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sábado, 7 de dezembro de 2024

El viaje del libro a través de la historia Entrevista a Roger Chartier - Mariano Schuster (Revista Nueva Sociedad)

 Entrevista

El viaje del libro a través de la historia

Entrevista a Roger Chartier


Dezembro 2024

¿Qué son los libros y cómo se han ido transformando? ¿Por qué es importante estudiarlos en su dimensión discursiva, pero también como objetos materiales? ¿Cómo cambió la forma de leer a través del tiempo? En esta entrevista, el destacado historiador Roger Chartier se sumerge en este fascinante universo de palabras plasmadas de diversas formas en textos escritos, al tiempo que repasa su trayectoria en el campo historiográfico y comenta sus principales obras, así como los debates que generaron.

<p>El viaje del libro a través de la historia</p>  Entrevista a Roger Chartier
Gedisa

A mediados de la década de 1980, el historiador Roger Chartier comenzó a indagar de modo agudo y focalizado en diversos aspectos de la historia del libro. Heredero de la diversa y multifacética tradición de la Escuela de los Annales, Chartier impulsó, junto con otras historiadoras e historiadores, un «giro cultural» que, valiéndose de novedosas categorías, dio como resultado un marco analítico singular que permitió comprender mejor los diversos aspectos que hacen a la historia global de la cultura escrita.

 Su estudio pionero sobre los orígenes culturales de la Revolución Francesa y sus innovadores trabajos sobre la historia del libro y la lectura lo hicieron acreedor de una creciente notoriedad en el campo académico e intelectual. Decidido a escribir para lectores especializados, pero también para un público amplio, Roger Chartier ha combinado sus estudios académicos con intervenciones públicas sobre la historia de las prácticas lectoras, el papel de los libros en la historia y las transformaciones que ha supuesto, tanto para la lectura como para el libro, la emergencia de la «era digital».

Nacido en Lyon en 1945, Chartier realizó sus estudios universitarios en la École Normale Supérieure de Saint-Cloud. En 1970, comenzó su labor en la docencia como asistente en la cátedra de Historia Moderna en la Universidad de París 1. En 1975 ingresó como profesor asistente en la École des Hautes Études en Sciences Sociales y en 1984 se convirtió en director de estudios en la misma institución, de la que hoy es profesor emérito. Roger Chartier ha sido, además, profesor en el Collège de France, en la Universidad de Pensilvania y en la Universidad de Cornell. Entre 1990 y 1994 presidió el Consejo Científico de la Bibliothèque de France y entre 2000 y 2004 fue miembro del Comité Científico del Instituto Max Planck de Historia de la Ciencia.

Es autor de innumerables libros, muchos de los cuales han sido traducidos a diversos idiomas. Entre ellos se destacan Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII: los orígenes culturales de la Revolución Francesa (1990), El orden de los libros (1990), El mundo como representación (1992), Libros, lecturas y lectores en la Edad Moderna (1993), La cultura como apropiación (1995), Escribir las prácticas. Foucault, De Certeau, Marin (1996), Las revoluciones de la cultura escrita (1997), El juego de las reglas (2000), Inscribir y borrar: cultura escrita y literatura (2005), Escuchar a los muertos con los ojos (2008), El libro y sus poderes (2009), La mano del autor y el espíritu del impresor (2015), El pequeño Chartier ilustrado (2021) y Editar y traducir (2022). Chartier fue coordinador, junto con Henri-Jean Martin, de Histoire de l’édition française [Historia de la edición francesa] (1983) y, junto con Guglielmo Cavallo, de la imponente Historia de la lectura en el mundo occidental (2001). Fue, además, director del tercer tomo de la afamada Historia de la vida privadaeditada por Philippe Ariès y Georges Duby.

En esta entrevista, el historiador francés dialoga con Nueva Sociedad sobre sus principales libros, indaga en la historia de la lectura y plantea los principales cambios que ha supuesto la era digital en términos de cultura escrita.

Profesor Chartier, usted ha escrito una obra extensa, dedicada sobre todo a la historia del libro y a la historia de la lectura. Ya a fines de la década de 1960, realizó su trabajo sobre la Academia de Lyon en el siglo XVIII, y en 1974 escribió junto a Daniel Roche en el famoso libro Faire de l’histoire [Hacer historia]publicado bajo la dirección de Jacques Le Goff y Pierre Nora. Su relación con ellos, su participación en la École des Hautes Études en Sciences Sociales, y su vínculo con historiadores como Philippe Ariès, llevó a que su obra fuera catalogada como parte de la Escuela de los Annales, en alusión a la revista fundada por Marc Bloch y Lucien Febvre, en la que, por supuesto, usted también escribió. Pero, además, su obra ha sido sindicada como parte de una «cuarta generación» de los Annales, es decir, aquella que, en la década de 1980, formó parte del llamado «giro cultural». Usted, sin embargo, nunca se ha mostrado muy favorable a la interpretación de una «cuarta generación» de los Annales y, de hecho, ha sugerido que nunca ha habido homogeneidad entre las diferentes generaciones que surgieron a partir de esa publicación. ¿Cómo ve, históricamente, el papel de esa revista y cuáles son las razones por las que descree de los marcos generacionales que se le han atribuido?

Aun cuando mi obra ha estado marcada por la tradición historiográfica asociada a la revista Annales, en la que participé y de la que no he dejado de sentirme parte, yo nunca he creído en la idea de generaciones homogéneas asociadas a esa publicación. De hecho, siempre he pensado que esa fue una invención de algunos historiadores franceses para posicionarse aprovechando la presencia internacional de la revista, fundada en 1929, y de una institución como la École des Hautes Études en Sciences Sociales, creada en 1947, y ligada directamente a ella. Es cierto que la primera generación de los Annales fue más concreta y compacta, en tanto para sus fundadores, Marc Bloch y Lucien Febvre, era necesario afirmar una forma de historia que se oponía a la que entonces era dominante. Lo que ambos buscaban era construir una perspectiva que, incluyendo dimensiones económicas, sociales y culturales que hasta entonces estaban ausentes en el campo académico, se diferenciara también de los enfoques que hacían un eje casi exclusivo en el individuo y en sucesos puramente políticos y militares. Luego, con la llegada de Fernand Braudel a la dirección de la revista, a mediados de la década de 1950, habría comenzado lo que algunos denominaron como la «segunda generación» de los Annales, marcada sobre todo por la aplicación del gran modelo de las temporalidades, ideado por el propio Braudel, y también por una aproximación histórica que era tanto económica como demográfica. Más tarde, ya en la década de 1960 y comienzos de la de 1970, se habría desarrollado una tercera generación de los Annales, identificada con lo que se conoció como «historia de las mentalidades».

Tiendo a pensar que hasta ese momento hubo ciertos criterios metodológicos, temáticos y de perspectiva que podrían permitirnos hablar de una cierta unidad, aunque no de homogeneidad; ya entonces resultaba evidente que había tonos y miradas distintas a la hora de hacer historia. Esto quedó muy claro cuando, en la década de 1980, apareció lo que algunos denominaron como la «cuarta generación» de los Annales, la de la «historia cultural», de la que yo formaría parte. En aquel contexto se hizo cada vez más visible que tanto en la revista como en la propia École se habían desarrollado formas muy diversas de interpretar y escribir la historia y que todos esos modos de interpretación presentes en los Annales habían logrado incidir fuera del propio círculo interno, por lo que aquello contra lo que se había luchado en un principio ya se había modificado.

Esa diversidad, que era cada vez mayor, se debía, entre otros aspectos, a la internacionalización del campo historiográfico y a la permeabilidad hacia corrientes que provenían de otros países y que eran absorbidas por distintos grupos. Por eso creo que, al menos desde esa época, se hizo imposible pensar en términos de generaciones, aunque a mí nunca me ha parecido que haya habido una identidad nítida e identificable dentro de los Annales. Fíjese, sin ir más lejos, que mi propia obra está inscripta en una «cuarta generación» asociada a la historia cultural, contraponiéndola a la perspectiva más cuantitativa y económica. Sin embargo, ya Marc Bloch, fundador de la revista Annales, había hecho historia cultural en toda regla al escribir un libro como Los reyes taumaturgos, en el que se destacaban criterios basados en las representaciones colectivas, los ritos y las creencias.

Lo que sucedió en realidad fue que, durante muchos años, distintos historiadores –o grupos de historiadores– intentaron aprovechar el prestigio de la revista, presentándose como «historiadores de la Escuela de los Annales», lo que daba la imagen de un grupo homogéneo que, en rigor, no era tal. Eso era una pura invención. En este sentido, debo decirle que yo, que provengo de ese mundo, me he sentido mucho más próximo al tipo de trabajo que han realizado colegas de Italia, Estados Unidos, España y América Latina que de otros colegas de la École, donde teóricamente estábamos los herederos de los Annales. Por supuesto, no pretendo destruir esta identificación con la revista y con la escuela, pero considero que es importante poner algunos matices. Reconozco que esa identificación fue muy provechosa, dado que muchos libros fueron traducidos porque en teoría pertenecían a la «escuela de los Annales», y que hubo un tiempo en el que nombrar a los Annales implicaba hacerse poseedor de un cierto capital simbólico. Pero para mí todo aquello de la primera, segunda, tercera y cuarta generación siempre ha sido una invención, una suerte de fábula.

