Hace varios días, mientras revisaba mi «biblioteca», reparé en Reflexiones sobre la violencia de Georges Sorel, que había comprado y leído un cuarto de siglo atrás. Revisé mis anotaciones sobre el libro y partes del texto sin ninguna intención en particular, sino más bien como una forma de recordarme el extraño pero clarividente cóctel intelectual de nacionalismo o marxismo arrogante (según sea el caso), desprecio por los valores «pequeñoburgueses» y elogio de la violencia que hace Sorel.
Reflexiones sobre la violencia se publicó en 1907 y representa, como han observado muchos, una anticipación un tanto inquietante del siglo europeo siguiente, dominado alternativamente por guerras entre naciones y entre clases. Pero releer a Sorel en 2019 me sugirió otra visión: qué diferente es el mundo actual, a pesar de lo que muchos argumentan, del que él describió, que iba a durar casi un siglo.
Hay tres motores principales en Sorel: la lucha de clases, liderada por un proletariado organizado y sus sindicatos; la lucha nacional, impulsada por los objetivos mutuamente incompatibles de las elites nacionalistas; y el uso de la violencia como una herramienta política legítima a menudo necesaria para precipitar los procesos deseados –pero en cualquier caso, históricamente predeterminados–. Dentro de esa matriz, se puede situar cómodamente el fascismo (como lo reconoció de hecho Mussolini) o el comunismo soviético, como lo ilustra el elogio a Lenin escrito por Sorel en 1918.
Políticamente relevante
Analicemos cada uno de los tres temas claves de Sorel. La lucha de clases casi ha desaparecido de las sociedades desarrolladas contemporáneas. Sin duda las personas continúan diferenciándose por sus posiciones en el sistema de producción, como afirman los marxistas, pero esto ya no es un clivaje tan políticamente relevante como lo fue alguna vez.
Los sindicatos y la huelga general (las ideas por las que se conoce mejor a Sorel) viven un declive de largo plazo. Los sindicatos tienen dificultades para organizar a los trabajadores dispersos y son muy fuertes en sectores estatales, como la salud y la educación, pero no en los sectores privados de la economía, donde originalmente se constituyeron para defender los derechos de los trabajadores. Y la «huelga general» prácticamente ha desaparecido del vocabulario político.
Este año pasé un tiempo en Barcelona y presencié varias jornadas de lo que se llamó huelgas, e incluso una huelga general (vaga general). Pero pronto me di cuenta de que su función era puramente ritual: muy pocas personas se pliegan a ellas, las alteraciones son mínimas y los efectos son probablemente nulos. El papel de las huelgas, como el de las festividades religiosas, es fomentar la participación en un ritual sin esperar ninguna respuesta en la vida real. (Esto, obviamente, se ajusta más a una religión que a un movimiento cívico o de trabajadores).
Sin duda, el nacionalismo está vivo. Pero a diferencia de los nacionalismos fascistas (y del de Sorel), el nacionalismo actual en la Unión Europea no enfrenta a la clase dominante de una gran potencia contra otra, sino a los «descontentos» nacionales contra sus propias elites urbanas y contra los inmigrantes. Es una ideología perniciosa, pero su nivel de amenaza y peligrosidad es mucho menor que a principios del siglo XX.
La función del nacionalismo actual es justificar no que los franceses vayan a la guerra contra los alemanes, sino que la policía proteja las fronteras de Francia contra los migrantes africanos. No convoca a la guerra sino a salvaguardar «valores». Es defensivo, no ofensivo. Es un nacionalismo de «perdedores» y no –como lo expresó Vilfredo Pareto en la misma época que Sorel– de «leones».
(Este es al menos el caso de varios nacionalismos de Europa occidental, muy diferentes de sus predecesores fascistas. Sin embargo, no significa excluir el conflicto entre las tres superpotencias nucleares –Estados Unidos, China y Rusia–, que registran actualmente una ola de nacionalismo más o menos marcial).
El tercer elemento es la violencia. No hay similitud entre la violencia europea antes de la Primera Guerra Mundial –y sobre todo la violencia entreguerras— y la Europa de hoy. Más allá de una docena de víctimas del movimiento de los «chalecos amarillos» franceses debido al uso desproporcionado de violencia por parte de la policía y a accidentes de tránsito, y de transeúntes inocentes que murieron víctimas de actos descentralizados de ira (terrorismo), ni una sola persona fue asesinada por razones políticas durante la campaña por la independencia de Cataluña, la crisis económica en Grecia y las perturbaciones políticas en Italia, Alemania, Polonia, Hungría, los países nórdicos, etc.
El sistema político ha mostrado una extraordinaria flexibilidad y solidez. La violencia como instrumento político legítimo perdió su valor en los países europeos avanzados. (De nuevo, esto podría no ser válido para otros países y regiones).
Profundos cambios sociales
Por lo tanto, vemos que las comparaciones fáciles de la política europea actual con la de la primera parte del siglo XX son erróneas. Nuestra inquietud con los procesos que se dan hoy proviene de aquello «desconocido» que enfrentamos cuando el espacio político experimenta una reconfiguración que es, a su vez, reflejo de profundos cambios sociales: el
declive de la clase obrera y los sindicatos, la práctica desaparición de la religión de la vida pública, el auge de la globalización, la mercantilización de nuestra vida privada y el surgimiento
de una conciencia ambiental.
Creo que el clivaje estándar entre izquierda y derecha, que se remonta a la Revolución Francesa, ya no es tan útil como solía ser. Los nuevos clivajes podrían oponer a aquellos que se benefician de la apertura contra quienes quedan fuera: la burguesía urbana neoliberal contra las personas ligadas a los modos de vida nacionales. Pero esto no es equivalente al conflicto entre fascistas, comunistas y liberales.
Es, de hecho, una nueva política, y el uso de términos viejos e inapropiados –sobre todo, para atacar a adversarios políticos tildándolos de fascistas– no tiene sentido. Sencillamente, no describe de manera adecuada nuestra vida política. Quienes hablan a la ligera de fascismo deberían estudiar la ideología y la práctica del fascismo realmente existente y tratar de encontrar mejores etiquetas para nuestro complejo mundo político.
Traducción: Carlos Díaz Rocca