O que é este blog?

Este blog trata basicamente de ideias, se possível inteligentes, para pessoas inteligentes. Ele também se ocupa de ideias aplicadas à política, em especial à política econômica. Ele constitui uma tentativa de manter um pensamento crítico e independente sobre livros, sobre questões culturais em geral, focando numa discussão bem informada sobre temas de relações internacionais e de política externa do Brasil. Para meus livros e ensaios ver o website: www.pralmeida.org. Para a maior parte de meus textos, ver minha página na plataforma Academia.edu, link: https://itamaraty.academia.edu/PauloRobertodeAlmeida;

Meu Twitter: https://twitter.com/PauloAlmeida53

Facebook: https://www.facebook.com/paulobooks

quinta-feira, 14 de outubro de 2021

Repensar las relaciones internacionales tras la pandemia - Bertrand Badie (Anuario Cidob 2021)

Repensar las relaciones internacionales tras la pandemia

CIDOB, Anuario Internacional 2021
Barcelona Centre for International Affairs
https://www.cidob.org/en/articulos/anuario_internacional_cidob/2021/repensar_las_relaciones_internacionales_tras_la_pandemia
Publication date:
07/2021
Author:
Bertrand Badie, profesor, Institut d’Études Politiques, París
Download
CC
AddThis Sharing Buttons

Share to PocketShare to Gmail

A lo largo de las últimas décadas se alcanzó un consenso prácticamente unánime entre profesionales y analistas de la política internacional: las relaciones internacionales podían ser interpretadas como una suerte de competencia ancestral entre estados-nación, abocados al cuestionamiento permanente del poder. Bajo este prisma, la paz se vio reducida a la simple ausencia de guerra, un precario, sutil y más bien cínico equilibrio de fuerzas que poco a poco derivó en el “equilibrio del terror” de la Guerra Fría. El único lenguaje aceptado fue el de los intereses nacionales contrapuestos, apoyados por recursos militares cuyo efecto disuasorio u ofensivo resultaba decisivo: ¡Thomas Hobbes podía descansar en paz, con la aureola del gran erudito de la filosofía política moderna! Se impuso la geopolítica, basada en el triple postulado de que las relaciones internacionales se regían por las normas del juego interestatal, la competencia por el poder y la afirmación y defensa territorial.

Sin embargo, ninguna de estas premisas nos sirve ya para comprender la complejidad del mundo actual. Todas ellas se han visto, como mínimo, cuestionadas, cuando no sacudidas o incluso fulminadas. Y posiblemente, la vertiente más trágica de las relaciones internacionales contemporáneas radica en la negativa casi dogmática de los príncipescontemporáneos a tomar en consideración estos cambios; su obstinada determinación en creer que el mundo de hoy se mide y se aborda como el de ayer. Si nos fijamos en los postulados de la descripción clásica del orden internacional, nada resiste el escrutinio contemporáneo: los estados ya no son los únicos actores significativos en las relaciones internacionales y el lugar de los militares es cada vez más incierto y menos decisivo, siendo la victoria en el campo de batalla un suceso excepcional. Paradójicamente, las potencias dan muestras de su impotencia, el equilibrio de fuerzas resulta inestable y los intereses nacionales se ven cada vez más superados por otros más globales y más solidarios con todo el planeta; en definitiva, las cuestiones prioritarias apelan más a la humanidad global que a la nación particular.

Rupturas cada vez más profundas

En realidad, este mundo hobbesiano o westfaliano (consagrado por la Paz de Westfalia, en 1648), que se creía eterno, pasará a la historia como una mera secuencia de la historia de la humanidad, aquella en la que Europa creyó confundirse con el mundo y forjó su configuración a partir de la lucha constante entre los nacientes estados-nación. Su posterior injerto en una América de radical europeo no modificó la situación. Sin embargo, tres factores han emergido para trastocarlo todo: la descolonización, la despolarización y, sobre todo, la globalización, sometida actualmente a un proceso crítico de revisión.

La descolonización fue la primera etapa de esta deconstrucción: aconteció de manera discreta y para muchos inadvertida, ya que se creía entonces –no sin cierta arrogancia– que era esencialmente un fenómeno “periférico”, que tenía lugar en el ignoto “tercer mundo”. Sin embargo, los procesos de descolonización daban ya pistas de las carencias del paradigma geopolítico de entonces: grandes potencias eran derrotadas por otras más débiles, naciones no occidentales ganaban relevancia en el sistema internacional, veíamos también a sociedades que se movilizaban al margen de los estados –de su diplomacia y de su ejército­, todos ellos fenómenos que se consolidaban ajenos a un sustrato westfaliano. Como consecuencia de la descolonización –que fue súbita e improvisada, se alumbraron estados con poca legitimidad y cuya capacidad redistributiva ha resultado ser tremendamente limitada.

En segundo lugar, la despolarización –resultante de la caída del Muro de Berlín en 1989, hizo que se derrumbara la última muralla hobbesiana. La bipolaridad, introducida tras la Segunda Guerra Mundial, prolongó artificialmente el juego geopolítico entre dos superpotencias militares confrontadas físicamente sobre el terreno en torno al denominado “telón de acero”. Hasta 1989, las dos potencias rivales se alimentaron mutuamente. La noción de los dos “bandos” en lucha encajaba perfectamente con la noción de los dos “gladiadores” que popularizó el Leviatán. Solo los gigantes militares debían ser tenidos en cuenta: los demás estados eran poco más que peones, despreciando el hecho de que algunos habían desarrollado ya una remarcable capacidad económica.

Sin embargo, ha sido la globalización –el tercer factor disruptivo– la que ha puesto todo el paradigma en tela de juicio. Aunque es difícil de definir, sabemos que sus principales elementos constitutivos son la inclusión, la interdependencia y la movilidad. Y la incorporación de un número cada vez mayor de estados a un único sistema interconectado ha provocado la revolución más profunda que haya afectado nunca al orden internacional: la creación de un descomunal sistema social de alcance planetario, que por ende, ha resultado también ser el más desigual de todos los sistemas sociales implantados hasta la fecha. Como consecuencia de la pléyade de desigualdades que se evidenciaron (económica, sanitaria o educativa) la agenda internacional se vio empujada a cambiar de rumbo: las cuestiones sociales internacionales fueron de repente más decisivas para la estabilidad y la paz mundial que los misiles acumulados aquí y allá, o que el sacrosanto equilibrio de poder. Por lo tanto, para sobrevivir, la diplomacia debería haber acompañado estos cambios, algo que en la práctica no ha sabido hacer.

Por su parte, el efecto de la creciente interdependencia ha sido notable y transformador: al relativizar la soberanía, ha ampliado la noción de dependencia, que ya no vinculaba solamente al débil con el fuerte, sino que ahora otorgaba también un valor a la relación inversa. Con el avance de la globalización, los poderosos de antaño han pasado a depender también, al menos en parte, de los más débiles. Los nuevos conflictos, generados por socios con modestas capacidades estratégicas, han tenido un efecto debilitador en las potencias consolidadas, como hemos visto en Irak, Yemen, Afganistán y el Sahel. Asimismo, el ciclo de las crisis económicas ha puesto cada vez más a los fuertes a merced de los más débiles; el viejo entramado de alianzas de protección se ha visto amenazado por la creciente autonomía de las potencias más pequeñas, como por ejemplo, en la relación entre Estados Unidos e Israel, cada vez más distante del modelo del “hermano mayor” protector que impone la línea a seguir.

Por último, la creciente movilidad de las personas, los bienes, las imágenes y las ideas, estimulados por el progreso tecnológico, los transportes y, sobre todo, la comunicación, especialmente la digital, está creando un nuevo mundo, alejado de la geopolítica de antaño y notablemente desterritorializado. Lo internacional es cada vez más virtual y menos territorial; las fronteras ya no son los instrumentos de control casi absoluto que fueron en su día, mientras que los imaginarios, las solidaridades e incluso las luchas se desnacionalizan cada vez más, rompiendo así los paradigmas del pasado como la vieja dupla “war-making/state-making” descrita en su día por el historiador estadounidense Charles Tilly 1.

La invención de la seguridad global

El concepto de seguridad, que en su versión tradicional era la piedra angular de las antiguas relaciones internacionales, también se está rediseñando por efecto del nuevo paradigma. En el esquema más clásico, la seguridad solo se concebía en términos nacionales. Se imponía como protección imprescindible en la beligerancia interestatal. De nuevo, y desde una perspectiva esencialmente hobbesiana, es por el mero hecho de existir el Estado que este ya está expuesto automáticamente a la amenaza potencial que le plantean sus semejantes. Si el pacto social reduce la probabilidad de violencia doméstica interindividual, la ausencia de un contrato entre soberanos los condena a vivir bajo la amenaza mutua y la inseguridad perpetua. La arena internacional ha sido durante varios siglos el escenario de los "estados gladiadores“ y ha configurado de este modo la geopolítica clásica. Sin embargo, como consecuencia de los nuevos factores que hemos identificado, ha surgido gradualmente un tipo diferente de seguridad, que ha reemplazado la tradicional amenaza nacional por una amenaza global. Cuatro parámetros inéditos han cambiado entonces la definición de la construcción de la seguridad tradicional.

