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domingo, 30 de novembro de 2025

Stefan Zweig seria um Thomas Mann vienense? - Juan Forn

★★★‘El cazador de autógrafos’. Por Juan Forn

 Hay una famosa frase de Freud sobre Stefan Zweig que dice: “Comprendo sus pensamientos como si fueran viejos conocidos míos”. Se la dijo en una carta en que le agradecía el envío de una de sus obras, pero a continuación agregaba: “Por desgracia, las lectoras que hay en mi casa se llevaron su libro. Espero que no se enfade de ganar lectoras jóvenes en lugar de conservar éste, ya anciano”. Freud no se había ido de Viena aún y Zweig era el autor más exitoso de la época. Su carrera había empezado a la manera vienesa: a los cinco años, Brahms le apoyó la mano en el hombro cuando se lo cruzó por la calle y el pequeño quedó varios días trastornado de emoción. Sus primeros esfuerzos literarios consistieron en pedir autógrafos por correo a autores y compositores. Como nadie le contestaba, empezó a firmar las cartas Stephanie Zweig. Creía que el secreto de los genios estaba en su caligrafía. Conservó el hábito cuando se hizo famoso: escribió, o conservó copia, de treinta mil cartas con contemporáneos célebres, además de poseer en su casa de Salzburgo la pluma de ganso con la que escribía Goethe, el escritorio de Beethoven y cartas manuscritas de Mozart, Rembrandt, Balzac y William Blake. Incluso llegó a comprar, en el mayor de los secretos, unos papeles manuscritos de Hitler, para tratar de entender el odio que éste le profesaba: Hitler había mandado quemar los libros del judío Zweig, junto con los del judío Freud y el judío Einstein, en cuanto llegó al poder.

Hasta entonces era moneda común entre los escritores de Viena burlarse un poco de Zweig. Karl Kraus lo llamaba “peluquero de héroes” por su estilo de adjetivación y los títulos de sus libros (Idearios de grandes mentes, Momentos estelares de la humanidad, Constructores del mundo). El irreverente Kurt Tucholsky tenía una canción que empezaba así: “Una dama no demasiado joven / se ponía cada noche un vestido diferente / y se sentaba a comer sola en su mesa. / La describiré con pocas palabras: / era una lectora de Stefan Zweig. / ¿Lo he dicho todo? / Sí, ya lo he dicho todo”. Cuando Zweig publicó el libro La curación por el espíritu, donde trataba la labor de Freud junto con la del médico hipnotista Mesmer y la de la fundadora de la Ciencia Cristiana Mary Baker Eddy, Freud le escribió: “El ensayo de Mesmer es el más acertado. El de la señora Eddy no logró interesarme. En cuanto al mío, acentúa casi exclusivamente el elemento pequeño-burgués de la corrección, pero yo soy algo más complicado”. El propio Zweig confesaba en la intimidad: “No me engaño a mí mismo con sueños de inmortalidad, sé lo relativa que es toda la literatura que hago”. Su primera esposa pensaba lo mismo: “Tu literatura es sólo un tercio de ti y nadie ha llegado a comprender la esencia que permite interpretar los otros dos tercios”. Zweig era un maestro en el arte de evadir lo áspero en su obra y en su vida. Allí creía que radicaba su singularidad como observador privilegiado de su tiempo. Supo predecir en 1920 que las capitales europeas se estaban pareciendo cada vez más entre sí, perdiendo su color. Culpó de ello a la radio, el cine y las revistas ilustradas, que consideraba el mal de la época hasta que los nazis llegaron al poder y procedieron a convertirlo en un judío errante más.

Zweig abandonó su casa de Salszburgo y pidió asilo en Londres. Cuando estalló la guerra y empezó el bombardeo de Londres huyó a un cottage en la campiña, donde primero trató de tener una huerta para enfrentar el racionamiento y luego llenó una habitación entera de latas de conservas y reservas de papel y de tinta. Cuando los nazis ocuparon Francia consideró inminente la invasión de Inglaterra y huyó a Nueva York. Cuando los japoneses bombardearon Pearl Harbor y Estados Unidos entró en la guerra, partió de apuro a Brasil. Se instaló en Río de Janeiro hasta que supo que había submarinos alemanes en aguas brasileñas y emprendió entonces su éxodo final, a las montañas de Petrópolis, donde se suicidó con su segunda esposa, en 1942.

En esos años, cada vez que llegaba a un nuevo destino y la prensa le pedía su opinión sobre lo que ocurría en Alemania, Zweig declinaba opinar de política: prefería hablar de literatura. Los honorarios que recibía en cada conferencia eran para el comité de refugiados judíos del país donde estuviera, pero decepcionaba a todos los que querían oírlo condenar el régimen nazi. Creía que la mejor respuesta no era demonizar a los seguidores de Hitler sino tratar de contagiarles el valor de la cultura que su Führer quería erradicar de la faz de la Tierra. Su plan era solventar una revista literaria “escrita en conjunto por toda la hermandad cultural europea” que abriera colectivamente los ojos de todo el Reich. Cuando el proyecto fracasó, consideró que su silencio era la mejor condena a Hitler. Mientras Thomas Mann declaraba a la prensa: “Donde yo estoy está Alemania, llevo conmigo la cultura germana y no me considero caído”, Zweig le escribía a un amigo: “Ojalá existiera algún rincón donde poder escabullirme. Nada vale más para un escritor que un poco de silencio y soledad”. En palabras de sus críticos, nunca fue ni un activista ni un pacifista, sino apenas un pasivista. Pero su suicidio produjo tal efecto que terminó reformulando su figura.

Los diarios del mundo publicaron la foto que hizo circular la policía brasileña, donde se veía a Zweig y a su esposa acostados vestidos en su cama de hotel: él ya está muerto pero parece seguir transpirando; la joven Lotte también está muerta pero parece seguir amándolo; en la mesa de luz se ve el frasco vacío de veronal y casi se puede sentir el ventilador de techo girando en vano. Muchos otros refugiados judíos se suicidaron en esos años, casi todos en circunstancias mucho más adversas y luego de haber padecido muchas más penurias que Zweig, pero aquella foto fue simbólica: como si encarnara por sí sola la vulnerabilidad de todos los judíos europeos que habían tenido que abandonar su mundo para conservar la vida. “Ninguno de sus libros me estremeció tanto como su muerte”, confesaría años después Hermann Broch. Similar sacudón experimentaron personalidades tan distintas entre sí como Schöenberg, Einstein, Wittgenstein y Brecht, y tiendo a pensar que lo mismo habrían sentido Joseph Roth y Freud, si no hubieran estado muertos para entonces. Pero en aquel momento nadie se animó a decirlo en voz alta, después de que Thomas Mann declarara con indignación: “Jamás debió darles a los nazis esa satisfacción. Su odio y su desprecio hacia ellos eran demasiado débiles” (además, en su correspondencia privada, Mann echó a rodar el rumor de que el suicidio se debía a la homosexualidad de Zweig: “Tengo entendido que era inminente algún escándalo, que sintió que corría peligro”).

Yo reconozco que Thomas Mann fue diez veces más escritor que Zweig (y que, si hablamos de Viena, creo que con sólo leer una página de Joseph Roth uno queda incapacitado de por vida para los libros del pobre Stefan), pero confieso que me embarga una secreta y enferma satisfacción cada vez que alguien que admira cándidamente a Stefan Zweig lo describe como el Thomas Mann vienés.


segunda-feira, 21 de abril de 2025

Stefan Zweig e o país que não chegou ao futuro - Paulo Roberto de Almeida (blog São João del-Rei)

 Divulgando o que acabo de receber, aproveitando também para convidar todos os cariocas, fluminenses, assemelhados, passantes ao acaso, navegantes, turistas, curiosos, zweiguianos fanáticos, a prestigiarem o simpósio que se realizará na Biblioteca Nacional, em cooperação com a Embaixada da Áustria no Brasil, a ABL e a própria Casa Stefan Zweig de Petrópolis, na próxima sexta-feira 25/04, sobre o maior escritor austríaco (e um dos maiores do mundo), a propósito do livro que lhe é dedicado e com o qual colaborei.

A colaboração abaixo foi divulgada pelo blog São João del-Rei, por iniciativa do colega blogueiro, o intelectual Francisco Braga:


Stefan Zweig e o país que não chegou ao futuro


Prezad@,

Tenho o prazer de apresentar ao leitor (à leitora) do Blog de São João del-Rei seu novo colaborador, Dr. PAULO ROBERTO DE ALMEIDA, diplomata e professor, entre outras especializações, que estreia com o artigo sobre o último livro de STEFAN ZWEIG, Brasil, um país do futuro.

