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Este blog trata basicamente de ideias, se possível inteligentes, para pessoas inteligentes. Ele também se ocupa de ideias aplicadas à política, em especial à política econômica. Ele constitui uma tentativa de manter um pensamento crítico e independente sobre livros, sobre questões culturais em geral, focando numa discussão bem informada sobre temas de relações internacionais e de política externa do Brasil. Para meus livros e ensaios ver o website: www.pralmeida.org. Para a maior parte de meus textos, ver minha página na plataforma Academia.edu, link: https://itamaraty.academia.edu/PauloRobertodeAlmeida.

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quinta-feira, 22 de agosto de 2024

A dependência brasileira dos mercados chineses como prenúncio de totalitarismo, na visão da direita burra

 O chanceler acidental da primeira fase do bolsonarismo diplomático se exclama contra s dependência do agronegócio brasileiro das compras chinesas, achando que isso vai levar a nossa política a ser totalmente dominada pelo PCC:

“ A progressiva destruição da democracia no Brasil e a consolidação de uma oligarquia corrupta e autoritária vieram acompanhadas, não por coincidência, pela crescente dependência comercial e econômica brasileira frente à China. A associação preferencial a uma potência totalitária reforça o desenvolvimento de um modelo totalitário no Brasil. O Brasil não voltará a ser um país livre e decente enquanto não for desmantelada a imensa máquina de influência e controle que o Partido Comunista Chinês exerce no Brasil principalmente através de políticos corruptos brasileiros. O excelente e oportuno texto do Instituto Democracia e Liberdade mostra claramente o problema da dependência do agro brasileiro frente à China e a necessidade de desconstruí-la.”

Ernesto Araujo

A Perigosa Dependência do Agronegócio Brasileiro em Relação à China Comunista

https://t.co/nQKj8c6O8j 


sábado, 9 de dezembro de 2023

O stalinismo redivivo, aliás eterno - Paulo Roberto de Almeida

O stalinismo redivivo, aliás eterno

 

 

Paulo Roberto de Almeida, diplomata, professor.

Nota sobre a tirania de Putin, mais longa e mais elaborado do que a de Stalin.

 

 

A Rússia retornou ao eixo central do stalinismo totalitário, com a única exceção do Gulag, não mais necessário para controlar eventuais insatisfações do povo com as carências do regime. Sem recorrer a colônias penais, Putin domina cada aspecto da sociedade. 

Um verdadeiro Stalin, mas sem Gulag, não mais necessário: Putin conseguiu instilar medo em todos e cada um, e os pouquíssimos liberais da era Ieltsin simplesmente evaporaram da paisagem. 

Um novo Orwell poderia se dispor a reescrever 1984 com uma nova data: 2034.

Ali se chegaria ao ápice do Big Brother totalitário, com a morte do tirano, o mais longevo na história secular da tirania russa, o único regime registrado por aquela civilização secular que só conheceu lampejos fugazes de liberalização extremamente raros em um itinerário milenar.

O putinismo conseguiu superar o stalinismo, não apenas temporalmente, mas também metodologicamente, instituindo o terror preventivo, que passou a estar embebido na população, uma configuração do Príncipe que passou despercebida a um espírito atilado como Maquiavel. 

Os futuros cientistas políticos vão debruçar-se sobre esse fenômeno.

 

Paulo Roberto de Almeida

Brasília, 4526, 9 dezembro 2023, 1 p.


segunda-feira, 23 de outubro de 2023

Marx, Lenin y el totalitarismo - Mauricio Rojas (La Ilustracion Liberal)

Marx, Lenin y el totalitarismo

Mauricio Rojas

La Ilustracion Liberal

 

En los círculos en que transcurrió mi juventud revolucionaria no había calificativo más honroso que el de “bolche”. Era sinónimo de entrega total a la causa de la revolución y a la organización que la encarnaba. 

Eso ocurría en ese Chile de fines de los años 60 que se hundía en una lucha fratricida que terminaría desquiciando su pueblo y destruyendo su antigua democracia. Por ese entonces estudiábamos a Lenin con pasión. El ¿Qué hacer?y El Estado y la revolución eran lecturas obligatorias para todo buen bolche. Conocíamos los entretelones del Segundo Congreso de la socialdemocracia rusa, en el que se fundó el bolchevismo, y defendíamos, con absoluta convicción, el derecho de la revolución a instaurar lo que Marx llamó “dictadura revolucionaria del proletariado” y ejercer el terror con el objetivo de alcanzar sus fines. 

Al mismo tiempo, criticábamos al estalinismo, pero no por su uso ilimitado de la violencia sino por ser una supuesta “degeneración burocrática” del ideal marxista-leninista. Circunstancias adversas habrían llevado a la perversión del impulso revolucionario, hasta convertirlo en un monstruoso Estado en manos de una nueva clase privilegiada. 

No era el ideal de Marx y Lenin el que había fracasado, sino su aplicación bajo circunstancias extraordinariamente difíciles, que habían forzado su corrupción. Por ello, el sueño revolucionario seguía vigente, y nada había en él que lo ensombreciese. Sólo con el paso del tiempo y ya en el exilio fui entendiendo la profunda relación que existía entre nuestros ideales tan deslumbrantes y la penosa realidad de las sociedades edificadas en nombre de esos ideales. La dificultad fundamental estribaba en comprender cómo del idealismo podía surgir tanta maldad. Lo más fácil era atribuirlo a causas exteriores, a accidentes de la historia o a la perversidad de ciertos líderes, y quedarse así con los ideales impolutos y la conciencia tranquila. 

Pero esto fue lo que terminé poniendo en cuestión, y ello implicó, además, un serio cuestionamiento personal que me obligó a entender que también en ese joven idealista y romántico que yo había sido anidaba la semilla del mal.

Finalmente llegué a la conclusión de que en la misma meta que nos proponíamos estaba la raíz de un accionar político despiadado y sin límites morales. Lo que supuestamente estaba en juego era tan grandioso que todo debía ser subordinado a su consecución. Por ello es que la bondad extrema del fin puede convertirse en la maldad extrema de los medios; la supuesta salvación de la humanidad puede hacerse al precio de sacrificar la vida de incontables seres humanos; se puede amar al género humano y despreciar a los hombres realmente existentes.

El esfuerzo por comprender la asombrosa metamorfosis en verdugos de idealistas entregados plenamente a la causa de crear un mundo nuevo me llevó, hace ya unas tres décadas, a estudiar con cierta profundidad a los creadores del primer Estado totalitario moderno: aquellos revolucionarios rusos liderados por el noble hereditario Vladímir Ilich Uliánov, alias Lenin, que quisieron abolir la explotación y la opresión del hombre por el hombre y terminaron creando una maquinaria de explotación y opresión nunca vista en la historia de la humanidad.

