Paulo Roberto de Almeida
Reproduzo abaixo parte de um dos capítulos do livro La libertad y sus enemigos, do escritor e economista chileno Maurício Rojas, ex-membro do Parlamento sueco e defensor das ideias liberais. Ex-marxista, ele faz uma análise impiedosa do terrível legado de Marx, esse espectro que ainda ronda a América Latina. No final, um link para o texto completo.
O idealismo genocida
En los círculos en que transcurrió mi juventud revolucionaria no había calificativo más honroso que el de "bolche". Era sinónimo de entrega total a la causa de la revolución y a la organización que la encarnaba. Eso ocurría en ese Chile de fines de los años 60 que se hundía en una lucha fratricida que terminaría desquiciando su pueblo y destruyendo su antigua democracia. Por ese entonces estudiábamos a Lenin con pasión. El ¿Qué hacer? y El Estado y la revolución eran lecturas obligatorias para todo buen bolche. Conocíamos los entretelones del Segundo Congreso de la socialdemocracia rusa, en el que se fundó el bolchevismo, y defendíamos, con absoluta convicción, el derecho de la revolución a instaurar lo que Marx llamó "dictadura revolucionaria del proletariado" y ejercer el terror con el objetivo de alcanzar sus fines. Al mismo tiempo, criticábamos al estalinismo, pero no por su uso ilimitado de la violencia sino por ser una supuesta "degeneración burocrática" del ideal marxista-leninista. Circunstancias adversas habrían llevado a la perversión del impulso revolucionario, hasta convertirlo en un monstruoso Estado en manos de una nueva clase privilegiada. No era el ideal de Marx y Lenin el que había fracasado, sino su aplicación bajo circunstancias extraordinariamente difíciles, que habían forzado su corrupción. Por ello, el sueño revolucionario seguía vigente, y nada había en él que lo ensombreciese.
Sólo con el paso del tiempo y ya en el exilio fui entendiendo la profunda relación que existía entre nuestros ideales tan deslumbrantes y la penosa realidad de las sociedades edificadas en nombre de esos ideales. La dificultad fundamental estribaba en comprender cómo del idealismo podía surgir tanta maldad. Lo más fácil era atribuirlo a causas exteriores, a accidentes de la historia o a la perversidad de ciertos líderes, y quedarse así con los ideales impolutos y la conciencia tranquila. Pero esto fue lo que terminé poniendo en cuestión, y ello implicó, además, un serio cuestionamiento personal que me obligó a entender que también en ese joven idealista y romántico que yo había sido anidaba la semilla del mal.
Finalmente llegué a la conclusión de que en la misma meta que nos proponíamos estaba la raíz de un accionar político despiadado y sin límites morales. Lo que supuestamente estaba en juego era tan grandioso que todo debía ser subordinado a su consecución. Por ello es que la bondad extrema del fin puede convertirse en la maldad extrema de los medios; la supuesta salvación de la humanidad puede hacerse al precio de sacrificar la vida de incontables seres humanos; se puede amar al género humano y despreciar a los hombres realmente existentes.
El esfuerzo por comprender la asombrosa metamorfosis en verdugos de idealistas entregados plenamente a la causa de crear un mundo nuevo me llevó, hace ya unas tres décadas, a estudiar con cierta profundidad a los creadores del primer Estado totalitario moderno: aquellos revolucionarios rusos liderados por el noble hereditario Vladímir Ilich Uliánov, alias Lenin, que quisieron abolir la explotación y la opresión del hombre por el hombre y terminaron creando una maquinaria de explotación y opresión nunca vista en la historia de la humanidad.
El triste destino de esa primera revolución comunista exitosa se fue repitiendo luego en cada país donde se intentó llevar a cabo un cambio semejante: el intento de recreación total del mundo y el hombre acabó siempre en el totalitarismo. Hoy, todo aquello puede parecer historia: un pasado que ya no guarda relación alguna con nuestro tiempo. Y así puede ser si solo nos atenemos a las formas concretas que asumieron esos intentos mesiánicos. Sin embargo, mirando el fondo de las cosas podemos ver que hay una lección universal que aprender en el clamoroso fracaso del marxismo revolucionario. Se trata de la perversión fatídica del idealismo revolucionario por su propia soberbia, por aquella intención de partir de cero, de hacer tabla rasa de quienes realmente somos, o, para decirlo con las palabras de Platón en La República, de tratar al ser humano como si fuese "un lienzo que es preciso ante todo limpiar" para sobre él plasmar nuestras utopías.
Esta "voluntad de crear la humanidad de nuevo", por usar las palabras de Hitler para definir el núcleo del nazismo,[1] esta tentación mesiánica fue lo que hizo de Lenin y sus bolcheviques unos verdaderos genocidas, pero no fueron los primeros ni serían los últimos que se dejaron llevar por el delirio de la bondad extrema. En el futuro los veremos sin duda reaparecer blandiendo nuevas promesas de cambio total y redención plena, como hacen los islamistas radicales o los antisistema, con su comparsa de izquierdistas nostálgicos de la revolución.
