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terça-feira, 24 de julho de 2018

Stefan Zweig: Castellio contra Calvino. Conciencia contra violencia

Estive lendo este livro de Stefan Zweig, até selecionei um trecho que traduzi do espanhol. Ver ao final.
Ele foi escrito três anos depois do seu Erasmo, logo a início do regime hitlerista.
Nota-se, no trecho que traduzi e transcrevi, abaixo, o protesto de um escritor contra todas as ditaduras.
No mesmo ano de publicação deste livro, em 1936, Zweig vinha pela primeira vez ao Brasil, de passagem para Buenos Aires, onde se realizaria o congresso internacional do Pen Club, durante o qual foi muito pressionado para assumir uma atitude mais firme contra Hitler, mas ele se recusou.
O episódio foi retratado no filme, que recomendo, "Adeus à Europa", e de fato Zweig estava vendo o seu continente afundar em ditaduras e regimes fascistas.
No Brasil, deixou inconcluso seu livro sobre Montaigne, e, prontas, as memórias da belle époque, O Mundo de Ontem", publicadas postumamente. Seu Erasmo é um monumento. Mas nem sempre ele fala só de heróis (como esses, mais Fernão de Magalhães ), pode também tratar de calhordas, como Joseph Fouché, um grande livro, uma grande biografia.  Recomendo, também, a biografia de Stefan Zweig por Alberto Dines, um dos maiores jornalistas brasileiros, recentemente falecido.
Paulo Roberto de Almeida 

Stefan Zweig: Castellio contra Calvino. Conciencia contra violencia

Publicado por 

¿Qué puede llevar a toda una ciudad como Ginebra, con una larga tradición democrática, con unos ciudadanos acostumbrados a regirse por sus propias leyes, elegidas por orgulloso referéndum a mano alzada, a doblegarse ante la voluntad de un solo hombre, extranjero para más inri? No hablo de una sumisión forzada por la derrota militar sino de una docilidad voluntaria, propiciada primero por la inseguridad y luego apuntalada por el miedo. Hablo del férreo gobierno que instauró Calvino y que llevó a la ciudad suiza a un puritanismo modélico, a un extremo rigorismo que cumpliese con las severísimas exigencias del maestro, y a la persecución implecable del disidente, lo que condujo a la primera quema de un hereje de la fe reformada, Miguel Servet, y al acoso de uno de los mayores humanistas de la época: Sebastian Castellio.
Son admirables la inteligencia y determinación de Calvino a la hora de hacerse con el poder en Ginebra. Genial manipulador y estratega, sabe cómo contaminar la autoridad civil con la religiosa para hacerse dueño de ambas. Su raíz puritana pronto se deja sentir en todos los aspectos de la vida cotidiana: se prohíben las conversaciones ligeras, los libros que no sean obras piadosas (y, dentro de estas, solo las autorizadas por Calvino), los peinados demasiado largos, las ropas vistosas, los bailes, las fiestas, los juegos… Todo signo de alegría y de vida es suprimido. El control de los ciudadanos —¿mejor decir fieles?— alcanza niveles de virtuosismo gracias a una amplia red de delatores y espías que informan puntualmente de cualquier desviación de la doctrina. La diplomacia ginebrina da fiel noticia al maestro Calvino de las convulsiones en el extranjero.
A este espíritu fanático e intransigente se opuso, obligado por las circunstancias y por la firmeza de sus creencias, otro espíritu simétricamente opuesto. Sebastian Castellio era un erudito al que apasionó la polémica que levantó Lutero en toda Europa acerca de la libre interpretación de la Escritura. La inteligencia abierta y tolerante de Castellio enseguida fue ganada para la causa protestante, dedicandose nada menos que a una nueva traducción de la Biblia al francés y al latín. Buscando un lugar donde imprimir la primera parte de su trabajo, se alejó del ambiente francés, hostil a los protestantes, y fue a dar en ese bastión del reformismo llamado Ginebra. Por si fuera poco, Castellio y Calvino habían coincidido brevemente de estudiantes, cuando este último era un ferviente partidario de la libertad de conciencia, por lo que el humanista confiaba en disponer con presteza del imprimátur. Cuál no sería su sorpresa cuando Calvino contestó a sus requerimientos pretendiendo introducir cambios en su traducción de la Biblia. Y es que la traducción de Castellio reconocía su ignorancia en algunos puntos oscuros del texto sagrado, puntos que Calvino ya había zanjado conforme a su propia doctrina. Se inició así un cruce de escritos polémicos entre ambos (mejor dicho: entre Castellio y los subordinados de Calvino, pues este prefería delegar estas escaramuzas) que concluyeron en la pérdida del trabajo de Castellio y en su expulsión de Ginebra.
