Felizmente não é no Brasil. Pelo menos ainda não.
Mas numa terra cujo líder é muito admirado pelos seus êmulos tupiniquins...
Se dependesse deles, talvez o Brasil ficasse um pouco mais parecido com o vizinho, e infeliz, país...
Paulo Roberto de Almeida
Los extremos del odio
Editorial de Teodoro Petkoff
Tal Cual, 20.09.2010
El 3 de enero ingresó al Hospital Universitario de Maracaibo un policía llamado Junior Galué, con dos balazos en la cabeza y en estado crítico. Fue atendido por el médico Frank de Armas, veinte años de graduado y en sus tiempos presidente de la FCU de la Universidad del Zulia. Cuando se disponía a intervenir al agente Galué, recibió del Director del Hospital Universitario, Dr. Dámaso Domínguez, esta inverosímil orden: “Mándalo para una clínica privada porque ése es de la policía de la Alcaldía de Manuel Rosales”. De Armas, estupefacto, advirtió que el herido estaba agonizando. Dámaso Domínguez retrucó: “Si usted no acata mi orden, mañana está despedido”. De Armas desobedeció la vileza y la crueldad de su superior y operó al agente a quien, por cierto, le salvó la vida. Al día siguiente Frank de Armas fue despedido; denunció la aberrante conducta de Domínguez ante la Fiscalía y la Defensoría del Pueblo y nueve meses después sigue esperando respuesta. Se nos ha dicho que el doctor Dámaso Domínguez es un médico muy reputado. No hay razones especiales para dudar de que además de buen profesional sea un ciudadano normal, buen padre y tal vez apreciado por sus amigos. Como todo maracucho, no tiene nada de raro que sea una persona cordial y abierta. ¿Qué es lo que ha hecho que pueda actuar como un monstruo, capaz de ordenar que no se atienda a un paciente porque es de “los otros” y despedir al médico porque atendió a ese paciente que agonizaba? Hay allí un cerebro envenenado por un discurso de odio, que destila desprecio e insultos contra sus adversarios; que insiste en considerarlos como “enemigos”, amenazando con “pulverizarlos”, “aniquilarlos”. “demolerlos”. Un discurso que ha transformado a personas normales en fanáticos que han delegado su facultad de razonar con su cabeza en la del Líder Máximo “quien nunca se equivoca”. Once años de ese discurso canalla nos han enfermado como sociedad y cada extremo de ella no es sino la imagen especular del otro. Afortunadamente los extremos son minoritarios y el buen sentido común está venciéndolos. Pero ése es, hasta ahora, el más penoso e infeccioso legado de Hugo Chávez
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