real y Cuba dejará de ser una excepción latinoamericana.

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2) EL LEGADO CUBANO
Rafael Hernández

A finales de los 80, un relevante sociólogo cubano-americano, de regreso por primera vez a su país de origen, me confesaba: “Yo creía que ustedes eran más rusos”. Acercarse al legado de la revolución requiere, al menos, quitarse esas lentes ahumadas, para poder mirar a la Cuba real, cubierta por una nube de interpretaciones y verdades aceptadas, que no se ha borrado.

Detrás de esa frase sorprendente está una vieja idea, parte del legado con que se sigue mirando a Cuba: la revolución traicionada desviada de su camino verdadero por los Castro y Che Guevara, que supuestamente la entregaron a Moscú y a los viejos comunistas en 1960. Durante sus primeros treinta años de vida, sin embargo, el socialismo cubano sólo se vino a situar en paralelo con el soviético entre 1972 y 1985; antes y después, intentó un camino propio, que llegó incluso a criticar acerbamente aquellos otros socialismos. Para muchos cubanos que todavía lo recuerdan, era impensable entonces que las tropas del Pacto de Varsovia marcharan por las calles de La Habana, como por Budapest o Praga; también lo es que ahora se compare aquellos socialismos con el de la isla, distinto en su origen, ideología, textura social y cultural. Con sus errores y virtudes, lo han reivindicado siempre como un producto nacional. Las implicaciones de esta autorrepresentación atañen a todos los cubanos, incluso a los que no vivieron los años de la guerra fría. Viejos y jóvenes coinciden en que problemas actuales como el hipercentralismo, la burocratización, el verticalismo institucional, la recarga ideológica de los medios de difusión, el estadocentrismo, son resabios indeseables del socialismo real que también padece el cubano. Si la marca de éste no es foránea, las ideas de cómo transformarlo tampoco habría que importarlas, sea de China, Vietnam o Venezuela; mucho menos de la farmacología europea, por no hablar de los laboratorios de Florida.

Aquella consigna de la revolución traicionada, muy popular en la Casa Blanca de los Kennedy, tuvo otro efecto que dura hasta hoy. Enarbolándola, se pudo invadir Cuba en 1961, amenazarla con armas nucleares en 1962, plagarla luego con ataques terroristas, y hasta hoy bloquearla económicamente, antagonizarla con medios diplo-militares y caricaturizarla con la paleta de la guerra psicológica. Todo en nombre de la democracia y la libertad, y en contra del comunismo ateo. Ese acoso perpetuo que hizo surgir en la isla el síndrome de la fortaleza sitiada, sigue incluyéndola en la lista de países terroristas e impone como condición para terminar la guerra fría entre los dos países las recetas democratizadoras de la Ley Helms-Burton, que estarán en vigor todavía, por cierto, cuando tome posesión la próxima Administración Obama. Ese síndrome cíclicamente renovado mantiene una predisposición defensiva que no facilita la democracia y la libertad de expresión. El lastre antidemocrático depositado por la hostilidad de EE UU también es parte del legado histórico con el que tiene que lidiar hoy la sociedad cubana.

