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segunda-feira, 23 de outubro de 2023

Marx, Lenin y el totalitarismo - Mauricio Rojas (La Ilustracion Liberal)

Marx, Lenin y el totalitarismo

Mauricio Rojas

La Ilustracion Liberal

 

En los círculos en que transcurrió mi juventud revolucionaria no había calificativo más honroso que el de “bolche”. Era sinónimo de entrega total a la causa de la revolución y a la organización que la encarnaba. 

Eso ocurría en ese Chile de fines de los años 60 que se hundía en una lucha fratricida que terminaría desquiciando su pueblo y destruyendo su antigua democracia. Por ese entonces estudiábamos a Lenin con pasión. El ¿Qué hacer?y El Estado y la revolución eran lecturas obligatorias para todo buen bolche. Conocíamos los entretelones del Segundo Congreso de la socialdemocracia rusa, en el que se fundó el bolchevismo, y defendíamos, con absoluta convicción, el derecho de la revolución a instaurar lo que Marx llamó “dictadura revolucionaria del proletariado” y ejercer el terror con el objetivo de alcanzar sus fines. 

Al mismo tiempo, criticábamos al estalinismo, pero no por su uso ilimitado de la violencia sino por ser una supuesta “degeneración burocrática” del ideal marxista-leninista. Circunstancias adversas habrían llevado a la perversión del impulso revolucionario, hasta convertirlo en un monstruoso Estado en manos de una nueva clase privilegiada. 

No era el ideal de Marx y Lenin el que había fracasado, sino su aplicación bajo circunstancias extraordinariamente difíciles, que habían forzado su corrupción. Por ello, el sueño revolucionario seguía vigente, y nada había en él que lo ensombreciese. Sólo con el paso del tiempo y ya en el exilio fui entendiendo la profunda relación que existía entre nuestros ideales tan deslumbrantes y la penosa realidad de las sociedades edificadas en nombre de esos ideales. La dificultad fundamental estribaba en comprender cómo del idealismo podía surgir tanta maldad. Lo más fácil era atribuirlo a causas exteriores, a accidentes de la historia o a la perversidad de ciertos líderes, y quedarse así con los ideales impolutos y la conciencia tranquila. 

Pero esto fue lo que terminé poniendo en cuestión, y ello implicó, además, un serio cuestionamiento personal que me obligó a entender que también en ese joven idealista y romántico que yo había sido anidaba la semilla del mal.

Finalmente llegué a la conclusión de que en la misma meta que nos proponíamos estaba la raíz de un accionar político despiadado y sin límites morales. Lo que supuestamente estaba en juego era tan grandioso que todo debía ser subordinado a su consecución. Por ello es que la bondad extrema del fin puede convertirse en la maldad extrema de los medios; la supuesta salvación de la humanidad puede hacerse al precio de sacrificar la vida de incontables seres humanos; se puede amar al género humano y despreciar a los hombres realmente existentes.

El esfuerzo por comprender la asombrosa metamorfosis en verdugos de idealistas entregados plenamente a la causa de crear un mundo nuevo me llevó, hace ya unas tres décadas, a estudiar con cierta profundidad a los creadores del primer Estado totalitario moderno: aquellos revolucionarios rusos liderados por el noble hereditario Vladímir Ilich Uliánov, alias Lenin, que quisieron abolir la explotación y la opresión del hombre por el hombre y terminaron creando una maquinaria de explotación y opresión nunca vista en la historia de la humanidad.

El triste destino de esa primera revolución comunista exitosa se fue repitiendo luego en cada país donde se intentó llevar a cabo un cambio semejante: el intento de recreación total del mundo y el hombre acabó siempre en el totalitarismo. Hoy, todo aquello puede parecer historia: un pasado que ya no guarda relación alguna con nuestro tiempo. Y así puede ser si solo nos atenemos a las formas concretas que asumieron esos intentos mesiánicos. Sin embargo, mirando el fondo de las cosas podemos ver que hay una lección universal que aprender en el clamoroso fracaso del marxismo revolucionario. Se trata de la perversión fatídica del idealismo revolucionario por su propia soberbia, por aquella intención de partir de cero, de hacer tabla rasa de quienes realmente somos, o, para decirlo con las palabras de Platón en La República, de tratar al ser humano como si fuese “un lienzo que es preciso ante todo limpiar” para sobre él plasmar nuestras utopías.

Esta “voluntad de crear la humanidad de nuevo”, por usar las palabras de Hitler para definir el núcleo del nazismo,[1] esta tentación mesiánica fue lo que hizo de Lenin y sus bolcheviques unos verdaderos genocidas, pero no fueron los primeros ni serían los últimos que se dejaron llevar por el delirio de la bondad extrema. En el futuro los veremos sin duda reaparecer blandiendo nuevas promesas de cambio total y redención plena, como hacen los islamistas radicales o los antisistema, con su comparsa de izquierdistas nostálgicos de la revolución.

Por ello, para que no olvidemos la terrible lección de la historia, es que he decido actualizar mis estudios sobre los revolucionarios rusos y reunirlos en un libro que he titulado Lenin y el totalitarismo, que recientemente ha publicado la editorial Sepha (Málaga).

Marx y el pensamiento totalitario 

En el libro se analiza no solo la historia de Lenin y sus revolucionarios genocidas, sino que se hace una serie de reflexiones más generales acerca de la naturaleza del totalitarismo, su relación con el pensamiento de Marx y la pertinencia de usar este término para conceptualizar el régimen de la Rusia soviética. Sobre ello merece la pena detenerse un poco.

La visión revolucionaria de Marx fue definida muy tempranamente [2] en torno a la idea de la transformación total no solo del mundo existente sino del ser humano mismo. La naturaleza humana debía ser rehecha mediante la violencia apocalíptica de la revolución comunista; surgiría entonces un hombre nuevo, capaz de forjar una sociedad radicalmente distinta a todas las anteriormente conocidas. Sus célebres palabras en La ideología alemana de 1845 no dejan lugar a dudas al respecto: 

Tanto para engendrar en masa esta conciencia comunista como para llevar adelante la cosa misma, es necesario una transformación masiva del hombre [eine massenhafte Veränderung der Menschen nötig ist], que sólo podrá conseguirse mediante un movimiento práctico, mediante una revolución, y, por consiguiente, la revolución no sólo es necesaria porque la clase dominante no puede ser derrocada de otro modo, también porque únicamente por medio de una revolución logrará la clase que derriba [el sistema] salir del cieno en que está hundida y volverse capaz de fundar la sociedad sobre nuevas bases[3].

Este ser humano masivamente transformado fundaría una sociedad cuya característica esencial sería la unidad inmediata y absoluta del hombre con su especie o, para decirlo con el vocabulario de Hegel, el fin de toda separación entre las partes (los individuos) y el todo (la sociedad o comunidad). Se propone, pues, el surgimiento de una sociedad total, totalizante y totalitaria en el sentido estricto de la palabra. Esta idea de una sociedad en la que desaparece el individuo como tal, es decir, el individuo con derecho a una esfera propia de libertad separada de lo colectivo y lo político, fue elaborada extensamente por Marx en sus escritos de 1843-44. Un ejemplo notable es su crítica a la existencia misma de unos derechos humanos distintos de los derechos políticos o del ciudadano, tal como establecían las célebres declaraciones estadounidense y francesa.

Estos derechos son criticados por ser la expresión del “hombre egoísta”, la quintaesencia del derecho superior del individuo frente al colectivo o la sociedad. Las palabras de Marx en Sobre la cuestión judía (Zur Judenfrage, escrita a fines de 1843) a este respecto merecen ser citadas con cierta extensión, ya que estamos ante la esencia antiliberal del paradigma que, radicalizando la búsqueda hegeliana de la armonía o reconciliación entre el todo y las partes, formará el núcleo mismo de la ideología marxista:

Constatemos ante todo el hecho de que, a diferencia de los droits du citoyen, los llamados derechos humanos, los droits de l’homme, no son otra cosa que los derechos del miembro de la sociedad civil, es decir del hombre egoísta, separado del hombre y de la comunidad (...) Ninguno de los llamados derechos humanos va por tanto más allá del hombre egoísta, del hombre como miembro de la sociedad civil, es decir del individuo replegado sobre sí mismo, su interés privado y su arbitrio privado, y disociado de la comunidad. Lejos de concebir al hombre incardinado en su especie[Gattungswesen], los derechos humanos presentan la misma sociedad y la vida de la especie[Gattungsleben] como un marco externo a los individuos, como una restricción de su independencia originaria [4].

Para Marx, los únicos derechos importantes son los derechos políticos. En su visión, y al igual que en la de Hegel, el hombre deja de existir en sí para quedar reducido a su calidad de miembro del Estado (o de la comunidad políticamente organizada), con sólo los derechos que éste le reconozca como ciudadano. Es por ello que Marx no puede entender cómo los franceses pudieron crear un tipo de derechos del hombre que funcionan como obstáculos frente a la voluntad política colectiva, derechos que crean una esfera que está más allá de la política o del colectivo:

Es bastante incomprensible que un pueblo que, precisamente, comienza a liberarse, a derribar todas las barreras que separan a sus diferentes miembros, a fundar una comunidad política, que un pueblo así proclame solemnemente (Declaración de 1791) la legitimidad del hombre egoísta, separado de su prójimo y de su comunidad [5].

Marx quiere la sociedad total, que todo lo abarca, sin barreras –es decir, sin derechos individuales que le pongan límites– entre el hombre y el colectivo social representado por el Estado. Esta es, exactamente, la esencia de la definición original de los conceptos de Estado totalitario y totalitarismo, tal como Mussolini los usó ya en los años veinte del siglo pasado: “Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”[6].