El triste destino de esa primera revolución comunista exitosa se fue repitiendo luego en cada país donde se intentó llevar a cabo un cambio semejante: el intento de recreación total del mundo y el hombre acabó siempre en el totalitarismo. Hoy, todo aquello puede parecer historia: un pasado que ya no guarda relación alguna con nuestro tiempo. Y así puede ser si solo nos atenemos a las formas concretas que asumieron esos intentos mesiánicos. Sin embargo, mirando el fondo de las cosas podemos ver que hay una lección universal que aprender en el clamoroso fracaso del marxismo revolucionario. Se trata de la perversión fatídica del idealismo revolucionario por su propia soberbia, por aquella intención de partir de cero, de hacer tabla rasa de quienes realmente somos, o, para decirlo con las palabras de Platón en La República, de tratar al ser humano como si fuese “un lienzo que es preciso ante todo limpiar” para sobre él plasmar nuestras utopías.

Esta “voluntad de crear la humanidad de nuevo”, por usar las palabras de Hitler para definir el núcleo del nazismo,[1] esta tentación mesiánica fue lo que hizo de Lenin y sus bolcheviques unos verdaderos genocidas, pero no fueron los primeros ni serían los últimos que se dejaron llevar por el delirio de la bondad extrema. En el futuro los veremos sin duda reaparecer blandiendo nuevas promesas de cambio total y redención plena, como hacen los islamistas radicales o los antisistema, con su comparsa de izquierdistas nostálgicos de la revolución.

Por ello, para que no olvidemos la terrible lección de la historia, es que he decido actualizar mis estudios sobre los revolucionarios rusos y reunirlos en un libro que he titulado Lenin y el totalitarismo, que recientemente ha publicado la editorial Sepha (Málaga).

Marx y el pensamiento totalitario 

En el libro se analiza no solo la historia de Lenin y sus revolucionarios genocidas, sino que se hace una serie de reflexiones más generales acerca de la naturaleza del totalitarismo, su relación con el pensamiento de Marx y la pertinencia de usar este término para conceptualizar el régimen de la Rusia soviética. Sobre ello merece la pena detenerse un poco.

La visión revolucionaria de Marx fue definida muy tempranamente [2] en torno a la idea de la transformación total no solo del mundo existente sino del ser humano mismo. La naturaleza humana debía ser rehecha mediante la violencia apocalíptica de la revolución comunista; surgiría entonces un hombre nuevo, capaz de forjar una sociedad radicalmente distinta a todas las anteriormente conocidas. Sus célebres palabras en La ideología alemana de 1845 no dejan lugar a dudas al respecto: 

Tanto para engendrar en masa esta conciencia comunista como para llevar adelante la cosa misma, es necesario una transformación masiva del hombre [eine massenhafte Veränderung der Menschen nötig ist], que sólo podrá conseguirse mediante un movimiento práctico, mediante una revolución, y, por consiguiente, la revolución no sólo es necesaria porque la clase dominante no puede ser derrocada de otro modo, también porque únicamente por medio de una revolución logrará la clase que derriba [el sistema] salir del cieno en que está hundida y volverse capaz de fundar la sociedad sobre nuevas bases[3].

Este ser humano masivamente transformado fundaría una sociedad cuya característica esencial sería la unidad inmediata y absoluta del hombre con su especie o, para decirlo con el vocabulario de Hegel, el fin de toda separación entre las partes (los individuos) y el todo (la sociedad o comunidad). Se propone, pues, el surgimiento de una sociedad total, totalizante y totalitaria en el sentido estricto de la palabra. Esta idea de una sociedad en la que desaparece el individuo como tal, es decir, el individuo con derecho a una esfera propia de libertad separada de lo colectivo y lo político, fue elaborada extensamente por Marx en sus escritos de 1843-44. Un ejemplo notable es su crítica a la existencia misma de unos derechos humanos distintos de los derechos políticos o del ciudadano, tal como establecían las célebres declaraciones estadounidense y francesa.

Estos derechos son criticados por ser la expresión del “hombre egoísta”, la quintaesencia del derecho superior del individuo frente al colectivo o la sociedad. Las palabras de Marx en Sobre la cuestión judía (Zur Judenfrage, escrita a fines de 1843) a este respecto merecen ser citadas con cierta extensión, ya que estamos ante la esencia antiliberal del paradigma que, radicalizando la búsqueda hegeliana de la armonía o reconciliación entre el todo y las partes, formará el núcleo mismo de la ideología marxista:

Constatemos ante todo el hecho de que, a diferencia de los droits du citoyen, los llamados derechos humanos, los droits de l’homme, no son otra cosa que los derechos del miembro de la sociedad civil, es decir del hombre egoísta, separado del hombre y de la comunidad (...) Ninguno de los llamados derechos humanos va por tanto más allá del hombre egoísta, del hombre como miembro de la sociedad civil, es decir del individuo replegado sobre sí mismo, su interés privado y su arbitrio privado, y disociado de la comunidad. Lejos de concebir al hombre incardinado en su especie[Gattungswesen], los derechos humanos presentan la misma sociedad y la vida de la especie[Gattungsleben] como un marco externo a los individuos, como una restricción de su independencia originaria [4].

Para Marx, los únicos derechos importantes son los derechos políticos. En su visión, y al igual que en la de Hegel, el hombre deja de existir en sí para quedar reducido a su calidad de miembro del Estado (o de la comunidad políticamente organizada), con sólo los derechos que éste le reconozca como ciudadano. Es por ello que Marx no puede entender cómo los franceses pudieron crear un tipo de derechos del hombre que funcionan como obstáculos frente a la voluntad política colectiva, derechos que crean una esfera que está más allá de la política o del colectivo:

Es bastante incomprensible que un pueblo que, precisamente, comienza a liberarse, a derribar todas las barreras que separan a sus diferentes miembros, a fundar una comunidad política, que un pueblo así proclame solemnemente (Declaración de 1791) la legitimidad del hombre egoísta, separado de su prójimo y de su comunidad [5].

Marx quiere la sociedad total, que todo lo abarca, sin barreras –es decir, sin derechos individuales que le pongan límites– entre el hombre y el colectivo social representado por el Estado. Esta es, exactamente, la esencia de la definición original de los conceptos de Estado totalitario y totalitarismo, tal como Mussolini los usó ya en los años veinte del siglo pasado: “Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”[6].

Es justamente esta forma totalitaria de ver las cosas lo que hace que Marx manifieste un particular desagrado por la idea de la libertad individual, expresada en la Constitución francesa de 1793, en que se dice (artículo 6, que no es sino una repetición de la famosa declaración de 1791) que la libertad es “el poder que tiene el hombre de hacer todo lo que no perjudique los derechos de otro”. Ante esto Marx comenta desdeñosamente:

O sea, que la libertad es el derecho de hacer y deshacer lo que no perjudique a otro. Los límites en los que cada uno puede moverse sin perjudicar a otro se hallan determinados por la ley, lo mismo que la linde entre dos campos por una cerca. Se trata de la libertad del hombre en cuanto mónada aislada y replegada sobre sí misma [7].

Por esta libertad tan clásica, que es la esencia del liberalismo, ni Marx ni los marxistas del futuro profesarán la menor simpatía. Tampoco la profesarán otros totalitarios, como los fascistas italianos, los nazis alemanes o los fundamentalistas islámicos.

¿Qué es el totalitarismo?

De esta manera, Marx reformuló aquella vieja utopía de corte mesiánico que planteaba el advenimiento de un reino celestial sobre la Tierra, con sus hombres nuevos surgidos de una hecatombe depuradora.

