Devo a meu amigo e colega de academia
Orlando Tambosi o fato de alertar-me para este importante artigo do conhecido
jornalista de origem cubana, residente na Espanha, que co-publicou, com Alvaro
Vargas Llosa, o conhecido Manual del Perfecto Idiota Latinoamericano.
Paulo Roberto de Almeida
En 1556, el poderoso emperador
Carlos V decide abdicar y se retira a vivir en el monasterio de Yuste, en
Extremadura, España. Está cansado de las continuas guerras, deprimido por la
muerte de su esposa –Isabel de Portugal– y de su madre –Juana la Loca–, y
atormentado por los dolores que le produce la gota, ese trastorno metabólico
que, convertido en una terrible punzada, suele alojarse en las articulaciones,
preferiblemente en los dedos gordos de los pies, dolencia a la que entonces,
por esa razón, llamaban podagra.
Carlos V, sencillamente, quiere
huir de la muerte y del dolor.
Pero, una vez instalado en su
nueva y austera residencia, razonablemente confortable para los estándares de
la época, Carlos V de Alemania, o Primero de España, como prefieran llamarle,
guiado por la ignorancia, toma dos decisiones fatales. Bebedor de cerveza, hace
sembrar cebada, mientras un par de maestros cerveceros que se había traído de
Alemania instalan un alambique para destilarla. Los médicos que lo acompañan
intuyen, con cierta razón, que alguna relación tiene la gota con los riñones, y
saben que la cerveza estimula las ganas de orinar, así que aprueban con
entusiasmo la afición del ex-emperador por esta forma refrescante del alcohol.
Entonces nadie sabía que esa bebida, rica en purina, aumentaba los niveles de
ácido úrico de los gotosos, así que el pobre Carlos V incrementaba el problema
con cada jarra de cerveza que ingería.
La segunda decisión equivocada
tuvo que ver con un criterio estético. Carlos V se hizo construir una alberca
para mirarla desde la ventana y acaso darse un chapuzón en los días de calor
intenso. Pensaba que esos baños podían calmar el dolor de la gota. Tal vez,
pero el agua estancada atraía a los mosquitos. Un mosquito le transmitió la
fiebre amarilla y el pobre hombre murió en medio de los temblores y dolores de
todo tipo que provoca el paludismo.
¿Cuál es el propósito de comenzar
una reflexión sobre el desarrollo con esta curiosa anécdota histórica?
Sencillo: demostrar que la ignorancia, generalmente convoyada por percepciones
distorsionadas, conduce a la toma de decisiones equivocadas y fatales, incluso
por las personas más poderosas.
Primera mentira: la riqueza de las
naciones poderosas ha sido el resultado del saqueo de las más débiles
No es cierto. España, Portugal y
Turquía han sido tres de los mayores imperios de la Tierra y no comenzaron,
realmente, a prosperar hasta que se desembarazaron de sus conquistas.
Constituir y defender un imperio suele costar mucho más que la riqueza que
éstos suelen producir.
Recuerdo, a principios de los años
noventa del siglo pasado, tras el derribo del Muro de Berlín, una consigna
entonces en boga en Moscú: "Hay que liberar a Rusia del peso de la Unión
Soviética". Los rusos, finalmente, comprendieron que el costo de mantener
girando en torno a su país un rosario de satélites, a lo que agregaban costosas
y lejanas colonias políticas del Tercer Mundo, como Cuba o Etiopía, desangraba
inútilmente la tesorería nacional.
Holanda y Suecia nunca fueron más
ricas que cuando se disolvieron sus imperios. La pequeña Suiza nunca lo ha
tenido y es una de las naciones más prósperas del planeta. La riqueza de
Francia no se derivaba del expolio de sus colonias, sino del comercio, como le
sucedió posteriormente a los Estados Unidos.
Es mucho más lo que Inglaterra
sembró en sus colonias que lo que extrajo de ellas, como puede comprobarse en
Estados Unidos, Canadá, Australia, Irlanda o Nueva Zelanda. La pujanza
económica que hoy vemos en un país como India, excolonia británica, se debe a
la impronta civilizadora de Inglaterra y no a las milenarias tradiciones
hindúes, totalmente alejadas de la mentalidad competitiva del capitalismo
moderno.
Es verdad que las naciones
imperiales obligaban a sus colonias a consumir productos generados por la metrópolis,
dentro de la mentalidad mercantilista de la época, pero ya Adam Smith, a fines
del siglo XVIII, advirtió que ésa era una medida mutuamente empobrecedora.
Servía para enriquecer a ciertos cortesanos coludidos con la Corona, pero no
favorecía al conjunto de la sociedad.