Si quitamos del medio la idea de generaciones, es claro que, en la década de 1960, se impuso con mucha fuerza la perspectiva de la llamada «historia de las mentalidades», dentro de la cual se destacaron Philippe Ariès, Georges Duby y Robert Mandrou. ¿Cuáles son, a su entender, las principales contribuciones que hizo la historia de las mentalidades?

Creo que la historia de las mentalidades fue fundamental para pensar una serie de dinámicas y de fenómenos que habían ocupado un lugar secundario o subordinado en el campo historiográfico francés. Frente a las perspectivas socioeconómicas, la historia de las mentalidades se propuso hacer eje en las creencias y las formas de percepción que eran compartidas por diversas sociedades y grupos, estudiando los modos comunes de pensar, de ver y de sentir. Ese nuevo enfoque, que se desplegó desde la década de 1960, tuvo un gran impulso a partir de la obra de Jacques Le Goff, Robert Mandrou, Georges Duby y Emmanuel Le Roy Ladurie, así como de los sustanciales aportes de Philippe Ariès –quien era, en rigor, un outsider de la academia y de la École, a la que fue integrado uno o dos años antes de su muerte–. Si bien la perspectiva promovida por estos historiadores implicaba, sin dudas, una cierta ruptura con la historia dominante, incluso dentro de los Annales, también marcaba un cierto retorno a planteos que ya estaban presentes en la obra de Lucien Febvre, uno de los fundadores de la revista, en tanto había sido él quien, en su día, había utilizado el concepto de «herramientas mentales» para denominar las distintas creencias y categorías que eran compartidas por un grupo específico o una sociedad concreta. Así que, de un modo u otro, los historiadores de las mentalidades desarrollaron su concepto a partir de la categoría de Febvre y le dieron un nuevo dinamismo, construyendo una aproximación histórica que puede delinearse a partir de cuatro características centrales. Una de ellas era la de pensar que existía efectivamente una «mentalidad colectiva» en un momento dado o en un lugar dado. Hacer hincapié en lo común, en lo repetitivo y en lo compartido, ligaba ese enfoque a un tipo de historia cuantitativa, dado que si había fenómenos reiterados, debía ser posible reconstruir series y estadísticas que los mostraran. La segunda característica de la historia de las mentalidades era la de privilegiar las fuentes masivas –como las notariales, las demográficas, los catálogos e inventarios de bibliotecas–, que permitían el análisis de lo compartido y de lo común, al mismo tiempo que un tratamiento estadístico. El tercer rasgo distintivo era el de tomar el modelo de las temporalidades de Fernand Braudel para analizar las prácticas y los consumos culturales. Por un lado, se verificaba la larga duración de algunos fenómenos que resistían a las mutaciones y, por el otro, se examinaba, como lo hacía Michel Vovelle, el momento de ruptura, de desplazamiento de las creencias, de las transformaciones de las formas de pensar el mundo. La cuarta y última particularidad en el campo de la «historia de las mentalidades» era la de una tensión entre una perspectiva como la de Philippe Ariès, centrada en aquello que era común y compartido dentro de una sociedad, y otra, más cercana a la historia social francesa, que veía correspondencias entre las mentalidades y las clases sociales. Si para Ariès lo importante era el proceso que transformaba las creencias o los sentimientos de una época en parte de una «mentalidad común», para la corriente de la historia de las mentalidades más cercana a la historia social, que estaba representada sobre todo por Georges Duby y Robert Mandrou, lo trascendental era ver la mentalidad en relación con una clase social o a un medio profesional, o incluso las tensiones entre lo «popular» y lo «elitista». Pero lo cierto es que, pese a las diferencias que pudieran existir, la «historia de las mentalidades» constituía un paradigma dominante.

¿Cuáles eran los principales aspectos de la historia de las mentalidades que, a su juicio, resultaban problemáticos y requerían una revisión? ¿Cuáles eran las maneras en las que la nueva historia cultural, nacida durante la década de 1980 y de la que usted formaba parte, proponía superar los escollos que encontraba en la historia de las mentalidades, aun cuando en buena medida reconociera muchos de sus aportes?

La vertiente que se dio en llamar «nueva historia cultural» era deudora y heredera de la historia de las mentalidades, pero al mismo tiempo establecía críticas a esa tradición y marcaba lo que consideraba sus límites. En aquel momento, algunos investigadores considerábamos que el concepto de mentalidad era demasiado fijo y estático, y veíamos un problema en el hecho de que la historia de las mentalidades, al hacer tanto énfasis en aquello que era compartido y constante, dejara de lado no solo la idea de prácticas, sino también la diversidad de estas. Es por ello que, en lugar de buscar lo repetitivo, lo constante y lo sistemático, la nueva historia cultural se esforzó por trabajar con estudios de caso de situaciones particulares. De este modo, el marco analítico que se desplegó a fines de la década de 1980 a partir de obras como The New Cultural History1 [La nueva historia cultural] –un libro editado por Lynn Hunt en el que escribimos diversos historiadores e historiadoras– marcó una ruptura con un modelo de historia cuantitativa –que había sido adoptado por los historiadores de las mentalidades– e hizo hincapié en la particularidad de situaciones y procesos históricos específicos que también permitían sacar conclusiones amplias. En lugar de organizar la demostración histórica a partir de una división social ya establecida, la historia cultural pretendía pensar la construcción móvil, inestable y conflictiva del mundo social. Y esto implicaba la necesidad de acuñar nuevas ideas, como por ejemplo la de «luchas de representación» y la de «actos performativos de los discursos». A esto se añadió otra diferencia con la historia de las mentalidades y era la relación con los «vecinos» de las ciencias sociales. Mientras que la historia de las mentalidades había tenido cierta familiaridad con la sociología y la psicología, la historia cultural se sintió vecina de la antropología y de la crítica literaria. Por un lado, la historia cultural enfatizó la importancia del análisis de los textos –documentos, escritos, publicaciones– y, por el otro, marcó la necesidad de hacer hincapié en los ritos, las ceremonias y las prácticas que transmitían una serie de sentidos y símbolos. A partir de este horizonte se podía pensar una historia cultural que respetaba la herencia de la historia de las mentalidades, pero que a la vez ofrecía perspectivas nuevas y diferentes a ella.

Y dentro de la propia historia cultural parecía haber diferencias, aun cuando existiese un terreno común…

Por supuesto, porque siempre ha sido difícil definir o delimitar lo que constituirían los objetos propios de la historia cultural. Puede haber una perspectiva que marque una frontera y que divida, por ejemplo, la historia de la educación, la historia intelectual, la historia de los medios, la historia del arte, la historia de la literatura. Este tipo de lectura indica que hay unos objetos concretos que son culturales, pero que son analizados por disciplinas específicas, en tanto tienen características que no necesariamente comparten con el resto. Pero hay, por supuesto, una segunda perspectiva, que es la de considerar que toda historia es cultural. Este modelo rompe con el de las historias diferenciadas, en tanto sostiene que, como cada conducta y cada realidad objetiva es el resultado de significaciones que los individuos, las comunidades y las sociedades expresan en prácticas, ritos, y símbolos, la cultura es aquello que atraviesa toda la historia. Mientras que la primera perspectiva parte de un principio de delimitación de un corpus de textos y prácticas en relación con la estética, la intelectualidad y la literatura, definiendo la historia cultural en función de una serie de objetos propios, la segunda podría inscribirse en una relación con la antropología simbólica tal como la entendió Clifford Geertz, que considera que todas las conductas, los comportamientos y los rituales están investidos de un proceso de producción de sentido que es definido como cultural.

En 1989, usted publicó un ensayo que es ya un clásico de la nueva historia cultural. Me refiero a El mundo como representación. Quisiera preguntarle, en primer término, en qué medida buscaba, mediante ese concepto, producir una superación de la categoría de «mentalidad» sobre la que conversábamos anteriormente, y cuáles son, desde su punto de vista, las razones por las que el concepto de «representación», que tenía claras evocaciones de la obra de Émile Durkheim, pero también de la de Ernst Kantorowicz, tuvo un éxito tan nítido en el campo historiográfico y analítico en general.