O autor é um dos colaboradores de um livro lançado neste ano, intitulado Stefan Zweig no caleidoscópio do tempo. Aproveito a oportunidade para convidá-lo(la) para participar de um simpósio na Biblioteca Nacional na sexta-feira, dia 25/04/2025, em que será debatido o conteúdo do livro.


Link: https://saojoaodel-rei.blogspot.com/2025/04/stefan-zweig-e-o-pais-que-nao-chegou-ao.html


Cordial abraço,

Francisco Braga

Gerente do Blog de São João del-Rei”

terça-feira, 15 de abril de 2025

Stefan Zweig, pacifista, escreveu sobre Jean Jaurès, o socialista humanitário - via Francisco Braga (Gerente do Blog de São João del-Rei)

 Mensagem recebida de Francisco Braga, Gerente do Blog de São João del-Rei: 

Enquanto viveu JEAN JAURÈS, o socialista, o seu argumento a favor da paz prevaleceu sobre o antigermanismo francês e a pressão interna por uma declaração de guerra contra a Alemanha. Com o seu assassinato, a Alemanha formalizou as hostilidades contra a França. O antigermanismo francês foi uma das consequências da Guerra Franco-Prussiana (1870-71), em que, derrotada, a França foi obrigada a entregar aos vencedores as regiões de Alsácia e Lorena, região rica em minério de ferro, marco inicial da unificação alemã, sob o comando de Bismarck.
Neste seu ensaio, STEFAN ZWEIG dá uma interpretação muito pessoal para a causa que teria levado a Alemanha a declarar guerra à França, dando início à Primeira Guerra Mundial em 1914, embora soubesse das muitas outras questões geográficas e políticas envolvidas.

Link: https://saojoaodel-rei.blogspot.com/2025/04/jean-jaures-o-socialista.html


JEAN JAURÈS, o socialista


Por STEFAN ZWEIG (1881-1942)
A responsável pelo encontro não foi a vontade, mas a casualidade — designada miticamente como Destino. Viviam em mundos separados, seus países se encontrravam em rota de colisão, nada sugeria pontes, aproximação. Zweig viu-o uma vez na rua, num fim de tarde em Paris, e de outra vez, também na capital francesa, esteve ao seu lado algumas horas numa reunião em casa de amigos comuns (provavelmente o círculo do gravador Leon Bazalgette).
O convívio com o belga Émile Verhaeren convertera o esteta vienense Stefan Zweig num caçador de utopias e aquele tribuno que empolgava as multidões na França encarnava uma delas: o socialismo democrático e humanitário. Antes mesmo de fundar o jornal L'Humanité, Jean Jaurès (1859-1914) destacara-se como dreyfusard, militante do movimento pela reabilitação do capitão judeu Alfred Dreyfus.
Os marxistas ortodoxos entendiam que defender um militar burguês não era prioritário; Jaurès retrucava que Dreyfus fora vítima de uma tremenda injustiça e o papel dos socialistas era lutar contra todas as injustiças.
Quando a guerra parecia inevitável, conclamou os partidos socialistas europeus a colocarem-se a favor da paz porque operários, camponeses e mineiros são os principais fornecedores de carne para os canhões. “Construir escolas significa derrubar os muros das prisões”, proclamava nos comícios.
Contra Jaurès levantaram-se os conservadores, xenófobos, militaristas, monarquistas e clericais. Na noite de 31 de julho de 1914, depois de fechar a edição de L'Humanité, Jaurès foi ao bistrô Le Croissant, em Montmartre, e enquanto deleitava-se com uma torta de morangos foi assassinado com dois tiros por um nacionalista que considerava a guerra como a única solução para recuperar a querida Alsácia.
Na véspera do enterro de Jaurès, a Alemanha formalizou as hostilidades contra a França. Começara efetivamente a Grande Guerra (1914-18). Dois anos depois, 6 de agosto de 1916, integralmente comprometido com a causa pacífica, Zweig escreveu este perfil do “inimigo” Jean Jaurès no jornal Neue Freie Presse.                                                                                             Alberto Dines

                                                                          ************************ 

Corrigindo: sua primeira passagem pelo Brasil foi em 1936

Faz oito ou nove anos que, na rua St. Lazare, eu o vi pela primeira vez. Eram sete da noite, hora em que a estação negra como aço, com seu relógio brilhante, de um momento para o outro atrai a massa como se fosse um ímã. De uma só vez, as casas, os ateliês, as lojas vertem todos os seus ocupantes na rua, e todos, como um negro rio caudaloso, acorrem aos trens que os levarão para longe da cidade enfumaçada, para o campo. Acompanhado de um amigo, eu avançava devagar através da multidão abafada e pesada quando ele subitamente tocou o meu braço: “Olha, Jaurès!” Levantei os olhos, tarde demais para ver a silhueta do homem que passava. Vi apenas as costas largas como as de um carregador, os ombros enormes, a nuca de touro, curta e robusta, e minha primeira impressão foi a de um vigor camponês inabalável. A pasta sob o braço, o pequeno chapéu redondo na cabeça poderosa, as costas um pouco encurvadas, como o camponês empurrando o seu arado e com a mesma determinação, assim ele ia abrindo seu caminho lenta e inabalavelmente por entre a massa impaciente. Ninguém reconheceu o grande tribuno, jovens rapazes passavam por ele correndo, pessoas apressadas o ultrapassavam, atropelando-o, e seu passo continuava inabalavelmente firme em seu ritmo pesado. A resistência da massa negra que fluía se quebrava como num rochedo nesse homem baixo e forte que andava sozinho arando um campo próprio: a multidão escura e anônima de Paris, o povo que ia ou voltava do trabalho. 
 
Nada mais restou em mim desse encontro fugidio além da sensação de um vigor inflexível, telúrico, determinado. Pouco depois eu o veria mais de perto e compreenderia que essa força era apenas um fragmento de sua complexa personalidade. Amigos haviam me convidado para jantar, éramos quatro ou cinco no espaço apertado, quando ele entrou de repente, e a partir desse instante tudo passou a pertencer a ele  a sala, preenchida por sua voz sonora, e nossa atenção à sua palavra e ao olhar, pois sua cordialidade era tão forte, sua presença tão evidente, tão calorosa em sua vitalidade interior, que cada um se sentia inconscientemente estimulado e elevado. 
Ele acabara de chegar do campo, o rosto largo e aberto com os olhos fundos e pequenos, porém faiscantes, tinha as cores frescas do sol, e seu aperto de mão era o de um homem livre, não polido, mas cordial. Naquele momento, Jaurès pareceu-me especialmente satisfeito, tinha reabastecido o seu sangue com um novo vigor e um frescor vital ao trabalhar com enxada e pá no pequeno jardim, e agora distribuía esse vigor com toda a generosidade de seu ser. Para cada um tinha uma pergunta, uma palavra, uma cordialidade, antes de falar de si próprio, e era maravilhoso perceber como ele inconscientemente começava criando calor e vivacidade à sua volta para poder depois deixar fluir sua própria animação de modo livre e criativo. 
Lembro com nitidez como ele de repente se virou para mim, pois naquele segundo olhei pela primeira vez para dentro de seus olhos. Eram pequenos, mas, apesar de sua bondade, vívidos e penetrantes, agrediam sem machucar, penetravam sem importunar. Perguntou-me por alguns de seus amigos de partido vienenses, fui obrigado a responder, lamentando, que não os conhecia pessoalmente. Em seguida, perguntou-me pela baronesa Suttner, por quem parecia nutrir grande estima, querendo saber se ela tinha uma influência real e palpável em nossa vida literária e política. Eu lhe respondi  e hoje estou mais convicto que nunca de não lhe ter transmitido apenas a minha sensação pessoal, e sim uma verdade  que entre nós poucos compreendiam efetivamente o maravilhoso idealismo dessa senhora nobre e rara. Disse-lhe que a estimavam mas com um leve sorriso de superioridade, que suas convicções eram respeitadas, sem que as pessoas se deixassem convencer no âmago, pois em última instância sua persistência em uma mesma ideia era tida como algo monótono. E não escondi o quanto lamentava o fato de que justo os melhores na nossa literatura e arte sempre a tratavam de um modo algo marginal e indiferente. 
Jaurès sorriu e disse: “Mas é assim mesmo que temos de ser, como ela, obstinados e persistentes no idealismo. As grandes verdades não entram de uma vez no cérebro da humanidade, é preciso martelá-las repetidamente, prego a prego, dia a dia! Trata-se de tarefa monótona e ingrata, mas como é importante!” 
Passamos a outros assuntos e a conversa seguiu animada enquanto ele estava conosco, pois não importava o que ele dissesse, sempre vinha de dentro, caloroso, de um peito aberto, de um coração que batia forte, de uma plenitude de vida amontoada e acumulada, uma maravilhosa mistura de cultura e energia. A grande testa arredondada conferia ao seu rosto seriedade e significado, os olhos livres e alegres davam um ar de bondade a essa seriedade, esse homem poderoso exalava um ar benfazejo de jovialidade quase pequeno-burguesa, fazendo intuir que, na ira ou na paixão, seria capaz de deitar fogo como um vulcão. Sempre achei que, sem fingir, ele guardava dentro de si seu verdadeiro poder, que não havia motivo suficiente para sua total erupção (ainda que ele se entregasse inteiro na conversa), que éramos poucos para estimular toda a sua plenitude e que o espaço era apertado demais para a sua voz. Pois quando ele ria, a sala toda estremecia. Era como uma jaula para esse leão. 
 