Castellio pasó muchas penalidades a partir de entonces. Tuvo que aceptar infinidad de trabajos para mantener a su familia, además de robarle horas al sueño para continuar su traducción de la Biblia y redactar una gran variedad de escritos. Desde su enfrentamiento con Calvino se mantuvo en un prudente segundo plano, trabajando sin llamar la atención. Obtuvo un puesto en la Universidad de Basilea, comunidad donde era querido y considerado. Y así podría haber seguido sine die apaciblemente si un hecho tremendo no lo hubiese obligado a empuñar la pluma de nuevo: la quema en la hoguera de Miguel Servet. Servet, un aragonés inquieto y provocador, cometió el mismo error que Castellio: recurrió a Calvino esperando encontrar un interlocutor para sus ideas teológicas y se topó con un furibundo déspota que no toleraba ni la más mínima discrepancia.
Los capítulos que Zweig consagra a Servet destacan con un relumbre especial debido a, por un lado, la extraña personalidad del aragonés y, por otro, a su espantoso final. Servet es presentado como un personaje deDostoyevski: brillante y contradictorio, astuto y temerario. El encontronazo con la pétrea autoridad de Calvino lo lleva al suplicio primero y luego a la quema pública, en unas páginas vívidas y conmovedoras que dejan huella en la memoria. Este horror en medio del oasis de libertad que había pretendido ser la Reforma empujó a Castellio a empuñar la pluma en defensa de la libertad de culto, argumentando que las cuestiones de fe corresponde a Dios dirimirlas, no a los hombres. La oposición del humanista enfureció a Calvino, quien puso en marcha toda su máquina propagandística para desacreditar a su enemigo y desautorizarle ante sus paisanos. Las calumnias constantes y la aparición de un libelo infamante hacen que Castellio se lance de nuevo, de mala gana, a la polémica, redactando un elocuente Contra libellum Calvini (el panfleto acusador venía firmado por uno de los secuaces del maestro pero Castellio sabía muy bien quién era el verdadero autor), un monumento de honestidad, rigor y tolerancia, una implacable demolición de las acusaciones y, a la vez, una llamada a la tolerancia. Llamada que Calvino respondió de la única manera que sabía: redoblando sus ataques. Indagó la vida entera de Castellio, sus amigos, su pasado y le saltó delante, como una liebre, un indicio que podía llevar al humanista a ser acusado de herejía: cundió la sospecha de que un discreto y generoso noble muerto hacía un tiempo podía haber sido en realidad David de Joris, un anabaptista fugado de Holanda hacía años. Dicho noble había sido amigo y contertulio de Castellio. Pero cuando la acusación parecía tomar cuerpo, Castellio murió a causa de su debilitado físico a los 48 años.
Sobre el trasfondo siempre apasionante de las controversias religiosas suscitadas por la Reforma, varias aspectos sobresalen en este duelo entre Castellio y Calvino. En primer lugar, llama la atención la pusilanimidad de los ciudadanos suizos, quienes ceden sin demasiada resistencia a las presiones de un carácter autoritario: acatando, los ginebrinos, los puritanos requerimientos de Calvino y, los ciudadanos de Basilea, cediendo a las calumnias contra un profesor de su Universidad cuyo comportamiento no había sido sino ejemplar. Parece que siglos de tradición democrática no proveen en absoluto de coraje y preocupación por el prójimo. Destaca también, como he dicho, la figura de Servet, siempre al borde la perdición, guiado por algún demonio interior que le hacía mirar fijamente a la nada. Repelente y fascinante, con algo más de esto último, se me antoja el retrato de Calvino. A pesar de su fanatismo y de su indiferencia ante el dolor ajeno, uno no puede dejar de admirar su inteligencia fría y precisa, su ambición desmesurada que sale a la luz tal vez por una casualidad (Zweig insiste en las dudas de Calvino antes de ir a Ginebra, solo resueltas por la insistencia de Farel), su logro de esculpir una ciudad entera a su imagen y semejanza. En cuanto al apacible y tenaz Castellio, el biógrafo le dedica las líneas más cálidas del libro para resaltar su inteligencia, su sabiduría y, sobre todo, su respeto a los demás que le llevó a practicar y defender hasta el final la tolerancia hacia las creencias de los demás.