¿Qué queda entonces de aquella épica revolucionaria donde surgieron los mitos vivientes de Fidel Castro y el Che, de las ideas de construir en paralelo el socialismo y el comunismo, el hombre nuevo, la sociedad de los iguales, “crear dos, tres, muchos Vietnam”? La respuesta instantánea podría ser nada o muy poco. Pero las respuestas instantáneas son más bien propias de la televisión. Si se trata de ir al fondo de las cosas, lo primero es considerar que bajo el arco de épocas diversas, encrucijadas y turbulencias mundiales de estos 50 años, Cuba también ha cambiado y tiene menos que ver con la de 1960 que los propios Estados Unidos. La manera de pensar el sistema político y la democracia, así como la vida diaria en los últimos veinte años, ha evolucionado más en la isla que en España. Esta última fase de la transición cubana no empezó con la enfermedad de Castro, sino con las transformaciones de los primeros 90, sin las cuales no se puede entender nada, mucho menos el legado real de la revolución.
La cuestión de fondo sería: ¿Qué representa hoy el socialismo para los cubanos? ¿Cuán lejos está de las ideas que inspiraron la revolución? Si no se formula como un ordenamiento político y económico específico e inmóvil, sino como un orden cívico de relaciones sociales, una cultura política, un sistema dirigido a lograr una sociedad más justa, la distancia no es tanta. Justicia social, equidad, independencia nacional, soberanía, desarrollo social, democracia popular, libertad, dignificación del ser humano, siguen siendo valores en los que creen una mayoría de los ciudadanos, viejos y jóvenes. Se dirá que en muchos lugares del mundo se comparten estos mismos ideales, que no son privativos de un pensamiento socialista ni de una herencia revolucionaria. La diferencia radica en que no sólo los cubanos de clase media urbana blanca, sino gran parte de la sociedad ha vivido muchas de estas aspiraciones como experiencias concretas o como expectativas. A pesar de la caída del nivel de vida y la insuficiente recuperación desde los 90, la posibilidad de que esos otros ideales no alcanzados plenamente sean algo más que enunciados de la Constitución no se les plantea como un asunto académico, sino como posible y necesario en sus vidas. Incluso los que se deciden a emigrar, están lejos de ser “jóvenes sin ideales, sólo interesados en el consumo”: la mayoría lleva consigo estos valores. Los que se quedan tienen el desafío de redefinir el orden socialista y renovarlo a fondo.

¿En qué medida estos cubanos reales son diferentes a los de hace medio siglo? En su conjunto, son más educados, creen que por el mero hecho de haber nacido tienen derecho a toda clase de servicios sociales, a ser considerados iguales (sean mujeres, negros, pobres o campesinos), a reclamarle al Estado y a decir lo que piensan, a viajar al extranjero (incluso obreros). Han heredado un sentido común según el cual les toca ser felices, piensan con su cabeza y se quejan de casi todo. Gobernarlos es una tarea mucho más compleja que hace 50 años. En su naturaleza contradictoria, viva y cambiante, encarnan quizás mejor que ninguna otra cosa el legado de la revolución.

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3) CASTRISMO SIN FRONTERAS
Bertrand de la Grange

Encuentro en La Habana: Fidel Castro, escoltado por Hugo Chávez (izquierda), presidente de Venezuela, y Evo Morales, presidente de Bolivia.

Dos de enero de 1959. El mundo se despierta con el triunfo de la Revolución Cubana. La toma de La Habana, la víspera, por un puñado de jóvenes barbudos ocupa las primeras planas de los periódicos. El acontecimiento llena de esperanza a una América Latina plagada de dictaduras. Cuba se convierte en símbolo de la libertad, reemplaza a Moscú como faro de la izquierda internacional y es fuente de inspiración para los movimientos de descolonización en África.

Han pasado 50 años. La antigua Perla del Caribe, la patria de José Martí, es hoy la única dictadura en el continente americano y no logra dar de comer a sus 11 millones de habitantes, sumidos en la precariedad. Mientras los demás pueblos de la región se han liberado de los regímenes autoritarios y han progresado en el campo económico, Cuba se ha convertido en una amarga caricatura de sí misma, aunque para muchos no haya perdido su aura romántica.

Una visita a las hemerotecas permite percibir la euforia que desató la victoria de Fidel Castro. En esa época Miami era fidelista, como se decía entonces, y los cubanos de Florida fueron los primeros en celebrar ruidosamente la caída del general Fulgencio Batista, que logró huir a la República Dominicana acogido por su amigo el dictador Leónidas Trujillo. Muchos de sus seguidores buscaron refugio en Estados Unidos, donde les esperaba la hostilidad de los exiliados. Según los teletipos de las agencias de prensa, los antidisturbios tuvieron que intervenir, el 1 de enero de 1959, para impedir que cientos de cubanos agredieran a funcionarios y familiares de Batista que acababan de llegar al aeropuerto de West Palm Beach, cerca de Miami.