Agora eu já o vira de perto, conhecia seus livros  que, compactos e pesados, assemelhavam-se um pouco ao seu corpo –, lera muitos de seus artigos que me permitiram intuir o ímpeto de sua fala, e tudo isso apenas aumentava o meu desejo de vê-lo e escutá-lo um dia também no seu mundo, no seu elemento, enquanto agitador e tribuno. A ocasião não tardaria a acontecer. 
Eram dias pesados na política, as relações entre a França e a Alemanha estavam carregadas de eletricidade. Algum incidente tinha ocorrido, a superfície de fósforo da suscetibilidade francesa se inflamara novamente em algum incidente fugidio, não sei mais se foi o caso do navio Panther em Agadir, o zepelim na Lorena, o episódio de Nancy; o fato é que havia eletricidade no ar. Em Paris, nessa atmosfera de eterna efervescência, esses sinais meteorológicos eram percebidos então muito mais intensamente do que sob o céu azul político idealista da Alemanha. Os vendedores de jornal dividiam as multidões nas avenidas com seus gritos agudos, os jornais atiçavam com palavras ardentes e manchetes fanáticas, exacerbavam a agitação com ameaças e palavras de persuasão. Embora os manifestos fraternais dos socialistas alemães e franceses estivessem grudados nos muros, não ficavam ali mais de um dia, pois à noite os “camelots du roi” os arrancavam ou sujavam com palavras de escárnio. Nesses dias agitados vi anunciado que Jaurès faria um discurso: nos momentos de perigo ele estava sempre presente. 
O Trocadéro, maior salão de Paris, haveria de servir-lhe de tribuna. Esse prédio absurdo, esse “nonsense” em estilo oriental-europeu, resto da antiga Exposição Universal, que com seus dois minaretes saúda na outra margem do Sena o outro vestígio histórico, a torre Eiffel, oferece em seu interior um espaço vazio, sóbrio e frio. Em geral serve a eventos musicais e raramente à palavra falada, pois o ambiente vazio absorve quase todos os sons. Só um gigante de voz, um Mounet-Sully, conseguia projetar suas palavras da tribuna até o alto das galerias, como quem lança uma corda por sobre um precipício. Era ali que Jaurès falaria, e a sala gigantesca cedo começou a encher. Já não lembro se era um domingo, mas todos vieram vestindo trajes de dia de festa, eles que normalmente fazem seu trabalho em camisas azuis nas caldeiras e fábricas, os trabalhadores de Belleville, de Passy, de Montrouge e Clichy, para ouvir seu tribuno, seu líder. O enorme salão estava negro de gente que se acotovelava já muito antes da hora, sem aqueles sons impacientes como nos teatros da moda, sem aqueles gritos reivindicatórios, rítmicos, pedindo que as cortinas logo se abrissem. A massa apenas ondulava, poderosa e agitada, cheia de expectativa, mas também de disciplina  imagem que por si só já era inesquecível e profética. Então surgiu um orador, uma faixa atravessada no peito, para anunciar Jaurès; mal se conseguia ouvi-lo, mas imediatamente fez-se o silêncio, um imenso silêncio que respirava. E ele entrou. 
Com os passos pesados e firmes que eu já conhecia nele, Jaurès subiu à tribuna, subiu do silêncio absoluto para um trovão extático e tonitruante de boas-vindas. A sala inteira ficara de pé e as aclamações eram mais do que vozes humanas: eram a ansiosa gratidão acumulada, o amor e a espe- rança de um mundo que geralmente se encontra dividido e disseminado, individualizado em silêncio e gemidos. Jaurès precisou esperar minutos e mais minutos antes de conseguir fazer sua voz se distinguir dos milhares de gritos que o rodeavam. Teve de esperar e esperava sério, persistente, consciente do momento, sem o sorriso amigável, sem a falsa resistência que os comediantes nesses momentos costumam colocar em seus gestos. Só começou a falar quando a onda se apaziguou. 
Sua voz não era a mesma daquela vez, uma voz que misturava amigavelmente brincadeiras e palavras significantes. Era outra voz, forte, lacônica, entrecortada pela respiração, uma voz metálica como minério. Nada havia nela de melódico, nada daquela maleabilidade vocal que tanto seduz no caso de Briand, seu perigoso companheiro e rival; a voz não era polida e não agradava os sentidos. Só se percebia nela acuidade  acuidade e determinação. Às vezes, arrancava uma única palavra da fornalha fogosa de sua fala como se fosse uma espada e a enfiava de um só golpe na multidão que gritava, atingida no fundo do coração. Não havia modulação nesse pathos, talvez lhe faltasse o pescoço flexível para amenizar a melodia do órgão vocal, parecia que sua garganta ficava no peito  mas por isso mesmo percebia-se tão intensamente que a sua palavra vinha de dentro, forte e excitada, diretamente de um coração forte e excitado, muitas vezes ainda arfando de ira, vibrando como a batida do coração em seu peito largo e forte. E essa vibração passava da sua palavra para todo o seu ser, quase o fazia perder o equilíbrio, ele caminhava de um lado para o outro, erguia o punho cerrado contra um inimigo invisível e o deixava cair sobre a mesa, como se fosse destruí-la. Toda a máquina a vapor de seu ser trabalhava com cada vez mais força nesse sobe e desce de touro enfurecido, e involuntariamente esse poderoso ritmo de uma excitação obstinada contagiava a multidão. Os gritos respondiam a seu chamado com uma força crescente, e sempre que ele cerrava o punho muitos o acompanhavam. 
De repente, a sala fria, ampla e vazia estava repleta da excitação trazida por esse homem único, forte, que sua própria força fazia tremer, e sempre aquela voz aguda passava de novo por cima dos regimentos escuros de trabalhadores, qual um trompete, conclamando seus corações para o ataque. Eu mal conseguia escutar o que ele dizia, apenas percebia para além do sentido o poder dessa vontade e sentia que também me aquecia, por mais estranhos que fossem a mim, o estranho, tanto o ensejo quanto a hora. Mas eu percebia o homem de maneira tão forte como jamais percebera alguém, sentia-o, e sentia o imenso poder que dele exalava. Pois por trás desses poucos milhares que agora estavam enfeitiçados por ele, sujeitos à sua paixão, havia ainda milhares e milhares que sentiam o seu poder de longe, transmitido pela eletricidade da vontade contínua, da magia da palavra  as incontáveis legiões do proletariado francês e mais ainda seus companheiros além das fronteiras, os trabalhadores de Whitechapel, de Barcelona e Palermo, de Favoriten e St. Pauli, de todas as direções e cantos da Terra, que confiavam nesse seu tribuno e estavam dispostos a doar a sua vontade a ele a qualquer momento. 
 