En primer lugar, la amenaza ya no se basa únicamente en la presencia de un enemigo potencial o real. El vínculo absoluto que solía establecerse entre inseguridad y hostilidad carece de sentido hoy en día, puesto que el riesgo contemporáneo responde mucho más a las disfunciones del sistema que a las pérfidas intenciones de otros. La inseguridad sanitaria, la ambiental (responsable de cerca de 8 millones de muertes al año según la OMS) y la alimentaria (otros 9 millones de muertes anuales) se cobran hoy muchas más víctimas que la guerra y el terrorismo juntos. Y, sin embargo, un virus y su evolución hacia una pandemia, al igual que el cambio climático, son amenazas sistémicas cuyo detonante humano se explica más por la suma de negligencias individuales que por una hostilidad deliberada hacia una comunidad concreta. Sin embargo, ya sea por automatismo o por malicia política, vemos como de nuevo estas amenazas se procesan con el filtro de lo nacional, a menudo para estigmatizar al otro y cerrar filas –por ejemplo, hablando del “virus chino”– lo que resta más que suma a su resolución. En este contexto, el reflejo geopolítico busca más preservar el viejo orden que comprender y mitigar el impacto de las nuevas amenazas. Es por ello por lo que lo más sabio en este caso sería promover una disociación radical entre los dos conceptos: inseguridad y enemistad.

En segundo lugar, la inseguridad global ya no es fruto de una estrategia deliberada o de la feroz competencia entre estados. Sucede más bien al contrario, es la dinámica competitiva la que se vuelve disfuncional. Debido a que la noción de amenaza ha cambiado, la lógica de suma cero pierde su sentido: lo que yo gano ya no lo pierde necesariamente el otro, ni viceversa. La estrategia del jinete solitario se vuelve bruscamente contra quien la emplea. Ganar la “guerra de las vacunas” a costa de los demás es solo una victoria pírrica que, a la larga, aumenta la vulnerabilidad de quien toma la iniciativa. Sucede lo mismo con la deforestación masiva, que genera pingües beneficios a corto plazo que con el paso del tiempo son contraproducentes. En definitiva, las cuestiones de esta naturaleza no pueden resolverse a nivel nacional, sino que exigen mecanismos de gobernanza global eficaces y que adopten una perspectiva win-win, que resulta impopular entre los políticos ya que empaña su balance de resultados de corto plazo.

En tercer lugar, uno de los atributos de las nuevas amenazas es que tienden a desmilitarizar parcialmente las políticas de seguridad. Y esto da lugar a una paradoja importante: lejos de ser la expresión de una lucha por el poder, los nuevos conflictos surgen precisamente de las carencias y las debilidades del sistema, como la ausencia de seguridad global, alimentaria, económica o ambiental. Mientras que en el pasado los riesgos de seguridad internacional se abordaban esencialmente con intervenciones militares, la solución a estos nuevos conflictos reside más bien en actuaciones en el ámbito social.

Por último, estas nuevas amenazas ya no se dirigen contra un territorio limitado, sino contra la humanidad en su conjunto, y a pesar de los espejismos que prometen algunas opciones políticas, ni los muros ni el encierro son una protección efectiva. Los espacios abiertos se imponen a la territorialidad cerrada de ayer: donde antes el encierro ofrecía virtudes estratégicas, ahora es la integración la que aporta soluciones nuevas. Al mismo tiempo, la seguridad adquiere cada vez más importancia como bien común de la humanidad, entendida como una comunidad cada vez más definida e impulsada por la “solidaridad de facto” que surge de la exposición común a un mismo peligro, ya sea un virus, la hambruna, la contaminación o la desertificación. Esta comunalización de la seguridad es el sustrato de una cultura de seguridad compartida, una especie de opinión pública globalizada.

Sin embargo, en esta evolución de la seguridad tradicional, hablamos en todo momento de un proceso que sigue siendo frágil. La conciencia respecto a las nuevas amenazas ha surgido de manera progresiva y desigual. En relación con las cuestiones ambientales, las evidencias tomaron forma a finales de los sesenta, con los primeros vertidos de petróleo, como el del buque Torrey Canyon, de pabellón liberiano, que contaminó las costas de Francia y el Reino Unido en marzo de 1967. La conmoción fue grande; las imágenes de playas mugrientas y aves agonizantes tuvieron un profundo impacto sobre la opinión pública e impulsaron la creación de las primeras ONG ambientalistas, convirtiendo la defensa de la naturaleza en una causa mundial. Otras catástrofes de la misma índole, agravadas por distintas formas de contaminación, en Seveso (1976), Bhopal (1984) o Chernóbil (1986), también modelaron la percepción de inseguridad ambiental que nos ocupa en la actualidad. Ahora bien, la relación del público general con estas cuestiones siguió siendo algo distante, ya que la inmensa mayoría de la población mundial nunca se había visto expuesta directamente a catástrofes como las enunciadas. La concienciación era un fenómeno intelectual. Del mismo modo, también para los dirigentes, la gestión global de las cuestiones ambientales representaba un coste político importante, cuyos beneficios se dilataban a medio o incluso a largo plazo y, por lo tanto, fuera de los tiempos que marcan las lógicas electorales. Lo que en la práctica inhibía actuaciones efectivas más allá de promesas retóricas y compromisos vagos por los que seguramente no tendrían que rendir jamás cuentas.

La crisis pandémica actual debería haber tenido un efecto muy diferente. Por primera vez en la historia de la humanidad, el mismo riesgo y, de hecho, el mismo miedo, golpeó casi simultáneamente a toda la población mundial, sin excepción, y con una fuerza y una imprevisibilidad comparables, cebándose en ricos y pobres, fuertes y débiles, activos e inactivos. La amenaza sanitaria no ha sido abstracta ni teórica: ha creado un peligro íntimo y palpable. Aunque algunos gobiernos han intentado nacionalizarla e interpretarla según los parámetros de la vieja geopolítica, a nadie se le escapa que los impactos de la nueva seguridad han mutado y afectan a todas las dimensiones de la vida social. Todo el mundo ha asistido a la interacción acelerante de los peligros globales: la inseguridad sanitaria ha repercutido directamente en la inseguridad económica, agravando la pobreza y, consecuentemente, la inseguridad alimentaria y educativa. Tampoco ha pasado por alto su relación más o menos directa con la inseguridad ambiental. Sin embargo, lo que podría haber sido un punto de inflexión importante en el funcionamiento del sistema internacional, no tuvo el impacto transformador que cabría esperar. ¿Por qué? 

La rigidez del sistema internacional

Muchos creían que la pandemia, que surgió a principios de 2020, sacudiría el orden internacional, reformularía el concepto de seguridad global y expandiría la agenda y las capacidades del multilateralismo. Para sorpresa de algunos, no fue así: el nuevo paradigma no ha sido asumido por ninguno de los dirigentes del planeta; la OMS, en lugar de verse reforzada, se ha visto vilipendiada por su “incapacidad” e incluso ha sido acusada de plegarse a los intereses de alguno de sus estados miembros. Al mismo tiempo, en todas partes hemos visto resurgir los nacionalismos, buscando alimentar de nuevo la rivalidad internacional: la guerra de las mascarillas, la guerra de las pruebas diagnósticas, la guerra de las vacunas, el cierre de las fronteras, las mutuas acusaciones de responsabilidad de la pandemia o el cuestionamiento de las cifras oficiales son ejemplos de ello.

El retorno a la crispación del sistema internacional tiene fácil explicación. En primer lugar, se debe a un factor cultural, al del hábito de los estados westfalianos a medir cualquier fenómeno internacional en términos de poder y competencia. El “efecto poder” actuó en detrimento de los Estados del Viejo Mundo, agravando los efectos de la pandemia. También China hizo suya esta visión cuando buscó beneficiarse de una “diplomacia médica” tejida a conciencia. Sin duda, la sensación de emergencia favoreció el instinto conservador: había que reaccionar con rapidez y contundencia, y para ello se recurrió a las viejas prácticas de siempre en lugar de apostar por fórmulas menos ensayadas, pero más innovadoras. Y cómo no, algunos dirigentes no tardaron en recurrir a los chivos expiatorios de siempre para ganar puntos frente a la opinión pública: culpar a un contubernio de chinos, inmigrantes y extranjeros es un recurso que aún hoy sigue dando sus frutos.