La mayoría de los intelectuales latinoamericanos, comunistas o no, compartían entonces la alegría de los cubanos. Lo recordaba varios años después Mario Vargas Llosa: “Por primera vez pensamos que la revolución era posible en nuestros países. Hasta entonces, había sido para nosotros una idea romántica y remota”. En 1971, Vargas Llosa y varios otros escritores, como Jean-Paul Sartre o Juan Goytisolo, romperían con la Revolución Cubana a raíz del encarcelamiento del poeta Heberto Padilla y de la deriva totalitaria del régimen.

A diferencia de los gobiernos electos democráticamente, que se benefician a lo sumo de un año de gracia para cumplir sus promesas, Castro estuvo a salvo de las críticas de los intelectuales extranjeros durante más de una década. Casi ninguno de ellos denunció –y, sí, muchos las justificaron– las ejecuciones de cientos de colaboradores del antiguo régimen, condenados en juicios sumarísimos donde no se hacía la diferencia entre verdaderos matones y funcionarios sin relevancia. “Seguiremos fusilando mientras sea necesario. Nuestra lucha es una lucha a muerte”, había declarado el lugarteniente argentino de Castro, Ernesto Che Guevara.

Tampoco generó muchas protestas el arresto de uno de los más destacados comandantes del Ejército rebelde, Huber Matos, que había presentado su renuncia a Fidel Castro después de fustigar “la influencia comunista en el Gobierno”. La revolución no había cumplido aún 10 meses cuando Matos fue condenado a 20 años de prisión, que cumpliría hasta el último día. Poco después, empezaría la guerra civil en la Sierra del Escambray, que duró seis años, hasta 1966, y provocó al menos 3.000 muertos, un 50% más que en la lucha contra Batista. Lo que era, según el historiador cubano Rafael Rojas, que aporta argumentos contundentes en este sentido, una “lucha a muerte entre cubanos por dos proyectos de una misma nación” fue presentado por la propaganda de La Habana como una contrarrevolución al servicio de EE UU. Es el mismo argumento que usarían con éxito los sandinistas, 20 años después, para descalificar la rebelión campesina en Nicaragua. En abril de 1961, cuando los anticastristas intentaron un desembarco en Playa Girón, los partidarios de ambos bandos se enfrentaron en las calles de Guatemala y Bogotá, pero los fidelistas fueron los únicos en manifestarse en México, Santiago de Chile o Quito. Y en Costa Rica, unos 150 voluntarios se alistaron para ir a defender la revolución.

Hicieran lo que hicieran sus dirigentes, la gesta cubana merecía ser defendida porque la izquierda latinoamericana, los nacionalistas y hasta la derecha europea –el dictador Franco y su ministro Fraga Iribarne– la percibían como una respuesta a la arrogancia de Washington, que privilegiaba el garrote en sus relaciones con los países al sur del río Bravo y no dudaba en mandar a los marines cuando sus intereses económicos peligraban. Había sed de libertad en todo el continente, especialmente entre las clases medias que empezaban a acceder a la Universidad. Y, sin embargo, esos mismos sectores apoyaban las medidas de represión de Fidel Castro contra las voces discordantes, incluido el confinamiento de miles de opositores, homosexuales o “antisociales” en campos de trabajos forzados.

Cuando aún no controlaba la totalidad de su territorio, Castro empezó a mandar expediciones clandestinas para derrocar gobiernos hostiles. Trujillo, el dictador dominicano, fue el primero en recibir esas atenciones. La invasión, en junio de 1959, terminó con la muerte o la detención de la mayoría de los 200 guerrilleros cubanos y dominicanos. El fracaso no fue suficiente para desanimar a quienes querían exportar la revolución a todo el continente, empezando por el Che, que tenía en mente su propio país, Argentina, pero daría una vuelta por África –con otro fracaso en el Congo– antes de acercarse al Cono Sur a través de Bolivia, donde sería asesinado en 1967.

El hambre se juntó con las ganas de comer: la izquierda latinoamericana soñaba con extender la revolución al resto del continente y Cuba era demasiado pequeña para las ambiciones políticas de Fidel Castro. La Habana se convirtió en un hervidero de delegaciones revolucionarias. Todas querían apoyo material e ideológico para crear focos de guerrilla en Nicaragua, Guatemala, Venezuela, Haití, Brasil, Paraguay o Perú. El jefe de la Dirección General de Inteligencia, Manuel Piñeiro, más conocido como Barbarroja, era el encargado de la logística de esa internacional revolucionaria.