La visión mesiánica de Marx encontraría con el tiempo miríadas de seguidores entusiastas. Entre ellos, los revolucionarios rusos encabezados por Lenin serían los primeros en disponer del poder necesario para intentar la realización práctica de ese “asalto al cielo”, que diera paso a un hombre y una sociedad absolutamente renovados. El resultado fue, en parte, plenamente congruente con la utopía de Marx: efectivamente, se creó la primera sociedad total o totalitaria. Al mismo tiempo, ni de cerca se cumplieron las promesas de armonía, reconciliación y felicidad, sino que del sueño del reino celestial sobre la Tierra surgió un régimen de una brutalidad sin precedentes. Esta discrepancia entre ideal y realidad es lo que ha llevado a muchos a decir que entre la utopía comunista de Marx y la realidad del totalitarismo soviético no existiría vínculo alguno. En mi libro sostengo una opinión diametralmente opuesta a este intento de desvincular a Marx de la obra totalitaria de sus seguidores revolucionarios.

Para probar el vínculo entre el pensamiento totalitario de Marx y el sistema totalitario creado por Lenin, consolidado por Stalin y luego reproducido en todos los demás regímenes comunistas, hay una distancia que es necesario recorrer, si uno de verdad quiere probar, y no sólo creer, que entre el uno y el otro hay una relación de causalidad. Con relación de causalidad quiero decir que las ideas de Marx –condensadas en su visión de una futura sociedad total que alcanzaría la armonía aboliendo toda separación entre individuo y colectivo– fueron no sólo una condición sine qua non para la creación del  sistema social totalitario soviético, también un componente esencial del mismo. Con ello no se quiere desconocer la multiplicidad de condiciones e influencias que debieron concurrir para que se diese el hecho histórico de la creación del primer sistema totalitario moderno, es decir, uno donde se intenta la destrucción sistemática de toda vida social independiente del colectivo representado por el Partido-Estado. Esa multiplicidad de factores existe, pero no puede explicar el resultado alcanzado, es decir, la formación de la Unión Soviética, sin incluir de manera esencial y determinante el componente ideológico, el credo marxista. 

La tesis fundamental del libro es por ello que el totalitarismo como sistema social no es más que el intento de llevar a la práctica la idea de una sociedad-comunidad sin divisiones ni conflictos internos, en la cual el hombre se convierta en lo que Marx llamó el “individuo total” (totalen Individuen) o “ser-especie” (Gattungswesen), sin derechos personales, propiedad o intereses que lo separen del colectivo [8]. Esto hace que el concepto totalitarismosea más amplio que el propio totalitarismo de raigambre marxista, que es sólo una de las propuestas ideológicas que buscan esta fusión del individuo en el colectivo y, por ello, la destrucción sistemática de toda individualidad y toda sociedad civil independiente. El nacionalsocialismo es otra variante de lo mismo, tal como lo es el fundamentalismo islámico.

 Lo anterior no quiere decir que el sistema totalitario  –ya sea el soviético u otro– haya de hecho logrado la destrucción de toda vida social independiente y, con ello, el control absoluto del individuo. Esto es algo que debe ser empíricamente estudiado en cada caso. Lo central en mi definición del totalitarismo reside en el intento sistemático de lograrlo, es decir, en la construcción de un sistema social que se estructura en torno a ese objetivo de control total del individuo. Un sistema así fue el que se erigió en la Unión Soviética, y todo indica que llegó a grados asombrosos de control sobre las personas y de destrucción de la vida social. 

Marx, Lenin y el sistema totalitario

 A partir de esta perspectiva, en el libro se estudia primero la evolución misma del joven Vladimir hasta convertirse en Lenin, es decir, en el arquetipo de revolucionario profesional sin límites morales ni ataduras sentimentales, que a la hora de actuar sólo tenía en cuenta lo que a su juicio fuese útil para el triunfo de la revolución. Luego se analiza el paso decisivo para la fusión del pensamiento y la praxis totalitaria que fue la creación y desarrollo del partido totalitario, el partido bolchevique. A continuación se analiza la construcción del sistema totalitario en la Rusia soviética desde 1917 hasta finales de los años 30. El texto concluye volviendo a retomar la pregunta fundamental acerca de la relación entre lo ocurrido en Rusia y el pensamiento marxista, es decir, la validez de la tesis de que el pensamiento mesiánico- revolucionario de Marx fue tanto una condición sine qua non como un componente esencial del sistema  social totalitario que sus seguidores implantaron en Rusia. Al objeto de discutir la validez de esta tesis se analiza primero la relación entre la herencia histórica específicamente rusa y el proyecto ideológico marxista, para luego pasar a reflexionar sobre la relación entre el pensamiento mesiánico de Marx y la ejecutoria de Lenin y Stalin, consolidador del sistema. 

Una objeción que repetidamente se ha hecho a la tesis que liga causalmente el pensamiento de Marx con el totalitarismo soviético es ésta: las ideas marxistas sólo fueron una especie de decorado o simple coreografía ideológica de un sistema que en lo esencial, tanto en su creación como en su estructura, fue un desarrollo de la herencia histórica rusa, con su despotismo oriental y sus intentos autoritarios de modernización. La conclusión de este razonamiento es que cargar a la cuenta de Marx o del marxismo lo ocurrido en Rusia sería confundir la justificación ideológica del sistema con su contenido real. Con ello no se dice que esa coreografía ideológica fuera del todo intrascendente, pero sí se postula que la misma no explica nada esencial del nacimiento o del contenido del sistema totalitario soviético. 

Muchos autores han planteado este tipo de ideas, empezando por los que explícitamente quieren salvar a Marx y a las ideas comunistas de toda culpa. Para ellos, lo asiático de Rusia y el peso de la historia y el atraso habrían sido los culpables de la tragedia totalitaria, no las ideas comunistas, que de  hecho seguirían siendo tan válidas como siempre. Autores eurocomunistas como el francés Jean Elleinstein tienden por ello, cuando tratan de explicar el estalinismo, a resaltar la “herencia del pasado”, a la que se “puede abolir brutalmente a través de las leyes, pero no (...) extirpar de la conciencia de los hombres. Se la puede destruir por la fuerza, pero no se la puede arrancar inmediatamente del alma humana y de la práctica cotidiana” [9]. 

Un gran autor que da expresión a esta tesis de la coreografía ideológica sin compartir las simpatías por el marxismo o el comunismo es Richard Pipes, uno de los historiadores más destacados de la Revolución Rusa y gran crítico del comunismo [10]. En la última entrega de su trilogía acerca de la marcha de Rusia hacia el bolchevismo escribe lo siguiente:

A pesar de toda la importancia de la ideología, su papel en la formación de la Rusia comunista no debe ser exagerado. Si un individuo o un grupo profesan ciertas creencias y se refieren a ellas para guiar su conducta, se puede decir que actúan bajo la influencia de las ideas. Sin embargo, cuando las ideas son utilizadas no tanto para guiar la conducta personal como para justificar el dominio sobre otros, ya sea por la persuasión o la fuerza, la cuestión se complica, ya que no es posible determinar si esta persuasión o fuerza está al servicio de las ideas o si, por el contrario, las ideas sirven para asegurar o legitimar ese dominio. En el caso de los bolcheviques, existen sólidos fundamentos para sostener que se trata de lo último, ya que desfiguraron el marxismo en todos los sentidos posibles, primero para hacerse con el poder y luego para mantenerse en el mismo[11].  