Ése fue uno de los caballos de
batalla del pensamiento y las revoluciones liberales: abrirse al comercio
internacional y a la competencia.
Segunda mentira: las naciones
poderosas crean unas formas de comercio y producción que condenan a la miseria
o a la mediocridad a los pueblos menos desarrollados
No es cierto. Nadie ha impedido a
Taiwán convertirse en un país del Primer Mundo especializado en bienes de alta
tecnología. Ninguna nación codiciosa ha tratado de evitar que Corea del Sur inunde
el mundo con autos y electrodomésticos. Tampoco intentan que Brasil no produzca
y venda buenos aviones, pese a que es un Estado notablemente proteccionista, o
que México exporte cemento, muebles o petróleo a Estados Unidos.
La Teoría de la Dependencia, que
una y otra vez asoma su equivocada cabeza, aunque a veces se disfraza de
patriótico nacionalismo, es un total disparate.
Si mañana un laboratorio argentino
desarrolla una vacuna contra el cáncer, o una empresa chilena de informática
crea un buscador más eficiente que Google, impondrán sus productos en el
mercado internacional si cuentan con el talento para comercializarlo. Por el
contrario: una y otra vez los organismos financieros internacionales rescatan a
los países pobres cuando se encuentran en apuros. En un mundo interdependiente
como el nuestro, a ninguna nación le interesa la ruina del vecino.
Tercera mentira: el Estado debe
dictar las líneas maestras del desarrollo porque el mercado abierto conduce al
desorden
No es cierto. El Estado no debe frenar
o limitar la creatividad de la sociedad imponiéndole una planificación
ordenada. En gran medida, el desarrollo es producto de los avances
tecnológicos, y estos espasmos creativos se dan de manera espontánea e
imprevista. En el siglo XVIII, a unos técnicos desconocidos se les ocurrió
colocar raíles en las minas para extraer los minerales en vagones de metal.
Cuando se perfeccionó la máquina de vapor, otros ingeniosos mineros
sustituyeron las mulas con locomotoras. Sin advertirlo, habían inventado el tren.
A fines del siglo XIX, el señor
Edison inventó la bombilla incandescente y creó las redes y la empresa para
distribuir la electricidad. Al teléfono, a la aviación, a la radio, a la
televisión, les ocurrió lo mismo. Nada fue planificado por el Estado. Incluso
internet, que surgió como un proyecto del Pentágono para comunicar los puestos
de mando en caso de guerra, sólo explica su fenomenal desarrollo porque la
iniciativa privada lo sacó de la cuna y lo hizo crecer.
Ésa no es la función del Estado.
No puede hacerlo. No sabe hacerlo. Por eso el mundo socialista, dirigido por el
Estado, fue prácticamente estéril en el terreno de la creación.
De la chispa genial surge la
invención; tras la invención aparece la empresa; tras ella, la competencia y la
actividad frenética que cambian el panorama económico. Nada de eso puede ser
decidido por unos funcionarios agobiados que sólo pueden planificar sobre la
realidad existente –como si viviéramos en una dimensión estática–, pero que no
pueden avizorar el futuro... que ya se está cocinando en los laboratorios o en
la imaginación de ciertas personas impetuosas y creativas.
Ante esa imposibilidad de prever
el futuro, lo que debe hacer el Estado es crear y tutelar las condiciones para
que la sociedad civil pueda desenvolverse y crear riqueza con la menor cantidad
posible de limitaciones.
No es falso que cada invención
también destruye empresas y capital acumulado, como advirtió Schumpeter, pero
el daño de tratar de embridar la imaginación y la espontaneidad es mucho mayor.
Planificar el futuro colectivo y
decidir arbitrariamente lo que debemos producir o consumir es una manera
lamentable de empobrecernos.
Cuarta mentira: la calidad de un
Estado se mide por el nivel de gasto social y la solidaridad que ello demuestra
No es cierto. Un Estado ideal es
aquel que no requiere gasto social porque todas las personas encuentran la
manera de ganarse la vida decentemente con su propio esfuerzo.
Sabemos que eso es imposible, dado
que siempre hay un porcentaje de personas incapacitadas por diversas causas;
pero cuanto menos gasto social se necesite, mayor será la calidad de un Estado
y más clara será la demostración de que esa sociedad ha creado un tejido
empresarial vasto y competitivo, en el que todas las personas encuentran su
espacio.
Quinta mentira: una de las
funciones principales del Estado es redistribuir la riqueza creada para evitar
o limitar las desigualdades
No es cierto. O no debería serlo.
La desigualdad es una de las consecuencias no buscadas de las sociedades
económicamente libres.
Donde se puede crear riquezas,
surgen desigualdades.