Es justamente esta forma totalitaria de ver las cosas lo que hace que Marx manifieste un particular desagrado por la idea de la libertad individual, expresada en la Constitución francesa de 1793, en que se dice (artículo 6, que no es sino una repetición de la famosa declaración de 1791) que la libertad es “el poder que tiene el hombre de hacer todo lo que no perjudique los derechos de otro”. Ante esto Marx comenta desdeñosamente:

O sea, que la libertad es el derecho de hacer y deshacer lo que no perjudique a otro. Los límites en los que cada uno puede moverse sin perjudicar a otro se hallan determinados por la ley, lo mismo que la linde entre dos campos por una cerca. Se trata de la libertad del hombre en cuanto mónada aislada y replegada sobre sí misma [7].

Por esta libertad tan clásica, que es la esencia del liberalismo, ni Marx ni los marxistas del futuro profesarán la menor simpatía. Tampoco la profesarán otros totalitarios, como los fascistas italianos, los nazis alemanes o los fundamentalistas islámicos.

¿Qué es el totalitarismo?

De esta manera, Marx reformuló aquella vieja utopía de corte mesiánico que planteaba el advenimiento de un reino celestial sobre la Tierra, con sus hombres nuevos surgidos de una hecatombe depuradora.

La visión mesiánica de Marx encontraría con el tiempo miríadas de seguidores entusiastas. Entre ellos, los revolucionarios rusos encabezados por Lenin serían los primeros en disponer del poder necesario para intentar la realización práctica de ese “asalto al cielo”, que diera paso a un hombre y una sociedad absolutamente renovados. El resultado fue, en parte, plenamente congruente con la utopía de Marx: efectivamente, se creó la primera sociedad total o totalitaria. Al mismo tiempo, ni de cerca se cumplieron las promesas de armonía, reconciliación y felicidad, sino que del sueño del reino celestial sobre la Tierra surgió un régimen de una brutalidad sin precedentes. Esta discrepancia entre ideal y realidad es lo que ha llevado a muchos a decir que entre la utopía comunista de Marx y la realidad del totalitarismo soviético no existiría vínculo alguno. En mi libro sostengo una opinión diametralmente opuesta a este intento de desvincular a Marx de la obra totalitaria de sus seguidores revolucionarios.

Para probar el vínculo entre el pensamiento totalitario de Marx y el sistema totalitario creado por Lenin, consolidado por Stalin y luego reproducido en todos los demás regímenes comunistas, hay una distancia que es necesario recorrer, si uno de verdad quiere probar, y no sólo creer, que entre el uno y el otro hay una relación de causalidad. Con relación de causalidad quiero decir que las ideas de Marx –condensadas en su visión de una futura sociedad total que alcanzaría la armonía aboliendo toda separación entre individuo y colectivo– fueron no sólo una condición sine qua non para la creación del  sistema social totalitario soviético, también un componente esencial del mismo. Con ello no se quiere desconocer la multiplicidad de condiciones e influencias que debieron concurrir para que se diese el hecho histórico de la creación del primer sistema totalitario moderno, es decir, uno donde se intenta la destrucción sistemática de toda vida social independiente del colectivo representado por el Partido-Estado. Esa multiplicidad de factores existe, pero no puede explicar el resultado alcanzado, es decir, la formación de la Unión Soviética, sin incluir de manera esencial y determinante el componente ideológico, el credo marxista. 

La tesis fundamental del libro es por ello que el totalitarismo como sistema social no es más que el intento de llevar a la práctica la idea de una sociedad-comunidad sin divisiones ni conflictos internos, en la cual el hombre se convierta en lo que Marx llamó el “individuo total” (totalen Individuen) o “ser-especie” (Gattungswesen), sin derechos personales, propiedad o intereses que lo separen del colectivo [8]. Esto hace que el concepto totalitarismosea más amplio que el propio totalitarismo de raigambre marxista, que es sólo una de las propuestas ideológicas que buscan esta fusión del individuo en el colectivo y, por ello, la destrucción sistemática de toda individualidad y toda sociedad civil independiente. El nacionalsocialismo es otra variante de lo mismo, tal como lo es el fundamentalismo islámico.

 Lo anterior no quiere decir que el sistema totalitario  –ya sea el soviético u otro– haya de hecho logrado la destrucción de toda vida social independiente y, con ello, el control absoluto del individuo. Esto es algo que debe ser empíricamente estudiado en cada caso. Lo central en mi definición del totalitarismo reside en el intento sistemático de lograrlo, es decir, en la construcción de un sistema social que se estructura en torno a ese objetivo de control total del individuo. Un sistema así fue el que se erigió en la Unión Soviética, y todo indica que llegó a grados asombrosos de control sobre las personas y de destrucción de la vida social. 

Marx, Lenin y el sistema totalitario

 A partir de esta perspectiva, en el libro se estudia primero la evolución misma del joven Vladimir hasta convertirse en Lenin, es decir, en el arquetipo de revolucionario profesional sin límites morales ni ataduras sentimentales, que a la hora de actuar sólo tenía en cuenta lo que a su juicio fuese útil para el triunfo de la revolución. Luego se analiza el paso decisivo para la fusión del pensamiento y la praxis totalitaria que fue la creación y desarrollo del partido totalitario, el partido bolchevique. A continuación se analiza la construcción del sistema totalitario en la Rusia soviética desde 1917 hasta finales de los años 30. El texto concluye volviendo a retomar la pregunta fundamental acerca de la relación entre lo ocurrido en Rusia y el pensamiento marxista, es decir, la validez de la tesis de que el pensamiento mesiánico- revolucionario de Marx fue tanto una condición sine qua non como un componente esencial del sistema  social totalitario que sus seguidores implantaron en Rusia. Al objeto de discutir la validez de esta tesis se analiza primero la relación entre la herencia histórica específicamente rusa y el proyecto ideológico marxista, para luego pasar a reflexionar sobre la relación entre el pensamiento mesiánico de Marx y la ejecutoria de Lenin y Stalin, consolidador del sistema. 

Una objeción que repetidamente se ha hecho a la tesis que liga causalmente el pensamiento de Marx con el totalitarismo soviético es ésta: las ideas marxistas sólo fueron una especie de decorado o simple coreografía ideológica de un sistema que en lo esencial, tanto en su creación como en su estructura, fue un desarrollo de la herencia histórica rusa, con su despotismo oriental y sus intentos autoritarios de modernización. La conclusión de este razonamiento es que cargar a la cuenta de Marx o del marxismo lo ocurrido en Rusia sería confundir la justificación ideológica del sistema con su contenido real. Con ello no se dice que esa coreografía ideológica fuera del todo intrascendente, pero sí se postula que la misma no explica nada esencial del nacimiento o del contenido del sistema totalitario soviético. 

Muchos autores han planteado este tipo de ideas, empezando por los que explícitamente quieren salvar a Marx y a las ideas comunistas de toda culpa. Para ellos, lo asiático de Rusia y el peso de la historia y el atraso habrían sido los culpables de la tragedia totalitaria, no las ideas comunistas, que de  hecho seguirían siendo tan válidas como siempre. Autores eurocomunistas como el francés Jean Elleinstein tienden por ello, cuando tratan de explicar el estalinismo, a resaltar la “herencia del pasado”, a la que se “puede abolir brutalmente a través de las leyes, pero no (...) extirpar de la conciencia de los hombres. Se la puede destruir por la fuerza, pero no se la puede arrancar inmediatamente del alma humana y de la práctica cotidiana” [9]. 

Un gran autor que da expresión a esta tesis de la coreografía ideológica sin compartir las simpatías por el marxismo o el comunismo es Richard Pipes, uno de los historiadores más destacados de la Revolución Rusa y gran crítico del comunismo [10]. En la última entrega de su trilogía acerca de la marcha de Rusia hacia el bolchevismo escribe lo siguiente:

A pesar de toda la importancia de la ideología, su papel en la formación de la Rusia comunista no debe ser exagerado. Si un individuo o un grupo profesan ciertas creencias y se refieren a ellas para guiar su conducta, se puede decir que actúan bajo la influencia de las ideas. Sin embargo, cuando las ideas son utilizadas no tanto para guiar la conducta personal como para justificar el dominio sobre otros, ya sea por la persuasión o la fuerza, la cuestión se complica, ya que no es posible determinar si esta persuasión o fuerza está al servicio de las ideas o si, por el contrario, las ideas sirven para asegurar o legitimar ese dominio. En el caso de los bolcheviques, existen sólidos fundamentos para sostener que se trata de lo último, ya que desfiguraron el marxismo en todos los sentidos posibles, primero para hacerse con el poder y luego para mantenerse en el mismo[11].  

 

La esencia de esta argumentación fue resumida, hace ya mucho tiempo, por el filósofo, y contemporáneo de Lenin, Nikolái Berdiaev: “Todo el pasado se está repitiendo, y sólo actúa bajo nuevas máscaras”[12].  En todo esto hay muchísimo de razonable, pero también hay un reduccionismo al pasado, a lo dado o a las condiciones que elimina el elemento esencial del movimiento histórico, es decir, el elemento activo y transformador de la praxis humana[13], y, sobre todo, no permite entender cómo de ese pasado surgió algo nuevo ycualitativamente diferente: el totalitarismo. Esto es como querer explicar a Hitler y el nazismo reduciéndolos a lo alemán, ya sea como cultura o como historia, o a las circunstancias imperantes en los momentos críticos en que el nazismo nace y se impone. Sin duda que en cada elemento constitutivo del nazismo se encuentra algo de lo alemán y del impacto de las circunstancias, pero nada de esto explica de por sí esa realidad absolutamente insólita e impredecible que fue el régimen nacionalsocialista, y aún menos a su líder. Esto mismo vale para Lenin, la revolución bolchevique y el totalitarismo soviético.

 

La verdad es que en esto hay que ser capaces de  dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios; a la historia y a las circunstancias lo suyo, pero también a los protagonistas del cambio, con sus ideas y proyectos. Ahora bien, si de este ecuánime reparto se pasa a tratar de entender dónde reside el hecho que hizo a la Unión Soviética algo cualitativamente nuevo en la historia tanto rusa como universal, me parece que no se puede hurtar la centralidad del ideal mesiánico que postula, a través del uso de la violencia emancipadora, el surgimiento de una sociedad total.  