Pienso que el éxito del concepto de representación se vincula con varios fenómenos. El primero es que se trata de una noción que ya era familiar en las sociedades de la Edad Media y, sobre todo, de la primera modernidad, y, al mismo tiempo, es un concepto analítico que fue utilizado por la sociología, la historia y la estética. A diferencia del concepto de «mentalidad», que es claramente una invención del siglo XIX, el de «representación» tiene una dimensión que es tanto histórica como metodológica. Si observamos los diccionarios de la lengua española podremos ver muy bien esta dimensión. Fíjese, por ejemplo, la definición de representación dada por el Tesoro de la lengua castellana o española de Covarrubias de 1611. Dice que «representar» es «hacernos presentes algunas cosas ausentes con palabras o figuras que se fijan en nuestra imaginación». En definitiva, la «representación» es «hacer presente lo ausente». Pero ya en el siglo XVIII, la categoría adquiere una complejidad mayor. En el Diccionario de autoridades, publicado entre 1726 y 1739, el acto de «representar» es definido, por un lado, como hacer presente lo ausente, pero también como la forma de «manifestar en lo exterior alguna cosa que lo hay o que lo parece». Según este diccionario, «representación significa también autoridad, dignidad, carácter o recomendación de la persona. Y así se dice, Fulano es hombre de representación». En definitiva, aparece una doble dimensión que alude, por un lado, a la de la representación de una ausencia y, por el otro, a la exhibición de una presencia. Un aporte fundamental en este sentido fue el que desarrolló Louis Marin, un autor que lamentablemente ha sido poco traducido al español. Marin afirmaba que la representación tiene un carácter transitivo (o transparente) y otro reflexivo (u opaco). El primero nos indica que una representación «representa algo», pero el segundo nos muestra que la propia representación se presenta a sí misma como «representación de algo». Es decir, la dimensión transitiva muestra a la representación como una operación de sustitución: hay un elemento que reemplaza a aquel que está ausente. Y la dimensión reflexiva nos muestra esa propia representación como la exhibición de una presencia.

En este sentido, diría que hay tres líneas que nos permiten pensar, en términos históricos, sobre la base de la idea de representación. Una de ellas es la que proviene de la gran tradición sociológica francesa asociada, fundamentalmente, a Durkheim y Marcel Mauss, para quienes las «representaciones colectivas» –como ellos las llamaban– constituían el cimiento de las distintas formas de percepción, clasificación y juicio. En el caso de Durkheim y Mauss, las representaciones colectivas mostraban los modos en que se internalizaban o se incorporaban las estructuras sociales, dando lugar a modos de percibir, pensar y actuar. En una segunda línea, podemos entender las representaciones como las formas a través de las cuales los individuos, los grupos, las comunidades y las sociedades exhiben y manifiestan su identidad. En esa dinámica, los individuos, pero también los distintos grupos y comunidades, se reconocen a sí mismos, y se dan a conocer a otros, a través de representaciones, de gestos, de formas específicas. Por último, podemos mencionar una tercera línea, que se vincula a la representación en un sentido delegativo, en tanto hay una persona o un grupo de personas que ejercen la representación de una colectividad, de un poder o de una identidad. Es la idea de los representantes políticos. Esas tres líneas nos permiten articular la representación incorporada, la representación exhibida y la representación delegada, haciendo de la idea de representación un instrumento analítico poderoso.

En su obra, ese concepto se vuelve especialmente potente en tanto se lo asocia a procesos de lucha con dimensiones performativas y simbólicas. ¿Hasta qué punto las «luchas de representación», tal como usted las ha denominado, forman parte de distintas estrategias de afirmación y/o rechazo de distintas identidades en el campo social? ¿En qué medida esas «luchas de representación» son sociales y políticas?

La idea fundamental es, precisamente, dejar en claro que las representaciones son parte del mundo social y, como tal, lo constituyen. Creo que, en este sentido, la obra de Pierre Bourdieu es muy importante, ya que muestra que el mundo social está constituido por una tensión entre la aceptación o el rechazo de diversas representaciones –simbólicas, del poder, de identidades–. Tal como lo expuso Norbert Elías en El proceso de la civilización2, la modernidad no consiste en la desaparición de la lucha violenta entre grupos e individuos, sino en la posibilidad de que esa violencia también se desplace, en virtud de la limitación de las pulsiones, al campo de lo simbólico. El hecho de que las luchas sociales, e incluso podríamos decir las luchas de clases, ya no se expresen única y exclusivamente a partir de la violencia física o de una guerra abierta y declarada, sino a través de combates en los modos de representar y de clasificar, lleva a que los distintos grupos e individuos proyecten sus identidades, sus perspectivas y sus discursos a través de representaciones. Y esas representaciones entran en pugna unas con otras.

Es en este sentido que las luchas de representación forman parte de los elementos que pueden asegurar una determinada dominación política, una dominación social o una dominación de género. Tanto la historia política que estudia las formas de ejercicio del poder a la manera de Kantorowicz, como las modalidades de análisis de la construcción de las desigualdades sociales a la manera de Bourdieu, o la propia historia de las mujeres en el marco analítico crítico que promovió, entre otras, Lynn Hunt, expresan permanentemente luchas de representaciones. Este último ejemplo, el de la representación de género, es muy claro, en tanto que la dominación simbólica hace aceptar como naturales las representaciones dominantes de «lo masculino» y «lo femenino» hasta el momento en que estas son rechazadas, como bien lo demuestran los diversos movimientos feministas.  

 Como cualquier concepto renovador de la disciplina, el de «representación» ha tenido también sus críticas, como las que formularon el italiano Angelo Torre y el español Ricardo García Cárcel. ¿Cómo analiza y piensa esas objeciones?

Aunque son de orden diferente, considero que ambas críticas se encuentran unidas en la idea de que estudiar las representaciones constituiría una forma de alejarse de la realidad histórica y social. Por un lado, tenemos la crítica de García Cárcel, que consiste, fundamentalmente, en la idea de que hacer eje en las representaciones puede volvernos cómplices de los mitos del pasado. En su consideración, las representaciones no pueden más que distorsionar y ocultar la verdad histórica, los hechos tal y como sucedieron, por lo que, según su punto de vista, estudiar esas representaciones conduce directamente al relativismo. Lo que García Cárcel plantea es, en definitiva, la existencia de una verdad de la historia que se opone a la falsedad o las ilusiones de las representaciones. Si esta crítica es principalmente epistemológica, la que realizó Angelo Torre tiene un corte más metodológico. En un artículo, publicado en la revista italiana Quaderni Storici, Torre planteó que el estudio de las representaciones llevaba aparejado un abandono del estudio de lo que él definía como la «realidad», que consistiría en las prácticas sociales de los individuos y grupos del pasado.

Creo que estos argumentos críticos hacia la noción de representación y al estudio de las representaciones, en virtud de un supuesto alejamiento de la verdad histórica o de la realidad histórica, llevan, en primer lugar, a una pregunta: ¿qué son y para qué sirven, entonces, las fuentes históricas? Nosotros, como historiadores, no vivimos en el siglo XVI, por lo que todo lo que decimos sobre el siglo XVI surge a partir de documentos que enumeraron, narraron y comentaron las realidades de ese tiempo. Y esos documentos o esas fuentes no nos muestran lo que los críticos de la noción de representación denominan «la realidad» o «la verdad», sino justamente las representaciones de una realidad pasada. Por lo tanto, si los historiadores trabajamos con documentos, que constituyen representaciones de la realidad, la lógica nos indica que nuestro trabajo es descifrar los códigos internos de esas representaciones para llegar al conocimiento de las realidades efectivamente vividas.

En segundo lugar, considero que apelar a la categoría de representación y trabajar a partir de ella en el análisis histórico social no supone de ningún modo abandonar el terreno de las prácticas y las experiencias humanas en la realidad social. De hecho, los esquemas de representación se relacionan directamente con condiciones de posibilidad inscriptas en esa realidad, por lo que difícilmente puede verse el trabajo con las representaciones como una anulación de aquella. La representación no está escindida de aquello que representa o pretende representar. En este sentido, creo que algunas críticas a la noción de representación y al trabajo de los historiadores a partir de las representaciones tienen un problema añadido, que es el de considerar que las representaciones no constituyen, en sí mismas, una realidad. El punto es justamente que las representaciones también forman parte del terreno de lo real.

Permítame introducirme de lleno en la cuestión de la historia del libro. Es sabido que el campo específico comenzó a delinearse a partir de la publicación de La aparición del libro, de Lucien Febvre y Henri-Jean Martin3. ¿Cuál fue, para usted, la importancia del marco promovido por esa obra y por ambos autores?

Creo que el trabajo de Henri-Jean Martin y Lucien Febvre, publicado en 1958, plasmó una novedosa práctica historiográfica que abrió camino a un campo de estudios y, a partir del uso de herramientas estadísticas y de métodos de análisis social, permitió, entre otras muchas cosas, analizar la presencia de libros en distintos entornos sociales –haciendo jugar allí el poder adquisitivo y la pertenencia a una determinada clase–. Siempre he considerado que el título La aparición del libro era algo desafortunado, ya que el trabajo de Lucien Febvre y Henri-Jean Martin estaba enteramente dedicado a las consecuencias de la invención de la imprenta, y eso  impedía ver que había libros antes de la creación de Gutenberg.  Pese a ello, considero también que tanto los aportes que ambos realizaron, como la apertura del campo de la historia del libro fueron de un gran valor.