 

La esencia de esta argumentación fue resumida, hace ya mucho tiempo, por el filósofo, y contemporáneo de Lenin, Nikolái Berdiaev: “Todo el pasado se está repitiendo, y sólo actúa bajo nuevas máscaras”[12].  En todo esto hay muchísimo de razonable, pero también hay un reduccionismo al pasado, a lo dado o a las condiciones que elimina el elemento esencial del movimiento histórico, es decir, el elemento activo y transformador de la praxis humana[13], y, sobre todo, no permite entender cómo de ese pasado surgió algo nuevo ycualitativamente diferente: el totalitarismo. Esto es como querer explicar a Hitler y el nazismo reduciéndolos a lo alemán, ya sea como cultura o como historia, o a las circunstancias imperantes en los momentos críticos en que el nazismo nace y se impone. Sin duda que en cada elemento constitutivo del nazismo se encuentra algo de lo alemán y del impacto de las circunstancias, pero nada de esto explica de por sí esa realidad absolutamente insólita e impredecible que fue el régimen nacionalsocialista, y aún menos a su líder. Esto mismo vale para Lenin, la revolución bolchevique y el totalitarismo soviético.

 

La verdad es que en esto hay que ser capaces de  dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios; a la historia y a las circunstancias lo suyo, pero también a los protagonistas del cambio, con sus ideas y proyectos. Ahora bien, si de este ecuánime reparto se pasa a tratar de entender dónde reside el hecho que hizo a la Unión Soviética algo cualitativamente nuevo en la historia tanto rusa como universal, me parece que no se puede hurtar la centralidad del ideal mesiánico que postula, a través del uso de la violencia emancipadora, el surgimiento de una sociedad total.  

Los elementos de la historia rusa que serán potenciados por la acción del nuevo régimen lo serán a partir de ese sueño redentor y de su única forma posible de realización, que no es otra que la aplicación de la coacción para dar ese empellón decisivo que se supone necesario para operar la “transformación masiva del hombre” (Marx) y elevar la humanidad desde las sociedades de clase a otra donde las clases, junto con la explotación y el egoísmo, han desaparecido. La historia pesa, pero lo hace a partir de opciones ideológicas o proyectos sociales determinados. Una vez más, son los hombres los que hacen la historia, si bien la hacen a partir de condiciones determinadas. 

Todo en la Revolución Rusa es específicamente ruso, y no podía ser de otra manera; pero a la vez lo ruso que formó su materia prima fue seleccionado, trabajado y reconfigurado a partir de un proyecto ideológico de una fuerza excepcional. Y eso mismo es lo permitió que tal régimen fuera luego  reproducido en muchas otras sociedades. De haber sido algo absoluta y exclusivamente ruso, su historia jamás hubiese pasado más allá de las fronteras rusas. Pero, como bien sabemos, no fue así: por doquier surgieron nuevos bolcheviques; surgió así un comunismo específicamente chino, vietnamita o cubano que no por ello dejaba de ser comunismo.

 

El partido totalitario

 El paso de la idea de la sociedad total de Marx a surealización bajo Lenin, Stalin y otros muchos dictadores comunistas requirió siempre de un paso intermedio de importancia vital: la creación del partido totalitario, plasmación anticipada de la utopía de la sociedad total, con su hombre-comunidad u hombre-partido ya realizado. Éste fue el aporte decisivo de Lenin tanto al marxismo revolucionario como a la génesis del totalitarismo[14]. Así se pudo llevar a cabo “el programa de Marx”, la “realización de la filosofía” de que hablaba en sus obras juveniles, el intento de construir un mundo en el que, para decirlo con las palabras de Sobre la cuestión judía, desapareciera “el dualismo entre vida individual y vida de la especie” [15].

 Como ya se indicó, para crear este hombre- especie hubo que destruir, por la fuerza, toda sociedad civil y toda individualidad independiente, todo vínculo o ámbito que separase al hombre del colectivo. Este sacrificio del individuo en aras de la  colectividad fue un realizadovoluntariamente por el militante revolucionario del partido leninista, el hombre-partido, que vive por y para el partido. Ésa fue la célula básica y el prototipo de la futura sociedad total: un ser humano que se segrega o aísla completamente del mundo circundante para sólo existir en y mediante el partido. Estamos, por emplear las palabras certeras de Hannah Arendt, ante “un ser humano absolutamente aislado, aquel que, sin ningún otro vínculo social con la familia, los amigos, los compañeros e incluso conocidos, deriva su sentido de tener un lugar en el mundo solamente del hecho de pertenecer al movimiento, de su militancia en el partido” [16]. Uno de los teóricos leninistas más brillantes, el filósofo húngaro György Lukács, afirmó ya en 1922:  La absorción incondicional de la personalidad total de cada miembro en la práctica del movimiento es el único camino viable hacia la realización de la libertad auténtica [17].

Éstas son palabras dignas de ser pensadas un par de veces: la “libertad auténtica” es, tal como Marx había dicho en sus escritos de juventud, la negación del individuo como tal.  Para extender este ideal a toda la sociedad se requiere, independientemente del país de que se trate y de las condiciones imperantes, de una coacción inaudita. Esto es lo que hace de la utopía misma de Marx la fuerza motriz y la esencia de los  totalitarismos que se construirán e impondrán invocando su nombre. En Rusia, y en tantos otros sitios, los hombres fueron totalizados contra su voluntad, se arrasó a sangre y fuego toda existencia fuera del colectivo definido y controlado por el Partido-Estado. Se creó así aquello que Arendt definía como la base misma del totalitarismo, una sociedad de individuos aislados y sin relaciones sociales normales que se ven enfrentados a un poder que los envuelve y les da la única vida social e identidad que se les permite tener [18].

 

De Lenin a Stalin

La creación de una sociedad así fue emprendida por Lenin y consolidada por Stalin a través del terror generalizado y la destrucción de toda vida económica, social o cultural independiente del Partido-Estado. Su arma más eficaz y su efecto más profundo fue una desconfianza generalizada, un miedo universal que hacía que cada individuo viera en toda relación social ajena a la esfera del Partido- Estado un peligro para la propia supervivencia. Las grandes purgas de los años 30 convirtieron en regla lo que en inglés se denomina guilty by association, la culpabilidad por el mero hecho de tener una relación con una persona a la que se imputa un crimen. Llega así a hacerse obvio que la prudencia más elemental exige que, dentro de lo posible, se eviten todos los contactos íntimos (Arendt)[19]. A partir de esto, y “llevando este principio hasta sus extremos más asombrosos, los gobernantes bolcheviques han logrado crear una sociedad atomizada e individualizada como nunca antes se había visto” [20].