Los elementos de la historia rusa que serán potenciados por la acción del nuevo régimen lo serán a partir de ese sueño redentor y de su única forma posible de realización, que no es otra que la aplicación de la coacción para dar ese empellón decisivo que se supone necesario para operar la “transformación masiva del hombre” (Marx) y elevar la humanidad desde las sociedades de clase a otra donde las clases, junto con la explotación y el egoísmo, han desaparecido. La historia pesa, pero lo hace a partir de opciones ideológicas o proyectos sociales determinados. Una vez más, son los hombres los que hacen la historia, si bien la hacen a partir de condiciones determinadas. 

Todo en la Revolución Rusa es específicamente ruso, y no podía ser de otra manera; pero a la vez lo ruso que formó su materia prima fue seleccionado, trabajado y reconfigurado a partir de un proyecto ideológico de una fuerza excepcional. Y eso mismo es lo permitió que tal régimen fuera luego  reproducido en muchas otras sociedades. De haber sido algo absoluta y exclusivamente ruso, su historia jamás hubiese pasado más allá de las fronteras rusas. Pero, como bien sabemos, no fue así: por doquier surgieron nuevos bolcheviques; surgió así un comunismo específicamente chino, vietnamita o cubano que no por ello dejaba de ser comunismo.

 

El partido totalitario

 El paso de la idea de la sociedad total de Marx a surealización bajo Lenin, Stalin y otros muchos dictadores comunistas requirió siempre de un paso intermedio de importancia vital: la creación del partido totalitario, plasmación anticipada de la utopía de la sociedad total, con su hombre-comunidad u hombre-partido ya realizado. Éste fue el aporte decisivo de Lenin tanto al marxismo revolucionario como a la génesis del totalitarismo[14]. Así se pudo llevar a cabo “el programa de Marx”, la “realización de la filosofía” de que hablaba en sus obras juveniles, el intento de construir un mundo en el que, para decirlo con las palabras de Sobre la cuestión judía, desapareciera “el dualismo entre vida individual y vida de la especie” [15].

 Como ya se indicó, para crear este hombre- especie hubo que destruir, por la fuerza, toda sociedad civil y toda individualidad independiente, todo vínculo o ámbito que separase al hombre del colectivo. Este sacrificio del individuo en aras de la  colectividad fue un realizadovoluntariamente por el militante revolucionario del partido leninista, el hombre-partido, que vive por y para el partido. Ésa fue la célula básica y el prototipo de la futura sociedad total: un ser humano que se segrega o aísla completamente del mundo circundante para sólo existir en y mediante el partido. Estamos, por emplear las palabras certeras de Hannah Arendt, ante “un ser humano absolutamente aislado, aquel que, sin ningún otro vínculo social con la familia, los amigos, los compañeros e incluso conocidos, deriva su sentido de tener un lugar en el mundo solamente del hecho de pertenecer al movimiento, de su militancia en el partido” [16]. Uno de los teóricos leninistas más brillantes, el filósofo húngaro György Lukács, afirmó ya en 1922:  La absorción incondicional de la personalidad total de cada miembro en la práctica del movimiento es el único camino viable hacia la realización de la libertad auténtica [17].

Éstas son palabras dignas de ser pensadas un par de veces: la “libertad auténtica” es, tal como Marx había dicho en sus escritos de juventud, la negación del individuo como tal.  Para extender este ideal a toda la sociedad se requiere, independientemente del país de que se trate y de las condiciones imperantes, de una coacción inaudita. Esto es lo que hace de la utopía misma de Marx la fuerza motriz y la esencia de los  totalitarismos que se construirán e impondrán invocando su nombre. En Rusia, y en tantos otros sitios, los hombres fueron totalizados contra su voluntad, se arrasó a sangre y fuego toda existencia fuera del colectivo definido y controlado por el Partido-Estado. Se creó así aquello que Arendt definía como la base misma del totalitarismo, una sociedad de individuos aislados y sin relaciones sociales normales que se ven enfrentados a un poder que los envuelve y les da la única vida social e identidad que se les permite tener [18].

 

De Lenin a Stalin

La creación de una sociedad así fue emprendida por Lenin y consolidada por Stalin a través del terror generalizado y la destrucción de toda vida económica, social o cultural independiente del Partido-Estado. Su arma más eficaz y su efecto más profundo fue una desconfianza generalizada, un miedo universal que hacía que cada individuo viera en toda relación social ajena a la esfera del Partido- Estado un peligro para la propia supervivencia. Las grandes purgas de los años 30 convirtieron en regla lo que en inglés se denomina guilty by association, la culpabilidad por el mero hecho de tener una relación con una persona a la que se imputa un crimen. Llega así a hacerse obvio que la prudencia más elemental exige que, dentro de lo posible, se eviten todos los contactos íntimos (Arendt)[19]. A partir de esto, y “llevando este principio hasta sus extremos más asombrosos, los gobernantes bolcheviques han logrado crear una sociedad atomizada e individualizada como nunca antes se había visto” [20].

Éste fue el resultado final de una cadena que llevaba de las descripciones idílicas del comunismo hechas por Marx a la realidad terrible del estalinismo. La línea evolutiva es fácilmente trazable, y descansa sobre una lógica que, más allá de las circunstancias y los matices, está inscrita en la más central y poderosa de todas las ideas de Marx: la idea de la renovación total del mundo y la creación de un hombre nuevo. Esa limpieza del lienzo humano de que nos hablaba Platón y que, tal como recoge Karl Popper en La sociedad abierta y sus enemigos, implica el uso sistemático de los métodos más bárbaros de dominación: 

He aquí (...) lo que significa la limpieza del lienzo. Deben borrarse las instituciones y tradiciones existentes. Se debe purificar, purgar, expulsar, deportar, matar [21].

Es por ello que me inclino a contestar afirmativamente a aquella pregunta que Leszek Kolakowski formuló hace ya una treintena de años en un célebre artículo, titulado “Las raíces marxistas del estalinismo”:  

¿Debe todo intento de realizar los valores básicos del socialismo marxista generar necesariamente un organismo político con características manifiestamente análogas al estalinista? [22]

 

Así lo creo; y las experiencias realizadas hasta ahora han sido aterradoramente concluyentes al respecto. Eso es lo que mi libro Lenin y el totalitarismo busca documentar, como una triste lección de las terribles desventuras a las que los delirios del utopismo y la bondad extrema han llevado al ser humano.

 

Bibliografía

– Arendt, Hannah (1951), The Origins of Totalitarianism, Harcourt, Brace and Company, New York.

– Elleinstein, Jean (1975), Histoire du Phénomène Stalinien, Grasset, Paris.

– Kolakowski, Leszek (1983), “Las raíces marxistas del estalinismo”, en Estudios Públicos, nº 11, Santiago de Chile.

– Lukács, Georg (1969), Historia y conciencia de clase, Editorial Grijalbo, México DF.

– OME 5 (1978), Obras de Marx y Engels, volumen 5, Grupo Editorial Grijalbo, Barcelona.

– Marx, Karl y Friedrich Engels (1970), La ideología alemana, Grijalbo, Barcelona.

– MEW III (1962), Marx/Engels Werke, Band III, Dietz Verlag, Berlin.

– MEGA I:2 (1982), Marx/Engels Gesamtausgabe, Band I:2, Dietz Verlag, Berlin.

– Marías, Julián (2005), España inteligible, Alianza, Madrid.

– Pinker, Steven (2003), La tabla rasa: La negación moderna de la naturaleza humana, Paidós Ibérica, Barcelona.

– Pipes, Richard (1994), Russia under the Bolchevik Regime 1919-1924, Harvill, London.– Pipes, Richard (1996), The Unknown Lenin – From the Secret Archive, Yale University Press, New Haven.

– Popper, Karl (1981), La sociedad abierta y  sus enemigos, Paidós, Barcelona.

– Tucker, Robert (1977), Stalinism, Norton & Company, New York. 

 

Notas

[1] La cita está tomada de Pinker (2003), p.

237.

[2] En las obras redactadas entre 1843 y 1845, cuando Marx tenía un poco más de 25

años.

[3] Marx y Engels (1970), p. 82; MEW III (1962), p. 70. Los énfasis (en redonda) son de Marx. Se han intercalado en varias de las citas de Marx algunas palabras del original alemán por la importancia de los pasajes en cuestión. 

[4] OME 5 (1978), pp. 195-197; MEGA I:2 (1982), pp. 157- 159.


[5] Ibid.

[6] Discurso del 26 de mayo de 1927. El tema se repite en otros discursos y textos de Mussolini

[7] Marx, ibid., p. 195; ibid., p. 157.

[8] La expresión Gattungswessen se encuentra en Sobre la cuestión judía. Véase en OME 5 (1978), pp. 195-197 y MEGA I:2 (1982), pp. 157-59. La expresión “individuo total” (totalen Individuen) se encuentra en La ideología alemana. Marx y Engels (1970), p. 80; MEW III (1962), p. 68.

[9] Elleinstein (1975), p. 19.

[10] En la obra de Pipes se encuentran también explicaciones que fuertemente resaltan la importancia del elemento ideológico y que no son plenamente compatibles con las palabras que aquí se citan.

[11] Pipes (1994), pp. 501- 02.

[12] Citado en Pipes, ibid., p. 503.

[13] Reducir la historia a las circunstancias, o a las así llamadas estructuras, es simplemente negarla, haciendo de un proceso vivo –que esencialmente se define por lo que Julián Marías, inspirado por Ortega y Gasset, llama su carácter “proyectivo” y “futurista”– una pura proyección determinista sin voluntades, sin proyectos ideológicos ni sueños de futuro o, para decirlo drásticamente, sin seres humanos. Véase Marías (2005), p. 94.

[14] Como se sabe, la influencia del modelo de partido leninista- bolchevique fue determinante para la creación del partido nazi y de otros semejantes.