Sin embargo, lo esencial se dirimió en otra parte. El sistema internacional no es solo una cuestión de cultura y costumbre: también está estructurado por instituciones y normas que canalizan el poder de unos y otros y, por consiguiente, también de aquellos cuya ocupación principal es no perderlo. Las grandes potencias se han distinguido así por resistirse a la idea de una gobernanza global, promovida por una coalición más poblada pero menos eficaz, que abarca al personal de las instituciones internacionales, la emanación de las sociedades civiles –especialmente las ONG, y también a algunas “potencias globalizadas” que intentan apoyarse en la globalización para lograr un nuevo estatus. Esta coalición no ha logrado transformar el núcleo duro del sistema internacional hasta la fecha, pero sí ha logrado dar visibilidad a la nueva agenda internacional, confiriendo todo el protagonismo a la idea de globalidad. Los primeros atisbos de esta coalición aparecieron en los años setenta y ochenta, cuando del seno de la “sociedad civil global” emergieron las primeras ONG con un alcance plenamente mundial (Greenpeace en 1971, Worldwatch en 1974, Conservation International en 1984, etc.), al tiempo que las Naciones Unidas se dotaron de comisiones de expertos y personalidades relevantes donde debatir acerca de cuestiones como el desarrollo internacional (por ejemplo, la Comisión Brandt), el medio ambiente (Comisión Brundtland) o la gobernanza global, creando el sustrato del informe Our Global Neighborhood (1995)2.

Todo ello dará lugar también a un nuevo lenguaje, una nueva gramática con la que la opinión pública mundial y una emergente clase política internacionalizada estarán cada vez más familiarizados. En la misma dirección apuntaron también el “Discurso del Milenio” de Kofi Annan, los ocho Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) derivados de este, y los diecisiete Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) que impulsó Ban Ki-moon en 2015 y que se fijaron como meta el 2030.

Sin embargo, pasar a la acción y producir políticas públicas realmente innovadoras ha resultado ser mucho más difícil. En relación con el multilateralismo de la ONU, las resistencias provienen esencialmente del Consejo de Seguridad, que se niega obstinadamente a redefinir y ampliar su concepción de la seguridad, y sigue anclado en nociones de 1945, basadas exclusivamente en el interestatismo, las relaciones de poder y la interpretación geopolítica y estratégica que imperaban al término de una sangrienta guerra mundial. Las cuestiones de seguridad humana no se introdujeron en el Consejo hasta muy tarde: por primera vez en julio de 2000 (Resolución 1.308 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas) y en referencia a la epidemia de VIH/sida, especialmente aguda en África. Aunque el Consejo admitió entonces que la enfermedad era una amenaza para la paz y la estabilidad mundiales, apeló únicamente al riesgo que suponía para las tropas desplegadas en Operaciones de Mantenimiento de la Paz. Dos tímidas resoluciones sobre el ébola tampoco cambiaron la situación. El golpe final llegó en plena crisis de la COVID-19 cuando, en marzo de 2020, el Consejo no logró aprobar una resolución contundente sobre la amenaza letal que suponía para la humanidad. Del mismo modo, los devastadores problemas de seguridad alimentaria no se abordaron hasta mayo de 2018 (Resolución 2.417 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas), ¡73 años después de la creación de las Naciones Unidas! Incluso entonces, el tema se abordó tangencialmente, para denunciar el uso del hambre como arma en los conflictos militares. Respecto a los debates ambientales, los primeros tuvieron lugar en 2007 y desde entonces han sido difíciles e intermitentes, llevando al delegado ruso, Vasili Nebenzia, a proclamar, en enero de 2019, que el examen de estas cuestiones por parte del Consejo de Seguridad era “excesivo” y “contraproducente”.

La inhibición del Consejo de Seguridad también tiene lugar respecto a la política exterior de los estados, sobre todo de las potencias clásicas; esta está estimulada por la ola neonacionalista y populista que avanza simultáneamente en las viejas potencias y en las emergentes (Brasil, India, Turquía, etc.). Este fenómeno se debe en gran medida a los excesos neoliberales de la globalización y a la dificultad que tienen los Estados para “globalizar” su poder, es decir, encontrar su encaje en el nuevo escenario global. En cambio, asistimos a un repunte de actores no estatales, de las interacciones sociales y de las movilizaciones ciudadanas que reaccionan a la polarización política: hoy en día, la esfera social se transforma más rápido que la política y le impone de facto reformas que no pueden subestimarse. La Primavera Árabetuvo su origen en movilizaciones sociales sin una organización política en la base. Todo el año 2019 estuvo salpicado de movimientos comparables en América Latina, Oriente Medio, el norte de África e incluso en Francia, donde proliferó el movimiento de los “chalecos amarillos”. Todos estos movimientos se han alimentado de la globalización, han aprovechado las oportunidades que brindaba y en ella han reflejado su crítica; junto a las ONG y a las redes globales, sostienen la defensa de un enfoque más social de las cuestiones internacionales y más abierto a las cuestiones planetarias.

Frente a ello, los estados han optado por la resiliencia, es decir, la capacidad de encajar los golpes y absorber sus impactos, para salvar el orden vigente y evitar transformarlo. La decisión frente a la disyuntiva entre abrazar el cambio o no, oscila entre dos visiones del futuro: por un lado, el miedo al desastre inmanente; por el otro, la creencia de que la reforma podría traer nuevas oportunidades. Ambas visiones tienen sus pros y sus contras: el miedo puede llevar tanto a una revisión de las prácticas y los instrumentos, como a la crispación y el repliegue nacionalista. La sensación de oportunidad puede llevar tanto a la adhesión a un nuevo orden percibido como más fiable como a la aparición de nuevos incentivos para volver a “ir por libre”. Será la historia la que tendrá la última palabra. 

Notas:

1- N. del E.: según el paradigma expresado por el historiador Charles Tilly, la construcción del Estado y el estado de guerra son dos dinámicas que mantienen una relación positiva, es decir, se refuerzan mutuamente. Tilly llega a preguntarse en un aforismo: “¿Quién fue primero, la guerra o el Estado?”

2- El informe se encuentra accesible en el siguiente enlace: http://www.gdrc.org/u-gov/global-neighbourhood/


Why Climate Policy Has Failed - William Nordhaus (Foreign Affairs)

 Foreign Affairs, Nova York – 12.10.2021

Why Climate Policy Has Failed

And How Governments Can Do Better

William Nordhaus

 

The world is witnessing an alarming outbreak of weather disasters—giant wildfires, deadly heat waves, powerful hurricanes, and 1,000-year floods. There can be little doubt that this is only the beginning of the grim toll that climate change will take in the years ahead. Today, the central question is whether our political systems can catch up with the geophysical realities that threaten our lives and livelihoods. As world leaders struggle to design and adopt policies that can slow the pace of warming and mitigate its consequences, the United Nations Climate Change Conference in Glasgow, Scotland, this November will be an important test.

How do we evaluate the success of past climate policies? The best indicator is carbon intensity, which is a measure of carbon dioxide emissions divided by global real GDP. Figure 1 displays the levels of carbon intensity between 1990 and 2019. There are small fluctuations in the annual changes, but the trend is basically a straight line showing a decline of 1.8 percent per year.

 

Figure 1. Trend in decarbonization, 1990–2019

Figure 1. Trend in decarbonization, 1990–2019

 

Why is this important? The central goal of climate policies is to bend the emission curve downward. Yet even with all of the international agreements of the last three decades—the UN Framework Convention on Climate Change of 1992, the Kyoto Protocol of 1997, the Copenhagen accord of 2009, and the Paris climate accord of 2015, along with 25 conferences of the parties—over the same period the rate of decarbonization has remained unchanged.

Why has there been so little progress? To begin with, the price of carbon dioxide emissions across the world is essentially zero, so there is no real market incentive to decarbonize. Second, our economies suffer from inadequate investment in low-carbon technologies because of misaligned innovation incentives. Finally, the entire structure of international policy is hampered by the syndrome of free-riding. Countries rely on others to act, a tendency that undermines the strength of climate agreements. Given these three problems, it cannot be a surprise that the world has made so little headway in slowing climate change.

Climate policy today must address all of these failures. A successful strategy must include three mutually reinforcing components: universal carbon pricing, robust government support for low-carbon technologies, and a new architecture for international climate agreements. Every pillar is necessary if the world is to stand a chance of meeting its climate objectives.