A partir del estudio de Febvre y Martin se desarrolló el que, durante muchos años, sería el paradigma dominante en la historia del libro. Ese paradigma hacía hincapié, en primer lugar, en la «gente del libro», es decir, en los impresores, los tipógrafos, los encuadernadores, los editores. Y al poner el foco en ellos acababa construyendo una historia social de las personas que participaban de ese universo. La segunda línea importante de este paradigma era la de poner énfasis en la coyuntura de la producción de los libros. Estos historiadores tomaban un modelo que la historia ya había utilizado para otras mercancías y, valiéndose de herramientas cuantitativas y estadísticas, indagaban en la producción de libros a escala nacional y local, durante un determinado periodo. La tercera línea de este enfoque se basaba en el desarrollo de una reflexión sobre el modo en que el libro se introducía en las sociedades: cómo se distribuía, cómo se accedía a él y cómo las bibliotecas hogareñas de libros –la clase de libros que tenía la gente– podían vincularse con una determinada identidad social. De ahí que este tipo de historia prestara tanta atención a los inventarios de libros que se encontraban en los testamentos o a los catálogos impresos de las librerías.

Si bien ese paradigma, tal como usted lo expresa, fue dominante, tuvo también una serie de modificaciones e incorporaciones a lo largo del tiempo. Sin ir más lejos, en la década de 1980 usted fue uno de los coordinadores, junto con el mismo Henri-Jean Martin, de la Histoire de l’édition française [Historia de la edición francesa]4, proponiendo algunos enfoques nuevos. Pero, además, en su propia obra es claramente visible la influencia de la sociología de los textos de Donald McKenzie y la de la paleografía de Armando Petrucci. ¿Cuáles fueron los principales aportes de esas tradiciones y de esas aproximaciones históricas e intelectuales para construir nuevas perspectivas en el campo de la historia del libro?

Es cierto que cuando publicamos la Histoire de l’édition française con Henri-Jean Martin emergieron una serie de perspectivas nuevas, pero creo que estas se asociaron, en buena medida, al tema de la investigación, que estaba más centrado en el proceso editorial que en la historia del libro. En ese sentido, uno de los principales puntos, que hasta entonces no había sido tratado en el campo de estudios dominante sobre los libros, fue el de pensar el modo en que los editores seleccionaban los textos en distintos periodos históricos construyendo una determinada «identidad editorial». Por otro lado, y tal como usted comentaba, comenzaron a desarrollarse, desde distintas latitudes, nuevos enfoques que desafiaban el paradigma francés de la historia del libro y que hacían hincapié en cuestiones como la de la materialidad. Esto fue muy claro con la aparición, en 1986, del libro Bibliografía y sociología de los textos del académico neozelandés Donald McKenzie5. La sociología de los textos propuesta por McKenzie, por la que muchos nos vimos atraídos, remarcaba que no todos los textos eran libros y que, por lo tanto, se debía prestar una atención particular a otras producciones escritas, lo que a muchos de nosotros nos llevó a pensar que era necesario unir en una misma perspectiva el análisis de la producción, la circulación y la apropiación de los textos impresos o manuscritos –fueran estos libros o no– y a considerar que la materialidad misma de los libros desempeñaba un papel fundamental en la recepción por parte de los lectores. Este tipo de planteo desafiaba, sin dudas, algunos de los rasgos de la tradición francesa de la historia del libro, en tanto esta no se ocupaba demasiado de la materialidad, sino que veía los libros casi como títulos que podían ser puestos en una serie estadística. La sociología de los textos propuesta por McKenzie permitió modificar ese enfoque, mostrando que las formas materiales de los libros constituyen una realización e incluso una encarnación de su sentido –en tanto se considera que el sentido de un texto depende también de la forma de su inscripción material–. Este planteo llevó a un análisis más detallado de los diversos elementos «no verbales» de los propios libros: el formato, el carácter tipográfico, la división del texto, la puntuación. Todos estos elementos forman un libro, pero no son estrictamente «el texto» que está publicado dentro de este libro.

A ese enfoque se le debe agregar otra referencia externa a la tradición francesa de la historia del libro, que fue igualmente fundamental para desarrollar nuevos análisis y perspectivas en torno de esta materia. Me refiero a la tradición italiana de la paleografía o de la codicología, cuyo exponente principal fue, sin dudas, Armando Petrucci. Fue Petrucci quien nos llamó a considerar la cultura escrita en su totalidad. Al tomar en cuenta las más diversas prácticas y producciones de lo escrito en una determinada sociedad, Petrucci amplió el marco y la perspectiva de análisis, porque situó el libro impreso dentro de una entidad más amplia: lo que él llamaba la «historia global de la cultura escrita», que incluía la historicidad de las normas, de los códigos y las competencias en el uso de la escritura, pero también la de las maneras de leer. Creo que, a partir de estas tradiciones, lo que podemos concluir es que progresivamente se fue transitando un camino que condujo de la historia del libro a una sociología de los textos y a una historia global de la cultura escrita.

En muchos de sus ensayos usted retoma la idea de Kant según la cual, por un lado, el libro puede ser considerado como un objeto –es decir, como un bien material que es producido por un editor y comprado o adquirido por un propietario que pasa a ser su poseedor y potencial lector–, y por otro, como una obra –es decir, como un texto que pretende transmitir un determinado discurso–. ¿Cómo se interrelacionan en el campo de la historia cultural estas dos dimensiones del libro? ¿Qué desafíos supone esa dualidad a la hora de producir una aproximación histórico-crítica?

La doble dimensión que marcaba Immanuel Kant en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres es una verdadera constante y es central para comprender algunos de los aspectos más importantes de la historia del libro y de la historia de la lectura. Lo que Kant vio, y que hoy es señalado por casi cualquier diccionario, es que el libro es, por un lado, un objeto material o, como él mismo lo llamaba, un opus mechanicum, que es producido a través de una determinada técnica que permite su distribución y su circulación, y cuyo propietario es quien lo adquiere. Pero por otro lado, y tal como lo manifestaba a la vez el mismo Kant, un libro es también un discurso, una obra que ha sido escrita por un autor –que es, en ese caso, su propietario–, y que ha tenido la mediación de editores y libreros, y cuyo propósito es dirigirse a un lector. Esa doble identidad o doble dimensión que marcaba el filósofo alemán adquiere un sentido importante en el siglo XVIII, porque es en ese momento cuando surge la idea misma de copyright, que estaba destinada a proteger el libro como discurso, como obra textual. No debemos olvidar que en el siglo XVII se solía afirmar que un libro tenía, por un lado, un cuerpo, y por el otro, un alma. ¿Cuál era el cuerpo? La materialidad. ¿Cuál era el alma? El discurso.

A la hora de hacer historia o sociología del libro, es necesario tener siempre en cuenta estas dos dimensiones, que están entrelazadas entre sí. Este es el modo en que, de hecho, han trabajado numerosos historiadores, sociólogos e investigadores de distintas disciplinas. Pero debo decirle que, lamentablemente, ha habido ciertas perspectivas que han tendido a olvidar esta doble dimensión. Algunos análisis desde la crítica literaria han tendido a estudiar los textos sin su materialidad, como si se pudieran considerar las obras independientemente de su forma de inscripción material. Esto fue muy claro en la tradición estructuralista de la crítica literaria y de la semiótica. Pero, al mismo tiempo, otros han querido estudiar la materialidad del libro sin prestar atención al texto y a su discurso, considerando que lo importante eran únicamente los procesos de fabricación y las intervenciones múltiples que transformaban el texto en un objeto. Gracias a Don McKenzie, a Armando Petrucci y a la tradición francesa de la historia del libro, creo que es posible establecer una relación y una aproximación histórica tanto a la materialidad del libro como a la crítica textual, pensándolas en su conjunto.

Permítame referirme a una de esas dos dimensiones: la de la materialidad. ¿En qué medida impacta sobre los lectores? ¿Por qué la inscripción material de las obras es un elemento central para la historia de la lectura?

La materialidad es un elemento esencial para entender las apropiaciones sucesivas de una misma obra y es por ello que la dualidad que usted mencionaba debe estudiarse históricamente. Al estudiar, por ejemplo, una determinada obra de Shakespeare, de Jorge Luis Borges o de Machado de Assis, debemos tener en cuenta que una determinada inscripción material de esa obra –entendida como discurso– condiciona también el modo en que la leemos y la percibimos. Pensemos en esto: todos hemos leído la misma obra –entendida nuevamente como discurso– en una edición concreta y particular, en un formato concreto y particular, en una lengua concreta y particular. Además, lo hemos hecho, como individuos, en una situación de lectura que es igualmente concreta y particular. Y esto implica que nuestra aproximación a esa obra está mediada por circunstancias singulares que han marcado nuestra lectura y nuestra apropiación de esa misma obra. Ahora bien, usted y yo podríamos, por ejemplo, comenzar a hablar de Hamlet o de Madame Bovary sin referirnos necesariamente a la edición específica en la que leímos esas obras, es decir, prescindiendo de la inscripción material. Esa transhistoricidad de algunas obras, decía Borges, tiene algo misterioso, en tanto parecería que son, siempre, idénticas a sí mismas. Con ellas adoptamos, como decía un crítico shakesperiano, una «perspectiva platónica», ya que al referirnos a ellas excluimos completamente su dimensión material, sus ediciones concretas. Eso mismo sucede cuando pensamos en términos de copyright. El copyright protege una obra, cualquiera sea su forma de publicación. No protege una edición particular, sino que protege la obra. Sin embargo, esa misma obra solo puede existir a través de una determinada materialidad, solo puede encarnarse en la forma de un objeto específico. En definitiva, el copyright profundiza y refuerza esa perspectiva platónica, colocando la materialidad en un segundo plano y el discurso textual en el primero. Sin embargo, como historiadores, sabemos que las obras, cualesquiera sean, aun aquellas que nos resultan transhistóricas, requieren del estudio de las circunstancias y de las materialidades que han hecho posible nuestro encuentro con ellas en situaciones bien concretas, bien específicas, bien particulares, bien singulares. Y es por ello que una historia del libro y una historia de la lectura atenta a las dinámicas de los sujetos, a los modos de apropiación de las obras, a las formas de recepción y movilidad de los textos, no puede prescindir nunca de la dimensión material.