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[Tradução livre do espanhol: Paulo Roberto de Almeida ]
(...)
Nenhum povo, nenhuma época, nenhum homem de pensamento escapa de ter de delimitar uma ou outra vez liberdade e autoridade, pois a primeira não é possível sem a segunda, já que nesse caso, se converte em caos, nem a segunda sem a primeira, pois então se converte em tirania. Não há dúvida de que no fundo da natureza humana existe um poderoso impulso de autodissolução na coletividade. Nossa ilusão ancestral, de se que poderia forjar um determinado sistema religioso, nacional ou social que a brindaria toda a humanidade paz e a ordem definitivas, é indestrutível. O Grande Inquisidor de Dostoievski demonstra a cruel dialética que, no fundo, a maioria dos homens teme a própria liberdade e que, de fato, ante a inesgotável variedade de problemas, ante a complexidade e responsabilidade da vida, a grande massa anseia pela mecanização do mundo através de uma ordem determinante, definitiva e válida para todos, que os livre de ter de pensar. Essa nostalgia messiânica por uma existência livre de problemas constitui o verdadeiro fermento que aplaina o caminho para todos os profetas sociais e religiosos. Quando os ideais de uma geração perderam seu ardor, suas cores, um homem com poder de sugestão não necessita mais nada a não ser levantar-se e declarar que ele, e apenas ele, encontrou ou descobriu a nova fórmula, para que o suposto redentor do povo ou do mundo adquira a confiança de milhares e milhares de pessoas. Uma nova ideologia – e esse é certamente o seu sentido metafísico – estabelece sempre em primeiro lugar um novo idealismo sobre a terra, pois qualquer um que ofereça aos homens uma nova ilusão de unidade e pureza apela às suas forças mais sagradas; sua disposição ao sacrifício, seu entusiasmo. Milhões e milhões, como se fossem vítimas de um feitiço, estão dispostos a deixar-se arrastar, fecundar, inclusive violentar. E quanto mais exija deles o mensageiro da promessa de turno, tanto mais eles se entregarão a ele. Para comprazê-lo, tão somente para se deixar guiar sem resistência, renunciam ao que até a véspera constituía a sua maior alegria, a liberdade. A velha ruere in servitium[desejo de servidão] de Tácito se cumpre uma e outra vez, quando, em fogoso ato de solidariedade, os povos se precipitam voluntariamente na escravidão, e enaltecem o chicote com que se lhes golpeia.
Para qualquer homem de pensamento não deixa de haver algo comovedor no fato de que seja sempre uma ideia, a mais imaterial das forças que existem na terra, que leve a cabo um milagre de sugestão tão inverossímil em nosso velho, sensato e mecanizado mundo. Com facilidade se cai assim na tentação de admirar e enaltecer esses iluminados, porque a partir do espírito são capazes de transformar a matéria obtusa. Mas fatalmente, esses idealistas e utopistas, justo depois de sua vitória, se revelam os piores traidores do espírito, pois o poder desemboca na onipotência, e a vitória no abuso dela mesma. E, em lugar de conformar-se com ter convencido de seu delírio pessoal a tantos homens, até o ponto em que eles ficam dispostos alegremente a viver e inclusive morrer por ele, todos esses conquistadores caem na tentação de transformar a maioria em totalidade, e de querer obrigar inclusive aqueles que não fazem parte de nenhum partido a partilhar de seu dogma. Não se satisfazem apenas com seus adeptos, com seus sequazes, com seus escravos espirituais, com os eternos colaboradores de qualquer movimento. Não. Também querem que os que são livres, os poucos independentes, os glorifiquem e sejam seus vassalos e, para impor o seu dogma exclusivo, por ordem do governo estigmatizam qualquer diferença de opinião, qualificando-a de delito. Essa maldição de todas as doutrinas religiosas e políticas que degeneram em tirania quando se transformam em ditaduras se renova constantemente. A partir do momento em que um clérigo não confia no poder inerente à sua verdade, mas que recorre à força bruta, declara guerra à liberdade humana. Não importa de que ideia se trata: todas e cada uma delas, desde o momento em que recorrem ao terror para uniformizar e regulamentar as opiniões alheias, deixam o terreno do ideal para entrar no da brutalidade. Até a mais legítima das verdades, se é imposta aos demais por meio da violência, se converte em um pecado contra o espírito. 
