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quinta-feira, 14 de outubro de 2021

Repensar las relaciones internacionales tras la pandemia - Bertrand Badie (Anuario Cidob 2021)

Repensar las relaciones internacionales tras la pandemia

CIDOB, Anuario Internacional 2021
Barcelona Centre for International Affairs
https://www.cidob.org/en/articulos/anuario_internacional_cidob/2021/repensar_las_relaciones_internacionales_tras_la_pandemia
Publication date:
07/2021
Author:
Bertrand Badie, profesor, Institut d’Études Politiques, París
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A lo largo de las últimas décadas se alcanzó un consenso prácticamente unánime entre profesionales y analistas de la política internacional: las relaciones internacionales podían ser interpretadas como una suerte de competencia ancestral entre estados-nación, abocados al cuestionamiento permanente del poder. Bajo este prisma, la paz se vio reducida a la simple ausencia de guerra, un precario, sutil y más bien cínico equilibrio de fuerzas que poco a poco derivó en el “equilibrio del terror” de la Guerra Fría. El único lenguaje aceptado fue el de los intereses nacionales contrapuestos, apoyados por recursos militares cuyo efecto disuasorio u ofensivo resultaba decisivo: ¡Thomas Hobbes podía descansar en paz, con la aureola del gran erudito de la filosofía política moderna! Se impuso la geopolítica, basada en el triple postulado de que las relaciones internacionales se regían por las normas del juego interestatal, la competencia por el poder y la afirmación y defensa territorial.

Sin embargo, ninguna de estas premisas nos sirve ya para comprender la complejidad del mundo actual. Todas ellas se han visto, como mínimo, cuestionadas, cuando no sacudidas o incluso fulminadas. Y posiblemente, la vertiente más trágica de las relaciones internacionales contemporáneas radica en la negativa casi dogmática de los príncipescontemporáneos a tomar en consideración estos cambios; su obstinada determinación en creer que el mundo de hoy se mide y se aborda como el de ayer. Si nos fijamos en los postulados de la descripción clásica del orden internacional, nada resiste el escrutinio contemporáneo: los estados ya no son los únicos actores significativos en las relaciones internacionales y el lugar de los militares es cada vez más incierto y menos decisivo, siendo la victoria en el campo de batalla un suceso excepcional. Paradójicamente, las potencias dan muestras de su impotencia, el equilibrio de fuerzas resulta inestable y los intereses nacionales se ven cada vez más superados por otros más globales y más solidarios con todo el planeta; en definitiva, las cuestiones prioritarias apelan más a la humanidad global que a la nación particular.

Rupturas cada vez más profundas

En realidad, este mundo hobbesiano o westfaliano (consagrado por la Paz de Westfalia, en 1648), que se creía eterno, pasará a la historia como una mera secuencia de la historia de la humanidad, aquella en la que Europa creyó confundirse con el mundo y forjó su configuración a partir de la lucha constante entre los nacientes estados-nación. Su posterior injerto en una América de radical europeo no modificó la situación. Sin embargo, tres factores han emergido para trastocarlo todo: la descolonización, la despolarización y, sobre todo, la globalización, sometida actualmente a un proceso crítico de revisión.

La descolonización fue la primera etapa de esta deconstrucción: aconteció de manera discreta y para muchos inadvertida, ya que se creía entonces –no sin cierta arrogancia– que era esencialmente un fenómeno “periférico”, que tenía lugar en el ignoto “tercer mundo”. Sin embargo, los procesos de descolonización daban ya pistas de las carencias del paradigma geopolítico de entonces: grandes potencias eran derrotadas por otras más débiles, naciones no occidentales ganaban relevancia en el sistema internacional, veíamos también a sociedades que se movilizaban al margen de los estados –de su diplomacia y de su ejército­, todos ellos fenómenos que se consolidaban ajenos a un sustrato westfaliano. Como consecuencia de la descolonización –que fue súbita e improvisada, se alumbraron estados con poca legitimidad y cuya capacidad redistributiva ha resultado ser tremendamente limitada.

En segundo lugar, la despolarización –resultante de la caída del Muro de Berlín en 1989, hizo que se derrumbara la última muralla hobbesiana. La bipolaridad, introducida tras la Segunda Guerra Mundial, prolongó artificialmente el juego geopolítico entre dos superpotencias militares confrontadas físicamente sobre el terreno en torno al denominado “telón de acero”. Hasta 1989, las dos potencias rivales se alimentaron mutuamente. La noción de los dos “bandos” en lucha encajaba perfectamente con la noción de los dos “gladiadores” que popularizó el Leviatán. Solo los gigantes militares debían ser tenidos en cuenta: los demás estados eran poco más que peones, despreciando el hecho de que algunos habían desarrollado ya una remarcable capacidad económica.

Sin embargo, ha sido la globalización –el tercer factor disruptivo– la que ha puesto todo el paradigma en tela de juicio. Aunque es difícil de definir, sabemos que sus principales elementos constitutivos son la inclusión, la interdependencia y la movilidad. Y la incorporación de un número cada vez mayor de estados a un único sistema interconectado ha provocado la revolución más profunda que haya afectado nunca al orden internacional: la creación de un descomunal sistema social de alcance planetario, que por ende, ha resultado también ser el más desigual de todos los sistemas sociales implantados hasta la fecha. Como consecuencia de la pléyade de desigualdades que se evidenciaron (económica, sanitaria o educativa) la agenda internacional se vio empujada a cambiar de rumbo: las cuestiones sociales internacionales fueron de repente más decisivas para la estabilidad y la paz mundial que los misiles acumulados aquí y allá, o que el sacrosanto equilibrio de poder. Por lo tanto, para sobrevivir, la diplomacia debería haber acompañado estos cambios, algo que en la práctica no ha sabido hacer.