En Historia de la lectura en el mundo occidental, libro que coordinó junto con el paleógrafo italiano Guglielmo Cavallo6, usted enfatiza que, al ejercer el acto de leer, el lector se enfrenta a toda la serie de mediaciones ya incorporadas en el libro, tanto en su carácter discursivo como en su propia materialidad. Si como usted afirmó, el lector transgrede las coacciones, pero desde una libertad condicionada, ¿es la historia de la lectura, en buena medida, el estudio de las formas en las que actúan los condicionamientos que el libro impone sobre el lector y los modos en los que este, de igual manera, ejerce su libertad?

 Lo que usted está marcando en su pregunta es una de las grandes paradojas de este campo de estudios. Por un lado, la historia de la lectura parte del supuesto de que el lector tiene libertad, capacidad de apropiación y de comprensión de aquello que lee. De hecho, la historia de la lectura solo puede existir si se establece una autonomía del lector en relación con lo que le es propuesto, tanto por el texto del autor como por el libro del editor. Pero, al mismo tiempo, la historia de la lectura afirma que esa libertad y esa capacidad de apropiación tienen condicionamientos, coacciones y constreñimientos. Esos condicionamientos son producto de los libros en su doble sentido, como obras/discursos y como objetos materiales. Por un lado, los modelos narrativos y retóricos le imponen al lector una serie de marcos de ubicación de aquello que lee, en tanto la lectura se ejerce dentro de una larga herencia de categorías literarias y estéticas. Por otro lado, y siguiendo nuevamente a Don McKenzie, todos los elementos no textuales del libro le imponen al lector una clasificación, un reconocimiento y una ubicación que se encuentra en el marco de una cultura impresa ya establecida. En este sentido, la historia de la lectura parte del reconocimiento de que el lector percibe y lee dentro de un marco de coacciones que, de un modo u otro, le imponen una cierta forma de recepción de las obras. Toda la historia de la lectura busca esta tensión entre la libertad del lector y las coacciones dentro de las que ejerce esa libertad. Es por ello que suelo utilizar la frase que usted menciona, y que hace referencia a un lector que transgrede coacciones, al tiempo que ejerce una libertad restringida. Esta es la idea que resume la relación entre la historia de los libros, la historia de los textos, la historia de las lecturas y de los lectores. El punto está, entonces, en cómo se moviliza, a partir de estudios particulares, esta relación que está sujeta a variaciones históricas, en tanto depende de momentos, de géneros, de espacios de libertad que se abren o se cierran.

Por otro lado, es importante destacar que la capacidad del lector depende siempre de su construcción sociocultural. El famoso ensayo de Michel de Certeau en el que identifica la lectura como una forma de «caza furtiva» muestra que el texto-libro o el libro-texto nunca se impone totalmente en la mente del lector, porque este sostiene siempre un espacio de invención, de apropiación y de creación. La lectura no es un mero consumo, es una actividad creadora y creativa. Al mismo tiempo, al abordar la historia de la lectura, es importante pensar en «lectores» en plural. Es cierto que hay posturas individuales de lectura, pero también hay sociedades de lectores, comunidades de lectores. Esas comunidades se definen a partir del entrecruzamiento de criterios sociales, generacionales, de género. Todo esto define los aspectos más interesantes y provocadores, pero también difíciles, de una historia de la lectura, de las lecturas, de los lectores.

¿En qué medida la imprenta desarrolló una revolución en términos de prácticas lectoras y en qué medida favoreció una que ya estaba produciéndose? ¿Cómo se conectaron los cambios en términos técnicos y de producción con las transformaciones en la lectura?

Creo que para pensar la revolución de la imprenta asociada a la historia de la lectura es necesario reflexionar sobre una serie de líneas diferentes que se encuentran en relación. En primer lugar, debemos considerar la cuestión técnica que es, en rigor, la verdadera revolución del invento de Gutenberg, en tanto antes de la imprenta la reproducción de los textos solo podía realizarse a través de la mano del copista o del escritor. Con la prensa de imprimir y los caracteres móviles esto se modificó, lo que dio lugar a una multiplicación de los textos. Además, el tiempo en que se fabricaban los libros se redujo, y lo mismo sucedió con los costos de producción. La consecuencia de este proceso fue una circulación cada vez mayor de los libros, que se expresó en dos vías: si por un lado cada libro podía llegar a más lectores, también cada lector podía hacerse de más libros. En esta misma línea de análisis, es decir, la vinculada a la técnica, se produjo otra revolución en el siglo XIX, con la industrialización de la impresión, que fue seguida en el siglo XX de la transformación digital. Sin embargo, cuando pensamos en la imprenta, creo que debemos referirnos, al mismo tiempo, a la cuestión asociada a la forma material del libro, es decir a su morfología. Al observar lo que sucedió con el invento de Gutenberg, nos percatamos de que este no modificó el carácter del libro, que siguió siendo fundamentalmente el mismo tipo de objeto. La forma material del libro, tal como la conocemos, se remonta al códex desarrollado durante los primeros siglos de la era cristiana. El códex ya nos muestra el libro como una serie de pliegos, hojas y páginas que cuentan con una encuadernación o algún tipo de cobertura, lo que se contrapone a su forma precedente de rollos o tabletas –como las de la región de Sumeria–. Este tipo de transformación, nítidamente morfológica, se mantuvo intacta con el desarrollo de la imprenta. Ahora bien, cuando vemos estos procesos en relación con la lectura, podemos identificar otros tres procesos que refieren a transformaciones sociológicas y culturales. Sin dudas, la primera gran transformación se produjo en los monasterios durante la Alta Edad Media, cuando comenzó a verificarse un paso de la lectura en voz alta a una de tipo silenciosa, por lo que, tal como usted sugería, el cambio en las prácticas de lectura comenzó a producirse antes de la invención de la imprenta. Una segunda revolución en términos de lectura tuvo lugar en el siglo XVIII, cuando se produjo una transición de un corpus de libros específico y limitado, que estaba dirigido sobre todo a los miembros de las elites –que ejercían una lectura intensiva–, a una producción más extensa de libros, que llegaron a manos de un público más amplio de lectores. Finalmente, en el siglo XIX tuvo lugar a una tercera transformación, con la aparición de nuevas categorías de lectores, producto, en buena medida, de los procesos de alfabetización. Los niños y las mujeres, pero también diversos sectores de las clases llamadas «populares» accedieron a la lectura. Y, al mismo tiempo, se profundizó el pasaje de la lectura intensiva a la extensiva. Los lectores multiplicaron, valga la redundancia, sus lecturas, comenzaron a leer más rápidamente y, al hacerlo, no siempre le dieron un peso o una autoridad a aquello que leían.

Recién hacía referencia a la transformación del mundo digital para las prácticas lectoras, pero también para la propia idea de lo que constituye un libro. ¿Cuáles son las principales modificaciones que ha supuesto, hasta ahora, la revolución digital? ¿Cómo se conjugan los cambios técnicos con los hábitos de lectura?