[15] OME 5 (1978), pp. 195-197 y MEGA I: 2 (1982), pp. 157- 59.

[16] Arendt (1951), pp. 316-17.

[17] Lukács (1969), p. 334.

[18] Arendt habla del "hombre masa" como base del totalitarismo y dice que lo caracteriza “no (...) su brutalidad y su atraso, sino (...) su aislamiento y [la] falta de relaciones sociales normales”. Arendt (1951), p. 310.

[19] Ibid, p. 316.

[20] Ibid.

[21] Popper (1981), p. 165.

[22] Kolakowski (1983), p. 207. Cita revisada comparando con el original en Tucker (1977).

 

sábado, 18 de março de 2023

Elogio da Exploração (1990) - Paulo Roberto de Almeida

 ELOGIO DA EXPLORAÇÃO

 

Paulo Roberto de Almeida

 

Cinco séculos depois de Erasmo ter ousado proceder a um elogio da loucura (Encomium moriae) e cem anos após Paul Lafargue ter defendido o direito à preguiça (Le Droit à la Paresse), não deveria haver nada de muito surpreendente no fato de se pretender encontrar aspectos positivos na Exploração. Antes de ser mal interpretado, esclareço que estou referindo-me efetivamente à velha e abominável “exploração do homem pelo homem”.

Se existe algum elemento de verdade no conhecido apotegma, segundo o qual “existe apenas uma coisa pior do que ser explorado, que é a de não ser explorado”, a exploração deveria ter lugar assegurado no panteão das realizações humanas. Com efeito, ela se apresenta como um dos elementos de organização social de maior força agregadora e de maior vitalidade institucional. No entanto, a legitimidade da exploração sempre foi expurgada da memória social, constituindo-se numa espécie de mito fundador rejeitado universalmente pelo inconsciente coletivo. Apesar disso, ela parece ser estruturalmente necessária enquanto sustentáculo da vida social, surgindo historicamente como um verdadeiro requisito de civilização e como um componente indispensável de toda e qualquer sociedade dinâmica. 

Ao lado da Dominação, a Exploração é uma das forças mais poderosas que motivam o progresso social e o avanço material das civilizações, ao organizar a sociedade para o crescimento do produto em bases mais racionais e ao permitir, contraditoriamente, o surgimento de condições sociais favoráveis ao estabelecimento de uma maior igualdade de chances no conjunto da sociedade. 

Mas, antes de que se tome este exercício de crítica intelectual como uma mera provocação — o que ele, de certo modo, o é, efetivamente — devo esclarecer que pretendo tão somente oferecer algumas notas sobre os condicionantes históricos do desenvolvimento social como forma de sustentar um novo tipo de discurso sobre essa relação social tão execrada e no entanto tão generalizada, a ponto de ser verdadeiramente universal nas sociedades complexas. 

Mais do que um simples elogio, a Exploração requer explicação e compreensão, ou aquilo que em termos metodológicos weberianos se chamaria de Verstehen. Minha intenção é, sucintamente, de proceder ao alinhamento de uma série de proposições relativamente diretas — mas de cunho geralmente abstrato — e pedir a meus leitores que tentem encontrar contra-proposições historicamente credíveis e empiricamente sustentáveis. 

É evidente que os partidários da vulgata unilinear marxista sobre a sucessão dos “modos de produção” poderão desde logo argumentar com exemplos retirados da chamadas “sociedades primitivas”. A estes devo, no entanto, advertir que estou referindo-me a sociedades históricas, isto é, dotadas da mola do Progresso e aptas a retirar da atividade produtiva um excedente para investimento futuro e incremento das oportunidades de consumo. Apesar de que este modesto ensaio possa ser também considerado como um exercício de antropologia cultural, ele não pretende circunscrever seus argumentos a um determinado tipo de formação social, mas sim generalizá-los em função da categoria mais comum de sociedade histórica, que é aquela dividida em classes (incluídas neste conceito igualmente as que algum dia tiveram a pretensão de se considerar “socialistas”).

Sem pretender oferecer aqui a teoria e a prática da Exploração, as proposições de caráter abstrato que faço — procurando aproximar-me das categorias universais que Weber chamaria de Ideal-typus — são as seguintes:

 

1) Todas as sociedades organizam-se estruturalmente segundo uma relação mais ou menos estreita com o seu meio ambiente, mas é nas chamadas sociedades primitivas que a “ditadura da natureza” é mais marcada. Nas sociedades relativamente complexas, isto é, dotadas de meios técnicos suscetíveis de transformar o meio ambiente, a emancipação do Homem vis-à-vis a Natureza acarreta igualmente uma divisão sexual e social do trabalho, base ulterior da divisão da sociedade em classes. 

2) Todas as sociedades históricas são, ou foram, sociedades divididas em classes sociais, ou seja, sociedades organizadas com base em relações de dominação política e de exploração do trabalho produtivo. Não há exemplos, na antropologia ou na história comparadas, de sociedades históricas que não tenham sido, ao mesmo tempo, sociedades desiguais: nessas sociedades, uma determinada categoria de pessoas detém a capacidade de comandar outras pessoas (de fato, a maioria) e delas extrair recursos excedentes em termos de produção econômica.

3) A apropriação de excedentes econômicos produzidos pelas classes trabalhadoras (exploração), e a imposição de uma forma qualquer de comando autoritário sobre o conjunto da população (dominação), parecem obedecer a uma mesma lógica social: a monopolização, por parte de uma categoria de pessoas, de determinados bens raros, nesse caso representados pela Propriedade e pelo Poder. O conceito econômico de “raridade” — ou “escassez relativa” — parece apropriado para caracterizar tanto essa concentração do excedente disponível na esfera econômica como a monopolização do poder político em mãos de uma elite social.

4) A concentração e a centralização desses bens raros nas mãos de uma elite dominante são normalmente legitimadas por algum tipo de racionalização, já que aqueles processos não podem ser mantidos unicamente através do emprego constante (ou da ameaça de uso) da violência institucionalizada. Uma “ideologia da dominação” — que é, ao mesmo tempo, uma justificativa da exploração — tende assim a acompanhar todas as situações de desigualdade estrutural.

5) Nas sociedades de classe modernas e contemporâneas, a exploração assume principalmente a forma do desenvolvimento econômico, cuja característica essencial é a capacidade da sociedade de produzir inovações tecnológicas. Nas civilizações materiais organizadas com base na propriedade privada e no livre comércio (mercado), o desenvolvimento contínuo das forças produtivas deu origem a um verdadeiro “modo de produção inventivo”, transformando o progresso tecnológico em rationale da vida econômica e social.

6) A exploração nem sempre pode ser qualitativamente aferível: em todo caso sua percepção é, mais bem, de ordem subjetiva. Tampouco ela parece ser quantitativamente mensurável, embora exercícios marxianos tenham tentado medir tal indicador através da “taxa de mais valia”. Todas as avaliações estimativas no sentido de traduzir esse conceito na prática econômica corrente se viram, no entanto, frustrados por sérias dificuldades metodológicas e por barreiras empíricas não menos importantes.

 7) O sucesso relativo de uma nova forma de organização social da produção material significa, concretamente, uma maior disponibilidade de bens e serviços anteriormente raros ou de alto custo unitário; ele se traduz, igualmente, numa maior capacidade em exercer um controle ampliado sobre o meio ambiente societal. O modo de produção é tanto mais inventivo quanto ele conseguir transformar um maior número de bens raros em produtos e serviços de consumo corrente: sua funcionalidade social, em termos históricos, está precisamente nessa capacidade em atribuir um valor de troca a uma gama relativamente ampla de necessidades humanas.

8) Ao disseminar mercadorias e transformar ecossistemas, o progresso tecnológico cria desigualdades econômicas e sociais suplementares àquelas ordinariamente existentes, mas que são em grande parte o resultado de uma maior divisão social do trabalho e de uma crescente especialização de funções produtivas. A transformação criativa que deriva do modo de produção inventivo gera, igualmente, desequilíbrios sociais e regionais, que se traduzem não apenas em termos de obsolescência de meios de produção e de subutilização de recursos humanos, mas também na marginalização de regiões inteiras e sua subordinação econômica a centros mais desenvolvidos. Enquanto novos espaços sociais são incorporados aos circuitos da exploração, outros deixam de ser funcionalmente rentáveis na cadeia de expropriação de excedentes, ou seja, sua exploração já não é mais compatível com os custos marginais.

9) As relações desiguais de apropriação de bens raros não ocorrem apenas num âmbito puramente interclassista ou intra-societal, mas prevalecem igualmente num nível inter-societal, confrontando formações nacionais desigualmente dotadas em recursos e diversamente inseridas num mesmo sistema global. A exploração e a dominação não têm, assim, um caráter nacional exclusivo, mas a aplicação desses dois princípios a nível transnacional confunde-se, em muitos casos, com as relações desiguais que prevalecem internamente entre classes sociais.

10) A racionalização conceitual do desenvolvimento histórico e social, ao coincidir no tempo com a formação e o fortalecimento dos Estados-nacionais (séculos XVI-XVIII), impôs, a estes últimos, encargos e responsabilidades muito precisas em relação ao desenvolvimento concreto de suas sociedades respectivas. O estado do Progresso passou a exigir, cada vez mais, o progresso do Estado, tendência apenas minimizada nas formações sociais que atravessaram um processo relativamente completo de Nation making antes de ingressarem numa fase de State building.

11) Na época do Iluminismo, foram criadas legitimações doutrinárias e filosóficas à prática da exploração. Essas formulações ideológicas consubstanciaram-se, posteriormente, no pensamento liberal clássico, de que são exemplos, no plano econômico, os conceitos de “equilíbrio dos mercados”, da “mão invisível”, de “vantagens comparativas” ou de “laissez-faire”. A força doutrinária do pensamento liberal contaminou também as elites dominantes dos próprios países submetidos a alguma forma de exploração e de dominação, a tal ponto que a expropriação direta de recursos (espoliação colonial) ou a apropriação indireta de trabalho materializado (intercâmbio desigual) puderam ser justificadas pela sua funcionalidade em relação ao princípio do desenvolvimento material das sociedades envolvidas. Mas, mesmo um igualitarista radical como Marx viu na instituição colonial, ou seja, na incorporação de novas áreas à exploração capitalista, um grande fator de desenvolvimento material em sociedades mais atrasadas.