Éste fue el resultado final de una cadena que llevaba de las descripciones idílicas del comunismo hechas por Marx a la realidad terrible del estalinismo. La línea evolutiva es fácilmente trazable, y descansa sobre una lógica que, más allá de las circunstancias y los matices, está inscrita en la más central y poderosa de todas las ideas de Marx: la idea de la renovación total del mundo y la creación de un hombre nuevo. Esa limpieza del lienzo humano de que nos hablaba Platón y que, tal como recoge Karl Popper en La sociedad abierta y sus enemigos, implica el uso sistemático de los métodos más bárbaros de dominación: 

He aquí (...) lo que significa la limpieza del lienzo. Deben borrarse las instituciones y tradiciones existentes. Se debe purificar, purgar, expulsar, deportar, matar [21].

Es por ello que me inclino a contestar afirmativamente a aquella pregunta que Leszek Kolakowski formuló hace ya una treintena de años en un célebre artículo, titulado “Las raíces marxistas del estalinismo”:  

¿Debe todo intento de realizar los valores básicos del socialismo marxista generar necesariamente un organismo político con características manifiestamente análogas al estalinista? [22]

 

Así lo creo; y las experiencias realizadas hasta ahora han sido aterradoramente concluyentes al respecto. Eso es lo que mi libro Lenin y el totalitarismo busca documentar, como una triste lección de las terribles desventuras a las que los delirios del utopismo y la bondad extrema han llevado al ser humano.

 

Bibliografía

– Arendt, Hannah (1951), The Origins of Totalitarianism, Harcourt, Brace and Company, New York.

– Elleinstein, Jean (1975), Histoire du Phénomène Stalinien, Grasset, Paris.

– Kolakowski, Leszek (1983), “Las raíces marxistas del estalinismo”, en Estudios Públicos, nº 11, Santiago de Chile.

– Lukács, Georg (1969), Historia y conciencia de clase, Editorial Grijalbo, México DF.

– OME 5 (1978), Obras de Marx y Engels, volumen 5, Grupo Editorial Grijalbo, Barcelona.

– Marx, Karl y Friedrich Engels (1970), La ideología alemana, Grijalbo, Barcelona.

– MEW III (1962), Marx/Engels Werke, Band III, Dietz Verlag, Berlin.

– MEGA I:2 (1982), Marx/Engels Gesamtausgabe, Band I:2, Dietz Verlag, Berlin.

– Marías, Julián (2005), España inteligible, Alianza, Madrid.

– Pinker, Steven (2003), La tabla rasa: La negación moderna de la naturaleza humana, Paidós Ibérica, Barcelona.

– Pipes, Richard (1994), Russia under the Bolchevik Regime 1919-1924, Harvill, London.– Pipes, Richard (1996), The Unknown Lenin – From the Secret Archive, Yale University Press, New Haven.

– Popper, Karl (1981), La sociedad abierta y  sus enemigos, Paidós, Barcelona.

– Tucker, Robert (1977), Stalinism, Norton & Company, New York. 

 

Notas

[1] La cita está tomada de Pinker (2003), p.

237.

[2] En las obras redactadas entre 1843 y 1845, cuando Marx tenía un poco más de 25

años.

[3] Marx y Engels (1970), p. 82; MEW III (1962), p. 70. Los énfasis (en redonda) son de Marx. Se han intercalado en varias de las citas de Marx algunas palabras del original alemán por la importancia de los pasajes en cuestión. 

[4] OME 5 (1978), pp. 195-197; MEGA I:2 (1982), pp. 157- 159.


[5] Ibid.

[6] Discurso del 26 de mayo de 1927. El tema se repite en otros discursos y textos de Mussolini

[7] Marx, ibid., p. 195; ibid., p. 157.

[8] La expresión Gattungswessen se encuentra en Sobre la cuestión judía. Véase en OME 5 (1978), pp. 195-197 y MEGA I:2 (1982), pp. 157-59. La expresión “individuo total” (totalen Individuen) se encuentra en La ideología alemana. Marx y Engels (1970), p. 80; MEW III (1962), p. 68.

[9] Elleinstein (1975), p. 19.

[10] En la obra de Pipes se encuentran también explicaciones que fuertemente resaltan la importancia del elemento ideológico y que no son plenamente compatibles con las palabras que aquí se citan.

[11] Pipes (1994), pp. 501- 02.

[12] Citado en Pipes, ibid., p. 503.

[13] Reducir la historia a las circunstancias, o a las así llamadas estructuras, es simplemente negarla, haciendo de un proceso vivo –que esencialmente se define por lo que Julián Marías, inspirado por Ortega y Gasset, llama su carácter “proyectivo” y “futurista”– una pura proyección determinista sin voluntades, sin proyectos ideológicos ni sueños de futuro o, para decirlo drásticamente, sin seres humanos. Véase Marías (2005), p. 94.

[14] Como se sabe, la influencia del modelo de partido leninista- bolchevique fue determinante para la creación del partido nazi y de otros semejantes.

[15] OME 5 (1978), pp. 195-197 y MEGA I: 2 (1982), pp. 157- 59.

[16] Arendt (1951), pp. 316-17.

[17] Lukács (1969), p. 334.

[18] Arendt habla del "hombre masa" como base del totalitarismo y dice que lo caracteriza “no (...) su brutalidad y su atraso, sino (...) su aislamiento y [la] falta de relaciones sociales normales”. Arendt (1951), p. 310.

[19] Ibid, p. 316.

[20] Ibid.

[21] Popper (1981), p. 165.

[22] Kolakowski (1983), p. 207. Cita revisada comparando con el original en Tucker (1977).

 

sexta-feira, 31 de março de 2023

A Rússia estaria de volta ao século XIX? O que teria a nos dizer um italiano autor do melhor livro de história intelectual sobre a Rússia?

 Coloco novamente neste espaço algumas notas de leitura do ano passado, já em plena invasão da Ucrânia por Putin, tendo lido o que afigura ser o melhor livro sobre a formação do totalitarismo na Rússia, ainda que dedicado apenas a certa intelligentsia que foi submergida pelo bolchevismo.

Paulo Roberto de Almeida

sábado, 7 de maio de 2022

Os intelectuais, a revolução e o totalitarismo - Franco Venturi sobre os narodniks

   O absolutismo czarista foi combatido, em primeiro lugar, pelos “dezembristas”, no início do século XIX, depois pelos narodniks, os populistas revolucionários, em parte anarquistas, da segunda metade daquele século, depois pelos socialistas de diversas tendências, no início do século XX, para renascer com toda força, sob o disfarce do stalinismo, entre os anos 1930-50, já sob o peso do comunismo


leninista. Depois do fim do comunismo, em 1991, o absolutismo neoczarista assumiu a forma do putinismo cleptocrático e imperialista. Ele já não precisa de Gulags, pois manda assassinar ou encarcerar seus opositores, e não hesita em invadir outros países, como faziam os czares e o tirano Stalin. O novo déspota de Moscou é tão cruel quanto eles, tendo ao seu lado o poder “espiritual” da Igreja Bizantina. Como Stalin, ele não precisa de nenhum Rasputin, mas tem alguns ideólogos a seu serviço. E ainda tem o apoio internacional de muitos idiotas estrangeiros, de esquerda e de extrema-direita. O livro de Franco Venturi (1952) fica nos narodniks; o resto fui eu que opinei.

segunda-feira, 8 de junho de 2020

Os jornalistas e o fascismo - John Broich (The Conversation)

Normalizing fascists



Associate Professor, Case Western Reserve University


https://theconversation.com/normalizing-fascists-69613?xid=PS_smithsonian

How to report on a fascist?
How to cover the rise of a political leader who’s left a paper trail of anti-constitutionalism, racism and the encouragement of violence? Does the press take the position that its subject acts outside the norms of society? Or does it take the position that someone who wins a fair election is by definition “normal,” because his leadership reflects the will of the people?
These are the questions that confronted the U.S. press after the ascendance of fascist leaders in Italy and Germany in the 1920s and 1930s.

