Foreign Policy en Español, 26 de octubre de 2011
La disiente cubana Yoani Sánchez habla de las ruinas del papá Estado, donde papá Fidel sólo es ahora el paciente en jefe.
AFP/Getty Images |
Al final de su emisión del 31 de julio de 2006, el presentador de las noticias de la televisión cubana, visiblemente nervioso, anunció que habría un anuncio de Fidel Castro. Esto no era ni mucho menos inusual, y sin duda muchos cubanos apagaron la televisión esperando una más de las diatribas del comandante en jefe acusando a Estados Unidos de cometer alguna nueva maldad contra la isla. Pero aquellos de nosotros que seguimos el programa esa noche vimos, en su lugar, a un enrojecido Carlos Valenciaga, secretario personal de Fidel, aparecer ante las cámaras y leer, con voz temblorosa, un documento tan extraordinario como breve. En unas pocas frases cortas, el invencible guerrillero de antaño confesaba que estaba enfermo y repartía las responsabilidades de gobierno entre sus más cercanos colaboradores. En especial, su hermano Raúl quedaba al cargo de los deberes de Fidel como primer secretario del Comité Central del Partido Comunista, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, y presidente del Consejo de Estado. La sucesión dinástica había comenzado.
Fue un milagro que las viejas centralitas telefónicas, con su anticuado equipamiento de la década de los 30, no se colapsaran esa noche cuando los cubanos corrieron a compartir la noticia en un código que no era secreto para nadie: "Estiró la pata", "El Caballo se ha ido", "El Uno está terminal". Yo cogí el auricular y llamé a mi madre, que nació en 1957, en vísperas de la revolución de Castro; ninguno de las dos había conocido a ningún otro presidente. "Ya no está aquí, mamá", dije, casi en un susurro. "Ya no está aquí". Al otro lado de la línea, ella comenzó a llorar.
Al principio lo que cambió fueron las pequeñas cosas. Las ventas de ron aumentaron. Las calles del centro de la Habana estaban extrañamente vacías. En ausencia del prolífico orador aficionado a interrumpir los programas de televisión para dirigirse a la audiencia, las amas de casa se sorprendían de ver cómo sus telenovelas brasileñas se emitían en los horarios previstos. Los actos públicos comenzaron a disminuir, entre ellos las llamadas manifestaciones “antiimperialismo” que se celebraban regularmente por todo el país para protestar contra el enemigo del norte. Pero el cambio fundamental se produjo en el interior de la gente, de las tres generaciones de cubanos que habían conocido sólo a un único primer ministro, un único primer secretario del Partido Comunista, un único comandante en jefe. Ante la repentina perspectiva de abandono por el papá Estado que Fidel había construido, los cubanos se enfrentaban a una especie de orfandad, aunque una orfandad que traía más esperanza que dolor.
Cinco años después, hemos entrado en una nueva fase en la relación con nuestro gobierno, una relación que es menos personal pero que todavía rinde un profundo culto al hombre que algunos llaman ahora el "paciente en jefe". Fidel continúa viviendo, y Raúl -cuyo poder, como todo el mundo sabe, proviene de sus genes más que de sus aptitudes políticas- ha gobernado desde que finalmente se produjera su toma de posesión en febrero de 2008 sin pasar siquiera por la formalidad de las urnas, suscitando una muestra de humor negro que se cuenta a menudo en las calles de la Habana: "Esta no es una dictadura sangrienta, sino una dictadura consanguínea". Pepito, el travieso muchacho que protagoniza todos nuestros chistes populares, llama a Raúl “Castro Versión 1.5” porque ya no es el número 2, pero todavía no le dejan ser el Uno. Cuando el comandante -ahora apenas una sombra de lo que fue- apareció en la sesión final del sexto congreso del Partido Comunista este abril, cogió el brazo de su hermano y lo elevó entre una clamorosa ovación. Este gesto pretendía consagrar el traspaso de poder, pero para muchos de nosotros los dos hombres parecían estar agarrándose de la mano para intentar darse apoyo mutuo, no como celebración de victoria.
Las tan comentadas reformas de Raúl siguieron a esta supuesta entrega del poder, pero en la realidad no se han tratado tanto de pasos hacia delante como de intentos de reparar las absurdidades legales del pasado. Una de ellas fue el levantamiento del apartheid turístico que impedía a los cubanos disfrutar de las instalaciones hosteleras de su propio país. Durante años, para conectarme a Internet, tenía que disfrazarme de extranjera y murmurar unas cuantas frases breves en inglés o alemán para poder comprar una tarjeta de acceso a la red en la recepción de algún hotel. La venta de ordenadores fue finalmente autorizada en marzo de 2008, aunque para entonces muchos cubanos más jóvenes habían montado sus propios ordenadores con piezas compradas en el mercado negro. La prohibición de que los ciudadanos tuvieran contratos de móvil también fue revocada, acabando con el triste espectáculo de ver a gente suplicando a los extranjeros que les ayudaran a establecer cuentas para teléfonos de prepago. Las restricciones sobre la agricultura se suavizaron, permitiendo a los campesinos arrendar terrenos del gobierno por periodos de 10 años. La liberalización sacó a la luz la triste realidad de que el régimen había permitido que gran parte de las tierras del país (el 70% de ellas estaban en manos del Estado) quedaran descuidadas e invadidas por las malas hierbas.