México, ha reconocido el propio Fidel, fue el único país a salvo de la intromisión cubana. La Habana no quería indisponerse con uno de los pocos países que había resistido las presiones de Washington e ignorado el embargo comercial decretado contra la isla. Hay incluso pruebas de la complicidad de Cuba con el Gobierno del Partido Revolucionario Institucional (PRI) para infiltrarse en las guerrillas mexicanas y facilitar su exterminio.

Antes de regresar a sus países de origen, los becarios de la revolución recibían en Cuba entrenamiento militar y formación política en campamentos secretos. A partir de los testimonios de ex guerrilleros latinoamericanos y de informes publicados por varios servicios de inteligencia, se sabe que había también africanos, palestinos, irlandeses y vascos. ¿De dónde sacaban los cubanos los cuantiosos recursos necesarios para entrenar y armar a esas guerrillas? La mayoría de los fondos venían de secuestros y asaltos bancarios cometidos en Argentina, México, Brasil o, incluso, Estados Unidos, como lo ha contado con muchos detalles un ex agente de la isla, Jorge Masetti en El furor y el delirio.
La entelequia del ‘hombre nuevo’

Mientras Barbarroja se encargaba de la logística, su esposa, la chilena Marta Harnecker, se dedicaba a la parte teórica y lograba convertir en bestsellers sus manuales marxistas en los años 70.

El clima político creado por la guerra fría favoreció la aparición de guerrillas en todo el continente. “Los mejores elementos de la intelligentsia latinoamericana [intentaron] causar estragos en sus países”, escribió Jorge Castañeda en La utopía desarmada. Encandilados por la figura heroica del Che, muchos jóvenes, la mayoría estudiantes, ateos o cristianos de base, se lanzaron a la lucha clandestina sin la preparación militar ni los medios adecuados para enfrentarse con las fuerzas de seguridad. Creían, en su ingenuidad, que las masas les iban a apoyar y que la toma del poder por el pueblo era inevitable. Se dejaron llevar por la entelequia del hombre nuevo y se veían como la vanguardia de una sublevación popular que sólo existía en su imaginación. Si un hombre experimentado como el Che se equivocó en su análisis de las “condiciones objetivas” en todos los países donde intentó exportar la revolución, ¿cómo sorprenderse que sus seguidores, menos preparados, cayeran en los mismos errores? “Lo peor de la Revolución Cubana es el daño que ha provocado en América Latina”, dice el editor cubano Pío Serrano, exiliado en Madrid. “Los mejores elementos de toda una generación han muerto al intentar crear focos revolucionarios, que fueron aplastados”.

En su famosa carta a la Conferencia de la Tricontinental, que reunió en abril de 1967 en La Habana a las organizaciones revolucionarias de América Latina, África y Asia, el Che instó a “crear dos, tres... muchos Vietnam”. Muchos siguieron la consigna y todos fracasaron en el intento, menos los sandinistas nicaragüenses, que tomaron el poder en 1979.

Esa victoria dio a Cuba una plataforma extraordinaria para apoyar a las guerrillas en El Salvador, Guatemala y Honduras. Todas tenían santuarios en Nicaragua, de donde salían aviones y barcos cargados de armas soviéticas y cubanas para sus respectivos frentes. Altos mandos cubanos de los servicios de inteligencia y del Ejército, como el general Arnaldo Ochoa, fueron destacados en Managua para manejar la logística y, luego, la lucha contra la guerrilla antisandinista, la Contra, financiada por Washington. Al embajador de La Habana se le llamaba el “décimo comandante” porque asistía a las reuniones de los nueve comandantes de la dirección nacional sandinista. Los cubanos se habían apoderado de Nicaragua, pero no pudieron evitar que los sandinistas perdieran las elecciones en febrero de 1990, apenas tres meses después de la caída del muro de Berlín.