Es verdad que los gerentes y
ejecutivos de las grandes empresas (especialmente en las multinacionales)
reciben salarios y bonos que a veces suman hasta cincuenta o cien veces el
salario promedio de los trabajadores de esas compañías, pero también es cierto
que en ese tipo de empresa los salarios promedio y los beneficios marginales
(seguros médicos, fondos de jubilación, asignaciones para estudios, vacaciones
pagadas, etcétera) suelen ser más altos que la media. Si los accionistas de una
empresa creen que la remuneración de sus ejecutivos debe ser millonaria, es una
decisión que sólo les compete a ellos, de la misma manera que son los dueños de
los equipos de fútbol o de béisbol los que deben decidir cuánto pagan a sus
deportistas.
Por otro lado, no debe olvidarse
que una de las características del mundo moderno desarrollado es que los modos
de vida de las clases medias no distan demasiado de los de las clases
adineradas.
La distancia real entre la
posesión de un Rolex y un Mercedes Benz, por una parte, y un Citizen y un
Chevrolet, por la otra, es, fundamentalmente, una cuestión de estatus. Una
persona muy rica puede comprar un cuadro de Picasso en una subasta e ir a
recogerlo en su avión privado. Un empleado medio, en cambio, deberá conformarse
con adquirir un grabado del pintor español y volar como pasajero en un avión
comercial, pero esas diferencias en el comportamiento social son totalmente
adjetivas.
No le corresponde al Estado
decidir qué posesiones o conductas legales son admisibles o censurables. Cada
ser humano es diferente y tiene sus propias urgencias psicológicas y sus
propias necesidades materiales.
En las naciones desarrolladas el
puñado de ricos y las inmensas clases medias comerán los mismos alimentos, se
atenderán en las mismas clínicas, tomarán medicamentos similares, se divertirán
de igual manera y dispondrán de la misma información. No hay ningún estudio que
indique que los ricos viven más años, o son más saludables y felices que los
miembros de los sectores sociales medios. Es verdad que los ingresos son
desiguales, pero ese dato no es tan importante, mientras que dedicarse a
corregir esos desniveles en un tono acusador lo que provoca y fomenta es la
dañina lucha de clases. Por otra parte, la evidencia indica que los grandes
capitalistas, mientras acumulan sus fortunas, crean riquezas que benefician a
millones de personas.
Los ejemplos de Bill Gates y
Warren Buffet son clarísimos. Están entre las personas más ricas del planeta,
pero el capital que han acumulado (y voluntariamente dedicado a ayudar a los
necesitados) no ha empobrecido a nadie. Por el contrario, suelen remunerar muy
bien a sus trabajadores y han enriquecido a millones de personas por medio de
la venta de acciones y, en el caso de Buffet, reflotando empresas.
La riqueza crece por medio del
trabajo y el comercio. No es una suma estática y limitada.
Sexta mentira: los países con
menos desigualdades son aquellos en los que existe una mayor presión fiscal
No es cierto. Pueden coexistir
ambos fenómenos, pero la presión fiscal no es la causa de que exista una menor
desigualdad, sino la consecuencia de la calidad del tejido productivo y del
volumen de riqueza que la sociedad puede crear.
Es en las naciones que tienen un
aparato productivo variado y con gran valor agregado, en las naciones donde las
empresas compiten entre sí y se disputan la mano de obra calificada, donde hay
una mejor distribución de ingresos.
En un país como Brasil, por
ejemplo, donde hay unos desniveles sociales enormes, eso no sucede con los
empleados de la fábrica de aviones Embraer o con los trabajadores de Petrobras,
porque el valor que agregan a la producción determina que sus salarios sean
mucho más altos que los que reciben los recogedores de café o los lustradores
de calzado. Para poder pagar veinticinco dólares por hora a un empleado, el
bien que éste produce –o el servicio que presta– tiene que valerlos en un
mercado competitivo.
Séptima mentira: el Estado debe
determinar los salarios y los precios para evitar las injusticias
No es cierto. Los funcionarios
públicos no tienen una manera racional de determinar qué es un salario justo.
La definición de salario justo como "la cantidad que se requiere para
tener una vida digna" es la expresión lírica de un deseo noble más que el
producto de una realidad económica. La única forma de contar con salarios altos
que respondan a la economía real pasa por disponer de un tejido empresarial
denso y competitivo que tienda al pleno empleo, para que los empresarios tengan
que pujar por los mejores trabajadores y compensarlos debidamente para
retenerlos.