Aunque oficialmente siga siendo socialista, el Gobierno también ha fomentado la expansión del llamado "autoempleo", enmascarado por el eufemismo de "formas de producción no estatal". Es, en realidad, un sector privado que va emergiendo a trompicones. En menos de un año, el número de autoempleados creció de 148.000 a 330.000, y hay ahora un florecimiento de la producción textil, los puestos de comida, y la venta de CD y DVD. Pero los fuertes impuestos, la ausencia de mercado al por mayor y la incapacidad para importar materias primas independientemente del Estado actúan como un freno a la inventiva de estos emprendedores, al igual que la memoria: la última parte de los 90, en la que el regreso a la centralización y la nacionalización barrió las iniciativas privadas que habían surgido en la economía cubana tras la caída del Muro de Berlín, no está tan lejana.
Así que por ahora, los efectos de las tan publicitadas reformas son apenas perceptibles en nuestros platos y nuestros bolsillos. El país continúa importando el 80% de lo que consumimos, a un coste de más de 1.500 millones de dólares. En las tiendas en dólares, las latas de maíz dicen “Made in the USA”; el azúcar que se proporciona mediante las cartillas de racionamiento viaja desde Brasil; y en los hoteles para turistas de Varadero, una buena parte de la fruta viene de la República Dominicana, mientras que las flores y el café llegan desde Colombia. En 2010, 38.165 cubanos abandonaron la isla para no volver. Mis impacientes amigos declaran que ellos no van a quedarse a "apagar la luz de El Morro" -el faro situado a la entrada de la Bahía de La Habana- "después de que se haya ido todo el mundo".
El nuevo presidente comprende perfectamente que las transformaciones demasiado profundas podrían hacerle perder el control. Los cubanos comparan bromeando su sistema político con una de las desvencijadas casas de La Habana Vieja: Los huracanes no la tiran y las lluvias no la tiran, pero un día alguien intenta cambiar la cerradura de la entrada y todo el edificio se viene abajo. Y por eso el truco más practicado por el Gobierno es el de intentar ganar tiempo con proclamas de supuestas reformas que, una vez puestas en práctica, nunca alcanzan los efectos prometidos.
Durante los últimos cinco años el Gobierno ha perdido innegable e irreversiblemente el control sobre la difusión de información | ||||||
Pero esto no puede continuar indefinidamente. Antes de que acabe diciembre, Raúl Castro tendrá que cumplir su promesa de legalizar la venta de viviendas, que ha sido ilegal desde 1959, una medida que inevitablemente dará como resultado la redistribución de la gente en las ciudades según su poder adquisitivo. Uno de los más resistentes bastiones de la imaginería revolucionaria -cubanos de clase trabajadora viviendo en los suntuosos hogares de la desaparecida élite- podría desplomarse con el establecimiento de estas acusadas diferencias económicas entre vecindarios.
Pero la vieja Cuba aún persiste en modos sutiles y siniestros. Raúl actúa más discretamente que Fidel, y desde la sombra. Ha aumentado los efectivos de la policía política y los ha equipado con tecnología avanzada para que puedan controlar las vidas de sus críticos, entre ellos yo. Hace mucho que aprendí que lo mejor para burlar la seguridad es hacer público todo lo que pienso, no esconder nada, y al hacerlo quizá pueda reducir los recursos del país que se gastan en los agentes encubiertos, la cara gasolina de los autos en los que se mueven, y los largos turnos de búsquedas en Internet de nuestras divergentes opiniones. Aún así, oímos hablar de breves detenciones que incluyen fuertes dosis de violencia física y verbal que no dejan ningún rastro legal. Las grandes ciudades de Cuba están ahora llenas de cámaras de vigilancia que graban tanto a los que hacen contrabando de puros como a aquellos de nosotros que lo único que portamos son nuestros pensamientos rebeldes.
Pero durante los últimos cinco años el Gobierno ha perdido innegable e irreversiblemente el control sobre la difusión de información. Escondidas en los tanques de agua y detrás de las sábanas que cuelgan de los tendederos, las antenas parabólicas ilegales llevan a la gente noticias prohibidas o censuradas en los medios estatales. La aparición de blogueros críticos con el sistema, la maduración de un periodismo independiente y el aumento de espacios autónomos para el arte han erosionado el monopolio del Estado sobre el poder.
Fidel, mientras tanto, se ha desvanecido. Rara vez aparece, y sólo en fotos, siempre vestido con el chándal de un mafioso avejentado, y nosotros comenzamos a olvidar al hombre combativo y enfundado en uniforme que se inmiscuía en casi cada minuto de nuestra existencia durante medio siglo. Hace sólo un año, mi sobrina de ocho años estaba viendo la televisión y al ver la marchita cara del viejo comandante en jefe, le gritó a su padre: “Papi, ¿quién es este señor?”.
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