A leader for life

Benito Mussolini secured Italy’s premiership by marching on Rome with 30,000 blackshirts in 1922. By 1925 he had declared himself leader for life. While this hardly reflected American values, Mussolini was a darling of the American press, appearing in at least 150 articles from 1925-1932, most neutral, bemused or positive in tone.
Benito Mussolini speaks at the dedication ceremonies of Sabaudia on Sept. 24, 1934. AP Photo
The Saturday Evening Post even serialized Il Duce’s autobiography in 1928. Acknowledging that the new “Fascisti movement” was a bit “rough in its methods,” papers ranging from the New York Tribune to the Cleveland Plain Dealer to the Chicago Tribune credited it with saving Italy from the far left and revitalizing its economy. From their perspective, the post-WWI surge of anti-capitalism in Europe was a vastly worse threat than Fascism.
Ironically, while the media acknowledged that Fascism was a new “experiment,” papers like The New York Times commonly credited it with returning turbulent Italy to what it called “normalcy.”
Yet some journalists like Hemingway and journals like the New Yorker rejected the normalization of anti-democratic Mussolini. John Gunther of Harper’s, meanwhile, wrote a razor-sharp account of Mussolini’s masterful manipulation of a U.S. press that couldn’t resist him.

The ‘German Mussolini’

Mussolini’s success in Italy normalized Hitler’s success in the eyes of the American press who, in the late 1920s and early 1930s, routinely called him “the German Mussolini.” Given Mussolini’s positive press reception in that period, it was a good place from which to start. Hitler also had the advantage that his Nazi party enjoyed stunning leaps at the polls from the mid ‘20’s to early ‘30’s, going from a fringe party to winning a dominant share of parliamentary seats in free elections in 1932.
But the main way that the press defanged Hitler was by portraying him as something of a joke. He was a “nonsensical” screecher of “wild words” whose appearance, according to Newsweek, “suggests Charlie Chaplin.” His “countenance is a caricature.” He was as “voluble” as he was “insecure,” stated Cosmopolitan.
German youth study the newspaper on May 18, 1931. AP Photo
When Hitler’s party won influence in Parliament, and even after he was made chancellor of Germany in 1933 – about a year and a half before seizing dictatorial power – many American press outlets judged that he would either be outplayed by more traditional politicians or that he would have to become more moderate. Sure, he had a following, but his followers were “impressionable voters” duped by “radical doctrines and quack remedies,” claimed the Washington Post. Now that Hitler actually had to operate within a government the “sober” politicians would “submerge” this movement, according to The New York Times and Christian Science Monitor. A “keen sense of dramatic instinct” was not enough. When it came to time to govern, his lack of “gravity” and “profundity of thought” would be exposed.
In fact, The New York Times wrote after Hitler’s appointment to the chancellorship that success would only “let him expose to the German public his own futility.” Journalists wondered whether Hitler now regretted leaving the rally for the cabinet meeting, where he would have to assume some responsibility.
Yes, the American press tended to condemn Hitler’s well-documented anti-Semitism in the early 1930s. But there were plenty of exceptions. Some papers downplayed reports of violence against Germany’s Jewish citizens as propaganda like that which proliferated during the foregoing World War. Many, even those who categorically condemned the violence, repeatedly declared it to be at an end, showing a tendency to look for a return to normalcy.
Journalists were aware that they could only criticize the German regime so much and maintain their access. When a CBS broadcaster’s son was beaten up by brownshirts for not saluting the Führer, he didn’t report it. When the Chicago Daily News’ Edgar Mowrer wrote that Germany was becoming “an insane asylum” in 1933, the Germans pressured the State Department to rein in American reporters. Allen Dulles, who eventually became director of the CIA, told Mowrer he was “taking the German situation too seriously.” Mowrer’s publisher then transferred him out of Germany in fear of his life.
By the later 1930s, most U.S. journalists realized their mistake in underestimating Hitler or failing to imagine just how bad things could get. (Though there remained infamous exceptions, like Douglas Chandler, who wrote a loving paean to “Changing Berlin” for National Geographic in 1937.) Dorothy Thompson, who judged Hitler a man of “startling insignificance” in 1928, realized her mistake by mid-decade when she, like Mowrer, began raising the alarm.
“No people ever recognize their dictator in advance,” she reflected in 1935. “He never stands for election on the platform of dictatorship. He always represents himself as the instrument [of] the Incorporated National Will.” Applying the lesson to the U.S., she wrote, “When our dictator turns up you can depend on it that he will be one of the boys, and he will stand for everything traditionally American.”

domingo, 1 de outubro de 2017

O totalitarismo brasileiro em construcao - Carlos Pozzobon (2010)

No terço final de uma longa resenha do livro de Hannah Arendt, "Origens do Totalitarismo", Carlos Pozzobon oferece sua visão do totalitarismo brasileiro em construção.
Vale transcrever a partir desta postagem em seu blog de resenhas de livros:
http://carlosupozzobon.blogspot.com.br/2011/12/as-origens-do-totalitarismo.html