Por ello, para que no olvidemos la terrible lección de la historia, es que he decido actualizar mis estudios sobre los revolucionarios rusos y reunirlos en un libro que he titulado Lenin y el totalitarismo, que recientemente ha publicado la editorial Sepha (Málaga).
Marx y el pensamiento totalitario
En el libro se analiza no solo la historia de Lenin y sus revolucionarios genocidas, sino que se hace una serie de reflexiones más generales acerca de la naturaleza del totalitarismo, su relación con el pensamiento de Marx y la pertinencia de usar este término para conceptualizar el régimen de la Rusia soviética. Sobre ello merece la pena detenerse un poco.
La visión revolucionaria de Marx fue definida muy tempranamente[2] en torno a la idea de la transformación total no solo del mundo existente sino del ser humano mismo. La naturaleza humana debía ser rehecha mediante la violencia apocalíptica de la revolución comunista; surgiría entonces un hombre nuevo, capaz de forjar una sociedad radicalmente distinta a todas las anteriormente conocidas. Sus célebres palabras en La ideología alemana de 1845 no dejan lugar a dudas al respecto:
Tanto para engendrar en masa esta conciencia comunista como para llevar adelante la cosa misma, es necesario una transformación masiva del hombre [eine massenhafte Veränderung der Menschen nötig ist], que sólo podrá conseguirse mediante un movimiento práctico, mediante una revolución, y, por consiguiente, la revolución no sólo es necesaria porque la clase dominante no puede ser derrocada de otro modo, también porque únicamente por medio de una revolución logrará la clase que derriba [el sistema] salir del cieno en que está hundida y volverse capaz de fundar la sociedad sobre nuevas bases[3].
Este ser humano masivamente transformado fundaría una sociedad cuya característica esencial seríala unidad inmediata y absoluta del hombre con su especie o, para decirlo con el vocabulario de Hegel, el fin de toda separación entre las partes (los individuos) y el todo (la sociedad o comunidad). Se propone, pues, el surgimiento de una sociedad total, totalizante y totalitaria en el sentido estricto de la palabra. Esta idea de una sociedad en la que desaparece el individuo como tal, es decir, el individuo con derecho a una esfera propia de libertad separada de lo colectivo y lo político, fue elaborada extensamente por Marx en sus escritos de 1843-44. Un ejemplo notable es su crítica a la existencia misma de unos derechos humanos distintos de los derechos políticos o del ciudadano, tal como establecían las célebres declaraciones estadounidense y francesa. Estos derechos son criticados por ser la expresión del "hombre egoísta", la quintaesencia del derecho superior del individuo frente al colectivo o la sociedad. Las palabras de Marx en Sobre la cuestión judía (Zur Judenfrage, escrita a fines de 1843) a este respecto merecen ser citadas con cierta extensión, ya que estamos ante la esencia antiliberal del paradigma que, radicalizando la búsqueda hegeliana de la armonía o reconciliación entre el todo y las partes, formará el núcleo mismo de la ideología marxista:
Constatemos ante todo el hecho de que, a diferencia de los droits du citoyen, los llamados derechos humanos, los droits de l’homme, no son otra cosa que los derechos del miembro de la sociedad civil, es decir del hombre egoísta, separado del hombre y de la comunidad (...) Ninguno de los llamados derechos humanos va por tanto más allá del hombre egoísta, del hombre como miembro de la sociedad civil, es decir del individuo replegado sobre sí mismo, su interés privado y su arbitrio privado, y disociado de la comunidad. Lejos de concebir al hombre incardinado en su especie [Gattungswesen], los derechos humanos presentan la misma sociedad y la vida de la especie [Gattungsleben] como un marco externo a los individuos, como una restricción de su independencia originaria [4].
Para Marx, los únicos derechos importantes son los derechos políticos. En su visión, y al igual que en la de Hegel, el hombre deja de existir en sí para quedar reducido a su calidad de miembro del Estado(o de la comunidad políticamente organizada), con sólo los derechos que éste le reconozca como ciudadano. Es por ello que Marx no puede entender cómo los franceses pudieron crear un tipo de derechos del hombre que funcionan como obstáculos frente a la voluntad política colectiva, derechos que crean una esfera que está más allá de la política o del colectivo:
Es bastante incomprensible que un pueblo que, precisamente, comienza a liberarse, a derribar todas las barreras que separan a sus diferentes miembros, a fundar una comunidad política, que un pueblo así proclame solemnemente (Declaración de 1791) la legitimidad del hombre egoísta, separado de su prójimo y de su comunidad[5].
Marx quiere la sociedad total, que todo lo abarca, sin barreras –es decir, sin derechos individuales que le pongan límites– entre el hombre y el colectivo social representado por el Estado. Esta es, exactamente, la esencia de la definición original de los conceptos de Estado totalitario y totalitarismo, tal como Mussolini los usó ya en los años veinte del siglo pasado: "Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado"[6].