Por su parte, el efecto de la creciente interdependencia ha sido notable y transformador: al relativizar la soberanía, ha ampliado la noción de dependencia, que ya no vinculaba solamente al débil con el fuerte, sino que ahora otorgaba también un valor a la relación inversa. Con el avance de la globalización, los poderosos de antaño han pasado a depender también, al menos en parte, de los más débiles. Los nuevos conflictos, generados por socios con modestas capacidades estratégicas, han tenido un efecto debilitador en las potencias consolidadas, como hemos visto en Irak, Yemen, Afganistán y el Sahel. Asimismo, el ciclo de las crisis económicas ha puesto cada vez más a los fuertes a merced de los más débiles; el viejo entramado de alianzas de protección se ha visto amenazado por la creciente autonomía de las potencias más pequeñas, como por ejemplo, en la relación entre Estados Unidos e Israel, cada vez más distante del modelo del “hermano mayor” protector que impone la línea a seguir.

Por último, la creciente movilidad de las personas, los bienes, las imágenes y las ideas, estimulados por el progreso tecnológico, los transportes y, sobre todo, la comunicación, especialmente la digital, está creando un nuevo mundo, alejado de la geopolítica de antaño y notablemente desterritorializado. Lo internacional es cada vez más virtual y menos territorial; las fronteras ya no son los instrumentos de control casi absoluto que fueron en su día, mientras que los imaginarios, las solidaridades e incluso las luchas se desnacionalizan cada vez más, rompiendo así los paradigmas del pasado como la vieja dupla “war-making/state-making” descrita en su día por el historiador estadounidense Charles Tilly 1.

La invención de la seguridad global

El concepto de seguridad, que en su versión tradicional era la piedra angular de las antiguas relaciones internacionales, también se está rediseñando por efecto del nuevo paradigma. En el esquema más clásico, la seguridad solo se concebía en términos nacionales. Se imponía como protección imprescindible en la beligerancia interestatal. De nuevo, y desde una perspectiva esencialmente hobbesiana, es por el mero hecho de existir el Estado que este ya está expuesto automáticamente a la amenaza potencial que le plantean sus semejantes. Si el pacto social reduce la probabilidad de violencia doméstica interindividual, la ausencia de un contrato entre soberanos los condena a vivir bajo la amenaza mutua y la inseguridad perpetua. La arena internacional ha sido durante varios siglos el escenario de los "estados gladiadores“ y ha configurado de este modo la geopolítica clásica. Sin embargo, como consecuencia de los nuevos factores que hemos identificado, ha surgido gradualmente un tipo diferente de seguridad, que ha reemplazado la tradicional amenaza nacional por una amenaza global. Cuatro parámetros inéditos han cambiado entonces la definición de la construcción de la seguridad tradicional.

En primer lugar, la amenaza ya no se basa únicamente en la presencia de un enemigo potencial o real. El vínculo absoluto que solía establecerse entre inseguridad y hostilidad carece de sentido hoy en día, puesto que el riesgo contemporáneo responde mucho más a las disfunciones del sistema que a las pérfidas intenciones de otros. La inseguridad sanitaria, la ambiental (responsable de cerca de 8 millones de muertes al año según la OMS) y la alimentaria (otros 9 millones de muertes anuales) se cobran hoy muchas más víctimas que la guerra y el terrorismo juntos. Y, sin embargo, un virus y su evolución hacia una pandemia, al igual que el cambio climático, son amenazas sistémicas cuyo detonante humano se explica más por la suma de negligencias individuales que por una hostilidad deliberada hacia una comunidad concreta. Sin embargo, ya sea por automatismo o por malicia política, vemos como de nuevo estas amenazas se procesan con el filtro de lo nacional, a menudo para estigmatizar al otro y cerrar filas –por ejemplo, hablando del “virus chino”– lo que resta más que suma a su resolución. En este contexto, el reflejo geopolítico busca más preservar el viejo orden que comprender y mitigar el impacto de las nuevas amenazas. Es por ello por lo que lo más sabio en este caso sería promover una disociación radical entre los dos conceptos: inseguridad y enemistad.

En segundo lugar, la inseguridad global ya no es fruto de una estrategia deliberada o de la feroz competencia entre estados. Sucede más bien al contrario, es la dinámica competitiva la que se vuelve disfuncional. Debido a que la noción de amenaza ha cambiado, la lógica de suma cero pierde su sentido: lo que yo gano ya no lo pierde necesariamente el otro, ni viceversa. La estrategia del jinete solitario se vuelve bruscamente contra quien la emplea. Ganar la “guerra de las vacunas” a costa de los demás es solo una victoria pírrica que, a la larga, aumenta la vulnerabilidad de quien toma la iniciativa. Sucede lo mismo con la deforestación masiva, que genera pingües beneficios a corto plazo que con el paso del tiempo son contraproducentes. En definitiva, las cuestiones de esta naturaleza no pueden resolverse a nivel nacional, sino que exigen mecanismos de gobernanza global eficaces y que adopten una perspectiva win-win, que resulta impopular entre los políticos ya que empaña su balance de resultados de corto plazo.