Com seus ombros largos, robusto, o corpo compacto, Jaurès podia dar, àqueles que só ligam ao tipo do francês as noções de delicadeza, sensibilidade e maleabilidade, a impressão de não ser da estirpe de um verdadeiro gaulês. Mas só se pode compreendê-lo enquanto francês, em sua terra, só no contexto, só como representante, último de uma estirpe. A França é o país das tradições, raras vezes um grande fenômeno ou uma pessoa importante é inteiramente novo; todos são resultado de coisas já intuídas e vividas, cada acontecimento tem a sua analogia (e não é difícil identificar analogias entre o atual fanatismo, esse sangrar por uma única ideia, e 1793). Eis o grande divisor de águas em relação à Alemanha. A França está constantemente se reproduzindo, e nisso reside o segredo da manutenção de sua tradição, por isso Paris é uma unidade, sua literatura um círculo fechado, sua história interna uma repetição rítmica de maré alta e baixa, de revolução e reação. Já a Alemanha evolui e se modifica constantemente, e esse é o segredo do constante aumento de seu vigor. Na França, é possível explicar tudo com analogias, sem se tornar violento, na Alemanha nada, pois nenhum estado psíquico ali se assemelha ao outro, entre 1807, 1813, 1848, 1870 e 1914 há enormes transformações que modificaram a essência de sua arte, sua arquitetura, suas camadas. Mesmo suas personalidades são únicas e novas – não há precedentes na história alemã para Bismarck, Moltke, Nietzsche ou Wagner. E os homens desta guerra, por sua vez, são o começo de um novo tipo organizatório, e não repetições de um passado. 
Na França, o homem importante raramente é único, e esse também é o caso de Jaurès. E por isso mesmo ele é genuinamente francês, cria de uma estirpe intelectual que remete à revolução e que tem um repre- sentante em todas as artes. Sempre houve lá em meio à maioria delicada, frágil e de bom gosto esse tipo vigoroso com nuca de touro, ombros largos, sangue pesado, esses maciços netos de camponeses. Eles também têm nervos, mas seus nervos parecem ser envoltos por músculos; também são sensíveis, mas sua vitalidade é mais forte que a sensibilidade. Mirabeau e Danton são os primeiros intempestivos desse tipo, Balzac e Flaubert são seus filhos, Jaurès e Rodin, os netos. Em todos eles, surpreende a estatura larga, a robusteza do ser e da vontade. Quando Danton sobe à guilhotina, a armação de madeira estremece; quando querem baixar o gigantesco ataúde de Flaubert ao túmulo, este se revela pequeno demais; a poltrona de Balzac foi feita para o dobro do peso, e quem atravessa o ateliê de Rodin não consegue conceber que essa floresta de pedras foi criada por duas mãos terrenas. Trabalhadores titânicos, é o que todos eles são; honestos e sinceros, unidos no destino de serem empurrados para o lado pelos maleáveis, os astuciosos, os de bom gosto. O gigantesco trabalho da vida de Jaurès também foi frustrado: Poincaré foi mais forte do que ele, o mais forte, graças à sua maleabilidade. 
Mas esse francês de velha cepa, como era Jaurès, indubitavelmente, era impregnado pela filosofia, a ciência, o espírito da Alemanha. Nada autoriza as futuras gerações a afirmar que ele amava a Alemanha, mas uma coisa é certa: ele conhecia a Alemanha, e isso já é muito na França. Conhecia pessoas alemãs, cidades alemãs, livros alemães, conhecia o povo alemão e, um dos poucos no estrangeiro, o seu vigor. Por isso, pouco a pouco, a ideia de evitar a guerra entre essas duas potências tornara-se a ideia mestra de sua vida, seu temor, e tudo o que fez nos últimos anos foi apenas pensando em evitar esse momento. Não se preocupou com humilhações, deixou que o chamassem de “deputado de Berlim”, emissário do imperador Guilherme, permitiu que os chamados patriotas o ironizassem e atacou impiedosamente os que atiçavam e incitavam à guerra. Desconhecia a ambição do advogado socialista Millerand de exibir honrarias no peito; desconhecia a ambição de seu antigo camarada Briand, que passou de agitador a ditador; nunca quis enfiar seu peito largo em um fraque  sua ambição continuava sendo a de proteger o proletariado, que confiava nele, e todo o mundo da catástrofe, cujas minas e cujos túneis ele já escutava sendo escavados sob seus próprios pés em seu próprio país. Enquanto ele se lançava, com todo o dinamismo de Mirabeau, com o ardor de Danton, contra os que incitavam e inflamavam, ao mesmo tempo precisava barrar o zelo exacerbado dos antimilitaristas em seu próprio partido, sobretudo Hervé, que então conclamava aos brados para a revolta como hoje grita diariamente pela “vitória definitiva”. Jaurès pairava acima deles, não queria nenhuma revolução, porque ela também precisava ser conquistada com sangue, e ele tinha horror ao sangue. Discípulo de Hegel, acreditava na razão, na evolução sensata através da constância e do trabalho, o sangue lhe era sagrado e a paz entre os povos, a sua profissão de fé. Trabalhador vigoroso e incansável que era, assumira o mais pesado compromisso, o de continuar sendo sensato em um país passional, e mal a paz foi ameaçada, ele continuava ereto como um posto pronto para tocar o alarme no perigo. O grito que deveria conclamar o povo da França já estava em sua garganta quando eles o derrubaram, eles que já o conheciam em sua força inabalável, e cujas intenções e aventuras ele conhecia. Enquanto ele permanecesse vigilante, a fronteira estava segura. Eles sabiam disso. E só por sobre o seu cadáver a guerra foi detonada, e os sete exércitos alemães invadiram a França.
 
Fonte:  ZWEIG, Stefan: O mundo insone e outros ensaios, tradução de Kristina Michahelles; organização e textos adicionais de Alberto Dines, Rio de Janeiro: Zahar, 2013, pp. 175-184.

2 comentários:

Francisco José dos Santos Braga disse...

Francisco José dos Santos Braga (compositor, pianista, escritor, tradutor, gerente do Blog do Braga e do Blog de São João del-Rei) disse..
Prezad@,
Enquanto viveu JEAN JAURÈS, o socialista, o seu argumento a favor da paz prevaleceu sobre o antigermanismo francês e a pressão interna por uma declaração de guerra contra a Alemanha. Com o seu assassinato, a Alemanha formalizou as hostilidades contra a França. O antigermanismo francês foi uma das consequências da Guerra Franco-Prussiana (1870-71), em que, derrotada, a França foi obrigada a entregar aos vencedores as regiões de Alsácia e Lorena, região rica em minério de ferro, marco inicial da unificação alemã, sob o comando de Bismarck.
Neste seu ensaio, STEFAN ZWEIG dá uma interpretação muito pessoal para a causa que teria levado a Alemanha a declarar guerra à França, dando início à Primeira Guerra Mundial em 1914, embora soubesse das muitas outras questões geográficas e políticas envolvidas.

Link: https://saojoaodel-rei.blogspot.com/2025/04/jean-jaures-o-socialista.html

Cordial abraço,
Francisco Braga

segunda-feira, 17 de fevereiro de 2025

O mundo insone, Stefan Zweig - por Francisco Braga (Blog de São João del-Rei)

O MUNDO INSONE


STEFAN ZWEIG (1881-1942)
Quando em 28 de junho de 1914 soube do assassinato do arquiduque Francisco Fernando, herdeiro do Império austro-húngaro, e sua mulher, Stefan Zweig passava uma espécie de lua de mel rural com Friderike von Winternitz, sua primeira mulher, nos arredores de Viena. O otimismo europeísta não permitiu que interrompesse a rotina anual de visitar o mestre Verhaeren. Um mês depois, conseguia tomar um dos últimos trens que deixaram a Bélgica antes que os alemães a invadissem.
Nos primeiros dias do conflito vibrou com a vibração dos austríacos e alemães, mas logo começou a duvidar, dividido, inquieto — mergulhara na primeira crise existencial. Saiu dela amparado pela força de Friderike, pelas cartas de Romain Rolland e transformado num pacifista integral.
Para diminuir a ansiedade começou a escrever com mais frequência no folhetim do Neue Freie Press. Um mostruário de cinco artigos (praticamente um a cada ano de conflito) foi incluído no primeiro livro de ensaios, enfeixados com o título "Durante a Primeira Guerra Mundial" (estava certo de que logo haveria outra guerra).
Zweig apresenta o conjunto com breves linhas: “A publicação na íntegra [destes textos] comprova que mesmo em meio à guerra era possível tomar uma atitude independente contra a maior das catástrofes europeias, não obstante a rigorosa censura.”
O mundo insone”, o primeiro dos textos, foi publicado no dia 18 de agosto de 1914, três semanas depois de iniciado o conflito. O instigante título — um clássico zweiguiano — tem sido utilizado com frequência nas coletâneas de ensaios publicados no pós-guerra.                                                                                             Alberto Dines

                                                                                                                    

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Corrigindo: sua primeira passagem pelo Brasil foi em 1936

Há menos sono no mundo agora, as noites são mais longas e mais longos os dias.
 Em cada país da infinita Europa, em cada cidade, cada ruela, cada casa, cada aposento, a respiração tranquila do sono tornou-se curta e febril, e o tempo ardente abrasa as noites e confunde os sentidos, tal qual uma noite de verão abafada e sufocante. Quantas pessoas, aqui e ali, que normalmente deslizavam da noite para o dia no negro barco do sono, embandeirado de sonhos coloridos e palpitantes, escutam agora os relógios andando, andando e andando todo o terrível caminho entre o claro e o claro, sentindo por dentro as preocupações e os pensamentos a corroer-lhes o coração, até este ficar ferido e doente! Toda uma humanidade arde agora em febre, noite e dia, uma vigília terrível e poderosa cintila pelos sentidos agitados de milhões de pessoas, o destino penetra, invisível, por milhares de janelas e portas e espanta de cada leito o sono, espanta o esquecimento. Há menos sono no mundo agora, as noites são mais longas e mais longos os dias. 
 