Es justamente esta forma totalitaria de ver las cosas lo que hace que Marx manifieste un particular desagrado por la idea de la libertad individual, expresada en la Constitución francesa de 1793, en que se dice (artículo 6, que no es sino una repetición de la famosa declaración de 1791) que la libertad es "el poder que tiene el hombre de hacer todo lo que no perjudique los derechos de otro". Ante esto Marx comenta desdeñosamente:
O sea, que la libertad es el derecho de hacer y deshacer lo que no perjudique a otro. Los límites en los que cada uno puede moverse sin perjudicar a otro se hallan determinados por la ley, lo mismo que la linde entre dos campos por una cerca. Se trata de la libertad del hombre en cuanto mónada aislada y replegada sobre sí misma[7].
Por esta libertad tan clásica, que es la esencia del liberalismo, ni Marx ni los marxistas del futuro profesarán la menor simpatía. Tampoco la profesarán otros totalitarios, como los fascistas italianos, los nazis alemanes o los fundamentalistas islámicos.
¿Qué es el totalitarismo?
De esta manera, Marx reformuló aquella vieja utopía de corte mesiánico que planteaba el advenimiento de un reino celestial sobre la Tierra, con sus hombres nuevos surgidos de una hecatombe depuradora.
La visión mesiánica de Marx encontraría con el tiempo miríadas de seguidores entusiastas. Entre ellos, los revolucionarios rusos encabezados por Lenin serían los primeros en disponer del poder necesario para intentar la realización práctica de ese "asalto al cielo", que diera paso a un hombre y una sociedad absolutamente renovados. El resultado fue, en parte, plenamente congruente con la utopía de Marx: efectivamente, se creó la primera sociedad total o totalitaria. Al mismo tiempo, ni de cerca se cumplieron las promesas de armonía, reconciliación y felicidad, sino que del sueño del reino celestial sobre la Tierra surgió un régimen de una brutalidad sin precedentes. Esta discrepancia entre ideal y realidad es lo que ha llevado a muchos a decir que entre la utopía comunista de Marx y la realidad del totalitarismo soviético no existiría vínculo alguno. En mi libro sostengo una opinión diametralmente opuesta a este intento de desvincular a Marx de la obra totalitaria de sus seguidores revolucionarios.
Para probar el vínculo entre el pensamiento totalitario de Marx y el sistema totalitario creado por Lenin, consolidado por Stalin y luego reproducido en todos los demás regímenes comunistas, hay una distancia que es necesario recorrer, si uno de verdad quiere probar, y no sólo creer, que entre el uno y el otro hay una relación de causalidad. Con relación de causalidad quiero decir que las ideas de Marx –condensadas en su visión de una futura sociedad total que alcanzaría la armonía aboliendo toda separación entre individuo y colectivo– fueron no sólo una condición sine qua non para la creación del sistema social totalitario soviético, también un componente esencial del mismo. Con ello no se quiere desconocer la multiplicidad de condiciones e influencias que debieron concurrir para que se diese el hecho histórico de la creación del primer sistema totalitario moderno, es decir, uno dondese intenta la destrucción sistemática de toda vida social independiente del colectivo representado por el Partido-Estado. Esa multiplicidad de factores existe, pero no puede explicar el resultado alcanzado, es decir, la formación de la Unión Soviética, sin incluir de manera esencial y determinante el componente ideológico, el credo marxista.
La tesis fundamental del libro es por ello que el totalitarismo como sistema social no es más que el intento de llevar a la práctica la idea de una sociedad-comunidad sin divisiones ni conflictos internos, en la cual el hombre se convierta en lo que Marx llamó el "individuo total" (totalen Individuen) o "ser-especie" (Gattungswesen), sin derechos personales, propiedad o intereses que lo separen del colectivo[8]. Esto hace que el concepto totalitarismo sea más amplio que el propio totalitarismo de raigambre marxista, que es sólo una de las propuestas ideológicas que buscan esta fusión del individuo en el colectivo y, por ello, la destrucción sistemática de toda individualidad y toda sociedad civil independiente. El nacionalsocialismo es otra variante de lo mismo, tal como lo es el fundamentalismo islámico.
Lo anterior no quiere decir que el sistema totalitario –ya sea el soviético u otro– haya de hecho logrado la destrucción de toda vida social independiente y, con ello, el control absoluto del individuo. Esto es algo que debe ser empíricamente estudiado en cada caso. Lo central en mi definición del totalitarismo reside en el intento sistemático de lograrlo, es decir, en la construcción de un sistema social que se estructura en torno a ese objetivo de control total del individuo. Un sistema así fue el que se erigió en la Unión Soviética, y todo indica que llegó a grados asombrosos de control sobre las personas y de destrucción de la vida social. (Continua).
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