Sin lugar a dudas, la revolución digital ha supuesto una transformación técnica y una transformación morfológica. Por un lado, tenemos un cambio técnico que modifica la forma de transmisión de la textualidad. Por otro lado, tenemos un cambio morfológico, en tanto la pantalla, que es totalmente distinta de una página, cambia la forma de inscripción del texto. Lo llamativo es que ahora la técnica y la morfología han cambiado de forma simultánea. Pensemos en la invención de la imprenta, un caso sobre el que recién conversábamos. A través del invento de Gutenberg, un libro siguió siendo básicamente lo mismo que era desde la creación del códex: un objeto que consistía en hojas dobladas, pegadas y encuadernadas. Su gran revolución fue técnica, pero la morfología quedó intacta. Ahora pensemos en la invención del códex. ¿Qué fue lo que sucedió allí? Una transformación exclusivamente morfológica. Pero lo que sucede ahora es totalmente distinto porque las dos revoluciones se producen al mismo tiempo. Esta es, además, una revolución muy singular, en la medida en que se trata de la primera vez que el soporte técnico ya no se vincula a un contenido específico. Este no era el caso de las tablas de Sumeria, ni del manuscrito medieval ni del libro del siglo XIX. Fíjese que, a diferencia de la página, la pantalla no solo permite leer, sino que es el vehículo de cualquier tipo de producción simbólica. Sabemos que un libro está necesariamente vinculado con el contenido textual, pero ahora en la misma pantalla en la que podemos leer un libro, también podemos tener, como lo estamos haciendo ahora, una conversación. Apenas terminemos nuestro diálogo, cada uno de nosotros podría, si así lo quisiera, leer una noticia o mandar un correo en el mismo dispositivo en el que hemos conversado. Esta gran transformación da lugar a cambios importantes en las prácticas lectoras, en la medida en que ha favorecido lecturas más aceleradas, impacientes y fragmentarias. Y supone, al menos en mi perspectiva, un desafío: el de los criterios de lectura. El mundo de internet y de las redes se presta, como se ha verificado durante los últimos años, a la proliferación de noticias falsas y a diversas formas de falseamiento y de manipulación de la historia. Y, honestamente, no estoy convencido de que podamos distinguir bien las cosas, o al menos no todavía. Los criterios de lectura, los criterios de evaluación y juicio de aquello que leemos, también pueden modificarse. La frase «lo he leído en internet» como criterio de verdad es, lamentablemente, muy preocupante. Creo que, en este sentido, además de analizar las implicancias técnicas y morfológicas de los cambios que ha supuesto el mundo digital, es necesario que nos embarquemos en estudios sobre las prácticas lectoras en ese mismo universo.

Profesor Chartier, me gustaría preguntarle por uno de los asuntos más espinosos sobre los que ha trabajado en su obra: el de la llamada «cultura popular». Usted no solo escribió su famoso ensayo sobre la Biblioteca Azul, que reunía libros que algunos historiadores, como Robert Mandrou, definieron como destinados al «lector popular» –algo que usted discutió–, sino que también indagó en el concepto mismo de «cultura popular»7. De hecho, en un artículo publicado hace ya décadas afirmó que, en realidad, «la cultura popular es un concepto culto». Al mismo tiempo, usted ha valorado muy positivamente el trabajo de Carlo Ginzburg sobre el molinero Menocchio8, afirmando que mostró modos populares de lectura, incluso respecto de textos que provenían de la cultura hegemónica. ¿En qué medida la cultura popular supone un desafío para la historia del libro y la historia de la lectura? ¿De qué hablamos cuando nos referimos a los modos populares de leer?

La cuestión de la cultura popular siempre ha sido muy problemática, porque si bien podemos afirmar que existe algo que denominamos «pueblo», el conflicto comienza cuando pensamos en qué consiste exactamente. Y lo mismo sucede, lógicamente, cuando hablamos en términos de «cultura popular». Esto conduce a una multiplicidad de definiciones posibles, que no siempre tienen un punto en común. Por un lado, se puede adoptar una definición estrictamente social o socioprofesional, que lleva a que lo popular sea establecido en relación con ciertas clases sociales presentes en una sociedad concreta. Pero también se puede adoptar una definición mediática, en la que lo popular es lo exitoso, lo masivo, lo que trasciende las clases sociales o que parece, a priori, trascenderlas. Esto muestra que, conforme a las aproximaciones, el sentido de lo que llamamos pueblo y, por ende, de lo que consideramos como «popular» se modifica. Un segundo problema consiste en pensar esa cultura que ha sido definida como «popular» como un sistema autónomo y cerrado que tiene su propia lógica. Esta es la tentación del folclore, de la folclorización de lo popular. Pero también es problemático pensar la cultura popular en términos de carencia y de dependencia en relación con la cultura dominante, erudita. Si la primera perspectiva es la de una cultura popular carnavalesca, que es independiente del resto de la cultura, constituyéndose como un sistema cerrado, la segunda perspectiva piensa la cultura popular como desprovista de una cierta legitimidad. La tensión entre estas dos miradas ha sido esencial en los trabajos históricos, como lo muestra claramente la obra de Peter Burke.

Cuando avanzamos hacia el terreno de la historia de la lectura en relación con la cultura popular, considero que, en lugar de centrarnos en la identidad específica de un corpus –que sería el de la «literatura popular»–, debemos desplazar nuestra atención hacia los modos de apropiación de aquello que se lee. Usted mencionaba a Carlo Ginzburg, y justamente el caso de Menocchio nos muestra esos modos de apropiación9. Es decir, nos muestra la forma en que una serie de textos que no fueron producidos para un público integrado por campesinos, artesanos o pequeños mercaderes –es decir, para un público popular, en el sentido social del término– pudieron ser apropiados por esos sectores, a menudo gracias a su nueva forma de publicación, de circulación y de adquisición. Se trataba de textos que habían sido escritos originalmente para otro tipo de público, pero que pudieron ser apropiados por el mundo popular. Incluso en el caso de ciertos textos «impuestos», existe siempre un espacio posible para la apropiación a través de la lectura. Esa era, de hecho, la idea fundamental de Ginzburg cuando afirmaba que Menocchio leía textos de la cultura dominante de un modo muy particular. Un modo que Ginzburg identificaba como «popular», como un modo «popular» de lectura. Usted sabe que hay mucho debate sobre si un molinero como Menocchio podía ser realmente considerado como una encarnación de lo popular. Porque una cosa es encarnar a alguien que no está en las elites, pero otra distinta es encarnar algo que puede ser definido como popular. Pero cualquiera sea el diagnóstico sobre «lo popular» de Menocchio, para Ginzburg lo importante era mostrar que la lectura de Menocchio era la que tenía ese carácter popular. Y esa calificación no se vinculaba a que un molinero pudiera ser miembro de las clases populares, sino a que, tal como afirmaba el propio Ginzburg, la lectura que Menocchio hacía de ciertos textos implicaba la movilización de un sistema de pensamiento y de creencias que procedían de una tradición oral, que eran folclóricos, que pertenecían a una historia cultural primordial, campesina. Eso era lo popular de Mennocchio, más que su condición social.

Esta perspectiva abierta por Ginzburg me parece central para comenzar a resolver el problema de lo popular en términos de la historia de la lectura y la historia del libro. Cada vez que nos aproximamos a un corpus que es definido como «popular» debemos prestar mucha atención y verificar qué se está queriendo decir con ello. Pensemos en el caso que usted planteaba, el de la Biblioteca Azul10. Ese corpus no era popular en sí mismo ni había estado dirigido primariamente a un lector definido, socioprofesionalmente, como popular, tal como creía Robert Mandrou, en una interpretación que, quizás, estaba algo cargada de ideología. Sin embargo, el modo de circulación a través de la venta ambulante, y el modo de apropiación, a través de las formas de lectura, podían tener algún carácter popular. Pero dado que los lectores de los libros de esa Biblioteca Azul no han dejado diarios o memorias que nos permitan entender cómo los leían, debemos manejarnos con algunos indicios para sacar conclusiones provisorias.

Ya que hablamos de cultura popular en relación con la historia del libro, permítame preguntarle por su ensayo «Los libros, ¿hacen revoluciones?» que fue publicado en Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII11, donde usted analizó los orígenes culturales de la Revolución Francesa. Aquel texto daba cuenta de una polémica, por cierto muy amable, con su amigo y colega Robert Darnton. Leyendo el ensayo, y entrevistando luego a Darnton, he tenido la impresión de que, en rigor, no tenían tantas diferencias. Si bien para Darnton los libros de la Ilustración, y sobre todo los «libros filosóficos», habían contribuído en el desarrollo de un «temperamento revolucionario», no habían favorecido un paso mecánico a la propia revolución. ¿Cómo ve aquel debate, a la luz de los años?