Los asalariados no van a ganar más
por la bondad de los funcionarios o por la fiereza de los sindicatos, sino por
la competencia y el valor que se agregue a la producción. Si el Estado,
alentado por los sindicatos, marca unos salarios y unas prestaciones excesivas,
acabará por generar desempleo, fuga de capitales, desinversión y destrucción de
empresas. Tampoco tiene sentido esperar de los empresarios una actitud
benevolente y generosa. La tendencia de la mayor parte de los empresarios será
pagar lo menos posible a sus trabajadores. No debe olvidarse que la esclavitud
existió hasta hace muy poco (yo conocí en mi niñez cubana a personas que habían
nacido esclavas), y fueron escasos los empresarios que hacían ascos a lo que
llamaban esa institución peculiar.
Octava mentira: la educación nos
sacará de la miseria
No es cierto. La educación es sólo
un componente del desarrollo y la prosperidad. Es muy importante, pero sirve de
muy poco si no cuenta con una sociedad hospitalaria con la posibilidad de crear
riquezas, dotada de las instituciones adecuadas para ello, tanto en el terreno
legal como en el financiero.
Los países europeos del bloque
socialista probablemente estaban mejor educados que Estados Unidos o Canadá, si
lo que se juzgaba era el conocimiento medio de sus bachilleres o licenciados.
Cuba, cuyo gobierno persigue con saña a las personas emprendedoras, cuenta con
casi un millón de graduados universitarios, pero muchos de ellos prefieren
conducir un taxi o vender pizzas porque obtienen mejor remuneración con esas
actividades que con sus profesiones.
Lo maravilloso de la historia de
Microsoft, Apple o Facebook no es que cuatro muchachos en un garaje puedan
crear un imperio económico en poco tiempo, sino que la sociedad en la que viven
sea tan porosa, tan flexible, y con una trama de instituciones jurídicas y
financieras tan notable, que haga posible el surgimiento de esos milagros
empresariales.
Más impresionante que el talento
de esos jóvenes creadores es el capital intangible con que contaban para llevar
adelante sus proyectos.
Novena mentira: el comercio libre
nos sacará de la miseria
No es cierto. Al comercio libre le
ocurre lo mismo que a la educación. Es muy importante, sin él el desarrollo es
imposible, o al menos es muy difícil, pero hay que tener con qué negociar.
La clave está en la oferta.
Si seguimos vendiendo café,
azúcar, leche, cacao o bananos, sólo nos beneficiaremos cuando esos productos
suban de precio en el mercado por un aumento inesperado de la demanda. Es
desconsolador saber que sólo la Nestlé, tras procesar y envasar
convenientemente esos mismos productos, vende más que el conjunto de países
centroamericanos, sin necesidad de un Tratado de Libre Comercio que ampare sus
actividades.
Las sociedades escasamente
productivas no pueden servirse del comercio como las que rebosan creatividad.
Siempre se van a beneficiar, pero no de la misma manera ni con igual intensidad
.
Hoy, centroamericanos y
dominicanos se sienten frustrados porque el Tratado de Libre Comercio suscrito
con Estados Unidos no ha cambiado sus vidas perceptiblemente, pero no suelen
hacerse la pregunta clave: ¿qué tienen ellos que ofrecer a los 300 millones de
consumidores norteamericanos? ¿Dónde están las empresas innovadoras aptas para
servir a ese mercado, como hacen las chinos y comienzan a hacer las hindúes, o
como hacen las de pequeños países desbordados de creatividad empresarial, como
Israel, Dinamarca, Suiza u Holanda?
Décima mentira: la ayuda
internacional nos sacará de la miseria
No es cierto. Ningún país puede
rescatarnos. Pueden aliviarnos en una mala coyuntura económica, y suelen
hacerlo, generalmente sin mucho entusiasmo, pero nadie puede salvarnos de
nuestros propios demonios.
Tras el terremoto que destruyó
medio Haití se supo que en ese pequeño desastre caribeño operan más ONG que en
ninguna otra parte del planeta. Y todo es casi inútil.
Sin embargo, otras zonas
desesperadas del mundo, como Corea del Sur en la década de los cincuenta o
Singapur en los sesenta, han hecho las cosas de manera diferente y se han
colocado en el pelotón de avanzada del mundo.
Colofón
En definitiva, el camino del
desarrollo y la prosperidad comienza por desterrar la infinita cantidad de
mentiras y errores que circulan en nuestra sociedad y nos precipitan en la
dirección del desastre.
Termino por donde comencé. Se
cuenta que mientras Carlos V agonizaba por la fiebre amarilla, que suele
producir una gran sed, pedía y le daban cerveza para aliviarlo. Eso le
incrementaba el dolor de la gota. Cuentan que murió gritando.
No hay nada más peligroso que la
ignorancia.