La de Nicaragua sería la última derrota de La Habana en sus intentos de exportar la revolución por las armas. En el caso de Chile, donde la izquierda había llegado al poder por la vía electoral en 1971, la injerencia descarada de Fidel Castro para acelerar el proceso revolucionario contribuyó al fracaso y a la muerte de Salvador Allende.

El derrumbe de la Unión Soviética en 1991 cambia todo. Durante diez años, el régimen cubano tiene que hacer frente a la pérdida de los enormes subsidios que Moscú le entregaba a cambio de su alianza contra Washington. La población sobrevive con dificultad y la desnutrición provoca epidemias insólitas, como la neuritis óptica.

La tabla de salvación llegaría en 1999 con la victoria electoral de Hugo Chávez, gran admirador de Fidel Castro. A cambio del petróleo venezolano y de ayudas de todo tipo, Cuba manda a Caracas unos 30.000 médicos y enfermeras. Hace lo mismo con Bolivia, donde otro de los discípulos de Castro, Evo Morales, ha llegado al poder en 2006. Paga Venezuela.

Los papeles están ahora invertidos: Cuba ha perdido toda capacidad de exportar su modelo socialista y se ha vuelto dependiente de América Latina, donde la economía de mercado se ha generalizado. Argentina, Brasil, Chile, Ecuador, Uruguay y algunos otros países donde La Habana apoyó movimientos de guerrilla tienen hoy gobiernos de izquierda elegidos en las urnas. Aunque no le deben su victoria a Fidel Castro, las izquierdas latinoamericanas mantienen una relación sentimental con la antigua capital de la revolución y exigen a sus líderes que actúen para evitar su colapso. Chávez se vuelca para propiciar el statu quo y presentarse como el heredero de Fidel. Otros, como el brasileño Lula da Silva, apuestan por el cambio con Raúl, sin decirlo públicamente, e impulsan la vía de la inversión productiva para facilitar una transición pacífica.

La genialidad de Castro, que desde su lecho de enfermo sigue moviendo los hilos, ha consistido en mandar médicos donde antes enviaba guerrilleros. Se ha granjeado así el reconocimiento de miles de campesinos bolivianos, guatemaltecos o venezolanos que no tenían acceso a los servicios de salud. Todos ellos están convencidos de que Cuba es un paraíso terrenal y alaban la generosidad de la revolución. Lo que no saben es que La Habana no tiene recursos para atender a su propia población y que esa revolución tan admirada está en sus últimos estertores.

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Rafael Rojas es uno de los más respetados historiadores cubanos. Entre sus obras, destacan Motivos de Anteo: patria y nación en la intelectualidad de Cuba (Ed. Colibrí, Temas Cubanos, Madrid, 2008) y Tumbas sin sosiego: revolución, disidencia y exilio intelectual cubano (Ed. Anagrama, Barcelona, 2006). Rafael Hernández es autor, entre otros, de Mirar a Cuba. Ensayos sobre cultura y sociedad civil (Editorial Pueblo y Educación, La Habana, 2001) y The History of Havana (Palgrave Mc Millan, Nueva York, 2006). Bertrand de la Grange, corresponsal en América Latina del periódico francés Le Monde durante casi dos décadas, es también autor, junto a Maite Rico, de ¿Quién mató al obispo? Autopsia de un crimen político (Ed. Martínez Roca, Madrid, 2005) y de Marcos, la genial impostura (Ed. Aguilar, Madrid, 1998).

Para comprender el fenómeno que supuso la Revolución Cubana en el continente latinoamericano y la visión desde la izquierda es fundamental el libro de Eduardo Galeano: Las venas abiertas de América Latina (Ed. Siglo XXI de España, Madrid, 2008). Los libros sobre la figura del Che son incontables: entre ellos, Che Guevara, una vida revolucionaria, de John Lee Anderson (Ed. Anagrama, Barcelona, 2006) y del propio Fidel, El decoro del mundo: Che Guevara visto por Fidel Castro (Ed. Txalaparta, Tafalla, Navarra, 2000). El polémico libro Fidel Castro: biografía a dos voces (Debate, Madrid, 2006), de Ignacio Ramonet, reúne más de cien horas de entrevistas con el comandante.

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