Lo primero que me gustaría decirle es que es una alegría que The Revolutionary Temper: Paris, 1748-1789 [El temperamento revolucionario: París, 1748-1789], el último libro de Robert Darnton, haya sido traducido al francés. Es un libro interesantísimo, sobre el que recientemente he publicado una reseña en el periódico Le Monde. Recuerdo que cuando sostuvimos aquel debate, Darnton estaba muy involucrado en sus fantásticos estudios sobre la Sociedad Tipográfica de Neuchâtel (en Suiza). En esos trabajos, mostraba que a partir de 1740 o 1750 se había producido en Francia una fuerte circulación de aquello que los editores llamaban «libros filosóficos» y que eran, en rigor, libros que contenían una mezcla entre lo pornográfico y lo político y que, a la vez, realizaban denuncias contra los aristócratas y contra la misma monarquía. Darnton consideraba que la circulación amplia de esos libros ya había transformado la relación de los franceses con la autoridad monárquica, algo con lo que yo no estaba del todo de acuerdo. Sin embargo, más recientemente, Darnton matizó esta perspectiva y en su libro Piratería y edición, publicado hace tres años, retomó sus estudios sobre los archivos de la Société Typographique de Neuchâtel y mostró que lo esencial del negocio de esta casa editora estaba en las ediciones piratas, más que en los libros prohibidos12. Esas copias piratas estaban prohibidas en Francia por una razón puramente comercial, en tanto no respetaban los privilegios reales que habían obtenido los editores de esas obras, que eran introducidas en el país desde el exterior en ediciones más baratas. Era esa circulación ilegal de ediciones igualmente ilegales lo que estaba prohibido. Porque esos libros eran, digamos, bastante tradicionales, conservadores. De hecho, si habían recibido un privilegio real era porque no tocaban de ninguna manera a las autoridades y el sistema de creencias instalado. Y en este trabajo reciente, Piratería y edición, Darnton lo mostraba, equilibrando así la relación entre los libros realmente prohibidos –es decir, los que defendían y mostraban imágenes o ideas que iban en contra de la autoridad– y el negocio de las ediciones piratas. Ahora, en The Revolutionary Temper, Darnton desplaza más su atención a los panfletos y los libelos, indagando en el modo en que contribuyeron a una transformación del humor, de la sensibilidad y de las percepciones en el periodo previo a la Revolución Francesa. Y esto me parece muy interesante, en tanto marca una trayectoria en el pensamiento de Darnton: al principio más centrado en la idea de que la Revolución fue habilitada por la propia circulación de ese corpus «filosófico» –que incluía no solo de manera estricta la filosofía, sino los llamados «libros filosóficos» que contenían pornografía–, y ahora más focalizado en la conformación de una nueva sensibilidad, de una nueva percepción o, como él mismo dice en su libro, de un nuevo temperamento a partir de la circulación de rumores y noticias transmitidas, tanto de modo impreso, como de forma oral. Creo que, de este modo, Darnton se acercó a una perspectiva como la de la historiadora Arlette Farge, que siempre hizo hincapié en los rumores y en todo aquello que circulaba oralmente13. Pero en el caso de Darnton, y esto me parece muy acertado, esa perspectiva va de la mano de la circulación de los textos, cualquiera haya sido su formato. Así que creo que ahora nuestras posiciones sobre si los libros hacen o no revoluciones son más próximas que cuando tuvimos el debate. 

 En su trabajo sobre los orígenes culturales de la Revolución Francesa usted planteaba, además, una discusión sobre la forma en que los actores del propio proceso revolucionario reconstruían los fundamentos históricos del acontecimiento, dando lugar a la constitución de un panteón selectivo de precursores. ¿En qué medida la categoría de «orígenes» utilizada para la comprensión del proceso entra en contradicción con la forma en que los actores mismos los pensaron?

En primer término, debo decirle que soy consciente de que hay quienes plantean objeciones a la categoría de «orígenes», en tanto esa noción es ambigua y paradójica porque, justamente, las revoluciones se reivindican a sí mismas como un momento de ruptura absoluta, como un momento sin prefiguraciones. Es lo que el mismo Darnton recuerda en el epílogo de su libro, cuando muestra que, en muy poco tiempo, la Revolución Francesa inauguró, por ejemplo, un nuevo calendario y hasta una nueva métrica. Pensemos, sin ir más lejos, que luego de la Revolución Francesa comenzó a hablarse del Año I de la República. Esto, por supuesto, no es privativo de esa revolución; lo mismo puede decirse respecto de la rusa o de la china, por nombrar solo dos. Al pensarse a sí mismas como rupturas radicales con todo lo previamente existente, se presentan primero como una absoluta novedad, aunque luego busquen sus propios precursores para justificar su causa. Uno de los principales críticos de la idea de «orígenes» fue el propio Michel Foucault, que consideraba que no se podía, de ningún modo, pensar que un evento existiera antes de su emergencia real como acontecimiento. Pensar en términos de orígenes, suponía, en el planteo de Foucault, eliminar u olvidar lo radical del acontecimiento. El problema es que esta perspectiva filosófica de corte nietzscheano es muy interesante pero hace difícil escribir la historia. Lo que debemos hacer, y esto es ciertamente lo que ha hecho Darnton en toda su obra, y muy particularmente en sus últimos libros, es detectar todo aquello que puede prefigurar u organizar los cambios de percepción y de mentalidad que se producen antes del acontecimiento revolucionario, de la ruptura radical que se muestra a sí misma como una pura novedad, como un hecho sin orígenes. No es necesario que utilicemos el concepto de «orígenes», del que yo ciertamente me valí en mi libro sobre la Revolución Francesa, pero sí es necesario que podamos ver las formas en que fue desarrollándose un cambio en la perspectiva de las personas. Esto nos permite encontrar otra dimensión de las revoluciones, porque estas revoluciones que se afirman como una ruptura radical son las mismas que luego van en busca de sus precursores para ubicarlos en su propio panteón. Todas, absolutamente todas las revoluciones –la francesa, la rusa, la china– han construido panteones en los que han ubicado a aquellos a quienes han considerado sus precursores. Y esto muestra que las revoluciones, en su propia radicalidad, no pueden borrar la presencia obsesiva de orígenes construidos a través de esos precursores. Las revoluciones mismas reescribieron su historia a través de ellos para mostrar que el proceso revolucionario estaba destinado a ocurrir.

En su ensayo «Descristianización y laicización», también publicado en su estudio sobre los orígenes culturales de la Revolución Francesa, usted desafía la tesis de un proceso de pura desacralización y, en consonancia con la tesis de Mona Ozouf, se refiere a una «transferencia de lo sagrado» del mundo propiamente religioso al naciente espacio secular. ¿En qué medida ese desplazamiento modificaba la relación de la ciudadanía con la religión? ¿Cómo se expresó esto en el mundo del libro?

Aquel capítulo de mi libro sobre los orígenes culturales de la Revolución Francesa tenía justamente el objetivo de mostrar esa transferencia de lo sagrado desde el espacio propiamente cristiano al nuevo universo secular. Evidentemente, el proceso de secularización dejaba en evidencia una distancia cada vez mayor entre las nuevas prácticas y aquellas que habían dominado a la Francia tradicionalmente católica, pero no necesariamente revelaba una desacralización, o al menos no en todos los terrenos. Lo que se producía era, más bien, una transferencia de lo sagrado. En ese sentido, me valí de los trabajos de Mona Ozouf y Michelle Vovelle, quienes intentaban demostrar que el alejamiento de lo «sagrado cristiano» implicaba la adopción de nuevas formas de sacralidad. Dado que mi intención era realizar un estudio cultural, traté de dejar en evidencia que, luego de la revolución, se establecieron cultos, ceremonias y ritos seculares que no estaban desprovistos de un carácter sacro. Tal como lo mostró el crítico e historiador Paul Bénichou con el caso de Víctor Hugo, que fue considerado el «gran escritor nacional» y fue elevado a una altura simbólica equivalente a la de un rey, los escritores mismos fueron parte de ese proceso. Ese caso, el de Víctor Hugo, es muy nítido: su figura se volvió portadora de una relación de respeto, de sacralización y de exaltación. Este tipo de indagación permite ver que la traslación de los ritos religiosos del cristianismo –y en el caso de Francia, del catolicismo– a espacios seculares acabó construyendo una suerte de religión laica, cívica. Lo que se sacralizó ya no fue más un misterio, sino una obra, una presencia, un discurso, una voz. Este tipo de sacralización llegó, como decía, hasta la misma literatura. Un ejemplo de ello es Éloge de Richardson [Elogio de Richardson] de Denis Diderot (1762), en el que se ensalza la obra del escritor británico, sacralizando las virtudes que esa obra tiene. Este proceso de sacralización de aquello que anteriormente no era considerado sagrado puede encontrarse en numerosos documentos de la revolución, y creo que se verifica también en el nuevo estatuto que se le confiere a la literatura y a la idea del autor nacional, al que se considera la encarnación de la nación o del pueblo.

Durante toda nuestra conversación nos hemos referido a sus principales libros, y en ellos no solo es visible su vocación de abrir nuevas preguntas, sino también la de asumir que en la escritura de la historia hay, también, herramientas narrativas. Esto me recuerda que en el prólogo a su libro El juego de las reglas14, José Emilio Burucúa afirma que el modo en que usted entiende la dimensión narrativa de la historia se contrapone al de Hayden White, para quien el discurso histórico no manifiesta diferencias con el de la ficción. ¿En qué medida afectó a la historia la homologación entre ambas formas discursivas? ¿Cuáles han sido sus principales puntos de desacuerdo con esa tradición que parecía contravenir la premisa de Michel de Certeau según la cual la historia, aun con todo su carácter narrativo, debe poder ser sometida a pruebas?