Mas o espírito se comporta de um modo enigmático. Invisível e impalpável como o ar, parece adaptar-se facilmente a todas as formas e a qualquer fórmula. E isso leva sempre as naturezas despóticas ao delírio de acreditar que se pode submetê-lo por completo, fechá-lo e encerrá-lo docilmente. No entanto, com cada repressão aumenta sua capacidade de reação, e precisamente quando é subjugado e comprimido se converte em um material incendiário, em um explosivo. Toda repressão conduz cedo ou tarde à revolta, pois a independência da humanidade, no largo prazo, resulta – eterno consolo esse! – indestrutível. Nunca até aqui foi possível impor de modo ditatorial uma única religião, uma única filosofia, uma única forma de ver o mundo a toda a terra, pois o espírito sempre saberá resistir a qualquer servidão, sempre se negará a pensar de uma forma que lhe seja prescrita, a que o convertam em algo vazio e insípido, a deixar-se restringir e unificar. Que banal e vão resulta por isso todo esforço de querer reduzir a sublime variedade da existência a um denominador comum, assim como dividir de modo maniqueísta a humanidade em bons e maus, piedosos e hereges, em obedientes e em hostis ao Estado, baseando-se em um princípio imposto apenas e tão somente pela lei do mais forte. Sempre haverá espíritos independentes que se levantem contra semelhantes violações da liberdade do ser humano: os objetores de consciência, os que decididamente se insubordinam ante qualquer coação exercida sobre a consciência. Nenhuma época conseguiu ser tão bárbara, nenhuma tirania tão sistemática como para que alguns indivíduos não lograssem escapar à violência exercida sobre as massas e defender o direito a uma opinião pessoal em face dos violentos monomaníacos e de sua verdade única. 
Também no século XVI, exaltado como o nosso por suas ideologias violentas, conheceu tais indivíduos livres e incorruptíveis. Lendo as cartas dos humanistas daqueles tempos, se sente fraternalmente a sua dor profunda pelos transtornos causados pelo poder. Comovidos, experimentamos a aversão de suas almas em face das proclamações estúpidas que os dogmáticos gritam no mercado, pregando a todos e a cada um o mesmo: “O que ensinamos é o certo, o que não é falso!” Que grande espanto sacode os serenos cidadãos do mundo à vista desses reformadores desumanos da humanidade que, proclamando com espuma na boca suas brutais ortodoxias, irromperam em seu universo, um universo que acredita na beleza. Que profunda repugnância sente em face de todos esses Savonarolas, John Knox e Calvinos que querem destruir a beleza que existe no mundo, e converter a terra em um seminário de moralidade. Com trágica clarividência, todos esses homens sábios e humanitários reconhecem o mal que esses fanáticos furibundos haverão de trazer à Europa. Por trás de suas palavras raivosas já escutam o fragor das batalhas. E naquele ódio pressentem a futura e terrível guerra. E, mesmo conscientes da verdade, esses humanistas não se atrevem a lutar por ela. Na vida, os destinos estão quase sempre separados: os que compreendem não são os executivos, e os que atuam não compreendem. Todos esses trágicos e aflitos humanistas se escrevem uns aos outros cartas comovedoras plenas de gênio, se lamentam a portas fechadas em seus gabinetes de estudo, mas nenhum deles sai a público para fazer face ao Anticristo. De vez em quando, Erasmo, a partir da sombra, se atreve a lançar um par de flechas. Rabelais, em meio a risos ferozes e oculto pela vestimenta de bufão, reparte algumas chicotadas. Montaigne, esse nobre e sábio filósofo, encontra em seus ensaios as mais eloquentes palavras. Mas nenhum deles trata de intervir seriamente, nem impedir pelo menos uma única dessas infames perseguições e execuções. Contra os furiosos, reconhecem esses homens do mundo, prudentes portanto, o sábio não deve lutar. O melhor, nessas épocas, é refugiar-se na sombra para evitar ser preso e imolado ele mesmo.