 

THE PATH TO TWO DEGREES

 

The internationally agreed climate target is to limit the global temperature increase to two degrees Celsius. Looking forward, what is necessary to attain that objective?Consider three scenarios. The top line in Figure 2 assumes no change to climate policy. With the current (minimal) policies in place at both the national and international levels, emissions of carbon dioxide equivalent (carbon dioxide plus other gases that produce warming effects) are projected to increase roughly one percent per year over the next five decades—trending up, not down.

The next scenario, shown at the bottom of Figure 2, is one in which the world meets the two-degree target. To stay on this path, emissions must decline sharply and immediately. Whereas current policies will result in a rise in emissions of almost 25 percent between 2015 and 2030, the two-degree path requires a decline of 30 percent by 2030 and reaches zero emissions shortly after midcentury.  

Finally, consider the path of emissions under the Paris accord, shown in the middle line in Figure 2. Emission estimates through 2030 reflect actual national commitments, while those after 2030 are projections assuming countries continue to deepen their commitments at the same pace as during the period between 2015 and 2030. The emission trajectory under the Paris accord is virtually flat, rising three percent from 2015 to 2030 and then declining slightly after that. Of course, these projections assume that the Paris commitments are actually fulfilled.

 

Figure 2. Three emission scenarios

Figure 2. Three emission scenarios

 

The main takeaway is that meeting the two-degree target cannot happen without an immediate and steep drop in emissions. Even if all countries meet their Paris objectives, that will reduce emissions only a fraction of the necessary amount.

We should recognize that some countries have moved beyond Paris in their domestic commitments. Many are aiming for zero net emissions by midcentury or shortly thereafter. These are soft commitments, however, lacking a binding international agreement and the actual policy mechanisms that will be necessary for implementation. The administration of U.S. President Joe Biden, for example, has promised deep emission reductions but has not put policies in place to meet those promises—no carbon pricing, no major increase in energy research, and no proposals to retool international agreements.

There is a vast chasm between aspirations and policies. Economic studies indicate that there are three steps countries can take to bridge the gap: price carbon emissions, promote low-carbon technologies, and improve the architecture of international climate accords.

 

THE IMPORTANCE OF CARBON PRICING

 

The single most important step to achieve climate objectives is to put a market price on the emissions of carbon dioxide and other greenhouse gases, such as methane. For succinctness, this is commonly referred to as a price on carbon. The fundamental economic logic is that raising the price of a good reduces consumption—whether that good is cigarettes, gasoline, alcohol, or emissions. A high carbon price is necessary if we are to change the behavior of thousands of local and national governments, millions of companies, and billions of consumers.

The power of carbon prices can be explained with the example of using coal for electricity generation. When burned, one ton of coal emits close to three tons of carbon dioxide. If the government levies $50 per ton of carbon dioxide emitted, this will add approximately $140 per ton to the price of coal. This will more than double the cost of coal-fired electricity. Producers would have a strong incentive to transition away from coal in favor of low-carbon fuels (such as natural gas) or renewable technologies (such as wind, solar, and nuclear power).

Other sectors will feel a smaller impact. A $50 carbon price would add $230 per year to the cost of driving a gasoline-powered car but only $1 to the average household’s annual cost of banking services. Across the economy, carbon prices tilt the playing field against emissions. The higher the price, the steeper the tilt.

A second point, which is less obvious, is that the carbon price needs to be equal across countries and sectors. It won’t do for some sectors, such as motor fuels, to have astronomical carbon prices while other sectors, such as electricity or aluminum production, have low ones. Harmonizing prices allows the world to attain its climate objectives at minimum cost. Calculations suggest that placing the burden of reductions on only half of all countries or half of all sectors will at least double that cost.

Meeting the two-degree target cannot happen without an immediate and steep drop in emissions.

How high a carbon price is necessary? Estimates of the “social cost of carbon”—which calculates global economic damage per ton of emissions—would suggest a price of around $50 per ton in 2021, rising to $85 per ton in 2050.

This price is unlikely to attain the two-degree objective or the target of zero net emissions by 2050, however. Doing either would require much higher prices. I estimate that these ambitious targets would require carbon prices of $300 to $500 per ton in 2030, rising as high as $1,000 per ton by 2050. But the estimates from different models vary widely because the technologies needed to reach zero emissions are still speculative.

In reality, carbon emission prices and the regimes under which they operate are completely inadequate. According to World Bank calculations, in 2019 the average global price was about $2 per ton of carbon dioxide. This is not even in the same universe as what is necessary. Low carbon prices are one reason why climate policies have been so ineffective.

There are dozens of carbon pricing plans in place in different regions of the world, each setting its own price and varying in terms of the share of the region’s emissions that are covered by the regime. The largest is the European Union Emissions Trading System (ETS), which operates as a multinational carbon trading scheme. Even the ETS, as impressive as it is, has two flaws. One problem is that the price is so volatile: it has varied from $4 to $75 per ton of carbon dioxide over the last decade. More important, the ETS covers only a fraction of the European Union’s economy—slightly less than half. Other regional carbon pricing regimes, such as the California cap and trade system, have a very high coverage rate but a very low tax. Still other systems, such as those of Sweden and Switzerland, have very high prices but very low coverage.

The policy necessary to meet international climate objectives looks very different from any regime currently in operation. It needs to have the price adopted by Sweden or Switzerland and the coverage rate of California—something like a price of $100 per ton of carbon dioxide and close to 100 percent coverage. High and harmonized carbon prices are key to climate change policy, but those that exist today tend to be low and fragmented.

 

GREEN R & D

 

Governments must also increase their support for low-carbon technologies. Just as countries used extraordinary incentives to develop COVID-19 vaccines in record time, we need to use all our ingenuity to accelerate the development of low-carbon technologies.

The reason for the urgency is that moving to a low- or zero-carbon global economy will require replacing large parts of our energy infrastructure and/or developing brand-new carbon-removal technologies. Fossil fuels accounted for 84 percent of the world’s primary energy consumption in 2019. By a rough estimate, it will take on the order of $100 trillion to $300 trillion in new capital to reach zero net emissions over the next four decades. And much of that new capital must come in the form of technologies that are largely unproven or immature today. Research and development is urgently needed to make this possible.

Why is government support necessary? From an economic point of view, R & D suffers from a severe externality in the same way that climate change does. The public returns on green innovation are much larger than the private returns. Indeed, there is a double externality for low-carbon R & D. Green inventors get only a small fraction of the returns on their innovations to begin with, and then the low prices of emissions exacerbate the problem.

Carbon capture and sequestration provides a good example of this double externality. Economic returns on the research and commercialization of CCS spill over to other firms and future consumers. But the captured carbon is worthless in most countries because carbon emissions are drastically underpriced, which makes investments in CCS commercially nonviable—and therefore out of the question in corporate boardrooms.

The same logic holds for advanced nuclear power, fusion power, and the burgeoning hydrogen economy: none of them have any advantage over fossil fuels as long as carbon prices remain low. Hydrogen will never be the energy carrier of the future when carbon prices are $2 per ton.

It should be emphasized that the primary requirement is support for research and development, not production. Developing new low-carbon technologies and energy sources is much more important than subsidizing the current generation of low-carbon equipment in cars, houses, and industry.

The U.S. government’s research budget today reveals misplaced national priorities. In 2019, federal R & D spending on military systems—such as aircraft, drones, artificial intelligence, robots, and nuclear weapons—totaled $60 billion. By contrast, advanced energy and renewables received only $2 billion in government R & D funding. While there may be political logic to this disparity, there is no societal logic to the imbalance given the climate threats the world faces in the coming years.

 

THE CLIMATE CLUB

 

Why have landmark international agreements such as the Kyoto Protocol and the Paris accord failed to make a dent in emission trends? The reason is free-riding—countries neglect to do their part, putting their national interests over global interests. A country displaying this syndrome might say not just “America first” but “America only.” Nationalist policies that maximize one state’s interests at the expense of others—beggar-thy-neighbor policies—are a poor way to resolve global problems. Noncooperative approaches to issues as diverse as tariffs, ocean fisheries, war, outer space, and climate change lead to outcomes that leave most or all nations worse off. The result of pervasive free-riding is that international climate policy has reached a dead end.

The fatal flaw in the 25 UN conferences leading up to Glasgow is that they are essentially voluntary. Countries may agree to take action, but there are no repercussions if they withdraw from the accords or fail to keep their commitments. When the United States dropped out of the Kyoto Protocol, there were no penalties. In every climate agreement to date, there have been no penalties for nonparticipation or for breaking promises. Voluntary climate change treaties produce very limited emission reductions—this is the lesson of both history and economic theory, and it is validated by the three-decade decarbonization trend shown in Figure 1.

 

Current carbon emission prices are completely inadequate.