En tercer lugar, uno de los atributos de las nuevas amenazas es que tienden a desmilitarizar parcialmente las políticas de seguridad. Y esto da lugar a una paradoja importante: lejos de ser la expresión de una lucha por el poder, los nuevos conflictos surgen precisamente de las carencias y las debilidades del sistema, como la ausencia de seguridad global, alimentaria, económica o ambiental. Mientras que en el pasado los riesgos de seguridad internacional se abordaban esencialmente con intervenciones militares, la solución a estos nuevos conflictos reside más bien en actuaciones en el ámbito social.

Por último, estas nuevas amenazas ya no se dirigen contra un territorio limitado, sino contra la humanidad en su conjunto, y a pesar de los espejismos que prometen algunas opciones políticas, ni los muros ni el encierro son una protección efectiva. Los espacios abiertos se imponen a la territorialidad cerrada de ayer: donde antes el encierro ofrecía virtudes estratégicas, ahora es la integración la que aporta soluciones nuevas. Al mismo tiempo, la seguridad adquiere cada vez más importancia como bien común de la humanidad, entendida como una comunidad cada vez más definida e impulsada por la “solidaridad de facto” que surge de la exposición común a un mismo peligro, ya sea un virus, la hambruna, la contaminación o la desertificación. Esta comunalización de la seguridad es el sustrato de una cultura de seguridad compartida, una especie de opinión pública globalizada.

Sin embargo, en esta evolución de la seguridad tradicional, hablamos en todo momento de un proceso que sigue siendo frágil. La conciencia respecto a las nuevas amenazas ha surgido de manera progresiva y desigual. En relación con las cuestiones ambientales, las evidencias tomaron forma a finales de los sesenta, con los primeros vertidos de petróleo, como el del buque Torrey Canyon, de pabellón liberiano, que contaminó las costas de Francia y el Reino Unido en marzo de 1967. La conmoción fue grande; las imágenes de playas mugrientas y aves agonizantes tuvieron un profundo impacto sobre la opinión pública e impulsaron la creación de las primeras ONG ambientalistas, convirtiendo la defensa de la naturaleza en una causa mundial. Otras catástrofes de la misma índole, agravadas por distintas formas de contaminación, en Seveso (1976), Bhopal (1984) o Chernóbil (1986), también modelaron la percepción de inseguridad ambiental que nos ocupa en la actualidad. Ahora bien, la relación del público general con estas cuestiones siguió siendo algo distante, ya que la inmensa mayoría de la población mundial nunca se había visto expuesta directamente a catástrofes como las enunciadas. La concienciación era un fenómeno intelectual. Del mismo modo, también para los dirigentes, la gestión global de las cuestiones ambientales representaba un coste político importante, cuyos beneficios se dilataban a medio o incluso a largo plazo y, por lo tanto, fuera de los tiempos que marcan las lógicas electorales. Lo que en la práctica inhibía actuaciones efectivas más allá de promesas retóricas y compromisos vagos por los que seguramente no tendrían que rendir jamás cuentas.

La crisis pandémica actual debería haber tenido un efecto muy diferente. Por primera vez en la historia de la humanidad, el mismo riesgo y, de hecho, el mismo miedo, golpeó casi simultáneamente a toda la población mundial, sin excepción, y con una fuerza y una imprevisibilidad comparables, cebándose en ricos y pobres, fuertes y débiles, activos e inactivos. La amenaza sanitaria no ha sido abstracta ni teórica: ha creado un peligro íntimo y palpable. Aunque algunos gobiernos han intentado nacionalizarla e interpretarla según los parámetros de la vieja geopolítica, a nadie se le escapa que los impactos de la nueva seguridad han mutado y afectan a todas las dimensiones de la vida social. Todo el mundo ha asistido a la interacción acelerante de los peligros globales: la inseguridad sanitaria ha repercutido directamente en la inseguridad económica, agravando la pobreza y, consecuentemente, la inseguridad alimentaria y educativa. Tampoco ha pasado por alto su relación más o menos directa con la inseguridad ambiental. Sin embargo, lo que podría haber sido un punto de inflexión importante en el funcionamiento del sistema internacional, no tuvo el impacto transformador que cabría esperar. ¿Por qué? 

La rigidez del sistema internacional

Muchos creían que la pandemia, que surgió a principios de 2020, sacudiría el orden internacional, reformularía el concepto de seguridad global y expandiría la agenda y las capacidades del multilateralismo. Para sorpresa de algunos, no fue así: el nuevo paradigma no ha sido asumido por ninguno de los dirigentes del planeta; la OMS, en lugar de verse reforzada, se ha visto vilipendiada por su “incapacidad” e incluso ha sido acusada de plegarse a los intereses de alguno de sus estados miembros. Al mismo tiempo, en todas partes hemos visto resurgir los nacionalismos, buscando alimentar de nuevo la rivalidad internacional: la guerra de las mascarillas, la guerra de las pruebas diagnósticas, la guerra de las vacunas, el cierre de las fronteras, las mutuas acusaciones de responsabilidad de la pandemia o el cuestionamiento de las cifras oficiales son ejemplos de ello.