12) O debate contemporâneo sobre as origens do atraso de sociedades outrora colonizadas tendeu a ver na exploração e na dominação dessas sociedades uma das molas propulsoras do desenvolvimento nas formações dominantes e, inversamente, naqueles dois fenômenos os principais fatores de subdesenvolvimento nas primeiras. Em que pese a contribuição adicional desses fatores, ao lado da exportação de excedentes demográficos, para o avanço material das sociedades mais poderosas, as alavancas mais significativas no processo de desenvolvimento econômico e social dessas sociedades foram, e são, de ordem propriamente interna. Essas alavancas, que constituem condições prévias ao desenvolvimento sustentado, derivam de um conjunto de relações sociais condizentes com o modo inventivo de produção e situam-se, por assim dizer, na própria raiz da organização social da produção nessas sociedades. Inovação tecnológica e poder econômico constituem requisitos necessários ao - e não efeitos do - exercício da vontade imperial. 

13) A espoliação colonial e a dominação mundial não podem ser implementadas sem a capacitação intrínseca do pretendente, o que significa a existência de uma estrutura social e de recursos materiais e humanos compatíveis com a voluntas dominadora. Embora uma das fontes de “acumulação primitiva” possa ser constituída pela exploração de sociedades dominadas, esta não é nem o mais importante fator de avanço material das sociedades centrais, nem o requisito suficiente para o desenvolvimento contínuo destas últimas. A chamada “aventura colonial” foi antes uma busca de prestígio político do que um empreendimento econômico, envolvendo, na maior parte dos casos, custos superiores aos benefícios incorridos. 

14) A única forma de subtrair-se à exploração e à dominação de outrem, tanto no plano nacional como no das relações inter-societais, parece assim situar-se na auto-capacitação tecnológica e humana, o que vale dizer, dotar-se de seu próprio modo inventivo de produção, base material e fonte primária de poder econômico e político. A soberania, seja a individual ou a coletiva, deriva da faculdade de organizar a exploração e a dominação em bases propriamente autônomas, ou seja, criar o seu próprio fulcro de poder social. Em outros termos, a internalização dos efeitos sociais e econômicos da exploração e da dominação só pode ser obtida por meio da conversão de uma formação social em centro de seu próprio sistema nacional, dotando esta última de sua respectiva periferia.

15) As sociedades que conheceram rupturas violentas da ordem política, durante seu processo de modernização econômica e social, eram, via de regra, as menos desenvolvidas materialmente em relação a seu entorno geográfico, em suma, sociedades onde a exploração menos tinha feito progressos. Em termos históricos concretos, é a insuficiência de desenvolvimento capitalista, e não uma pretendida “super-exploração capitalista”, que abre as portas a revoluções burguesas e anti-burguesas. Isto é válido tanto para as revoluções burguesas “clássicas”, de que a francesa constitui o paradigma par excellence, como para as revoluções sociais na Rússia, na China e, mais perto de nós, no México.

16) As tentativas de superar a “democracia formal”, de caráter burguês, e de eliminar radicalmente a exploração de tipo capitalista, substituindo-as pela “democracia real” e pelo igualitarismo social, não conseguiram, nem mesmo no caso das experiências de cunho auto-gestionário, sequer arranhar o sólido edifício da exploração, logrando apenas destruir toda e qualquer possibilidade de governo democrático, sem adjetivos. Como diz a conhecida anedota, se o capitalismo é um sistema de exploração do homem pelo homem, sob o socialismo ocorre exatamente o inverso.

17) Da mesma forma, não se conseguiu até agora conceber, colocar em prática e fazer funcionar, efetivamente, qualquer sistema de organização social da produção que combinasse eficiência produtiva e equidade social, eliminando, total ou parcialmente, qualquer vestígio de exploração, isto é, que não fosse baseado num sistema de alocação de recursos e de redistribuição de excedentes caracterizado por um processo decisório autoritário e mesmo antidemocrático, em escala microeconômica. A propriedade coletiva dos meios de produção, que, junto com o “planejamento democrático” da produção, deveria garantir o desaparecimento definitivo de qualquer tipo de exploração social, não apenas deu início a formas disfarçadas (quando não abertas) de exploração dos trabalhadores diretos, como conduziu a um sistema eminentemente caracterizado pelo desperdício de recursos materiais e humanos (e, portanto, a uma maior exploração da sociedade, em seu conjunto) e marcado pelo florescimento de práticas políticas antidemocráticas, em escala macrossocial.

18) A experiência histórica indica que a difusão do desenvolvimento, em suas diversas formas materiais (incluindo suas manifestações culturais), emana sempre dos diversos centros de poder econômico e político. Os benefícios da acumulação revertem inevitavelmente aos mesmos centros, após ter o processo global de exploração cumprido sua missão histórica de amealhar recursos adicionais para a sociedade originalmente dominante. 

19) Não parece haver, pelo menos no horizonte histórico do sistema interestatal contemporâneo, alternativas válidas de afirmação nacional que logrem superar a assimetria estrutural da relação centro-periferia: ou as sociedades e nações dominadas conseguem transformar a exploração e a dominação em alavancas autônomas do seu próprio progresso econômico ou elas estão condenadas (num sentido propriamente hegeliano) a continuarem como meros objetos da História. 

20) No entanto, como todo processo histórico, a relação centro-periferia é eminentemente instável e perfeitamente mutável, tanto em seu contorno como em sua composição, podendo substituir atores, transformar cenários e ocupar novos palcos sociais. A História, absolutamente indeterminada, sempre oferece uma margem de liberdade, tanto aos homens quanto às nações.

 

As proposições alinhadas acima, deliberadamente provocativas, deveriam incitar sua contestação, tanto no plano lógico como no terreno histórico. É, aliás, desejo de seu autor que o presente “elogio da exploração” não seja simplesmente visto como um mero divertissement acadêmico, mas como uma tentativa de engajar a responsabilidade do intelectual na discussão de um tema essencialmente incômodo e altamente propenso a considerações de natureza ideológica. Tanto a crença liberal como a imaginação dialética deveriam se sentir desafiadas a descer na arena conceitual para expor seus próprios argumentos sobre a legitimidade histórica ou a inaceitabilidade moral desta realidade social que constitui a exploração. Pelo menos até aqui, ela parece estar empiricamente validada pelos laboratórios da história.

Deve-se finalmente acrescentar que, o “discurso realista”, de que estas notas constituem um simples exercício, encontra sérias objeções morais a nível da praxis política e social - num contexto nacional ou internacional - razão pela qual ele deve ser freado por princípios éticos suscetíveis de serem defendidos por lideranças político-partidárias e estadistas responsáveis. Não se deve esquecer, porém, de que a realidade subjacente a ele - ou seja, a estrutura das relações de exploração e de dominação - constitui o fundamento último e a razão imanente que sustentam a atuação dos Estados e elites dominantes em todas as épocas históricas.

 

 

Paulo Roberto de Almeida é Mestre em Economia Internacional, Doutor em Ciências Sociais e ex-Professor de Sociologia Política na UnB.

[Montevideo, 15/08/1990]

[Relação de Trabalhos nº 194]

Publicado in Paulo Roberto de Almeida, Velhos e novos manifestos: o socialismo na era da globalização (São Paulo: Editora Juarez de Oliveira, 1999).

 

sábado, 25 de dezembro de 2021

The Moral and Intellectual Bankruptcy of the Left - Guglielmo Piombini, Bernardo Ferrero (Mises org)

 Rousseau, Guevara, Marx and More: The Moral and Intellectual Bankruptcy of the Left

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Mises Institute, December 25, 2021

A brief look at the lives of Rousseau, Marx, Guevara, Brecht, and Sartre suggests that many of the Left's most celebrated heroes built their philosophies on a foundation of the most repugnant narcissism, violence, and inhumanity. 

Introduction

In editing David Hume’s 1766 pamphlet titled About Rousseau, Lorenzo Infantino has drawn attention to a dispute between the two philosophers that at the time caused much discussion throughout Europe. At the core of that contrast were not only two different world views, David Hume’s classical liberal and individualist Weltanschauung versus Jean-Jacques Rousseau’s egalitarian and collectivist one, but also two very different personalities: the Scottish thinker was mild mannered, humble, and reserved, while the philosopher from Geneva was megalomaniacal, paranoid, and quarrelsome.1

The relationship between the two represents an interesting historical episode. When Rousseau became wanted by the police in Continental Europe for his subversive writings, Hume, who empathized with the precarious situation in which the Swiss philosopher found himself, generously offered to host him in his house in England. In addition, he also made an effort with the authorities to get him a living and a pension. However, following a hoax organized by Horace Walpole against Rousseau (specifically a fake letter which was published in the newspapers), the latter was convinced, wrongly, that Hume was the head of a “clique” of enemies who had conspired against him. Hence the irreparable break between the two, in which Hume, unwillingly and only on the insistence of his friends, answered to Rousseau’s unpleasant public accusations.

The Moral Credentials of the Committed Intellectual

In the story of the stormy relationship between Hume and Rousseau there appears a figure that has become typical of contemporary times, the socially engaged intellectual, who emerged precisely in this period and of whom Rousseau was probably the original prototype. Indeed, in the eighteenth century, with the decline of the power of the church, a new character emerged, the lay intellectual, whose influence has continually grown over the last two hundred years. From the beginning the lay intellectual proclaimed himself consecrated to the interests of humanity and invested with the mission of redeeming it through his wisdom and teaching.