 

One proposal to combat free-riding in climate treaties is what I have called a “climate club.” Scholars who study effective international agreements find they include sticks as well as carrots—that is, they set penalties for nonparticipants and rule breakers. Trade treaties and the World Trade Organization system epitomize such an approach. They require countries to make costly commitments that serve the collective interest, but they also penalize countries that do not keep their commitments.

This could be a template for an effective climate agreement. Take an example that we have modeled at Yale and that has been studied at other universities. Suppose a climate club agrees to establish a minimum target carbon price. Under club rules, countries would be required to impose a minimum domestic carbon price, say, $50 per ton of carbon dioxide, that rises over time. The implementation mechanism may vary by country—a government could decide to use a cap and trade or a carbon tax, for instance—and each country would keep its own revenues.

The new feature—and the key difference from existing climate agreements—is a penalty for nonparticipants and countries that fail to meet their obligations. In our analysis, this takes the form of a uniform tariff increase. Such a penalty is simple to administer and serves as a powerful incentive. Our modeling suggests that a carbon price of $50 per ton plus a uniform tariff penalty of three to five percent would be sufficient to induce strong participation in a climate club. Other projections have also found that the club can succeed in bringing most countries onboard if its initial members include key players, specifically China, the United States, and the European Union.

 

THE RIGHT POLICY MIX

 

The world has made little progress in slowing global warming. Even with all the policies implemented over the last three decades, the rate of global decarbonization is unchanged. If we hope to meet our climate objectives, we must enact a swift and sharp downturn in emissions.

An effective policy must introduce high carbon prices, harmonized across countries and across sectors. Actual carbon prices are virtually zero today; they should immediately increase to around $50 per ton of carbon dioxide and rise steeply after that. High emission prices will help remedy the problem of underinvestment in low-carbon technologies, but governments must provide additional support. Right now, countries severely neglect the fundamental energy research and development that will make possible a low- or zero-carbon economy. Finally, coordinating effective international policies will require some kind of club structure—an agreement that uses both carrots and sticks to induce countries to implement critical reforms.

High carbon prices combined with investment in low-carbon technologies and international participation in a climate club—this is the mix of policies we need to meet our ambitious objectives.

 

WILLIAM NORDHAUS is Sterling Professor of Economics at Yale University and a recipient of the 2018 Nobel Prize in Economics.

O Brasil e o mundo em 1822 (e nos 200 anos que se seguiram) - projeto de livro, Paulo Roberto de Almeida

 Um projeto feito cinco anos atrás e ainda não levado adiante. Será que dá para fazer para o ano que vem?


O Brasil e o mundo em 1822

(e nos 200 anos que se seguiram)

 

Paulo Roberto de Almeida

(www.pralmeida.orghttp://diplomatizzando.blogspot.com)

 [Esquema de livro, história de dois séculos]

Brasília, 24/07/2016

 

 

Esquema de livro para ser produzido paulatinamente e ficar pronto para 2020 ou 2021:

 

Prefácio

1. Dois séculos de grandes transformações e algumas coisas que nunca mudaram

            (rupturas e permanências numa trajetória de dois séculos)

 

2. O mundo e o Brasil na virada do século XIX

            (descrição política, econômica, diplomática do mundo, Portugal e Brasil)

 

3. Como o hemisfério americano se tornou independente 

            (da revolução americana de 1776 às independências latino-americanas)

 

4. A Europa ocidental ainda manda e desmanda no mundo

            (a dominação europeia de quatro séculos renovada na era imperialista)

 

5. Democracia e capitalismo nas origens das mudanças globais

            (da primeira revolução industrial à globalização do século XXI)

 

6. Como a Europa criou a sua própria derrocada nos assuntos planetários

            (dos conflitos estatais às guerras globais do século XX)

 

7. Alexis de Tocqueville e Raymond Aron, os pensadores da modernidade

            (como pensar o mundo do século XIX ao terceiro milênio?)

 

8. O Brasil e o mundo na terceira década do século XXI

            (resumo de uma trajetória exitosa, mas incompleta; o que falta fazer?)

 

 

Projeto de livro por Paulo Roberto de Almeida 

Esquema: Brasília, 24/07/2016

 

 

quarta-feira, 13 de outubro de 2021

Mais uma derrota da diplomacia lulopetista (sim, da diplomacia lulopetista): Brasil ganha na OMC o caso do subsídio do açúcar da Índia

Minha explicação ao título, antes da matéria, abaixo.

Mais uma derrota da diplomacia lulopetista (sim, da diplomacia lulopetista): Brasil ganha na OMC o caso do subsídio do açúcar da Índia

Reafirmo: trata-se de uma derrota, embora tardia, da diplomacia lulopetista, especialmente do seu ex-chanceler "megalonanico", como a Veja o chamava. Explico.

A primeira conferência ministerial da Rodada Doha, em Cancun, no México, em novembro de 2003, resultou num impasse, sobretudo a propósito dos subsídios agrícolas. Mas Lula e Celso Amorim saíram cantando de galo, ao dizer que tinham dado um "truco" (linguagem de Lula), ao impedir os americanos e europeus de sancionarem mais uma vez – como já tinham feito com o acordo de Blair House, de 1992, consolidando subsídios agrícolas, à produção interna e à exportação, contra nossos interesses – os subsídios agrícolas, e anunciando vitória com a constituição de um G qualquer (teve várias variações numéricas, até Amorim começar a chamá-lo de G20, mas de países emergentes, e não o G20 financeiro, derivado do Financial Stability Forum do FMI), no que erraram tremendamente. 

Primeiro porque desprezaram o Grupo de Cairns, que tinha desenvolvidos como Austrália, Canadá e até "socialistas", na origem, nos anos 1980, como a Hungria, e os países em desenvolvimento tradicionais: Brasil, Argentina, Colômbia, etc.

Segundo, em lugar de manter a coerência do grupo antisubsídios, de países competitivos na produção e exportação de produtos agrícolas, Lula e Amorim resolveram incluir Índia e China, dois dos maiores protecionistas e subvencionistas na área agrícola, justamente, o que tornava esse tal G um grupo bastante esquizofrênico, ou seja: condenavam o protecionismo e o subvencionismo dos países ricos, mas toleravam os mesmos pecados de dois grandes países emergentes, que poderiam IMPORTAR do Brasil, se as políticas fossem de mercados competitivos.

Durante anos o Brasil suportou a competição ilegal do açúcar indiano, até que resolveu denunciar na OMC a concorrência ilegal e contrária às normas da organização. 

Finalmente, se tem a solução, mas demorou. A culpa, volto a dizer, é de Lula e de Amorim, demagogos.

Paulo Roberto de Almeida


Brasil vence na OMC disputa contra os subsídios da Índia ao açúcar
Confronto envolve apoios de Nova Déli às exportações e à produção doméstica
Por Assis Moreira, Valor — Genebra | 13/10/2021 12h31 

O Brasil conseguiu uma vitória de “ponta a ponta” contra a Índia na disputa do açúcar na Organização Mundial do Comércio (OMC), conforme o Valor apurou. Esse contencioso tem impacto no mercado internacional da commodity e no posicionamento dos dois maiores produtores nesse mercado.

A decisão final dos panelistas já foi enviada aos beligerantes e deverá ser anunciada pela entidade global até o fim deste mês. O confronto envolve subsídios à exportação e apoio doméstico, na forma de preços mínimos aos produtores indianos. Quando o Brasil levou o caso à OMC, o Itamaraty calculou que a “turbinação” indiana causava queda nos preços internacionais e prejuízos de pelo menos US$ 1,3 bilhão por ano a produtores brasileiros.

O Brasil é o maior produtor e exportador mundial de açúcar. A Índia é o segundo maior produtor e, com a ajuda de subsídios, tornou-se o terceiro maior exportador. Com o excesso de produção, consegue jogar muito açúcar barato no mercado.

Mudanças na legislação
A decisão da OMC nessa disputa deverá sinalizar que a Índia precisará modificar sua legislação sobre subsídios à exportação e sobre apoio doméstico para o açúcar.

Depois que o julgamento for anunciado publicamente, o mais provável é que Nova Déli recorra, apesar de o Órgão de Apelação da OMC estar inoperante.

Isso significa que uma decisão final vai demorar meses, ou anos. Se os indianos não recorrerem, terão então de negociar com o Brasil um prazo para compatibilizar sua legislação com as regras internacionais.

O governo indiano já começou a preparar seu ambiente doméstico para a derrota, admitindo na imprensa local que a disputa com o Brasil deverá ter um “gosto amargo” nos próximos dias.