El retorno a la crispación del sistema internacional tiene fácil explicación. En primer lugar, se debe a un factor cultural, al del hábito de los estados westfalianos a medir cualquier fenómeno internacional en términos de poder y competencia. El “efecto poder” actuó en detrimento de los Estados del Viejo Mundo, agravando los efectos de la pandemia. También China hizo suya esta visión cuando buscó beneficiarse de una “diplomacia médica” tejida a conciencia. Sin duda, la sensación de emergencia favoreció el instinto conservador: había que reaccionar con rapidez y contundencia, y para ello se recurrió a las viejas prácticas de siempre en lugar de apostar por fórmulas menos ensayadas, pero más innovadoras. Y cómo no, algunos dirigentes no tardaron en recurrir a los chivos expiatorios de siempre para ganar puntos frente a la opinión pública: culpar a un contubernio de chinos, inmigrantes y extranjeros es un recurso que aún hoy sigue dando sus frutos.

Sin embargo, lo esencial se dirimió en otra parte. El sistema internacional no es solo una cuestión de cultura y costumbre: también está estructurado por instituciones y normas que canalizan el poder de unos y otros y, por consiguiente, también de aquellos cuya ocupación principal es no perderlo. Las grandes potencias se han distinguido así por resistirse a la idea de una gobernanza global, promovida por una coalición más poblada pero menos eficaz, que abarca al personal de las instituciones internacionales, la emanación de las sociedades civiles –especialmente las ONG, y también a algunas “potencias globalizadas” que intentan apoyarse en la globalización para lograr un nuevo estatus. Esta coalición no ha logrado transformar el núcleo duro del sistema internacional hasta la fecha, pero sí ha logrado dar visibilidad a la nueva agenda internacional, confiriendo todo el protagonismo a la idea de globalidad. Los primeros atisbos de esta coalición aparecieron en los años setenta y ochenta, cuando del seno de la “sociedad civil global” emergieron las primeras ONG con un alcance plenamente mundial (Greenpeace en 1971, Worldwatch en 1974, Conservation International en 1984, etc.), al tiempo que las Naciones Unidas se dotaron de comisiones de expertos y personalidades relevantes donde debatir acerca de cuestiones como el desarrollo internacional (por ejemplo, la Comisión Brandt), el medio ambiente (Comisión Brundtland) o la gobernanza global, creando el sustrato del informe Our Global Neighborhood (1995)2.

Todo ello dará lugar también a un nuevo lenguaje, una nueva gramática con la que la opinión pública mundial y una emergente clase política internacionalizada estarán cada vez más familiarizados. En la misma dirección apuntaron también el “Discurso del Milenio” de Kofi Annan, los ocho Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) derivados de este, y los diecisiete Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) que impulsó Ban Ki-moon en 2015 y que se fijaron como meta el 2030.

Sin embargo, pasar a la acción y producir políticas públicas realmente innovadoras ha resultado ser mucho más difícil. En relación con el multilateralismo de la ONU, las resistencias provienen esencialmente del Consejo de Seguridad, que se niega obstinadamente a redefinir y ampliar su concepción de la seguridad, y sigue anclado en nociones de 1945, basadas exclusivamente en el interestatismo, las relaciones de poder y la interpretación geopolítica y estratégica que imperaban al término de una sangrienta guerra mundial. Las cuestiones de seguridad humana no se introdujeron en el Consejo hasta muy tarde: por primera vez en julio de 2000 (Resolución 1.308 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas) y en referencia a la epidemia de VIH/sida, especialmente aguda en África. Aunque el Consejo admitió entonces que la enfermedad era una amenaza para la paz y la estabilidad mundiales, apeló únicamente al riesgo que suponía para las tropas desplegadas en Operaciones de Mantenimiento de la Paz. Dos tímidas resoluciones sobre el ébola tampoco cambiaron la situación. El golpe final llegó en plena crisis de la COVID-19 cuando, en marzo de 2020, el Consejo no logró aprobar una resolución contundente sobre la amenaza letal que suponía para la humanidad. Del mismo modo, los devastadores problemas de seguridad alimentaria no se abordaron hasta mayo de 2018 (Resolución 2.417 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas), ¡73 años después de la creación de las Naciones Unidas! Incluso entonces, el tema se abordó tangencialmente, para denunciar el uso del hambre como arma en los conflictos militares. Respecto a los debates ambientales, los primeros tuvieron lugar en 2007 y desde entonces han sido difíciles e intermitentes, llevando al delegado ruso, Vasili Nebenzia, a proclamar, en enero de 2019, que el examen de estas cuestiones por parte del Consejo de Seguridad era “excesivo” y “contraproducente”.

La inhibición del Consejo de Seguridad también tiene lugar respecto a la política exterior de los estados, sobre todo de las potencias clásicas; esta está estimulada por la ola neonacionalista y populista que avanza simultáneamente en las viejas potencias y en las emergentes (Brasil, India, Turquía, etc.). Este fenómeno se debe en gran medida a los excesos neoliberales de la globalización y a la dificultad que tienen los Estados para “globalizar” su poder, es decir, encontrar su encaje en el nuevo escenario global. En cambio, asistimos a un repunte de actores no estatales, de las interacciones sociales y de las movilizaciones ciudadanas que reaccionan a la polarización política: hoy en día, la esfera social se transforma más rápido que la política y le impone de facto reformas que no pueden subestimarse. La Primavera Árabetuvo su origen en movilizaciones sociales sin una organización política en la base. Todo el año 2019 estuvo salpicado de movimientos comparables en América Latina, Oriente Medio, el norte de África e incluso en Francia, donde proliferó el movimiento de los “chalecos amarillos”. Todos estos movimientos se han alimentado de la globalización, han aprovechado las oportunidades que brindaba y en ella han reflejado su crítica; junto a las ONG y a las redes globales, sostienen la defensa de un enfoque más social de las cuestiones internacionales y más abierto a las cuestiones planetarias.