Ninguém mais está a sós com o seu destino, todos espreitam ao longe. À noite, hora em que se está sozinho e acordado na casa protegida e trancada, os pensamentos voam até os amigos e os que estão distantes. Quem sabe a essa mesma hora se cumpre alguma parte do nosso destino, uma invasão em uma aldeia da Galícia, um ataque em alto-mar, tudo o que acontece nesse mesmo segundo a milhares e milhares de milhas de distância está relacionado com nossas vidas. E a alma sabe disso, ela se expande e, em seu pressentimento, em seu anseio, quer captar algo disso, o ar queima de desejos e rezas que agora vão e voltam voando de um lado do mundo para o outro. Milhares de pensamentos se movimentam, inquietos, das cidades silentes até as fogueiras de campanha, do solitário sentinela de volta à pátria; entre os que estão próximos e os distantes flutuam fios invisíveis de amor e de preocupação, um tecido do sentimento, infinito, encobre agora o mundo, de noite e de dia. Quantas palavras são sussurradas, quantas orações ditas ao espaço impassível, quanto amor saudoso flutua através de cada hora da noite! A atmosfera estremece continuamente em ondas misteriosas cujos nomes a ciência desconhece e cujas oscilações nenhum sismógrafo é capaz de registrar: mas quem poderia dizer se esses desejos são impotentes, se esse incomensurável querer, que irrompe ardente a partir das camadas mais profundas da alma, também não percorre distâncias como a vibração dos sons e o estremecimento elétrico? Onde antes havia sono, repouso imaterial, agora há o afã imaginativo: a alma não cessa de ver, através da escuridão, os ausentes que lhe são caros, e na imaginação cada um deles vive múltiplos destinos. Milhares de pensamentos escavam o sono, cuja construção oscilante desmorona sempre, e por cima do homem solitário ergue-se vazia a escuridão povoada de imagens. Mais vigilantes à noite, as pessoas também se tornam mais vigilantes de dia: nas pessoas mais simples que encontramos está vivo nessas horas algo do poder do orador, do poeta, do profeta, é como se o que há de mais misterioso nos homens tivesse sido vertido para fora pela incomensurável pressão dos fatos, cada pessoa potencializada em sua vitalidade. Assim como lá no campo, nos simples camponeses, que a vida toda aravam sua lavoura quietos e pacíficos, nessa hora inquieta subitamente se inflama o heróico, assim se inflama em pessoas normalmente opacas e torpes a capacidade da visão; todos vivenciam dentro de si uma visão que transcende a esfera normal de sua existência, e quem antes só tinha olhos para o seu trabalho diário vê agora realidade e imagens animadas em cada notícia. As pessoas revolvem constantemente com preocupações e visões a gleba árida da noite, e quando enfim se rendem ao sono, têm sonhos estranhos. Porque o sangue circula mais quente em suas veias, e nesse calor florescem plantas tropicais de terror e preocupação, sonhos dos quais é uma bênção acordar e sentir que não passaram de pesadelos inúteis e que só aquele mais terrível sonho da humanidade é uma verdade aterradora: a guerra de todos contra todos. 
 
Os mais pacíficos sonham agora com batalhas, colunas se precipitam e atravessam o sono, o sangue ruge, escuro, com o tronar dos canhões. Acordando num sobressalto, ouvimos ainda o estrondo dos carros que passam, o bater dos cascos. Escutamos atentamente, inclinado-nos da janela  e, de fato, ali embaixo passam as longas fileiras de carros e cavalos pelas ruas desertas. Alguns soldados levam um bando de cavalos no cabresto; pacientes, eles trotam com seus passos pesados e sonoros pelo calçamento ruidoso. Também eles, os animais que normalmente descansam à noite do trabalho, quietos em seus estábulos quentes, foram privados do sono habitual, as parelhas pacíficas foram separadas, as fraternais também. Nas estações [de trem] escutam-se as vacas mugindo mansas nos vagões; retiradas de seus pastos cálidos e macios de verão para o desconhecido, até elas, as apáticas, tiveram o sono perturbado. E os trens partem para a natureza adormecida, que também se sobressalta com a agitação das pessoas. Tropas da cavalaria galopam à noite cruzando campos que desde a eternidade descansavam no escuro, por sobre a negra superfície do mar faíscam em milhares de pontos os faróis, mais claros que a luz da lua e mais ofuscantes que o sol, até mesmo lá no fundo a treva das águas está perturbada pelos submarinos à caça de presas. Disparos soam e ressoam através das montanhas caladas, acordando os pássaros, tontos, em seus ninhos; em nenhum lugar o sono é seguro, e mesmo o éter, desde sempre intocado, é atravessado pela pressa assassina dos aeroplanos, os fatídicos cometas do nosso tempo. Nada, nada mais pode ter sossego e descanso nesses dias: a humanidade arrastou animais e natureza em sua batalha assassina. Há menos sono no mundo agora, as noites são mais longas e mais longos os dias. 
 
Mas pensemos e repensemos, mais uma vez, a amplitude do tempo e que isso que acontece agora não tem precedente na história. Vale ficar insone, sempre vigilante. Nunca o mundo, desde que é mundo, esteve tão agitado em sua totalidade, nunca tão excitado em sua comunidade. Uma guerra, até agora, nunca passou de uma inflamação no imenso organismo da humanidade, um membro purulento e que era cauterizado para sarar enquanto todos os outros ficavam desimpedidos e livres em suas funções vitais. Sempre houve pessoas que não participavam, em algum lugar ainda havia aldeias às quais não chegavam notícias daquela agitação e que dividiam calmamente sua vida em dia e noite, em trabalho e repouso. Em algum lugar ainda havia o sono e o silêncio, gente que acordava cedo, risonha, e que dormia sem sonhar. Mas a humanidade, quanto mais conquistou a Terra, mais unida ficou: uma febre sacode agora todo o seu organismo, um terror sacode o cosmo inteiro. Não existe nenhuma oficina na Europa, nenhuma granja solitária, nenhum casario de bosque de onde não tenham arrancado um homem para participar dessa luta, e cada um desses homens, por sua vez, está unido a outros através de vínculos de sentimento. Até o mais humilde emana tanto calor que, quando desaparece, tudo se torna mais frio, mais solitário, mais vazio. Cada destino forma outros destinos a partir de si, pequenos círculos que se dilatam em ondas no mar das emoções e se ampliam; em enorme união e mútua determinação da experiência, ninguém se precipita no vazio ao morrer: cada um arrasta algo dos demais consigo. Cada um é acompanhado de olhares, e esse olhar e ansiar, multiplicado por milhões e entrelaçado com o destino de nações inteiras, cria a inquietação de um mundo inteiro. Toda a humanidade escuta, e através do milagre da técnica recebe simultaneamente a mesma resposta. Os navios transmitem mensagens uns aos outros através de incontáveis ondas, das torres de telégrafos de Nauen e Paris uma mensagem é transmitida em questão de minutos para as colônias da África Ocidental e para o lago Chade, os hindus da Índia leem as decisões em suas folhas de cânhamo e de tela à mesma hora que os chineses em seus papéis de seda  a excitação se propaga até as últimas terminações nervosas da humanidade e afugenta a letargia. Cada qual espia pela janela dos seus sentidos em busca de notícias, sugando tranquilidade das palavras dos corajosos e terror e dúvida das dos desesperados. Os profetas, verdadeiros e falsos, voltaram a ter ascendência sobre a massa que agora escuta e escuta, caminhando e repousando no delírio da febre, dia e noite, os longos dias e as noites infinitas desse tempo digno de ser vivido na vigília. 
 