The progressive intellectual no longer feels bound by everything that belonged to the past, such as customs, traditions, religious beliefs: for him all the wisdom accumulated by humanity over the centuries is to be thrown away. In his boundless presumption, the socially engaged intellectual claims to be able to diagnose all of society’s ills and to be able to cure them with the strength of his intellect alone. In other words, he claims to have devised and to possess the formulas thanks to which it is possible to transform the structures of society, as well as the ways of life of human beings, for the better.

But what moral credentials do committed intellectuals like Rousseau and his many heirs, who claim to dictate standards of behavior for all of humanity, have? In fact, if we look at their lives, we often find a constant: the more they proclaimed their moral superiority, their dedication to the common good, and their selfless love for humanity, the more despicably and unworthily they behaved with the people they dealt with in everyday life, with family members, friends, and colleagues.2

The Distorted Jean-Jacques Rousseau

Jean-Jacques Rousseau, for instance, opposed all aspects of civilization, starting from the arts and the sciences. As he wrote in his famous 1750 Discours sur les sciences et les artes, which gave him overnight fame: “When there is no effect, there is no cause to seek. But here the effect is certain, the depravity real, and our souls have been corrupted in proportion to the advancement of our Sciences and Arts to perfection.”3

In his second Discourse on Inequality and in his other works, this contempt for the arts and the sciences quickly extended to a contempt for industry, capital accumulation, commerce, private property, and the family.

Institutions that many would regard as responsible for the development of civilization were, according to Rousseau, the source of human corruption and evil. Man was originally good, and he was made bad solely by institutions and the development of civilizing forces. Telling, in this regard, are the words with which he began The Social Contract: “Man is born free, yet everywhere he is in chains.”4 In the eyes of Thomas Sowell this phrase neatly summarized the heart of the vision of the anointed intellectual. According to Rousseau, writes Sowell, “[t]he ills of society are seen as ultimately an intellectual and moral problem, for which intellectuals are especially equipped to provide answers, by virtue of their greater knowledge and insight as well as their not having vested economic interests to bias them in favor of the existing order and still the voice of conscience.”5

Rousseau’s sentimentalist view of human nature and his prejudice toward institutions, observed Roger Scruton, was typically adolescent, immature, prejudicial, and hysterical, throwing “to the winds the common sense and political sagacity which motivated Hobbes and Locke.”6

Rousseau was the first to repeatedly proclaim himself a friend of all mankind, but while he loved mankind in general, he was prone to quarrel constantly with concrete, flesh-and-blood human beings and to exploit everyone he had to deal with, especially those who made the mistake of treating him well, such as the loveable David Hume, the mild-mannered Denis Diderot, the great physician Théodore Tronchin, the deist François-Marie Arouet (better known as Voltaire), and the numerous women who supported him.7 Tibor Fischer described him as “a man who made a career out of spite.”8

Rousseau’s biographers paint him as a monster of vanity, selfishness, and ingratitude, which is why he has been characterized as one of the least likeable of all political philosophers. As the historian of political thought Gerard Casey writes,

Rousseau is a figure whom many people love to hate. And there’s good reason for this. He was self-centred, vain, self-pitying, narcissistic, and he yoked all these unattractive traits to an irrepressible lust for self-publicity. An Angry Young Man before his time, he made the common mistake of confusing rudeness and boorishness with honesty and integrity, betraying a bumptiousness that probably resulted in knowing that he could never hope to move by right in the highest social circles to which he aspired.9

Rousseau portrayed himself as a man devoted to love, but never showed any real affection toward his parents, his brother, his partner, nor, above all, his children. In fact, Rousseau, even though he stood out as a master of pedagogy, pretending with his treatise Emile to set the basis for a new and better way of approaching education, behaved in the most unnatural and unpleasant way toward his children. With his domestic partner and mistress, Marie-Thérèse Levasseur, he had five children and decided to abandon each of them in an orphanage. What was even worse was his justification for he claimed that at the hôpital des Enfants-Trouvés they would be better provided for in every way. Like all his contemporaries, however, Rousseau knew very well indeed that in those days the living conditions in the orphanages were terrible: only five to ten children out of a hundred survived into adulthood, and almost all of those who survived ended up as beggars or vagrants. The real reason for the abandonment was the philosopher’s lack of care and love toward his five children. Demonstrating this was the fact that Rousseau did not even note their date of birth and never worried about their fates.10

Karl Marx, the Racist Exploiter

Such personalities are surprisingly common among revolutionary intellectuals. Karl Marx’s taste for verbal violence and for overpowering his opponents were also well known, as was his tendency to exploit those around him, a fact which was noticed by many of his contemporaries. One of these was the Italian revolutionary of the Risorgimento Giuseppe Mazzini, who once described the philosopher from Trier as

a destructive spirit whose heart was filled with hatred rather than love of mankind … extraordinarily sly, shifty and taciturn. Marx is very jealous of his authority as leader of the Party; against his political rivals and opponents he is vindictive and implacable; he does not rest until he has beaten them down; his overriding characteristic is boundless ambition and thirst for power. Despite the communist egalitarianism which he preaches he is the absolute ruler of his party … and he tolerates no opposition.11

Marx quarreled furiously with all those with whom he associated, unless he could dominate them. Gustav Techow, a Prussian military officer who got to spend time with Marx when the revolutionary group he was associated with in Switzerland sent him to London, upon returning reported to his associates that “[d]espite all of his assurances to the contrary … personal domination is the end-all of his every activity.”12 Marx despised his opponents, uttering words and comments we would squarely call racist.13 Well known, for instance, are the words Marx employed to discredit a fellow socialist, Fernand Lassalle, in one of his correspondences with Friedrich Engels on July 30, 1862:

The Jewish Nigger Lassalle who, I am glad to say, is leaving at the end of this week … had the insolence to ask me whether I would be willing to hand over one of my daughters to la Hatzfeldt as a “companion”, and whether he himself should secure Gerstenberg’s (!) patronage for me! … Add to this, the incessant chatter in a high, falsetto voice, the unaesthetic, histrionic gestures, the dogmatic tone! … It is now absolutely clear to me that, as both the shape of his head and his hair texture shows—he descends from the Negros who joined Moses’s flight from Egypt…. Now this combination of Germanness and Jewishness with a primarily Negro substance creates a strange product. The fellow’s importunity is also nigger-like.

Marx’s racism explains his infatuation for the theories of the French ethnologist Pierre Trémeaux, who in an obscure book claimed that “[t]he backward negro is not an evolved ape, but a degenerate man.” In light of this “finding,” the author of The Communist Manifesto, considered Trémeaux and his works to be “a very significant advance over Darwin,” as he wrote to Engels in 1866. This racism, moreover, led him to support with enthusiasm the United States’ aggressive war on Mexico, the annexation of Texas and California, the French conquest of Algeria, and the ruthless colonial rule of the British in India.14 These events were all lauded under the banner of “progress.” Marx believed that the “Negro race” stood outside of history, a view he got from reading Hegel’s account of sub-Saharan Africa in his Lectures on the Philosophy of History.15 Like Hegel, moreover, he believed that slavery could not be abolished in one fell swoop without destroying civilization. Not only was the “Negro race” not ready for freedom, but slavery served an indispensable economic function. As he wrote in The Poverty of Philosophy:

Without slavery you have no cotton; without cotton you have no modern industry. It is slavery that gave colonies their value; it is the colonies that created world trade, and it is world trade that is the precondition of large-scale industry. Thus slavery is an economic category of the greatest importance…. Wipe out North America from the map of the world and you will have anarchy—the complete decay of modern commerce and civilization. Abolish slavery and you will have wiped America off the map of nations.16

What Marx shared most notably with Rousseau was a tendency to quarrel with friends and benefactors. He made Friedrich Engels subsidize him, demanded money from everyone, and regularly squandered the money on the stock market or in other ways, condemning family members to a precarious life. What stands out was Marx’s tyrannical treatment of his wife and daughters. In his own works Marx complained about the low wages of the working class, yet he never had the courage nor the humility to visit a factory. He referred to proletarians as “dolts” and “asses.”

The only member of the working class Marx knew was his own indefatigable housekeeper, Helen Demuth, whom he exploited indecently. Throughout all his life he never gave her a penny, just food and accommodation. While living under the same roof with his wife and his legitimate children, Marx was accustomed to use her as a sex object, up to the point of getting her pregnant. In 1851, out of this adulterous relationship, a son, Frederick Demuth, was born, yet Marx never wanted to have anything to do with him. Freddy was forbidden to be around when Marx was at home and his access was restricted to the kitchen. In order to avoid any social embarrassment he refused to recognize the child, asking Engels to privately acknowledge him instead.

Che Guevara, the Cold-Blooded Killing Machine

In the biographies of so many other leftist icons we find, with surprising regularity, the same moral and personality traits as those present in Rousseau and Marx. Men who are still exalted today, such as Vladimir Lenin, Mao Zedong, and Ernesto “Che” Guevara, were thirsty for power and domination over others, and their fierce language expressed all their contempt for human life.

One of the most extraordinary objects of false propaganda is Ernesto “Che” Guevara de la Serna, the iconic revolutionary behind the Castrist takeover of Cuba. Che Guevara, in fact, has been exalted by the most important maîtres a penser of the Left. Nelson Mandela, for instance, referred to him as an “inspiration for every human being who loves freedom,” while Jean Paul Sartre in 1961 went as far as to write that Che was “not only an intellectual but the most complete human being of our age.”17 Testimonies from people who were close to him, however, tell a different story, for they describe Che Guevara as a “killing machine.” He took great pleasure in cold killing, and personally shot or executed hundreds of people without trial, only on the basis of suspicion. As a perfect Machiavellian, Che believed that everything, even the cruelest of all methods and actions, was justified in the name of the revolution. Equality before the law, judicial proof, habeas corpus, the principle of in dubio pro reo, were all remnants of bourgeois society that would have to be subordinated to the prime objective: the communist revolution and the making of the new socialist man. As he put it: “To send men to the firing squad, judicial proof is unnecessary. These procedures are an archaic bourgeois detail. This is a revolution! A revolutionary must become a cold killing machine motivated by pure hatred.”18 Speaking from experience, in his “Message to the Tricontinental” of April 1967, Che summarized his idea of justice: “[H]atred as an element of struggle; unbending hatred for the enemy, which pushes a human being beyond his natural limitations, making him into an effective, violent, selective, and cold-blooded killing machine.”19

Che Guevara’s propensity for violence is something that characterized his persona even before the actual takeover of Cuba. During his period of preparation in the Movimiento 26 de Julio, Che’s psychotic personality, along with his hatred and his systematic prejudices, did not go unnoticed among his fellow fighters, who in fact called him “el saca muelas”—the molar puller. It was at a young age that he developed the view that there is an inextricable link between violence and social change. “Revolution without firing a shot? You’re crazy,” he told his friend Alberto Granado during their journey across South America.