Frente a ello, los estados han optado por la resiliencia, es decir, la capacidad de encajar los golpes y absorber sus impactos, para salvar el orden vigente y evitar transformarlo. La decisión frente a la disyuntiva entre abrazar el cambio o no, oscila entre dos visiones del futuro: por un lado, el miedo al desastre inmanente; por el otro, la creencia de que la reforma podría traer nuevas oportunidades. Ambas visiones tienen sus pros y sus contras: el miedo puede llevar tanto a una revisión de las prácticas y los instrumentos, como a la crispación y el repliegue nacionalista. La sensación de oportunidad puede llevar tanto a la adhesión a un nuevo orden percibido como más fiable como a la aparición de nuevos incentivos para volver a “ir por libre”. Será la historia la que tendrá la última palabra. 

Notas:

1- N. del E.: según el paradigma expresado por el historiador Charles Tilly, la construcción del Estado y el estado de guerra son dos dinámicas que mantienen una relación positiva, es decir, se refuerzan mutuamente. Tilly llega a preguntarse en un aforismo: “¿Quién fue primero, la guerra o el Estado?”

2- El informe se encuentra accesible en el siguiente enlace: http://www.gdrc.org/u-gov/global-neighbourhood/


terça-feira, 15 de junho de 2010

Bertrand Badie - La Diplomatie Contestaire

Os franceses, de direita ou de esquerda, têm um enorme problema de semântica, ou de vocabulário. Eles não gostam da palavra "globalisation", e preferem escrever e falar "mondialisation".
Pura birra, como diria alguém, com os americanos. Sim, de esquerda ou de direita, os franceses também não suportam ouvir ou ler que os americanos os salvaram duas vezes dos alemães, sem o que eles teriam perdido duas guerras -- como perderam, de fato -- e estariam, ou teriam ficado, muito piores sem a ajuda, fundamental, americana.
Eles não gostam de serem lembrados desses fatos tão simples.
Bem, talvez seja por isso que eles aderem a essa tal de "diplomacia contestadora", com a qual certamente concordarão vários partidários aqui.
Sim já se disse que o Brasil é capaz de dizer não, como se isso fosse um traço distintivo de uma diplomacia que se preze.
Em todo caso, deixo vocês com um francês que conhece bem o Brasil, já foi convidado dezenas de vezes, vem com prazer, e fala o que gostam de ouvir seus interlocutores tupiniquins...
Paulo Roberto de Almeida

"Le ressort de la diplomatie contestataire sera cassé quand nous comprendrons le mot mondialisation"
Bertrand Badie
Le Monde Idées, 15 Juin 2010

Zoo : Que signifie exactement diplomaties contestataires ? Après tout, chaque Etat est souverain, n'a-t-il pas le droit de dicter sa propre conduite des affaires ?
Bertrand Badie : Dans la vision classique, les relations internationales étaient affaire de compétition entre puissances.
Dans l'Europe du XIXe siècle, et même encore jusqu'à la seconde guerre mondiale, des Etats de puissance comparable venaient à s'affronter, espérant chacun pouvoir l'emporter sur les autres ou du moins améliorer sa propre situation.
La bipolarité a, d'un certain point de vue, confirmé et simplifié cette vision, puisque deux blocs de puissance équivalente s'affrontaient avec l'espoir de tirer un avantage sur l'autre.
Aujourd'hui, les choses ont profondément changé : les acteurs sont beaucoup plus nombreux, et surtout, de puissance très inégale. A tel point que la plupart des Etats qui composent la scène internationale n'ont pas le moindre espoir de faire jeu égal avec ceux qui prétendent la dominer.
Dès lors, le jeu des petits ou des moyens renvoie à un dilemme nouveau : soit être clientélisé par une superpuissance, soit se replier sur sa faiblesse pour n'avoir aucune existence au plan international.
Ceux des Etats qui refusent une telle alternative construisent une diplomatie non plus fondée sur la puissance, mais sur la contestation : celle-ci est à la portée de tous, elle est considérablement moins coûteuse, elle mobilise des moyens rhétoriques, symboliques ou, à la rigueur, des instruments très élémentaires de puissance ; elle permet d'exister sur la scène internationale, d'y acquérir même une certaine visibilité, souvent plus grande que le poids réel des Etats qui la pratiquent, et elle peut même créer une situation de nuisance qui pèse grandement sur le jeu diplomatique mondial.
A la limite, le petit et le faible, se trouvant moins entravés par tout un ensemble de contraintes communes aux grandes puissances, peuvent, sur ces bases, développer une politique proactive là où les puissances classiques sont alors condamnées à être réactives.
De tous ces points de vue, la diplomatie contestataire se révèle payante, même si elle connaît des gradations : entre la contestation autoritaire et martiale de la Corée du Nord et celle, plus rhétorique et symbolique, du Venezuela de Chavez, il y a une marge très grande dans laquelle on retrouve des acteurs aussi différents qu'Ahmadinejad, Robert Mugabe ou Loukatchenko.
A l'extrême limite, des diplomaties qui connaissent une assise et une modération plus grandes peuvent également y recourir de manière partielle, à l'instar du Brésil de Lula, de l'Afrique du Sud ou même de la Turquie.
Il ne faut pas tenir une telle diplomatie pour dérisoire ; ce serait une erreur de ne voir chez toutes que de la nuisance : elles contribuent aussi à transformer le système international, à réviser certaines conceptions figées qui s'y sont enkystées, à remettre en cause des dominations faciles et évidentes au premier coup d'oeil, mais dysfonctionnelles à long terme.