Creo que a partir de la obra de Hayden White, que hizo eje en las confluencias entre la escritura de la historia y la escritura de obras de ficción, se produjeron una serie de malentendidos. Y esos malentendidos llevaron a perspectivas relativistas que pusieron en duda la capacidad de la historia para producir saber y conocimiento. En su famoso libro Metahistoria15Hayden White indicó, creo que correctamente, que el uso de formas narrativas y metafóricas es similar en la escritura de la historia y en la escritura literaria. Es lícito afirmar que un discurso del saber y del conocimiento no puede hacer otra cosa que valerse de recursos que también son movilizados por los discursos literarios. Esto es algo que Michel de Certeau ya había visto en su libro La escritura de la historia, en el que indicaba que la narrativa de ficción y la historia compartían figuras y formas retóricas16. Pero, a diferencia de White, De Certeau avanzaba en una explicación que marcaba lo que era propiamente específico de la escritura de la historia, destacando dos niveles: uno era el del discurso del historiador y el otro, el del discurso de las fuentes utilizadas por el historiador. Y esto le permitía diferenciar no solo los discursos, sino también las perspectivas epistemológicas. De este modo, en la obra de De Certeau, a diferencia de la de White, quedaba claro que la historia se reivindica como productora de saber y de verdad con relación con hechos del pasado, aun cuando utilice métodos narrativos que son también parte del mundo de la ficción. Esta postura, que comparto, implica asumir, de entrada, que la perspectiva epistemológica de la historia no se encuentra en la escritura de literatura. Lo que importa, en el campo de la historia, es el sometimiento del conocimiento y las hipótesis a una serie de técnicas de prueba. Y esto es algo que una novela no precisa, excepto que quiera imitar a un libro de historia. El trabajo del historiador o de la historiadora es construir un objeto de investigación, movilizar fuentes para responder a una serie de preguntas y, finalmente, someter su análisis a una serie de pruebas técnicas y a criterios establecidos por una comunidad de saber. Lógicamente, para la escritura de su trabajo de investigación pueden utilizarse herramientas literarias, pero estas no suplen la tarea analítica. Esto era, de hecho, lo que Carlo Ginzburg le decía a Hayden White cuando criticaba la homologación entre literatura e historia17.

Siendo uno de los más agudos críticos de la posición de Hayden White, Ginzburg buscaba mostrar que aquello que se debatía no era solo el estatuto de la historia como disciplina. Para él, y yo comparto esa posición, el relativismo de considerar que historia y ficción producen el mismo saber tenía implicancias cívicas, éticas y políticas. En el fondo, lo que Ginzburg estaba discutiendo era que la homologación entre historia y literatura podía dar lugar a toda una serie de reescrituras subjetivas de la historia que tomaban distancia de la comunidad científica. Fue así como Ginzburg alertó sobre el peligro del revisionismo que podía esconderse detrás de los postulados de White y reaccionó reafirmando la capacidad de generar conocimiento de la historia. Esta, lo sabemos muy bien, siempre está puesta en discusión y tiene una tensión interna, en tanto puede haber aproximaciones distintas a un mismo fenómeno. Pero es allí donde hay que distinguir interpretaciones diferentes pero fundamentadas de aquellas que no tienen fundamento en fuentes, pruebas y demostración de hipótesis. Porque, conviene recordarlo siempre, para hacer historia es necesario cumplir con exigencias epistemológicas. Y eso nos muestra que no todo es discutible. Cuando nos referimos a un fenómeno histórico, nosotros sabemos que existen verdades. Esto es lo que decía Carlo Ginzburg: las cámaras de gas existieron, la Shoah fue una realidad. Luego de asumir esa verdad puede haber interpretaciones, pero esas interpretaciones deben respetar las reglas epistemológicas del conocimiento histórico y la autenticidad del saber. De ahí que yo crea, al igual que Ginzburg, que este tema es absolutamente fundamental. Y, en este sentido, considero que pueden establecerse analogías lógicas entre la escritura de la historia y la escritura literaria, pero que se debe poner el mismo énfasis en distinguir la aproximación epistemológica particular de la historia y sus criterios de conocimiento y de saber. En definitiva, el punto está en pensar las dos dimensiones de la historia: la de la historia como escritura y la de la historia como conocimiento.

Profesor Chartier, he intentado mantener fuera de esta conversación toda una serie de apartados relativos a su propia trayectoria para evitarle un riesgo sobre el que usted ha advertido muchas veces: el de la «ilusión biográfica», tal como la denominaba Pierre Bourdieu. Permítame, sin embargo, una pregunta, que puede quizás rozar esa ilusión, aunque no tocarla de fondo. ¿En qué medida su interés por los libros, sobre los que ha trabajado toda la vida, deviene de su infancia? ¿Había libros en su hogar o su relación con los libros se produjo a través de la escuela? ¿Cómo piensa su propia relación con el mundo del libro a partir de sus vínculos primarios con ciertas lecturas?

En primer lugar, permítame agradecerle por evitarme las preguntas vinculadas a mi propia biografía; creo que, efectivamente, Bourdieu llevaba razón al plantear que estas cuestiones siempre entrañan el peligro de una cierta reescritura, en la cual el propio sujeto reordena su vida, dando a veces una imagen de sí mismo que es, al final, bastante ilusoria. Pero debo decirle, al mismo tiempo, que esta cuestión sobre el interés en los libros asociados a la infancia es algo sobre lo que tengo ciertas ideas. Fíjese que, en este tema, creo que hay dos modelos predominantes. Uno es el de aquellos que, como mi amigo Carlo Ginzburg, crecieron en un mundo saturado de libros. En ese tipo de situación, que podríamos definir como la de la «los herederos», para parafrasear a Bourdieu, suele producirse una rebelión contra las lecturas impuestas, las lecturas favorecidas por la escuela. La otra situación posible es aquella en la que el relato se construye a partir de la falta, de la carencia de libros en el hogar y el grupo familiar, por lo que el papel del libro es, justamente, cubierto por la escuela. En ese grupo de «conquistadores» de los libros, las lecturas impuestas superan, así, a las elegidas, y son los textos escolares los que se constituyen como la puerta de entrada al mundo del libro. Mi experiencia es la segunda. Por mi origen social y por mi universo familiar, casi no había libros, exceptuando aquellos que se recibían como regalos navideños. Esto hizo que la escuela desempeñara, para mí, un papel muy importante en el acceso a los libros y a la lectura. A tal punto esto fue así que todavía hoy disfruto leyendo los clásicos franceses que leía cuando era un niño, y recuerdo el placer que me producía hacerlo en ese momento. Me sucede, por ejemplo, con las obras de Molière. Pero si la escuela fue una puerta de entrada importante, lo mismo sucedió con la televisión, que en la Francia de la década de 1960 tenía una importante función educativa. Había programas que adaptaban los clásicos del siglo XIX, pero también documentales sobre libros, escritores y pintores. Hace algunos años escribí un brevísimo artículo sobre esta cuestión y dije que tal vez no sería historiador –y sobre todo historiador del libro y la lectura– de no haber sido por mis maestros y maestras de la escuela primaria, pero también por esos hombres hoy olvidados que, a través de la pantalla en blanco y negro del televisor, nos iniciaron en el mundo de la lectura. Reconozco que para responder a esta pregunta preciso ir al terreno personal, sucumbiendo a la «ilusión biográfica» de la que tanto hablaba Bourdieu y a la que usted hacía alusión porque sabe que siempre pretendo escapar de ella, y debo decirle que creo que, en mi caso, la carencia de libros fue decisiva. Creo que, en alguna medida, ha operado en mí la psicología de la compensación: me han interesado mucho los libros porque no tenía demasiados.

  • 1.

    University of California Press, Berkeley, 1989.

  • 2.

    [1939] FCE, México, 1987.

  • 3.

    [1958] Unión Tipográfica Editorial Hispano Americana, Ciudad de México, 1962.

  • 4.

    4 vol., Promodis, París, 1982-1986.

  • 5.

    [1986] Akal, Madrid, 2005.

  • 6.

    [1995] Taurus, Madrid, 2001.

  • 7.

    «Cultura popular: retorno a un concepto historiográfico» en Manuscritos: Revista d’Història Moderna N° 12, 1994.

  • 8.

    C. Ginzburg: El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI, Muchnik, Barcelona, 1991.

  • 9.

    El libro da voz a Domenico Scandella, un molinero del siglo XVI, a partir de las actas del proceso llevado en su contra por la Inquisición. En sus páginas se reconstruye la particular visión de Menocchio del nacimiento del mundo, adquirida a partir de algunas de sus lecturas y que resultaba herética para la Iglesia católica.

  • 10.

    La Biblioteca Azul fue una colección de libros publicada en Francia entre los siglos XVII y XIX. Reunía novelas, cuentos e historias caballerescas clásicas adaptadas y reescritas para un público amplio.

  • 11.

    Gedisa, Barcelona, 1995.

  • 12.

    [2021] FCE, Ciudad de México, 2024.

  • 13.

    Historiadora francesa, autora de libros como La vida frágil. Violencia, poderes y solidaridades en el París del siglo XVIII [1979], Instituto Mora, Ciudad de México, 1994, y Dire et mal dire. L’opinion publique au XVIIIe siècle [Decir y decir mal. La opinión pública en el siglo XVIII], Seuil, París, 1992.

  • 14.

    FCE, Ciudad de México, 2000.

  • 15.

    FCE, Ciudad de México, 1992.

  • 16.

    [1975] Universidad Iberoamericana, Ciudad de México, 1993.

  • 17.

    Ver C. Ginzburg: El hilo y las huellas. Lo verdadero, lo falso, lo ficticio, FCE, Buenos Aires, 2010.