This man’s lust for power and love for killing is best illustrated by his period in charge of La Cabaña prison in the aftermath of the revolution. Between January and June of 1959, as head of the Comisión Depuradora, which was responsible for cleansing the country of political opponents and dissenters, Che was directly responsible for the killing of over five hundred men, inaugurating one of the darkest periods of Cuban history. The dynamics of the procedures used at La Cabaña were well captured by a member of the judicial body, José Vilasuso: “The process followed the law of the Sierra: there was a military court and Che’s guidelines to us were that we should act with conviction, meaning that they were all murderers and the revolutionary way to proceed was to be implacable…. Executions took place from Monday to Friday, in the middle of the night…. On the most gruesome night I remember, seven men were executed.”20

For Che Guevara violence was not only permissible but necessary for the triumph of the revolution: “The peaceful way is to be forgotten and violence is inevitable. For the realization of socialist regimes, rivers of blood will have to flow in the name of liberation, even at the cost of millions of atomic victims.” As Leonardo Facco thus concludes: “Hatred, violence, murder, shooting, death, revenge, torture, are the words that best describe Ernesto Che Guevara.”21

Bertolt Brecht, Servile Flatterer of Tyrants

The German playwriter Bertolt Brecht, still much studied in schools today, is a typical example of the left-wing intellectual who puts himself at the service of a ruthless dictatorship in exchange for official honors and privileges. This Faustian deal had a significant imprint on his life and works. In the 1930s Brecht justified all of Joseph Stalin’s crimes, even when the purges concerned his friends. Like Che Guevara, Brecht did not care whether Stalin’s victims were innocent human beings or not. Quite the contrary. When Sidney Hook brought to his attention that innocent former Communists, like Grigory Zinoviev and Lev Kamenev, were being arrested and imprisoned, he answered: “As for them, the more innocent they are, the more they deserve to be shot.”22

After World War II Brecht served the East German regime, endorsing all its international initiatives and becoming the most trusted of all the writers recruited by the Communist Party. In return for this, he received enormous privileges. He always had large sums of foreign currency at his disposal and traveled constantly abroad, where he and his wife did most of their shopping; even in East Germany he had access to stores that were open only to party officials and other privileged people.

In the meanwhile, however, the masses of whom he claimed to be a champion (but whom he privately despised) were at the mercy of the regime’s rationing policy and almost starving. Around six thousand citizens had in fact taken refuge in West Berlin alone. On June 15, 1953, a workers’ revolt against the socialist regime broke out in East Berlin, and it was soon suppressed with the help of Soviet tanks. Brecht seized the opportunity to earn further recognition and appreciation from the regime by publicly accusing the rioters of being a “fascist and warmongering rabble” composed of “all kinds of déclassé young people.”23 As his private diaries illustrate, however, Brecht knew the truth: these were no fascist agitators at all, but rather common German workers who could not stand a regime that was expropriating their liberties and means of sustenance. The playwright, however, like Marx before him, while dressing like a prole and pretending to be one, was absolutely disinterested in the conditions of the working class—a point that was so evident as to cause fellow socialists, like Theodore W. Adorno, Max Horkheimer, and Herbert Marcuse, to look down upon him. Since he despised German workers, he opposed every attempt of democratization. When a plumber approached him claiming he wanted free elections in order to have the ability to discard corrupt politicians, he answered that under free elections the Nazis would take over, indicating that there was no viable escape route from Soviet colonialism. One had to stick with it.

Like Rousseau and Marx, Bertolt Brecht had, to say the least, a promiscuous and disorderly sexual and family life. He very much liked to run sexual collectives with himself as the master and used to play around with many women in tandem, marrying and divorcing multiple times. This promiscuous sexual life ultimately led him to have two illegitimate children. Like his intellectual predecessors, however, he never showed any interest in his children, whether legitimate or illegitimate. He saw them very rarely, and when he did, he could not stand the time he passed with them, for in his view they destroyed his peace of mind. In this sense he perfectly expressed that kind of intellectual idealism which has distinguished the “anointed intellectual” since the times of Rousseau, caring not one iota about the people around him. One of his former collaborators, W.H Auden, described Brecht as “a most unpleasant man, an odious person,” going as far as to state that in light of his immoral behavior he deserved the death penalty.

Paul Johnson summarized very well the main tenets of Brecht’s corrupt personality: “Ideas came before people, Mankind with a capital ‘M’ before men and women, wives, sons or daughters. Oscar Homola’s wife Florence, who knew Brecht well in America, summed it up tactfully: ‘in his human relationships he was a fighter for people’s rights without being overly concerned with the happiness of persons close to him. Brecht himself argued, quoting Lenin, that one had to be ruthless with individuals to serve the collective.”24

Jean-Paul Sartre, the Spiritual Father of Pol Pot

One of the most hailed maîtres à penser of the Left, but whose influence was disastrous for humankind, was Jean-Paul Sartre. During World War II, when France was occupied by the National Socialists, Sartre behaved with extreme opportunism. He was called to teach philosophy at the famous lycée Condorcet, whose teachers were mostly in exile, hidden, or in concentration camps. He did nothing for the resistance. For the deported Jews he did not move a finger and did not write a word. Rather, he concentrated exclusively on his own career.

After the war ended, Sartre took advantage of the situation and became a celebrity by espousing the causes of the radical Left while preaching his smoky existentialist philosophy. At its core, existentialism was a philosophy of action, a belief that it is a man’s actions not his words, deeds, or ideas, that determine his character and significance. The French socialist, however, came short of applying this principle in his life. Throughout his entire career, as Albert Camus once wrote, Sartre “tried to make history from his armchair.”25

Sartre was linked to the writer Simone de Beauvoir, who behaved throughout her life as his submissive slave, accepting that Sartre openly cheated on her with the many women in his harem. “In the annals of literature,” observes Paul Johnson, “there are few worse cases of a man exploiting a woman.”26 This was all the more extraordinary since Beauvoir was the progenitor of the so-called second-wave feminism. While in her works, specifically in her most important book, The Second Sex, Beauvoir repeatedly opposed male domination and incited females to escape from their biologically determined status of subordination and become full-fledged women, her life represented the opposite of what she preached.27 Feminism and male domination went hand in hand.

Sartre always maintained an embarrassed silence on the topic of Stalin’s concentration camps. The two-hour interview he gave in July 1954, on his return from a trip to the Soviet Union, is among the most abject descriptions of the Soviet state that a renowned intellectual has given to the Western world since that of George Bernard Shaw in the early 1930s.28 Many years later he declared that he had lied. In the following years he extolled with meaningless words Fidel Castro’s Cuba (“The country that emerged from the Cuban revolution is a direct democracy”), Josip Broz Tito’s Yugoslavia (“It is the realization of my philosophy”), and Gamal Abdel Nasser’s Egypt (“Until now I have refused to speak of socialism in connection with the Egyptian regime. Now I know I have been wrong”).29 Particularly warm, moreover, were the words he reserved for Mao’s China.

His preaching had deleterious consequences. Although he was not a man of action, he continually incited others to engage in violence. Because he was widely read among the young, he soon became the theoretical godfather of many terrorist movements in the 1960s and 1970s. By inflaming African revolutionaries, he contributed to the civil wars and mass murders that convulsed that continent after decolonization. But even more baleful was his influence in Southeast Asia. Pol Pot and almost all the other leaders of the Khmer Rouge, who brutally murdered more than a quarter of the Cambodian population from 1975 to 1979, had studied in Paris during the 1950s, and it was there that they had absorbed the Sartrean doctrine of the necessity of violence. Those mass murderers were therefore his ideological children.30

When Sartre died in 1980, a huge crowd composed mainly of young people gathered at his funeral and paid him the same honors Rousseau received in his time. Over fifty thousand people decided to follow his corpse into the Montparnasse Cemetery. “To what cause had they come to do honor?” wondered puzzled Paul Johnson, “What faith, what luminous truth about humanity, were they asserting by their mass presence? We may well ask.”31

The True Masters

It is very difficult to find a bad teacher of thought who was not also a bad teacher of life. John Maynard Keynes, for instance, as Murray N. Rothbard recalled in his intriguing Keynes, the Man, was an arrogant and sadistic individual, a bully intoxicated by power, a deliberate and systematic liar, an irresponsible intellectual, a short-lived hedonist, a nihilist enemy of bourgeois morality who hated savings and wanted to annihilate the creditor class, an imperialist, an anti-Semite and a fascist.32

If, on the other hand, we look at those thinkers who defended individual freedom, we almost always find men of very different temperament. David Hume was the opposite of Rousseau: a mild, quiet, affable, commonsense person who devoted his entire life to academia and high theory. Adam Smith, Immanuel Kant, Frédéric Bastiat, and Luigi Einaudi had similar characters.