Disputa começou em 2019
O Brasil acionou a OMC contra a Índia em fevereiro de 2019, inicialmente com consultas que fracassaram. Mais tarde, o país contou com a participação da Austrália e da Guatemala no questionamento de aspectos do regime indiano de apoio ao setor açucareiro, em particular do programa de sustentação do preço da cana-de-açúcar.

Estudo sobre perspectivas agrícolas até 2030, preparado pela Organização para Cooperação e Desenvolvimento Economico (OCDE) e pela Agência da ONU para a Agricultura e Alimentação (FAO), dá uma indicação do que está em jogo nessa disputa entre Brasília e Nova Deli.

O estudo prevê que o Brasil deverá manter sua posição como maior produtor mundial de açúcar, seguido de perto pela India. Os dois países vão representar 21% e 18% do total mundial de açúcar, respectivamente, por volta de 2030. Em termos absolutos e em comparação com o período 2018-2020, isso significa uma produção adicional de 5,8 milhões de toneladas pelo Brasil e de 5,1 milhões de toneladas pela India.

Liderança brasileira
Até 2030, a expectativa é que as exportações de açúcar também continuarão altamente concentradas, com o Brasil consolidando sua liderança e passando de 39% para 43% dos embarques globais. A estimativa é que as exportações brasileiras vão representar 72% do aumento no comércio mundial. O segundo maior exportador é a Tailândia.

A Índia vem em terceiro, com oferta suficiente para manter um alto nível de exportações, principalmente na forma de açúcar branco. No entanto, se o governo indiano mantiver seus esforços para aumentar a produção de etanol, os embarques de açúcar poderão sofrer uma desaceleração.

Produtores brasileiros tem tentado intensificar a cooperação bilateral com a Índia na área de bicombustíveis, para promover a produção e uso de etanol. Para o Brasil, interessa sempre criar condições para a formação de um mercado global de etanol, como também evitar que um concorrente turbine suas vendas com subsídios ilegais.

A comercialização internacional de açúcar hoje equivale a apenas 10% do que é produzido. E o objetivo é a “commoditização” do etanol nos próximos anos.

https://valor.globo.com/agronegocios/noticia/2021/10/13/brasil-vence-na-omc-disputa-contra-os-subsidios-da-india-ao-acucar.ghtml


Brasil é excluído de viagem de secretário de Biden - Thomas Traumann (Veja)

Tremenda esnobada, como diríamos popularmente. Mas, na linguagem diplomática, significa mais um "chega prá lá", ou seja, não queremos papo com você, pois você é rude, grosseiro, inconveniente, mal educado, agride nacionais e estrangeiros, é autoritário,  tudo o que detestamos.

Paulo Roberto de Almeida 


Brasil é excluído de viagem de secretário de Biden
Secretário de Estado dos EUA vai visitar a América do Sul mas deixa Bolsonaro fora da agenda
Por Thomas Traumann | 13 out 2021, 11h11 

O secretário de Estado dos EUA (cargo equivalente ao de ministro das Relações Exteriores), Antony Blinken, deve excluir o Brasil da sua primeira viagem à América do Sul. O anúncio deve ser feito nos próximos dias e confirma a falta de diálogo entre os líderes dos dois países mais importantes das Américas. A mensagem clara do presidente Joe Biden é que o Brasil de Bolsonaro está fora da sua agenda.

A diplomacia é uma arte de sinais. Na semana passada, Blinken estava no México para tratar de imigração e cooperação econômica. Como observou o brazilianista e jornalista Brian Winter, na revista Piauí, desde que tomou posse em janeiro, Biden já conversou por telefone com quase 40 chefes de Estado, incluindo os do México, Colômbia e Guatemala. Com o presidente da Argentina, Alberto Fernández, Biden falou antes da posse, dando seu aval para as negociações da dívida do país com o FMI. Com Bolsonaro, a relação é nula.

A decisão da Casa Branca de manter distância de Bolsonaro tem nome e sobrenome, Donald Trump. No domingo, o filho e principal conselheiro de política externa de Bolsonaro, Eduardo Bolsonaro, postou orgulhoso no Twitter um bilhete assinado por Trump, em mais uma prova da adoração que a família sente pelo ex-presidente americano. Bolsonaro foi o penúltimo líder mundial a cumprimentar Biden pela vitória (antes, apenas, da Coréia do Norte) e afirmou publicamente que houve fraudes na vitória do democrata. Eduardo Bolsonaro está contratando vários ex-assessores de Trump para ajudar na campanha de reeleição do pai.

No mês passado, os presidentes dos Comitês de Relações Exteriores e de Justiça do Senado _ as duas comissões mais importantes da Casa_ enviaram uma carta pública ao secretário Blinken alertando sobre as ameaças de Bolsonaro de fazer um golpe de Estado. Insistimos com o senhor a deixar claro que os EUA apoiam as instituições democráticas brasileiras e que qualquer ruptura antidemocrática com a atual ordem constitucional terá sérias consequências”, diz a carta. A exclusão do Brasil na viagem do secretário do Estado não está relacionada às constantes críticas dos políticos democratas ao presidente, mas serve como uma resposta aos senadores.

Em agosto, o principal assessor de segurança do governo Biden, Jake Sullivan, esteve em Brasília para uma reunião com Bolsonaro e, sutilmente, falou da confiança dos EUA nas instituições democráticas brasileiras - uma forma diplomática de pedir que cessassem as intimidações ao Supremo Tribunal Federal. No que foi considerado uma provocação pelos americanos, no dia seguinte ao encontro, Bolsonaro fez uma ameaça direta ao ministro do STF, Alexandre de Moraes: “a hora dele [Moraes] vai chegar”.

No encontro, Sullivan havia alertado Bolsonaro e vários ministros dos cuidados antiespionagem caso a indústria chinesa Huawei dominasse o fornecimento de material na licitação do 5G, marcada para novembro. Os conselhos foram ignorados. Os EUA também não conseguiram avançar nas negociações para projetos de proteção ambiental. Ao contrário. Bolsonaro promoveu a aprovação pela Câmara da Lei da Grilagem, que legaliza a posse e o desmatamento de áreas de parques nacionais invadidas por fazendeiros e madeireiros. A legislação é o maior retrocesso ambiental na Amazônia em décadas.

Com o diálogo travado sobre democracia, direitos humanos, ambiente e tecnologia 5G, restaram poucos temas para os diplomatas americanos e brasileiros conversarem. Desde julho os EUA estão sem embaixador em Brasília e, sem um motivo de diálogo urgente, a escolha do novo representante deve demorar meses.

https://veja.abril.com.br/blog/thomas-traumann/exclusivo-brasil-e-excluido-de-viagem-de-secretario-de-biden/


A revolução liberal de 1820 como precursora da independência do Brasil: o papel do Correio Braziliense de Hipólito da Costa - Paulo Roberto de Almeida

 A revolução liberal de 1820 como precursora da independência do Brasil: o papel do Correio Braziliense de Hipólito da Costa

The 1820 liberal revolution as a forerunner of Brazilian Independence: the role of Hipolito da Costa’s Correio Braziliense

 

 

Paulo Roberto de Almeida

Diplomata, Ministério das Relações Exteriores; professor no Ibmec-Brasília (pralmeida@me.com)

Colaboração ao Congresso Internacional sobre a Revolução de 1820;

Painel temático: As revoluções na América do Sul.

Apresentado em sessão online, coordenada pela Prof. Lúcia Maria Bastos Neves, em 13/10/2021; disponível no blog Diplomatizzando e na plataforma Academia.edu.

 

 

Resumo: Identificação e contextualização dos principais relatos e comentários feitos pelo jornalista brasileiro Hipólito da Costa em seu periódico londrino Correio Braziliense, a respeito da Revolução do Porto, em 1820, e seu impacto no Brasil, nos dois anos seguintes, durante o funcionamento das Cortes constitucionais de Lisboa, tal como repercutidos minuciosamente nas páginas do jornal. Hipólito da Costa foi mais do que um repórter dedicado a informação objetiva sobre os eventos, pois que, pelo seu conteúdo analítico e opinativo, ele praticamente moldou a opinião das elites portuguesas e brasileiras acerca da necessária evolução do regime político para uma monarquia constitucional, que ele desejava permanecer como o governo de um império, a partir da manutenção do Reino Unido de Portugal e Brasil. Em seu trabalho de seguimento crítico das diversas etapas da revolução e do processo de elaboração constitucional, Hipólito poupou sistematicamente o rei d. João e criticou seus ministros, recomendando uma mudança completa das autoridades do governo português; defendeu ademais a liberdade de imprensa e a completa equiparação de direitos e deveres entre brasileiros e portugueses; considerava que a sede do Império luso-brasileiro deveria ser no Rio de Janeiro ou numa nova capital no interior do Brasil. Só depois das medidas recolonizadoras das Cortes, que ele analisou detidamente nos diversos números do Correio em 1821 e 1822, é que ele se dispõe a apoiar a separação e a independência do Brasil, o que se dá apenas em setembro de 1822.