Totalitarismo brasileiro em construção

Carlos Pozzobon

 19/9/2010

Tudo começou na ditadura militar moribunda de 1964, onde um marxismo perseguido e multifacetado passa a trabalhar socialmente como proselitismo de uma causa que precisa de vínculos com organizações sociais. Encontra nos sindicatos obrigatórios uma dádiva dos céus para aprofundar raízes.
O peleguismo tradicional precisa ser substituído com o método de se dizer o contrário do que se vai fazer. Inicialmente, criticando a obrigatoriedade do imposto sindical – atitude importante para provocar simpatia na sociedade. A imprensa saúda o movimento como renovador da velha tradição fascista. O prestígio começa a fluir para líderes que não são mais do que apedeutas e marionetes. Em seguida, formados os sindicatos mais importantes, uma nova lei sindical vai dar organicidade às confederações, federações e entidades coligadas com, naturalmente, imposto sindical obrigatório, o contrário do que se dizia. Nos sindicatos, a fachada de modernidade se desmancha na prática do atraso. Agora o que se pretendia combater foi invertido.
Na intimidade da mente totalitária, ocorrem as inversões praticadas por Stalin: “sempre tomar o cuidado em dizer o contrário do que fez e fazer o contrário do que disse”. É a sociopatia juntando má-fé e compulsão para mentir, mas que rende extraordinários resultados eleitorais ao sistema. No poder, o partido precisa construir a todo custo uma maioria eleitoral para impedir a alternância. Essa maioria não virá de partidos políticos, mas de organizações sociais. O partido passa a controlar diretamente os sindicatos, impedindo por decreto a auditoria das contas sindicais pelos órgãos do Estado (TCU). Nos comícios, o partido convoca os sindicatos para uma demonstração de força, que assim demonstram sua subserviência ao poder. Comandando a turba, juntamente com as organizações sociais, estão os movimentos liderados por funcionários de entidades e empresas estatais.
Organizações sociais, do tipo MST e Via Campesina, já demonstraram o novo modelo de fascismo no campo: ao arbítrio de seus líderes, propriedades invadidas são acobertadas pelos vínculos partidários nas estatais, que fornecem a legalidade instrumental para declarar terras improdutivas, independentemente de sua real situação, e a liberdade para os saques. Um exército de mercenários sustentado por verbas da reforma agrária se mobiliza contra o trabalho agrícola de larga escala, retalhando a propriedade invadida em casas de campo para seus dirigentes, ou repassando a propriedade a terceiros, que, por sua vez, terminam gerando quase nenhuma produtividade. Verbas generosas salvam o movimento que aumenta seu contingente em todos os Estados da federação. Com pretexto para mobilizações, repetem que querem a reforma agrária, mas não querem coisa nenhuma.
Tudo isso é apenas fachadismo, um mito imaginário de justiça agrária para boi dormir. Esperamos pela alternância do Poder para algum dia virem à tona os cálculos do que se gastou com a reforma agrária desde a época FHC, e do quanto se produz nas propriedades desapropriadas. Aí então vamos calcular o quanto custou ao povo brasileiro o feijão da reforma agrária, e vamos desmascarar o mito dividindo a produção pelo dinheiro gasto historicamente. Vai ser uma comédia de erros ou mais uma conta para o desperdício espetacular dos recursos públicos do nosso sistema político.
Na genealogia do totalitarismo, uma crise econômica rompe a indiferença dos indivíduos para com a gestão governamental. Ao mesmo tempo, a delinquência política aumenta, os bodes expiatórios se sucedem, reconhecidos picaretas assumem o comando de instituições públicas. Um misto de besteirol com corrupção deslavada, de negociatas com agitação trabalhista, de cinismo com estupidez acomete a Nação.
Aparecem soluções salvacionistas. A levedura fascista borbulha com o esbravejar espumante de aventureiros, falidos, oportunistas, matusquelas, celerados ideológicos e o diabo-a-quatro. Às vezes, parece que a insanidade toma conta da Nação, e vai abrindo espaço para o rasgar sucessivo de leis, de procedimentos e atos legais. Uma onda de calúnia vai manchando reputações, denegrindo a inteligência, acuando a intelectualidade do país. A chusma aplaude entusiástica aquilo que em uma sociedade organizada é vigarice intelectual.
Em certo momento, vem o golpe: fecha-se o parlamento e surge o governo por decreto. Aparelha-se a polícia para limpar a sociedade dos elementos indesejáveis. O totalitarismo, assim como o nazismo, o stalinismo e tampouco o getulismo, não se baseia no poder ditatorial do exército. O governo ditatorial domina o aparato policial que, subordinado ao mandatário, age estritamente sob suas ordens. A neutralização militar é facilmente conquistada nas empresas e agências estatais, ou no lobby privado – o getulismo subornou os militares entregando cargos públicos aos tenentes.
Mesmo assim, o descontentamento entre os setores profissionais das forças armadas torna-se visível em manifestos e circulares. A tensão conspiratória aumenta. Algumas vozes aparecem pedindo intervenção militar, argumentando um totalitarismo irreversível. Outras vozes clamam mais alto pedindo prudência, temerosas de que a intervenção militar possa gerar uma sucessão de eventos incontroláveis. O passado é relembrado como um exemplo a ser evitado. Mas, a cada dia, o presente demonstra que as coisas avançam na direção de tudo piorar, mais do que no passado. No meio do relativismo, quem vai dar a palavra final é o povo que espera ser convocado às ruas.
Enquanto isso, a crise avança. No estado policial aparecem as grandes inversões. Mede-se o mérito pelas denúncias de cidadãos contra os inimigos do povo ou da nova ordem. Oferecem-se recompensas pela captura dos dissidentes. Slogans nacionalistas, refrões musicais, gingles do governo e propagandas acintosas produzem a lavagem cerebral necessária à legitimidade do regime.
A imprensa livre é atacada consecutivamente — jamais ao mesmo tempo. Primeiro, um grupo jornalístico é atingido por uma lei criada contra uma particularidade das empresas de comunicação. Depois, são forjadas fraudes contra outros, intervenções garantem o silenciamento, enquanto novos decretos dão legitimidade ao regime para garantir o avanço de grupos empasteladores que exultam com os novos tempos.
Neste momento, é preciso fechar as vias de informação internacionais. A Internet é constantemente manipulada para bloquear os sites que criticam o novo regime. Para não provocar a reação de toda a sociedade, o fechamento vai se sucedendo em intervalos, enquanto o governo vai ampliando seu poder de penetração no financiamento de novos portais de comunicação, de rádios e jornais, que passam a legitimar o avanço fascista e aumentar o tom de apoio ao governo.
Prisões na calada da noite, espancamentos, confissões forjadas e irradiadas para todo o país envergonham a serenidade do povo e avacalham a sobriedade indispensável à ordem republicana. Quando uma pessoa é invadida em sua intimidade, com propósitos de calúnias e dossiês, logo um exército de mercenários ocupa o maior número possível de espaços de discussão para destruir a respeitabilidade de inocentes. Baseando-se na estratégia de culpar a vítima para jogar na mesma lama violadores constitucionais e inocentes difamados, uma poderosa máquina de jornais e revistas paga com dinheiro público põe-se em ação para enxovalhar pessoas. Desavergonhados riem-se cinicamente do constrangimento de quem tem uma reputação a defender.
O país vive uma constante mudança: currículos escolares, cursos de patavina para valdevinos são prestigiados, concursos literários, poemas exaltando o grande chefe ou o sacrifício dos espoliados pelo antigo regime são consagrados como peças literárias imortais. Uma simbologia estabelece o novo status social para a oligarquia emergente: o regime começa a acumular vaidades.