Emblematic is the story of the great French economist Jean-Baptiste Say, who in 1799 was appointed one of the hundred members of the Tribunate and in 1803 published his main work, the brilliant Treatise on Political Economy. Napoleon Bonaparte offered him forty thousand francs a year if he rewrote some parts of the book in order to justify his interventionist economic projects. Say, however, refused the bribe to betray his convictions and was removed from his position as tribune. As the founder of the French liberal school explained in his first letter to Pierre Samuel du Pont de Nemours on April 5, 1814: “During my period as tribune, not wanting to deliver orations in favour of the usurper, and not having the permission to speak against him, I drafted and published my Traite de Economie Politique. Bonaparte commanded me to attend him and offered me 40 thousand francs a year to write in favour of his opinion. I refused, and was caught up in the purge of 1804.”33

In order to earn a living, Say decided to engage in entrepreneurial activity, opening an avant-garde cotton factory that employed almost five hundred people.

The English classical liberal philosopher Herbert Spencer also gives us a lesson in method, in character, and in industriousness. He accomplished an extraordinary, to say the least, amount of cultural work with uncommon perseverance and stubbornness, and made his living in the free market of culture with his successful articles and books, refusing the academic positions or offices that were offered to him.34

Closer to our days we can take the examples of Ludwig von Mises, Friedrich A. von Hayek, Murray N. Rothbard, Henry Hazlitt, and Bruno Leoni, all personalities who were respected and admired by those around them, who never sought positions of power, and who sometimes gave up important professional positions in order to remain consistent with their ideas. Refusing to adhere to the cultural fashions of the moment, they did not receive the recognition that they deserved, and that was commensurate with their intellectual greatness and personal integrity.

Intellectual, Moral, and Existential Misery

The Italian essayist Giovanni Birindelli has called socialists “stupid” because of their inability to understand the concept of spontaneous social order.35 It must be understood that this is not a gratuitous insult. Intelligence, in fact, has many faces: there is logical, mathematical, musical, emotional, social, etc. intelligence. Many socialists may be brilliant engineers, scientists, chess players, or artists, but they are decidedly obtuse in their understanding of social phenomena, which explains the thunderous and repeated failure of their ideas whenever they have been put into practice. The central idea of socialism, that a central planning authority can improve upon the conditions of society through its commands, prohibitions, and coercion, is indeed incredibly puerile and denotes a mind unprepared to grasp the complexity of social and economic phenomena. Society, in fact, is not a black box, and individuals are not motionless pieces on a chessboard that can be moved arbitrarily. Rather, as Jesús Huerta de Soto explains in treatise Socialism, Economic Calculation and Entrepreneurship, society is a dynamic structure, a highly complex process composed of human interactions which are motivated and kept together by the creative and coordinative force of unhampered entrepreneurs.36

Intellectual misery manifests itself first and foremost in the intellectual errors, ideological delusions, and complete lack of common sense that characterize much of the socialist literature. The biographies of the masters of left-wing thought show, with few exceptions, that there is less of a distance between thinking badly and behaving badly than we think, because poverty of thought is often accompanied by moral and existential poverty.

The moral misery of many left-wing intellectuals manifests itself in verbal ferocity, exhortations to violence, demonization of opponents, and lack of respect for the dignity of individuals. It is no coincidence that in the last 150 years, as noted by George Watson, all those who have theorized or advocated the extermination of peoples or social groups have called themselves “socialists.” No exception to this rule can be found.37

Moral misery is frequently linked to existential misery, which expresses itself in pathological egocentricity, vanity, the frenzied desire to always be in the limelight by espousing all the cultural fashions of the moment, servility, opportunism, parasitism toward one’s neighbors, the inconsistency between lofty proclamations, and crude or evil actions.

The revolutionary intellectual has no title to boast of any personal superiority nor to set himself up as the master of society. On the contrary, with his rambling ideologies and his bad human example, which has corrupted the minds and behavior of millions of young people, the revolutionary intellectual is undoubtedly the most pernicious figure of our times.

  • 1.David Hume, A proposito di Rousseau, ed. Lorenzo Infantino (Soveria Mannelli, Italy: Rubbettino, 2017).
  • 2.Paul Johnson, Intellectuals (New York: Harper and Row, 1989).
  • 3.Cited in Roger D. Masters, The Political Philosophy of Rousseau (Princeton, NJ: Princeton University Press, 1976), p. 218.
  • 4.Jean-Jacques Rousseau, "Discourse on Political Economy" and "The Social Contract," trans. Christopher Betts (Oxford: Oxford University Press, 1999), p. 45.
  • 5.Thomas Sowell, Intellectuals and Society (New York: Basic Books, 2010), pp. 130–31.
  • 6.Roger Scruton, A Short History of Modern Philosophy, 2d ed. (London: Routledge, 1995), p. 201.
  • 7.Johnson, Intellectuals, p. 10.
  • 8.Tibor Fischer, The Thought Gang (1994; repr., London: Vintage Books, 2009), p. 124.
  • 9.Gerard Casey, Freedom’s Progress? A History of Political Thought (Exeter: Imprint Academic, 2017), p. 505.
  • 10.Johnson, Intellectuals, pp. 21–22.
  • 11.Quoted in Gary North, “The Marx Nobody Knows,” in Requiem for Marx, ed. Yuri Maltsev (Auburn, AL: Ludwig von Mises Institute, 1993), p. 107.
  • 12.Quoted in Richard M. Ebeling, “Marx the Man,” Foundation for Economic Education, Feb. 14, 2017.
  • 13.Nathaniel Weyl, Karl Marx: Racist (New Rochelle, NY: Arlington House, 1979).
  • 14.Nathaniel Weyl, Karl Marx: Racist, pp. 24–72. Engels, of course, was not immune to Marx’s racism. For example, upon learning about the candidacy of Paul Lafargue—Marx’s son-in-law, who had some black blood in his veins—for the Municipal Council of the Fifth Arrondissment, a district which included the Paris Zoo, he wrote that Lafargue “is undoubtedly the most appropriate representative of that district” being “in his quality as a nigger a degree nearer to the rest of the animal kingdom than the rest of us.” Quoted in Saul Padover, Karl Marx, an Intimate Biography (New York: McGraw-Hill, 1978), p. 502.
  • 15.“The Negroes indulge … that perfect contempt for humanity, which in its bearing on Justice and Morality is the fundamental characteristic of the race…. The undervaluing of humanity among them reaches an incredible degree of intensity … want of self-control distinguished the character of the Negroes. This condition is capable of no development or culture, and as we see them at this day, such have they always been … Africa … is no historical part of the World; it has no movement or development to exhibit. Historical movements in it … belong to the Asiatic or European World…. What we properly understand by Africa, is the Unhistorical, Undeveloped Spirit, still involved in the conditions of mere nature, and which had to be presented here only as on the threshold of the World’s History.” George Wilhelm Friedrich Hegel, The Philosophy of History (1837; repr., Kitchner, ON: Batoche Books, 2001), pp. 113–17.
  • 16.Karl Marx, The Poverty of Philosophy (1847; repr., Charleston: Nabu Press, 2010), pp. 74–75.
  • 17.John Lee Anderson, Che Guevara: A Revolutionary Life (New York: Grove Press, 1997), p. 468.
  • 18.Quoted in José E. Urioste Palomeque, “A Murderer Called “CHE,” Yucatan Times, Mar. 7, 2019.
  • 19.Quoted in Alvaro Vargas Llosa, “The Killing Machine: Che Guevara, from Communist Firebrand to Capitalist Brand,” Independent Institute, July 11, 2005.
  • 20.Quoted in Vargas Llosa, “The Killing Machine.”
  • 21.Leonardo Facco, Che Guevara il comunista sanguinario: La storia sconosciuta del mitologico mercenario argentino (Bologna: Tramedoro, 2020), p. 64.
  • 22.Quoted in Johnson, Intellectuals, p. 180.
  • 23.Johnson, Intellectuals, p. 194.
  • 24.Johnson, Intellectuals, p. 187.
  • 25.Quoted in Johnson, Intellectuals, p. 245.
  • 26.Johnson, Intellectuals, p. 235.
  • 27.Simone de Beauvoir, The Second Sex, trans. Constance Borde and Sheila Malovany-Chevalier (1949; repr., New York, Vintage, 2011).
  • 28.While embarking on his return trip from the Soviet Union, for instance, Shaw, neglecting all the atrocities that were being committed in the name of socialism, described the USSR as “a land of hope.” Quoted in Paul Hollander, Political Pilgrims: Western Intellectuals in Search of the Good Society (1981; repr., New Brunswick, NJ: Transaction Publishers, 2009), pp. 38–39.
  • 29.Johnson, Intellectuals, p. 245.
  • 30.Johnson, Intellectuals, p. 246.
  • 31.Johnson, Intellectuals, p. 251.
  • 32.Murray N. Rothbard, Keynes, the Man (Auburn, AL, Ludwig von Mises Institute, 2010), p. 56. 
  • 33.Quoted in Evelyn L. Forget, The Social Economics of Jean-Baptiste Say: Markets and Virtue (London: Routledge, 1999), pp. 262–63.
  • 34.For a survey of Spencer’s life and work, see Guglielmo Piombini, “Herbert Spencer, un uomo contro lo Stato,” Miglioverde, Oct. 20, 2016.
  • 35.Giovanni Birindelli, Legge e mercato (Treviglio, Italy: Leonardo Facco Editore, 2017).
  • 36.In particular, see Jesús Huerta de Soto, Socialism, Economic Calculation and Entrepreneurship, trans. Melinda Stroup (Cheltenham: Edward Elgar, 2010), p. 52.
  • 37.George Watson, The Lost Literature of Socialism (Cambridge: Lutterworth Press, 1989).
Authors: 

Guglielmo Piombini

Guglielmo Piombini is an Italian journalist who has collaborated in various magazines and newspapers including Liberal, il Domenicale, and Elite.  His articles have also appeared at Ludwig von Mises Italia. Piombini is also the founder of Tramedoro: the online platform that provides a detailed overview of every major classic of the social sciences. Specializing in medieval institutions he is the author of the book “Prima dello Stato, il medioevo della liberta” (“Before the State: The Middle Ages Of Liberty”). 

Bernardo Ferrero

Bernardo Ferrero earned a double degree in Economics and Politics from SOAS, University of London and received his Master’s degree in Austrian Economics at Universidad Rey Juan Carlos.