Pois esses tempos não aceitam que alguém deixe de participar, e estar distante dos campos de batalha não significa estar de fora. Cada um de nós tem sua existência revolvida, ninguém mais tem o direito de dormir em paz em meio à tremenda exaltação. Nessa transformação das nações e dos povos, nós também nos transformamos, não importa que aprovemos ou não; cada um está enredado nos acontecimentos, ninguém permanece frio na febre de um mundo. Não há como ficar indiferente às realidades transformadas, hoje ninguém mais está a salvo em uma rocha, olhando com um sorriso para as ondas agitadas. Cada qual, querendo ou não, é arrastado pela maré, sem saber para onde está sendo levado. Ninguém pode se isolar, pois com nosso sangue e nosso intelecto giramos na correnteza de uma nação, e cada aceleração nos impulsiona, cada parada em seus pulsos barra o ritmo de nossa própria vida. Quando a febre ceder, tudo terá um novo valor para nós, e justo o igual será diferente. As cidades alemãs: com que sentimento as veremos depois dessa luta! E Paris: como terá se tornado diferente, estranha ao nosso sentimento! Sei desde agora que não poderei ficar na mesma casa hospitaleira em Liège com o mesmo sentimento, com os mesmos amigos, depois que as granadas alemãs caíram sobre a cidadela; entre tanto amigos, de um lado e outro da fronteira, estarão as sombras dos mortos, absorvendo com respiração fria o calor da palavra. Todos teremos que nos reorientar, do ontem para o amanhã, atravessando esse impenetrável hoje, cuja violência apenas percebemos agora, horrorizados, e teremos que chegar a uma nova forma de vida em meio a essa febre que agora torna nossos dias tão abrasadores e nossas noites tão sufocantes. Depois de nós surge uma nova geração cujos sentimentos foram forjados nesse fogo. Eles serão diferentes  eles, que viram vitórias naqueles anos em que nós só vimos retrocesso, lamento e lassidão. Da confusão desses dias surgirá uma nova ordem, e nossa primeira preocupação terá que ser nos sujeitar a ela com força e solidariedade. 
 
Uma nova ordem  pois essa febre insone, a inquietude, a esperança e a expectativa que consomem a tranquilidade dos nossos dias e das nossas noites não podem continuar. Por mais que toda a destruição agora pareça se estender de forma terrível sobre o mundo aniquilado, ela é diminuta em comparação com a energia muito mais impetuosa da vida, que depois de cada tensão sempre consegue um repouso para sair transformada, mais pujante e mais bela. Uma nova paz  oh!, quão distantes brilham ainda suas asas luminosas através da poeira e da fumaça de pólvora  haverá de reerguer a velha ordem da vida, o trabalho de dia e o repouso à noite. O silêncio voltará com o sono reparador aos mil lares que agora estão despertos na excitação e no medo, e estrelas tranquilas voltarão a olhar do alto para uma natureza que respira felicidade. O que agora ainda parece ser horror será então, em sublime transformação, grandeza. Sem lamento, quase com nostalgia, lembraremos essas noites intermináveis, durante as quais, em ampliação maravilhosa, percebíamos no sangue o destino em gestação e a cálida respiração do tempo sobre nossas pálpebras despertas. Só quem viveu a doença conhece a felicidade completa da cura, só o insone conhece a doçura do sono reconquistado. Os que regressaram e aqueles que ficaram em casa estarão mais contentes com sua vida do que os que se foram, saberão apreciar seu valor e sua beleza com mais seriedade e mais justiça, e quase ansiaríamos pela nova conformação se hoje  como nos dias antigos  o chão do templo da paz não estivesse regado com o sangue sacrificado, se esse novo e feliz sono do mundo não fosse comprado à custa da morte de milhões de seus filhos mais nobres.
 
Fonte:  ZWEIG, Stefan: O mundo insone e outros ensaios, tradução de Kristina Michahelles; organização e textos adicionais de Alberto Dines, Rio de Janeiro: Zahar, 2013, pp. 197-203.

4 comentários:

Francisco José dos Santos Braga disse...

Prezad@,Um mês e meio após o início da Primeira Guerra Mundial, STEFAN ZWEIG começou a publicação de uma série de 5 artigos, um a cada ano, no folhetim do Neue Freie Press. Na presente postagem, o Blog de São João del-Rei publica o primeiro desses ensaios - O MUNDO INSONE -, em que o autor descreveu um mundo - na altura, sobretudo, europeu - que é, na sua origem, uma guerra civil europeia. Na viragem do século, o mundo vivia sua segunda globalização (a primeira foram os Descobrimentos portugueses). Nessa segunda globalização, a Europa, nomeadamente a Alemanha de Weimar ou a Áustria de Viena, vivia um extraordinário boom cultural e científico. Tudo parecia tranquilo e seguro. Nada impediu a explosão da I Guerra Mundial em 28/06/1914.Como resultado da enorme carnificina, a Grande Guerra vitimou quase 20 milhões de pessoas na Europa. Logo após, Stefan Zweig tornou-se um pacifista convicto, um homem que evitava até mesmo as disputas desportivas. Cerca de um mês depois de assinado o tratado de paz em Versalhes em junho de 1919 que encerrou o conflito, Zweig escreveu ao mestre e confidente, Romain Rolland: "Há momentos em que me pergunto se valerá a pena viver os próximos vinte anos." Impacientava-se com os impasses políticos produzidos pelo novo mapa do Velho Mundo.

Link: https://saojoaodel-rei.blogspot.com/2025/02/o-mundo-insone.html

Cordial abraço,
Francisco Braga
Gerente do Blog de São João del-Rei

Anônimo disse...

Obrigado, Braga. O texto é oportuno e atual. Ainda hoje, "há menos sono no mundo". Os dias e as noites, estão cada vez mais curtos e mais há um perigo iminente, de olhos acesos sobre os homens. A política ferve... O mundo é um caldeirão. Parabéns pela escolha. Forte abraço poético de Geraldo Reis, O Ser Sensível.

Francisco José dos Santos Braga disse...

Heitor Garcia de Carvalho (graduado em Pedagogia pela Faculdade Dom Bosco (1968), mestre em Educação UFMG (1982), Ph.D em Educational Technology - Concordia University (1987 Montreal, Canada); MBA Gestão Tecnologia da Informação, Fundação Getúlio Vargas (2004); pós-doutorado em Políticas de Ensino Superior na Faculdade de Psicologia e Ciências da Informação na Universidade do Porto, Portugal (2008); professor associado do CEFET-MG) disse...
Parece hoje!!!
Deus nos proteja!!!

Francisco José dos Santos Braga disse...

Prof. Cupertino Santos (professor aposentado da rede paulistana de ensino fundamental) disse...
Caro professor Braga

E não obstante a Europa ter passado em séculos uma geração sequer sem que tenha sido atingida pelo flagelo das guerras, seus espíritos mais empáticos e sensíveis podiam ainda ressaltar seu horror.
E esse autor que tanto acreditou no Brasil...
Saudações.
Cupertino

quarta-feira, 19 de junho de 2024

Stefan Zweig e o país que não chegou ao futuro in: Stefan Zweig no caleidoscópio do tempo - Paulo Roberto de Almeida

 Mais recente capítulo de livro publicado, este ensaio sobre Stefan Zweig e sua obra sobre o Brasil, de 1941, que eu havia escrito um ano e meio atrás: 


4294. “Stefan Zweig e o país que não chegou ao futuro”, Brasília, 22 dezembro 2022, 10 p. Colaboração a livro sob a coordenação da Casa Stefan Zweig e do Laboratório de Estudos Judaicos da Universidade Federal de Uberlândia. Publicado in: Kristina Michahelles, Geovane Souza Melo Junior e Kenia Maria de Almeida Pereira (orgs.), Stefan Zweig no caleidoscópio do tempoReflexões sobre o autor de Brasil, um país do futuro (Rio de Janeiro: Passaredo Edições, 2024, 294 p.; ISBN: 978-65-983721-0-1; p. 131-146). Relação de Publicados n. 1561


Trecho inicial de minha contribuição: 


Stefan Zweig e o país que não chegou ao futuro

  

Paulo Roberto de Almeidaa

Diplomata, professor.

 

"Antes que, por livre vontade e na plena possessão de meus sentidos, eu abandone a vida, me sinto obrigado a cumprir um último dever: agradecer, desde o meu mais íntimo, a este maravilhoso país, Brasil, que nos ofereceu a mim e a minha obra um lugar tão magnífico e acolhedor. Cada dia passado aqui contribuiu a querer ainda mais a este país, em nenhum outro lugar teria desejado reconstruir a vida novamente, depois que o mundo de meu próprio idioma se derrubou e que o meu lar espiritual, a Europa, se autodestruiu. Mas, depois de cumprir sessenta anos fazem falta forças para começar totalmente de novo. E as minhas estão esgotadas, depois de tantos anos a errar sem pátria. Por isso considero melhor cerrar em seu devido tempo e com uma alta atitude uma vida que o trabalho intelectual e a liberdade pessoal me deram as maiores alegrias e me parecem o mais elevado bem desta terra. Saúdo a todos os meus amigos. Oxalá cheguem a ver a aurora depois desta larga noite. Eu, excessivamente impaciente, me adianto a todos eles."