Albert : N'est-il pas légitime de contester l'évolution des relations internationales devant l'hégémonie américaine qui tend à dominer l'ordre mondial ?
Bertrand Badie : Oui, cette diplomatie contestataire a sa part de légitimité.
Surtout que, depuis 1989, une sorte de consensus forcé s'est imposé sur la scène internationale. La superpuissance ne trouve plus son pareil ; un bloc "occidental" prétend se constituer sur une ligne oligarchique, revendiquant un droit naturel d'imposer sa propre vision sur l'ensemble de la scène internationale.
Outre qu'une telle évolution est douteuse sur le plan éthique, difficilement acceptable par ceux qui ne s'identifient pas à un tel bloc, elle crée les conditions d'un conservatisme politique, économique et social, pour ne pas dire culturel, qui peut se révéler dangereux et qui, loin d'avoir éteint les principaux conflits, tend aujourd'hui, au contraire, à les aggraver.
Aux facteurs que vous énoncez, il convient d'ajouter la paralysie du multilatéralisme, notamment depuis le départ de Kofi Annan, la montée en puissance des diplomaties de club et des nouvelles formes d'oligarchie plus ou moins formalisées, autant d'éléments qui rétrécissent le débat, qui l'insèrent dans un cadre limitant les possibilités de réforme et de transformation de l'espace mondial.
Il convient de redonner au monde les vertus d'un réel pluralisme sans lequel la mondialisation risque d'être dévoyée et utilisée par certains de manière néfaste : le langage de la contestation en cela peut faire sens, encore faut-il que les règles du système international et les idéologies qui se développent à la marge de celui-ci ne donnent pas à cette contestation une dimension de violence et de négation de l'altérité qui pourrait aggraver encore les formes nouvelles de conflictualité.
Robert : Cette contestation est tout de même condamnable?
Bertrand Badie : Toute contestation n'est pas en soi condamnable. Au contraire, elle s'inscrit dans un débat nécessaire.
Ce sont les formes et les usages de cette contestation qui, comme je l'indiquais à l'instant, peuvent conduire à des pratiques bien sûr dangereuses et condamnables.
En fait, on ne s'étonnera pas de retrouver à l'échelle mondiale ce que l'on a constaté à l'échelle des sociétés européennes au XIXe siècle : face à une domination qui n'est pas institutionnellement limitée ou contrôlée, se forment des contestations qui dérivent très vite dans la violence, l'arbitraire ou l'absolue intolérance.
Ce terrible face-à-face que les vieilles sociétés européennes ont connu au début de l'ère industrielle n'a disparu que grâce à un effort d'institutionnalisation, de redistribution, et surtout, de reconnaissance des altérités.
Les choses sont devenues moins graves le jour où les classes ouvrières européennes ont pu accéder à la citoyenneté : on peut souhaiter qu'il en soit rapidement de même pour les peuples marginalisés au sein de l'espace mondial.
Andrew : Pour qu'il y ait contestation, il faut qu'il y ait une tendance majoritaire. Or, aujourd'hui, les Américains ont moins la main sur la gestion des affaires mondiales, l'Europe est malade, les BRIC, pas assez convainquant pour proposer une alternative crédible. N'est-ce pas dès lors plus facile de contester dans ces conditions ?
Bertrand Badie : Vous avez en grande partie raison. La contestation à l'échelle mondiale n'aurait certainement pas cette vigueur si les formes actuelles de domination n'étaient pas en crise, tant sur le plan matériel que symbolique.
On est même, de ce point de vue, dans une situation optimale, des plus favorables à la montée en force des contestations les plus radicales. Car d'une part, les puissances dominantes sont affaiblies, mais d'autre part, elles revendiquent avec force leur unité, notamment à travers la réhabilitation de l'idée d'"Occident", et elles cherchent, depuis le néoconservatisme et ses succédanés européens plus récents, à pérenniser leur leadership en adhérant à des formules de plus en plus particularistes, exclusives, stigmatisant l'autre, et manquant au grand principe kantien du respect, consistant à valoriser l'autre surtout lorsqu'il vous est très différent.
La campagne de stigmatisation de l'islam, qui confond souvent des formes de radicalité extrémiste avec toute une culture ou une religion, en est un exemple particulièrement probant mais extraordinairement dangereux.
Mag : La politique étrangère américaine depuis 2003 (invasion de l'Irak) peut-elle être qualifiée de "contestataire" étant donnée qu'elle va parfois à l'inverse des positions du conseil de sécurité de l'ONU, à l'instar des diplomaties iraniennes ou Nord-Coréennes ?
Pauline : L'ingérence des Etats-Unis n'est ce pas de la diplomatie contestataire ?
Bertrand Badie : Certes, on est toujours le contestataire de quelqu'un : il arrive même au Medef de contester des politiques ou des pratiques économiques...
C'est d'ailleurs dans la ligne de ce que vous venez de dire que les Etats-Unis ont été plusieurs fois qualifiés à leur tour d'Etat voyou. Mais il convient ici non pas d'isoler des pratiques de contestation, mais de comprendre des choix politiques et de gouvernement faisant de la contestation une arme pour exister et pour défier une puissance dominante.