Palavras-chave: Hipólito da Costa. Correio Braziliense. Portugal. Brasil. Revolução do Porto. Independência do Brasil.

 

AbstractIdentification and contextualization of the main reports and comments made by the Brazilian journalist Hipólito da Costa in his London periodical Correio Braziliense, regarding the 1820 Oporto Revolution, and its impact in Brazil, in the following two years, during the functioning of the Constitutional Courts (Cortes) of Lisbon, as minutely reflected in the pages of his newspaper. Hipólito da Costa was more than a reporter dedicated to an objective information about the events, since, by the analytical and opinionated content of the journal, he practically shaped the opinion of Portuguese and Brazilian elites about the necessary evolution of the political regime towards a constitutional monarchy. He fought for the maintenance of the United Kingdom of Portugal and Brazil, in order to keep a single Empire, under the same King. Hipólito follows, in a very critical way, the various stages of the Revolution and the process of constitutional elaboration of a new Chart by the Lisbon Cortes, systematically protecting King d. João and criticizing his ministers, recommending a complete change of Portuguese governmental authorities; he also defended complete freedom of the press and the total equalization of rights and duties between Brazilians and Portuguese; Hipolito considered that the seat of the Portuguese-Brazilian Empire should be in Rio de Janeiro or in a new capital, in the heartlands of Brazil. It was only after the attempts, by the Cortes, at the recolonization of Brazil, that he decided to support the separation of the two Kingdoms and the independence of Brazil, which only took place in September 1822.

Keywords: Hipólito da Costa. Correio Braziliense. Portugal. Brazil. Oporto Revolution. Independence of Brazil.

 

 

 

A Revolução liberal do Porto recebeu de Hipólito da Costa perfeita atenção e a devida repercussão nas páginas do Correio Braziliense: o período final da existência do seu “armazém literário”, de meados de 1820 ao final de 1822, foi dedicado ao processo constitucional aberto por ela e às suas repercussões no Brasil, que resultaram, finalmente, na própria independência do Brasil. De imediato o Correio se colocou ao lado dos constitucionalistas, contra os aristocratas e principalmente contra o partido espanhol, que defendia a união com a Espanha (Goes de Paula 2001, 29).

A partir de setembro de 1820, quando ele primeiro repercute a notícia, até dezembro desse ano, Hipólito vai dedicar quatro grandes artigos à revolução e transcrever 27 documentos (proclamações, portarias, cartas e ofícios) que revoltosos e autoridades de Lisboa farão circular nesses meses febris, antecedendo à convocação das Cortes, que ele passa a tratar a partir de janeiro de 1821. Mas ele não se ocupava apenas dos eventos imediatos em Portugal, e sim pensava no futuro da sua terra, como revela a primeira matéria, no n. 148 do Correio (vol. XXV), ou seja, tão cedo quanto setembro de 1820: 

Seja-nos agora permitido fazer alguma observação sobre a influência que terá no Brasil a medida dos governadores de Portugal de convocarem as Cortes daquele Reino, com a precipitação que fizeram, sem plano premeditado pelo governo e sem vistas do interesse geral da monarquia. 

Se nas Cortes de Portugal não entram procuradores do Brasil, el-rei será o soberano de ambos os reinos, mas eles serão os reinos desunidos de Portugal e do Brasil; porquanto, uma vez que as medidas políticas em Portugal dimanem de suas Cortes, e no Brasil só d’el-rei, é impossível que haja a unidade do sistema, sem a qual os dois reinos só serão unidos de nome. 

Além disso, os brasilienses não poderão ver com olhos tranquilos e sem natural ciúme que seus co-vassalos em Portugal tenham Cortes, e não as haja no Brasil. (...) 

Estas considerações são da mais transcendente importância para a tranquilidade do Brasil. O exemplo de Portugal e as ideias do nosso século a favor das formas representativas de governo devem necessariamente mover os espíritos no Brasil, que não tendo, como fica dito, assaz fundamentos, caso adquiram o poder de obrar, só produzirão confusão e calamidades. 

Parece-nos, logo, que o remédio deveria ser a adoção de medidas tais que, satisfazendo de algum modo a opinião geral, dessem aos povos instituições constitucionais moderadas, adaptadas ao estado de civilização e instrução do país, deixando a sua desenvolução para o diante, seguindo os progressos da instrução do povo. (in: Goes de Paula 2001, 64-65)

 

Hipólito, em fino observador das estruturas econômicas mais prometedoras a partir desta parte americana do Reino, antecipa na exata sequência a sua noção de que não é o Brasil que necessitava de Portugal, e sim o contrário, mas expressando sua firme convicção de que o melhor, para ambos os reinos, era a preservação de sua união: 

Quando, porém, assim falamos sobre as medidas convenientes para conservar unidos os reinos de Portugal e Brasil, temos em vista o interesse de Portugal e do soberano, que o é de ambos aqueles Estados; porque quanto ao Brasil, e não mais, nem tanto, necessita de Portugal, do que os Estados Unidos precisam da Inglaterra.

Portanto o Correio Braziliense deve ser propriamente entendido em seus desejos patrióticos, que não são decerto guiados por prejuízos locais. Se o Brasil nada precisa de Portugal, contudo é em sua honra que seu rei continue a sê-lo também de Portugal; assim, desejáramos que, uma vez que os governadores de Portugal se portaram como se têm portado, e são convocadas as Cortes, tais instituições se adotassem que fossem favoráveis à verdadeira, e não nominal, união dos dois reinos, e que não causassem ciúmes de uma parte ou doutra, para que assim a união fosse permanente. (...)

Quanto mais instituições diversas se estabelecerem em ambos os Estados, quanto menor será a sua união; a diversidade de instituições políticas, principalmente as essenciais, não pode deixar de ocasionar diversidade de caráter, de interesse e de máximas; e dois povos, ainda que sujeitos ao mesmo soberano, colocados em tais circunstâncias, é impossível que continuem unidos por mais longo tempo. (in: Goes de Paula 2001, 65)

 

Assim termina a primeira matéria de Hipólito sobre a Revolução do Porto e suas consequências para o Brasil, um notável exercício de análise política, e de antecipação sobre os desafios, sobre as duras realidades que precisariam enfrentar os dirigentes políticos, assim como os representantes dos dois reinos, antes mesmo que houvesse qualquer decisão sobre o funcionamento das Cortes de Lisboa, e sobre como haveriam de proceder os constituintes no momento de debater e decidir quais seriam as diretrizes a serem estabelecidas para as diferentes partes do Reino Unido, não considerando, naquele momento, as demais dependências do grande império marítimo português. Ele continuaria, nos números de outubro a dezembro, a tratar das consequências da revolução do Porto, antes de mergulhar, a partir de 1821, nos trabalhos das Cortes. 

No n. 149 do Correio, em outubro de 1820, Hipólito demonstra, mais uma vez, que sua principal preocupação nos eventos de Portugal sempre esteve com as “coisas” do Brasil: 

Que culpa tem o Brasil de que os governadores de Portugal desatendessem as urgentes necessidades do Reino? Porventura veio algum filho do Brasil governar Portugal, para que pelos atos desse indivíduo fosse acusado todo o seu país? Nem um só. Portugueses dos quatro costados foram sempre todos os governadores do Reino, e todos os seus secretários e conselheiros. Se quiserem levar a queixa mais longe, e atribuírem os males todos de Portugal ao gabinete do Rio de janeiro, outra vez lhes retorquimos que não há nesse gabinete um só ministro do Brasil; e o primeiro-ministro até no nome é Portugal [Hipólito se referia aqui a Tomás Antonio de Vila-Nova Portugal].

Com que justiça, pois, se acusa o Brasil dos males de Portugal? Se a queixa fosse contra o sistema de governo, contra os indivíduos que o compõem, na Europa ou na América, o argumento seria sensato; mas uma acusação contra o Brasil é tão sobremaneira injusta que só pode ter por fim provocar a retorsão, excitar os ódios e criar divisões só úteis ao partido da dominação estrangeira... (in Goes de Paula 2001, 80)

 

Hipólito deu prosseguimento, no n. 150 do Correio, de novembro de 1820, à sua minuciosa análise política do processo de mudanças que andava ocorrendo em Portugal, sem se ocupar especialmente do Brasil, uma vez que não dispunha, ainda, de notícias suficientes sobre as repercussões do outro lado do Atlântico. O historiador Varnhagen, confirmando a dificuldade das comunicações nessa época, chamava a atenção para as “duas mil léguas de distância” entre as duas partes do Reino Unido, “em cuja viagem redonda, em navios de vela, únicos que então nela se empregavam, se não gastava menos de quatro a cinco meses” (2010, 18).