“Declaração”, Stefan Zweig (Petrópolis, 22/02/1942)

 

 

Como nasceu a ideia de escrever sobre o “país do futuro”?

Nas memórias que começou a conceber desde sua saída apressada da Áustria, após que Hitler alcançou o poder na Alemanha, mas que só foram terminadas por ocasião de sua vinda definitiva para o Brasil, Stefan Zweig descreve seus sentimentos ao atravessar o Atlântico em 1936, a partir da Inglaterra, onde se encontrava exilado desde 1934: 

Era apenas com o meu corpo, e não com toda a minha alma, que eu vivia na Inglaterra naqueles anos. E foi justamente a preocupação que me causava a Europa, essa angústia que pesava dolorosamente sobre os nervos, que me fez viajar bastante, e mesmo atravessar duas vezes o oceano, durante os anos que se estendem da tomada do poder por Hitler e o começo da Segunda Guerra Mundial. Eu estava impulsionado talvez pelo pressentimento de que era necessário me abastecer de impressões e de experiências, tantas quanto o coração poderia conter, enquanto o mundo permanecia aberto e que ainda era permitido aos barcos navegar tranquilamente pelos mares, talvez mesmo pela suspeita ainda muito vaga de que o nosso futuro, o meu em especial, estava além dos limites da Europa. Uma sequência de conferências nos Estados Unidos me ofereceu a oportunidade desejada de ver, de leste a oeste, de norte a sul, esse grande país em toda a sua diversidade, combinada, entretanto, a uma profunda unidade. Mas, talvez ainda mais forte foi a impressão que me deu a América do Sul, na qual aceitei de boa vontade participar de um congresso convidado pelo PEN-Club Internacional: nunca antes me pareceu tão importante quanto esse momento de fortificar o sentimento da solidariedade espiritual acima das fronteiras dos países e das línguas. (1993, p. 461)

 

Sua primeira estada na América do Sul, com uma curta passagem pelo Rio de Janeiro, entre o final de agosto e o início de setembro, foi relatada numa coleção de impressões de viagem que o próprio Stefan Zweig publicou separadamente ao retornar à Inglaterra no outono de 1936. Zweig concebeu escrever um livro sobre o Brasil logo depois dessa primeira passagem pelo país, a caminho de Buenos Aires. Eles foram reunidos em 1937 e publicados numa editora vienense com vários outros textos do autor: Begegnungen mit Menschen, Büchern, Städten (Encontros com homens, livros, cidades). Em 1981, foram novamente reunidos na coletânea Länder, Städte, Landschaften (Países, cidades, paisagens).

Zweig já estava, então, planejando escrever um livro mais alentado sobre o Brasil e por isso recusou, no final de 1937, uma proposta de seu editor brasileiro, Abraão Kogan, para publicar uma edição traduzida, o que não se realizou de imediato. Ainda assim, Kogan juntou os relatos a outros textos do livro Begegnungen e publicou-a em 1938, numa edição uniforme de sua obra, sob um título similar: Encontros com homens, livros e países. Apenas oitenta anos depois de sua primeira viagem ao Brasil, os textos foram novamente publicados sob o título de Kleine reise nach Brasilien, traduzido e publicado como Pequena Viagem ao Brasil (2016). Vários trechos da Pequena Viagem foram de fato incorporados ao País do Futuro, que se beneficiou, assim, daquele projeto inicial necessariamente sintético, dada a brevidade de sua passagem em 1936, numa travessia atlântica durante a qual ele também começou a escrever a biografia de Fernão de Magalhães, na epopeia da primeira volta ao mundo (obra terminada e publicada em 1937).

A primeira estada de Zweig no Brasil se dá, portanto, sob o governo constitucional de Getúlio Vargas – eleito em 1934 pela Assembleia Constituinte –, mas já depois da Intentona Comunista de novembro de 1935, sob a vigência da Lei de Segurança Nacional, e dois anos antes das eleições previstas para 1938, quando deveria ser eleito, por voto direto e secreto (pela primeira vez), o próximo presidente. Zweig certamente tomou conhecimento do golpe do Estado Novo, em novembro de 1937, por acaso o mesmo nome já adotado pela ditadura portuguesa quase dez anos antes, na esteira de diversos outros regimes autoritários, geralmente de direita, que estavam se multiplicando na Europa e na América Latina. Já estabelecido na Inglaterra desde 1934, quando fugiu apressadamente de Salzburg, Zweig teve o “privilégio” de ver os seus livros queimados pelos nazifascistas duas vezes: em 1933, em Berlim, e novamente na Áustria em 1938, depois do Anchluss, a anexação ao Terceiro Reich. 

(...)

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O livro pode ser adquirido junto à Casa Stefan Zweig: 

Contato: casastefanzweig@gmail.com

https://casastefanzweig.org.br/

sábado, 30 de dezembro de 2023

A grande viagem de Fernão de Magalhães ao redor do globo, por Laurence Bergreen

 Por indicação de Walmyr Buzatto, estou lendo o sample deste estupendo livro:

Laurece Bergreen: 

Over the Edge of the World: Magellan's Terrifying Circumnavigation of the Globe

(2003 e 2019)

Reproduzo abaixo duas passagens para comprovar, mais uma vez, como as especiarias já foram, mais de 5 séculos atrás, o "petróleo" do mundo, e como os portugueses saíram na frente das navegações e descobertas.



Recomendo também a bela biografia do Fernão de Magalhães por Stefan Zweig, cujo anexo, sobre os custos da expedição de circumnavegação, me induziu a tentar determinar quanto teria custado, aos preços atuais, essa viagem fantástica, equivalente às explorações espaciais atuais.

Leiam a postagem aqui: 

https://diplomatizzando.blogspot.com/2019/01/fernao-de-magalhaes-livros-sobre.html


segunda-feira, 23 de janeiro de 2023

La misteriosa historia de la carta de despedida de Stefan Zweig - Marcel Beltran (Pagina 12)

 Um episódio pouco conhecido a respeito da famosa carta de despedida de Stefan Zweig, aparentemente subtraída por um dos investigadores e entregue, contra pagamento, posteriormente, a um de seus mais chegados amigos de Petrópolis.


Tras su suicidio en Brasil cuando huyó de los nazis

La misteriosa historia de la carta de despedida de Stefan Zweig


Este 2023, la figura del escritor vuelve a primer plano al pasar su obra a ser de dominio público. Reconstruimos el final de su historia, cuando se quitó la vida con su mujer, Lotte Altmann, en Brasil después de años huyendo de las tropas de Hitler. Unos últimos días que dejaron una famosa carta de despedida y algunos misterios por resolverse.

Por Marcel Beltrán
Página 12 (Buenos Aires), 22 enero 2023

Stefan Zweig escribió miles de páginas a lo largo de su vida. Su obra es un inmenso edificio levantado con novelas, ensayos, poemas y algunas biografías de personajes célebres, como María Antonieta o Balzac, que le proporcionaron reconocimiento y dinero cuando le hacían falta. Sus palabras más famosas, sin embargo, fueron las últimas. La mañana del 22 de febrero de 1942, la asistenta que cuidaba de su casa en Petrópolis, Brasil, donde habían llegado tras un largo exilio escapando del nazismo, los encontró a él y a su esposa, Lotte Altmann, muertos en la cama. Estaban abrazados. Habían dicho basta ingiriendo una dosis letal de barbitúricos.

En el cuarto aparecieron algunos manuscritos inéditos del autor, junto a una veintena de cartas para amigos y familiares. Y en la mesilla de noche, además de unas monedas, una caja de cerillas y un vaso vacío, uno de los documentos más comentados de la historia de la literatura: su texto de despedida. Las increíbles vueltas que tuvo que dar esa nota antes de ser conocida, así como los interrogantes que dejó el suicidio, son una muestra más de que a veces escribir mucho no basta para explicarlo todo.

Zweig nació en Viena en 1881, en el seno de una familia de judíos austríacos con recursos. Estudió en Berlín y en París, y pronto desarrolló una profunda vocación literaria. También coleccionaba partituras de sus compositores de música preferidos. Instalado en Salzburgo, abandonó la ciudad cuando la aviación nazi comenzó a lanzar sobre ella panfletos premonitorios. En aquella época también se hizo trizas su primer matrimonio, cuando su esposa descubrió que la engañaba con su secretaria, Lotte Altmann. Al estallar la Segunda Guerra Mundial, los dos amantes huyeron por la frontera. Zweig, que escribía en alemán, donó sus libros a la Biblioteca Nacional Austríaca antes de abandonar su casa.

