La industria azucarera, uno de los mercados más protegidos del mundo, está inmersa en un proceso de liberalización que ha revolucionado el sector.
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AFP/Getty Images
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Durante siglos, el azúcar ha sido un sector estratégico para gobiernos y élites de medio mundo. Desde la época de la colonización americana, los dulces cristales han formado parte de las políticas nacionales de muchos países y hoy en día los Estados siguen protegiendo sus intereses en el sector como si de un tesoro se tratase. Es, sin duda, uno de los mercados más distorsionados del mundo y uno de los más suculentos. Pero las reglas están cambiando y Europa ha iniciado un proceso de liberalización que ha alterado toda una cadena de intereses.
Hoy en día se producen más de 160 millones de toneladas de azúcar anuales que mueven cerca de 70.000 millones de dólares (unos 54 millones de euros) en todo el mundo, según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Cada persona consume una media de 24 kilos anuales, tres veces más que hace 50 años. El dato no es uniforme; en Cuba, isla azucarera por excelencia, ingieren hasta 60 kilos al año. Australia, Brasil y México están también en el ránking, superando los 50 kilos anuales. En el caso de España se ha pasado de 5 a 30 kilos por persona y año en un siglo, aunque el aumento se ha experimentado sobre todo durante los últimos 40 años. Es, por tanto, un mercado con una demanda creciente y la misma FAO calcula que en la campaña 2021-2022 la producción será de 207 millones de toneladas, un 26% más que diez años antes.
Europa había sido el centro de este mercado desde el descubrimiento de las Indias, territorio en el que el mismo Cristóbal Colón introduciría la caña. Tras perder el control de muchas de sus colonias azucareras, Europa había incentivado la remolacha en sus territorios y blindado sus fronteras para protegerse del azúcar exterior, a menudo más barato. Con la construcción del mercado común europeo, esta política se reforzó y a principios del siglo XXI, Europa, a pesar de tener los costes de producción más altos del mundo, acaparaba el 40% del total de las exportaciones mundiales, debido a las subvenciones indirectas del sector.
El resto de países productores protestaron durante años por unas prácticas que desplomaban los precios internacionales. En 2005 Tailandia, Australia y Brasil denunciaron finalmente a Europa ante la Organización Mundial del Comercio, que condenó a la UE por sus prácticas en el mercado del azúcar y le instó a liberalizar el sector. La Unión Europea comenzó a abrir su mercado en 2006, en un proceso gradual que durará probablemente hasta 2020. Estados Unidos, que también ha protegido su mercado azucarero con políticas de precios mínimos para los agricultores y aranceles a la importación, abrió sus fronteras en 2008 al azúcar mexicano, mientras que un año antes firmaba un acuerdo con Brasil para conseguir biocombustible de los cañaverales del país sudamericano.
En los últimos años, el escenario ha cambiado de manera sustancial. Europa ha pasado de ser exportadora neta a importadora y otros países, principalmente Brasil y Tailandia, han llenado su hueco. “El precio en el mercado mundial lo pone ahora el azúcar brasileño”, asegura Javier Narváez, secretario del consejo rector de Acor, una cooperativa con base en Valladolid (España). Paradójicamente, tanto el país de la samba como Tailandia protegen y subvencionan sus propios mercados participando en esas prácticas que tanto criticaban a Europa. Ninguno de los dos parece dispuesto a dejar caer sus barreras, pero otros Estados ya se lo plantean. India, el segundo productor global y el primer consumidor en términos absolutos, ha anunciado que será el siguiente que se lance a la liberalización del sector. Al igual que tantos otros países, la producción ha estado controlada durante décadas por el gobierno, pero las autoridades no han sido capaces de hacer el sector rentable en un lugar donde el azúcar se consume principalmente crudo y elaborado de forma casera.
A pesar del juego de países, las más beneficiadas por el proceso de liberalización europeo han sido las multinacionales. La protección de los mercados había hecho que el azúcar se inmovilizara, es decir, que se consumiera en el mismo país de fabricación y que apenas se vendiera internacionalmente. Aún hoy en día sólo el 30% del azúcar mundial sale al mercado internacional, pero la proporción aumenta de forma constante. “Han sido las empresas que han conseguido una integración vertical de sus procesos de producción las que se han impuesto en el sector”, asegura Jorge Chullén, analista de la Unión Internacional de Trabajadores de la Alimentación (UITA) especializado en el sector azucarero. Las empresas se han concentrado tanto que el pasado mes de abril la Comisión Europea investigó a varias de ellas por haber encontrado indicios de violación de las leyes de competencia comunitarias.
Se puede pensar que en un mundo cada vez más preocupado por la imagen y la figura, la industria azucarera morirá lentamente. Pero el cambio en los patrones de consumo, con productos cada vez más industriales, y el desarrollo en ciertas partes del planeta seguirán incrementando la demanda. “Se ha dado una disminución del consumo directo de azúcar, pero al mismo tiempo se ha incrementado mucho el azúcar escondido en productos elaborados”, asegura Luis Serra, catedrático de Medicina Preventiva y Salud Pública de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. En los países desarrollados, sólo el 25% del consumo de azúcar es directo. El rechazo hacia las grasas también ha supuesto una ventaja para los productos azucarados, cuyo etiquetado a menudo recalca la ausencia de este tipo de lípidos, si la hubiere, para dar una apariencia de saludable.
Además, los dulces cristales ya no son el único trofeo de este mercado. Se dice que la caña es uno de los conversores más eficaces de luz solar en materia orgánica. Crece rápido y la fibra resultante tiene cientos de usos diferentes. Es lo que se ha llamado un flexiproducto. La remolacha tampoco se queda atrás y es posible encontrar una utilidad a cada una de sus partes y residuos. Durante siglos, estos subproductos no habían sido más que una parte secundaria del mercado. Lo principal era conseguir el azúcar. Pero la aparición de los biocarburantes ha revolucionado el sector. “Los biocombustibles han cambiado la manera de estructurar el precio azucarero”, afirma Chullén. Así, la caña de azúcar y la remolacha pueden utilizarse para producir el llamado etanol, un eficaz sustituto de la gasolina (en contraposición a los aceites que sustituyen al diésel). En un mundo sediento de energía, los que tienen la infraestructura para fabricar la gasolina verde tienen ahora un buen precio asegurado, pero aquellos menos poderosos dependen de los intereses de los grandes.
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