Les Etats-Unis marquent leur domination en défiant certaines règles et certaines institutions, mais certainement pas en cherchant à dénoncer des formes de leadership qui s'exerceraient à leurs dépens.
Prado : Quels sont les effets pour le Brésil d'avoir parrainé l'Iran, la Venezuela et Cuba ?
Bertrand Badie : Non, le Brésil ne "parraine" ni l'Iran, ni le Venezuela, ni Cuba. La diplomatie brésilienne est en réalité beaucoup plus subtile. Elle s'inscrit dans une relecture de la mondialisation en considérant que celle-ci n'est viable que si les politiques étrangères des uns et des autres gardent le contact avec tous, luttent contre les phénomènes d'isolement ou de marginalisation qui ont mécaniquement et toujours conduit à la radicalité.
Il faut quand même bien comprendre, et il serait temps, que la mondialisation ne conduit pas tant à la compétition de puissances et à la confrontation qu'à l'interdépendance et l'interpénétration des Etats.
C'est une lecture partielle et surpolitisée qui tend à réintroduire, souvent de manière artificielle et excessive, les formes anciennes de conflictualité.
Les puissances émergentes comme le Brésil, la Turquie, l'Afrique du Sud, ont une excellente carte à jouer. Etant à la charnière des pauvres et des riches, des anciens forts et des toujours faibles, elles peuvent accomplir une médiation active dans un contexte où les tensions Nord-Sud sont de plus en plus vives et de plus en plus dangereuses. Elles ont l'avantage d'être audibles et crédibles par tous ou presque tous : le Brésil et la Turquie ont cette qualité exceptionnelle d'être en bons termes et en situation de respect avec à peu près tous les acteurs de l'espace mondial. Ils bénéficient ainsi d'un avantage diplomatique considérable par rapport aux grandes puissances d'hier.
La stabilité internationale passera tôt ou tard par la reconnaissance de leur posture médiatrice, à condition que ces Etats s'accrochent à ces nouvelles pratiques qu'ils ont inaugurées et ne s'en trouvent pas maladroitement dissuadés.
BreakingNews : La poussée diplomatique du Brésil (accord de Téhéran) oblige-t-elle le Venezuela, la Colombie et l'Argentine à prendre des initiatives internationales pour suivre le rythme de Lula ?
Bertrand Badie : Le jeu du Venezuela est depuis quelques années assez clair, consistant à déborder Lula sur sa "gauche", pratiquant une diplomatie un ton plus contestataire que celle du grand voisin brésilien.
A ce jour, l'habileté de Lula a contribué à marginaliser quelque peu le jeu de Chavez, dont effectivement on entend moins parler.
La grande question est de savoir si, avec la prochaine élection présidentielle au Brésil, cette option pourra être conservée à Brasilia et si le leader vénézuélien ne tirera pas profit de l'avènement d'une nouvelle équipe à la tête de son grand voisin.
La Colombie d'Uribe a joué dans cette compétition la carte américaine, qui a été confirmée lors de la récente élection présidentielle. Tout indique que la puissance andine continuera à jouer la carte des Etats-Unis dans le subcontinent de demain.
Enfin, l'Argentine maintient ce rôle difficile d'éternel second face à son voisin du nord : au hasard des élections, ce rôle fluctue entre un suivisme diplomatique de Brasilia, qui a été pratiqué par le président Kirschner, puis son épouse, et un retour vers l'orbite américaine, comme on a pu le constater autrefois et comme on pourrait bien le voir à nouveau lors de la prochaine élection présidentielle.
Dans tous les cas de figure, c'est bien le paradigme d'une contestation modérée qui structure, en point ou en contrepoint, les diplomaties latinoaméricaines qui en tout cas ont durablement coupé du suivisme étatsunien qu'on a connu autrefois.
007 : Pour vous, la Turquie est-elle entrée dans le club des diplomaties contestataires ?
Bertrand Badie : Encore une fois, nous prenons la contestation non pas comme une catégorie unique, mais comme une hypothèse qui permet de décrire toute une gradation de pratiques diplomatiques réelles.
Il y a évidement une part de contestation dans la nouvelle diplomatie turque : d'une part, parce que Ankara en a besoin pour s'affirmer comme puissance régionale compatible avec tous ses voisins, d'autre part, parce que le refus que l'Union européenne lui a opposé a généré chez les dirigeants comme au sein de l'opinion publique turque un goût nouveau pour la dénonciation des formes consacrées de domination.
Le vote turc au Conseil de sécurité lors des débats sur la résolution 1929 sanctionnant l'Iran est un inédit que les chancelleries auraient intérêt à méditer. Il y avait bien longtemps que la Turquie n'avait pas exprimé de façon si nette et si claire son opposition à la politique occidentale qui ce jour-là entendait mener le jeu.
Phil : Quelle est désormais la marge de manoeuvre de l'Iran ?
Bertrand Badie : Justement, le propre de la diplomatie contestataire est d'avoir une marge de manoeuvre bien plus large que celle des Etats qui accomplissent une politique de domination.
La contestation peut s'émanciper de principes acquis, voire de règles reconnues. Elle ouvre un éventail d'options considérablement plus large que la poursuite d'objectifs précis et programmés.