En el extranjero caería en un irremediable aislamiento, que se extendería mucho más tiempo de lo que en un primer momento había imaginado. Hasta el final de sus días, de hecho. Su gran miedo era que las tropas de Hitler llegaran hasta su nuevo escondite, Bath, a 150 kilómetros de Londres. El siguiente escalón de la huida fue Nueva York. El escritor, duramente criticado por no pronunciarse públicamente en contra del Führer -que, sin embargo, había prohibido muchas de sus obras, en un intento de anularlo del imaginario popular-, echaba de menos a los suyos y la posibilidad de comunicarse en su idioma.

El pesimismo ya se había apoderado de él. Europa, el proyecto en el que siempre había creído, saltaba por los aires. Incapaz de adaptarse a Manhattan, el estado de ánimo de Zweig, que ya se encontraba inmerso en la escritura de El mundo de ayer, seguía agrietándose. Había perdido toda esperanza. "No somos sino fantasmas y recuerdos", comentó entonces a un amigo, el periodista Joseph Brainin. En 1941, en el enésimo desvío de un exilio laberíntico, se mudó a Brasil, donde tenía miles de admiradores. Todavía con Altmann, con la que ya se había casado, se alojaron en una casa de Petrópolis, a las afueras de Río de Janeiro. Hasta que unos meses después, una trabajadora del hogar miró la hora, se extrañó de que la pareja todavía no se hubiera levantado y abrió la dichosa puerta del dormitorio.

Carta de despedida

Zweig se encargó de dejar preparada su carta de despedida. La escribió en alemán, aunque su título era Declaraçao. En ella trató de explicar las razones del suicidio, y mostró su gratitud al pueblo brasileño. Decía lo siguiente:


“Antes de que yo, por libre voluntad y en plena posesión de mis sentidos, abandone la vida, me siento obligado a cumplir un último deber: agradecer desde lo más íntimo a este maravilloso país, Brasil, que nos haya ofrecido a mí y a mi obra un lugar tan magnífico y acogedor. Cada día pasado aquí ha contribuido a querer más a este país, en ningún otro lugar hubiera deseado reconstruir mi vida de nuevo, después de que el mundo de mi propio idioma se derrumbó y mi hogar espiritual, Europa, se autodestruyó. Pero tras cumplir los sesenta hacen falta muchas fuerzas para comenzar totalmente de nuevo. Y las mías están agotadas por tantos años de errar sin patria. Por eso considero mejor cerrar a su debido tiempo y con actitud erguida una vida en la que el trabajo intelectual y la libertad personal me han dado las mayores alegrías y me parecen el más alto bien de esta tierra. ¡Saludo a todos mis amigos! ¡Ojalá lleguen a ver la aurora tras esta larga noche! Yo, excesivamente impaciente, me adelanto a todos ellos".


El texto tenía que recibirlo Claudio de Souza, el presidente del Club de Escritores de Brasil. Cómo llegó al mundo, sin embargo, es un relato que todavía dibuja algunos giros más. Conseguiría recorrerlos con éxito Robert Schild en un artículo que se publicó en el periódico alemán Frankfurter Allgemeine Zeitung en mayo de 2020. Un trabajo periodístico que arrojó luz sobre la oscuridad. Y que arrancó con un nombre: Friedrich Weil. Weil, alemán de nacimiento, también se marchó con la familia de su país cuando vio que las cosas empezaban a torcerse con el Tercer Reich, comprando vuelos a Brasil. Fabricante textil, su siguiente paso fue abrir una empresa de telas en Petrópolis. Además, era un fiel lector de Zweig, al que recomendaba encarecidamente siempre que tenía ocasión.

El día después de aparecer sin vida los cuerpos del autor y su mujer, por lo que pudo saber Schild, alguien se presentó en su casa. Era el comisario Jose de Morais, vecino del edificio, que le dio la noticia y le pidió ayuda para traducir el folio que habían encontrado en la mesilla de noche de los fallecidos. Weil colaboró, pero a continuación le pidió como favor que le mandaran la carta una vez se acabara la investigación, pues para él tenía un valor enorme, a lo que el policía respondió que eso iba a ser bastante complicado, teniendo en cuenta que, por ley, el documento debía permanecer como mínimo tres décadas en el archivo del Estado.


Pasó mucho tiempo. Hasta que, en 1972, cuando Weil ya casi se había olvidado del asunto, alguien se puso en contacto con él para venderle el escrito por 10.000 dólares. No le reveló su identidad. Weil supuso que era un agente del cuerpo que en su momento había trabajado en el caso. Pero la proposición no podía ser más extraña. El misterioso sujeto lo citaba en el bar del hotel Serrador de Río de Janeiro, le pedía que llevara el dinero en un sobre y le decía que, si quería hacerse con la Declaraçao, tomara asiento en una de las mesas postreras del local. Weil hizo caso. A los pocos minutos, entró en el bar un tipo con unas gafas oscuras, que caminó hacia él. Mientras uno contaba los billetes, el otro comprobó que el texto era el original. Satisfechos ambos, se produjo el intercambio. Y Weil, al volver a casa, guardó su nuevo tesoro en la caja fuerte. Durante años, contaría la anécdota miles de veces a sus amigos, orgulloso de haber conseguido aquel preciado papel. Después de todo, Zweig había sido siempre su escritor favorito. Cuando Weil murió, en el 2000, se suponía que la carta había pasado a manos de sus familiares directos.


Pero entonces Schild, el autor del artículo, recibió un mensaje de Israel. Era Stefan Litt, responsable de Ciencias Humanas de la Biblioteca Nacional de Jerusalén, que le comunicaba que habían recibido la carta de despedida de Zweig en 1992, gracias a una donación del propio Friedrich Weil, que dijo hacer el envío en recuerdo de sus padres, que fueron los que lo convencieron para cruzar el Atlántico, y de Adolf y Flora Emrich. Desde entonces, las últimas palabras del escritor descansan entre las paredes de un edificio de la ciudad sagrada.

Son muchas las leyendas que rodean la figura de Zweig, un emblema literario que ya gozó de una enorme fama en vida, pero que jamás logró despistar en su cabeza a los fantasmas que lo perseguían desde que abandonó su Austria natal. Aunque no todas reman a su favor. Algunos no entendieron, por ejemplo, que decidiera afincarse en Brasil, un país entonces comandado por el régimen autoritario de Getúlio Vargas, y que ya lo había recibido con todos los honores en una gira en 1936. Zweig y Altmann hacían cada tarde largos paseos por la selva, y luego él se abandonaba a la lectura de Montaigne, Tolstói o Goethe. Cuando llegó a las librerías su ensayo Brasil, país de futuro, aunque volvió a ser un éxito de ventas, la izquierda brasileña se le echó encima, al considerar que estaba blanqueando la dictadura. No comprendían cómo alguien como él no empatizaba con su lucha.

Siete días antes de morir, visitó el carnaval de Río. Y cuando regresó a Petrópolis, se deshizo otra vez de sus libros, quemó varios papeles en el jardín y le escribió a su casera para anunciarle que le regalaba su perro, puesto que con su mujer habían tomado "otra decisión que seguir alquilando su bonita casa durante más tiempo". El último que los vio con vida fue Ernst Feder, amigo del matrimonio con el que cenaron la noche del 21 de febrero, que comentó que los había visto tan gentiles como siempre y que simplemente le habían contado que estaban teniendo algunos problemas para dormir.

Otro de los enigmas que nublan los últimos pasos de Zweig es el papel de su mujer, y de qué manera se vio arrastrada también a ese desenlace fatal. El informe del forense reveló que Altmann se suicidó unas horas más tarde, cuestión que incitó numerosas preguntas, aunque ninguna pueda ser ya resuelta. Ella era 25 años menor que él, se encargaba de mecanografiar las obras de su marido, e incluso en algunas ocasiones proponía mejorarlas con una sugerencia. La Historia ha insistido en limitar su recuerdo al de una esposa fiel que, por amor y lealtad, decidió acompañar a una de las grandes plumas del siglo XX al fondo del abismo. En cambio, ha pasado de puntillas por su vida, por sus traumas o por el extraño hecho de que Zweig ni siquiera la mencionara en ninguno de los textos que esa fatídica mañana se hallaron en el cuarto. Apenas hay bibliografía que ayude a entender el calvario por el que también tuvo que pasar Altmann.

Luces, sombras y algunas peripecias increíbles conforman la crónica del adiós de Stefan Zweig y Lotte Altmann. Una tragedia que ha sido tantas veces glosada que sus contornos se entreveran inevitablemente con los del mito. Quizá no podía ser de otro modo. La literatura cubriendo con otra capa a la propia literatura. Hay novelas que se siguen escribiendo fuera de la hoja.


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