Entretanto, as coisas começam a dar errado na ordem econômica. Por razões óbvias, o regime não foi capaz de se manter dentro dos limites da sanidade fiscal. E então o plano inclinado da ordem moral revela-se com o mesmo declive na ordem econômica. Os bodes expiatórios começam a dar explicação para o fracasso. Os delinquentes intelectuais voltam-se para o passado, com o pretexto de aliviar a crise com motivações remotas. A história é reescrita para glorificar os dirigentes, o presente e a verdade universal da linha do partido. Mobilizações de massa, comícios gigantescos colocam em ação o aparelho estatal e assumem o espetáculo expiatório da própria decadência do regime em um tom pomposo e solene.
Para salvar as aparências, delegações de economistas saem à cata de empréstimos externos. Uma engenharia financeira é colocada a serviço da empulhação dos déficits e da desconfiança na moeda. A inflação começa a devorar seus filhos mais fracos. Por algum tempo, o regime oscila entre a estabilidade da ordem e o terror patológico da insurreição. Em ritmo não de todo controlado, começam a aparecer os primeiros sinais de descontentamento.
A ordem balança, e a estabilidade fica condicionada à sua capacidade de dar resposta repressiva aos inimigos pontuais. Em todos os locais, a despersonalização aumenta e a expressão espontânea do povo some como por encanto. Todos fazem de conta que não se conhecem, que nunca se viram, que não são uma sociedade interativa, a menos do espírito conspiratório e da insurgência latente.
A sorte do regime está selada com as vagas incertas das circunstâncias internacionais. Ninguém sabe ao certo até quando o festival de arbitrariedades vai durar. Ninguém sabe ao certo se algum dia o país será capaz de se curar da insensatez. Mas a verdade é que, no fundo, no mais recôndito de todos os seres, a esperança não passa de uma vela acesa ao relento.
De repente, uma oposição fragilizada é cooptada na rede da oligarquia perene. O regime, sempre obsequioso em criar vínculos e benesses para arregimentar novos seguidores, sabe que precisa de ‘reformas’ para se revitalizar. E aquilo que era a oposição multifacetada passa a ser situação integrada, maldizendo o passado, cortando gastos, atingindo órgãos perdulários há muito tempo para serem extintos. Refaz-se a moeda, cortam-se os zeros inflacionários para se manter tudo como está em nome de uma constituição que, examinada a fundo, não passa de arranjos vexaminosos.
É o suborno intelectual obtido com recompensas políticas. A perenidade do regime está em sua capacidade de subornar. Subornam-se com viagens, com horas-extras, com cargos de comissão, com um segundo emprego, com vantagens, com retroações de benefícios no tempo, com toda uma maquinaria inexistente no capitalismo, e que faz do regime de iniquidades algo muito melhor do que qualquer coisa jamais descoberta na face da terra para os que participam do reservado círculo do poder.
Cria-se uma linguagem para lastimar a pobreza que o regime solenemente criou: nela, palavras-chave como elite, aristocracia, capitalismo, forças ocultas, exploradores, imperialismo ou qualquer outra, formam o glossário mais frequente no vocabulário político expiatório.
Na folha de pagamento dos governos estaduais, 30% do funcionalismo não trabalha, dedica-se ao absenteísmo alternado. Os demais, ao burocratismo feroz. O impedimento é sua marca mais nítida. Departamentos inteiros dedicados a aplicar regras de proibições, discriminações, exceções, de senões e mais senões com certidões, atestados e quetais.
Como casas da mãe-joana, as Assembleias Legislativas desfilam famílias inteiras na folha de pagamento de assessores. Nas prefeituras, em paralelo com os abnegados de sempre, o burocratismo e os maus tratos com o patrimônio público chegam às raias de sabotagem de guerra não declarada. Congresso e Senado são gerenciados por atos secretos. Nas prefeituras e universidades, são comuns salários duplos, triplos, quádruplos. Funcionários fantasmas se acumulam do Oiapoque ao Chuí.
A entropia produzida pela delinquência partidária chega a um ponto tal que as poucas vozes discordantes ficam reduzidas a uma minoria inexpressiva eleitoralmente — é a inteligência do país relegada a uns gatos pingados, o fascismo perene, a sociedade do vale-tudo, o regime que fornece recompensa àqueles a quem a astúcia está associada com as piores qualidade morais.
O dinheiro dos impostos de quase 130 milhões de brasileiros e de milhares de empresas é gasto com 5-10 milhões de funcionários públicos e dependentes, dos quais 1 milhão de privilegiados, e dentre esses, uns 100 mil formam uma oligarquia intocável, inamovível e inimputável. Assim é o regime fascista. Ele se baseia na lógica do consórcio: para se ter uma oligarquia, é fundamental que um não se imiscua no butim do outro, e que haja divisão entre todos. Assim, todos se absolvem e se protegem, igualando-se na mesma promiscuidade libertina.
Doenças intelectuais invadem a consciência da Nação com o empreguismo, o coitadismo, o concessionismo, o assistencialismo, o niilismo, e um sistema político que não se renova, que não se extirpa, sustentado por um judiciário que negocia sua tabela de preços aos cochichos, e que avacalha o bem pensar e a própria lógica com certas absolvições.
A contradição entre a lei e a moral provoca o espírito de depredação do patrimônio público. É o carimbo do brasileiro revoltado. A qualquer momento, e sob qualquer pretexto, aquilo que foi conseguido a duras penas para a população vem abaixo com o vandalismo explodindo pela prática corriqueira da exclusão social e dos privilégios legais. Comportamento anárquico forjado no dia-a-dia do ressentimento.
Estelionatários, fraudadores, peculatários, corruptos, todos se apresentam para o coquetel licitatório de onde sairão os contratos mercantis para a transferência de bens e serviços com descontos por fora, com dinheiro na cueca, com contas offshore, com maletas de mão em mão.
Parece que o princípio marxista de ‘a cada um segundo suas necessidades’ toma conta dos propinistas. Todos cobram uma parte, a corrupção se espalha como uma praga. As eleições são o sintoma evidente. Cabos eleitorais se licenciam dos empregos no magistério com remuneração garantida, migram para os gabinetes de assessorias e cargos comissionados, e se apresentam como organizadores de comícios, de panfletagens, de visitas de candidatos.
A máquina pública é posta em ação para a disputa. Vence o mais forte, o Partido que acumulou mais dinheiro do butim, e mais infraestrutura no aparelhamento estatal. O povo trabalhador contempla estupefato entre a sandice dos discursos e a cara-de-pau dos pretendentes. Às vezes, parece que certos candidatos não têm superego, pois, tomados pela pusilanimidade e desfaçatez do momento, lhes falta o recato inerente à vida social. Seus discursos são torpezas pronunciadas no maior descaramento.
Quando afinal os desmandos atingem o ápice, a Nação está empobrecida, décadas foram perdidas, a produtividade em baixa, os serviços públicos aviltados, e parte do povo moralmente depravada. Nova liderança assume o poder para acabar com os desmandos. E o que se consegue auditar do vendaval de destruição do patrimônio da Nação é muito pouco, tímidas reformas ficaram no meio do caminho.
Mesmo assim, uma nova época é celebrada, novas esperanças ressurgem, um novo otimismo toma conta do espírito da Nação, que já traz embutido o germe de sua destruição pela fraqueza intelectual de seus epígonos ou pela manutenção do ancien régime, sob as cinzas do novo tempo.
O espírito de conciliação faz o estrago previsto ao manter, sob o manto da legalidade, a proteção dos estelionatários. Em nome da paz social, estende-se uma anistia aos velhos prevaricadores, em geral, com aposentadorias integrais — forma de suborno preferida no século XX.
Sob as mudanças introduzidas, tudo melhora desde que se conservem as raízes do atraso, que brotam novamente com o mesmo romantismo da igualdade, da moralidade, da virtude, agora com novos protagonistas, com uma nova geração. Com a tomada do poder, termina o novo ciclo, tudo se dissolve, e se chega à infeliz contabilidade de que o engodo é o mesmo, só mudaram as moscas. Do ponto de vista moral, não cruzamos o século XVIII.
Lampedusamente, tudo muda, tudo se transforma, mas não a ponto de se derrubar a oligarquia perene e se descobrir o virtuoso caminho da grande Nação que nos foi reservada pela natureza.

FIM — 19/9/2010