La diplomatie iranienne a déjà remporté un succès non négligeable en réussissant à mettre la question du nucléaire israélien au centre des débats sur la non-prolifération. Si on continue à la sanctionner et à lui montrer des muscles, elle peut s'ingénier à renforcer sa contestation et à faire monter les enchères avec les puissances qui la menacent.
Le paradoxe de la diplomatie contestataire tient au fait que plus on s'occupe d'elle et l'invective, plus elle se renforce et accroît ses capacités de nuisance.
Beau programme en perspective qui, soit dit en passant, contribue aussi à museler un peu plus l'opposition au sein de la société iranienne, qui ne peut en aucune façon risquer de gêner les crispations nationalistes de ses dirigeants !
Scpo bdx : Que pensez-vous de la situation en Corée du nord à court terme ?
Bertrand Badie : Le paradoxe tient au fait que la Corée du Nord a besoin d'interdépendance, ne serait-ce que pour survivre. Par le choix contestataire, elle cherche à créer les conditions de sa rentrée dans le jeu international et de son acceptation comme partenaire, comme déjà les précédents épisodes (1994) l'avaient révélé.
Ses interlocuteurs tendent en ce moment à jouer le jeu inverse, renforçant un peu plus l'isolement de Pyongyang, croyant avec beaucoup d'illusions que cette attitude pourrait conduire le système nord-coréen à changer.
Krusty : Si les diplomaties contestataires sont le signe de la crise de légitimité de la structure actuelle des relations internationales, le fait de réformer le Conseil de Sécurité peut-il, par exemple, être un moyen de trouver un nouvel équilibre ?
Bertrand Badie : C'est effectivement le signe d'un manque de légitimité de notre système international, mais pas seulement.
Comme je le suggérais tout à l'heure, c'est aussi une façon d'exister, de ne pas disparaître dans l'anonymat du cortège des 192 Etats, et c'est également une manière de gouverner sa propre société.
Dès lors, si une réforme positive du système international peut aider à décrisper cette contestation, il faudrait que cette réforme puisse aller bien au-delà d'une simple adaptation institutionnelle.
Bien sûr, un Conseil de sécurité réformé et élargi serait un signal fort et positif. Mais outre qu'une telle réforme paraît pour l'instant très improbable, elle n'aurait d'effet qu'à la surface du système tel que nous le connaissons aujourd'hui.
Le ressort de la diplomatie contestataire ne sera vraiment cassé que lorsque nous comprendrons enfin ce que veut dire "mondialisation", ce que signifie pour la première fois dans l'histoire de l'humanité la coexistence d'Etats si profondément inégaux dans leurs ressources, leur niveau de vie et la reconnaissance dont ils disposent.
Jamais dans l'histoire de tels fossés n'ont été officialisés comme aujourd'hui. On ne sait pas passer d'un système international fait d'un club d'ego à un système englobant une humanité tout entière dont les décalages matériels et symboliques qui les séparent sont si grands.
CM : La politique de la main tendue d'Obama est-elle encore crédible ?
Bertrand Badie : Elle sonnait juste car elle tentait de rectifier une politique étrangère qui, justement, était totalement ignorante de l'altérité. A ce titre, elle a été largement bien accueillie.
Mais le plus dur reste à faire : un an après le discours du Caire, le passage à l'acte devient indispensable pour maintenir la crédibilité des propos.
Du coup, un grand problème vient à apparaître : les politiques étrangères dominantes ont-elles les moyens pratiques de désamorcer les contestations, de les décourager et de les décrédibiliser ? La difficulté du président américain à dénoncer les récentes initiatives israéliennes montre que le chemin est particulièrement ardu.
Telenil : L'anti-américanisme se retrouve dans le discours de plusieurs des pays qui pratiquent la "diplomatie contestataire". Faut-il y voir une ligne commune, ou ces pays critiquent-ils séparément la première puissance mondiale, sans se rapprocher les uns des autres ?
Bertrand Badie : L'antiaméricanisme est un ciment des diplomaties contestataires pour une raison évidente : la contestation est un discours qui s'adresse bien sûr au dominant.
Maintenant, il y a entre les antiaméricanismes des différences de substance : celui qui s'est établi au Moyen-Orient est très nettement dominé par l'alignement de Washington sur Tel-Aviv, tandis que celui qui s'est installé en Amérique latine est beaucoup plus diffus, renvoyant à une mémoire beaucoup plus vaste.
C'est probablement pour cela qu'il serait simpliste de postuler l'homogénéité des diplomaties contestataires et leur capacité de se confondre dans un même moule. Toutes les tentatives récentes ou plus anciennes de fusion ont abouti à l'échec.
La vraie crainte, que j'aimerais ne pas avoir, est qu'un dénominateur commun vienne à se constituer autour d'une répudiation globale d'un bloc occidental qui se reconstitue sur sa prétention hiérarchique.
A ce moment-là, la contestation se confondrait avec la volonté de dépasser une humiliation commune : le risque serait alors élevé que la diplomatie de contestation se transforme en conflit d'humiliation.