O último número do Correio de 1820, n. 151 (dezembro), situa a revolução do Porto no contexto de demais revoluções europeias, que também se colocavam no âmbito dos movimentos liberais e constitucionalistas, que começavam a reagir contra as tendências conservadoras, até reacionárias, que tinham emergido no Congresso de Viena e que tinham impulsionado, via Santa Aliança – Prússia, Áustria, Rússia, a França da Restauração e a Espanha do retorno ao mesmo despotismo dos Bourbons –, a restauração do absolutismo em vários reinos do continente. Todas elas, a rigor, se inspiravam no mesmo texto constitucional liberal, a Carta de Cádiz, cujo breve renascimento, ao início de 1820, também tinha inspirado a ação do Sinédrio.

Findamos com este número o segundo volume do nosso periódico neste ano, deixando nele registradas três revoluções importantes que obraram todas no mesmo sentido, a saber: a da Espanha, a de Nápoles e a de Portugal; argumento irrespondível de que as formas de governo até aqui existentes na Europa não concordam já com as ideias do século, e que acomodar-se a elas é o mais prudente partido que podem adotar os governos, se desejarem evitar as concussões de revoluções operadas pela força do povo, de cujo êxito ninguém pode responder. (Goes de Paula 2001, 93)

 

Ao comentar as diferentes formas de se estabelecer o método de eleger os constituintes às Cortes, Hipólito não deixa em nenhum momento de se preocupar com o Brasil, ao registrar que nas deliberações “nem se admite a existência de domínios ultramarinos”, acrescentando então: “Esta omissão nos parece um passo decisivo para a separação de Portugal do Brasil, o que na verdade sentimos que venha a ser um dos efeitos dessa revolução” (idem, 100).

No primeiro número de 1821, o 152, em janeiro, Hipólito se pronuncia sobre a convocação das cortes em Portugal, retroagindo então ao que tinha conseguido apreender a partir das repercussões da Revolução do Porto no Brasil: 

Depois de escrito o que fica acima [basicamente as lutas entre os “partidos” portugueses em torno da questão da seleção dos representantes às Cortes], recebemos notícias do Rio de Janeiro até 22 de novembro, quando já se sabia ali dos sucessos de Lisboa em setembro passado. 

Não temos tempo de dizer nada mais sobre este assunto, senão que apesar do conhecimento daqueles sucessos, não se tinha posto a menor interrupção à comunicação com Portugal; pelo contrário, continuavam a despachar-se navios, na forma usual, para o Porto e para Lisboa. (p. 151)

 

Hipólito se espantava com a inoperância e os embates confusos dos dirigentes e dos políticos portugueses, divididos entre diferentes “partidos”: o inglês, o francês e o espanhol. Aparentemente, o único a defender o “partido português”, isto é, o rei d. João e os interesses do país, como um todo, era ele mesmo. Ele julgava, não sem razão, que, entregue a si mesmo, sem o respaldo econômico do mais importante Reino da Coroa, Portugal não teria grandes chances de manter sua autonomia, numa Europa entregue a lutas entre as grandes potências. De fato, no decurso do século XIX, Portugal conheceu recaídas autoritárias, emendou diversas vezes a sua Constituição – por sinal reescrita por D. Pedro I, com base na que ele havia encomendando em 1824 para o Brasil – e se tornou praticamente inadimplente em diversos empréstimos externos ao longo do século, só escapando da humilhação imposta à Grécia e ao Egito, que passaram a ter representantes dos banqueiros controlando suas finanças e suas alfândegas, ou seja, as fontes de receitas (usadas para recolher os juros devidos). 

No segundo número do Correio de 1821, o de n. 153, datado de fevereiro, Hipólito aprofunda suas reflexões – sem dispor ainda das reações nas províncias aos acontecimentos passados na antiga metrópole – sobre a influência da revolução de Portugal no Brasil. O que ele escreve em seu principal artigo nessa área denota uma compreensão realista sobre o que se passava em sua terra e em Portugal, mesmo estando longe do Brasil desde 1793, e “ausente” de Portugal desde 1805: 

Dissemos repetidas vezes que lamentávamos a circunstância de não ter o Ministério do Brasil [sic; ou seja, o gabinete de d. João no Rio de Janeiro] começado as reformas políticas em Portugal que eram necessárias, antes que o povo as empreendesse por si mesmo; entre outras razões, porque tendo a revolução começado pelo povo e não pelo governo, era impossível prever seu êxito. Isto já não tem remédio em Portugal, ou mui fraco remédio terá, visto que somos entrados na revolução, que sempre desejamos se já evitasse; mas, como ela ainda não se manifestou no Brasil, o que a respeito dele se disser pode ainda ser ouvido a tempo, se ouvidos se prestarem enquanto isso pode servir.

Ninguém poderá duvidar que todos os passos da revolução de Portugal hão de ser sabidos e conhecidos no Brasil, e é impossível que as ideias revolucionárias de Portugal não façam ali [no Brasil] a mais profunda impressão. (Goes de Paula 2001, 152)

 

Hipólito continua a tecer considerações gerais sobre a responsabilidade das Cortes sobre as “formas constitucionais” que elas haveriam de decidir para Portugal e sobre o significado disso para o rei, e pergunta quais as consequências para o “Ministério do Brasil”, na impossibilidade de “impedir o curso natural das coisas, de passarem ao Brasil as ideias revolucionárias de Portugal” (p. 153). Sem ainda dispor de informações precisas quanto ao que estaria se passando no Brasil, Hipólito arrisca ainda assim especular sobre o que poderia se passar em sua terra, criticando mais uma vez os ministros d’el-rei e lembrando os processos de independência no entorno do Brasil: 

Porém, se ajuizamos acertados nossos conceitos, se a revolução de Portugal deve necessariamente passar ao Brasil, e se uma revolução popular naquele país pode ser acompanhada de resultados os mais desastrosos, quão culpados não devem ser os ministros que não adotarem medidas próprias para prevenir esses males? (...)

Não nos escusaremos de repetir o que tantas vezes temos dito, que forma de administração no Brasil hoje que ele é populoso, rico, comercial e polido com o trato do estrangeiro, é a mesma que existia há 300 anos, quando suas povoações constavam de mesquinhos presídios. No tempo antigo ninguém tinha ideia de outro governo que não fosse o absoluto; hoje em dia, até os rapazes falam em constituições políticas. (...)

Independente dos sucessos de Portugal, o Brasil está cercado por uma tremenda revolução na América Espanhola; sejam ou não sejam fantásticas essas ideias, estejam ou não estejam os povos do Brasil preparados para terem formas constitucionais, esse prurido deve obrar; e quanto menos preparados estiverem os povos, mais perigosos serão os seus desejos, e o meio de atalhar a explosão total é mostrar sinceridade de satisfazer a opinião pública, em tanto quanto for compatível com a prática: uma vez estabelecida a opinião dessa sinceridade do governo, metade das dificuldades estão vencidas. (...)

Sem que o povo acredite que o governo lhe prepara planos de melhoramento no sistema de administração, serão ineficazes todos os meios que se possam inventar para impedir os progressos de uma revolução popular, que já é manifesta em Portugal e labora para a explosão no Brasil; e parece-nos sumamente improvável que o povo acredite ou espere reforma alguma a seu modo, continuando a governar os mesmos homens que até aqui foram, ou se suspeitam que fossem, os apoios do sistema antigo. (idem, 153-4)

 

Foi o próprio Hipólito, aliás, que já havia afirmado, desde abril de 1820, que “todo o sistema de administração está hoje arranjado por tal maneira que Portugal e Brasil são dois Estados diversos, mas sujeitos ao mesmo rei” (Varnhagen 2010, 30). As províncias do Reino do Brasil foram se aquilatando das notícias de Portugal em tempos diversos, sendo que o Pará, por estar mais próximo, e a Bahia, tomaram posição mais cedo do que as demais partes do Brasil em prol da revolução e da convocação das Cortes em Portugal. Mas, como ainda indica Varnhagen, “a maior distância do Pará [com respeito ao Rio de Janeiro, e as dificuldades de ventos e correntes marítimas para se passar do Norte ao Sul do Brasil] fez com que primeiro chegasse ao Rio de Janeiro, no dia 17 de fevereiro [de 1821] a notícia da proclamação constitucional na Bahia” (2010, 40). Finalmente, a 7 de março, “havia sido recebido um ofício das Cortes de 15 de janeiro, pedindo a el-rei que regressasse a Lisboa, e manifestando vivo dissabor de não verem também no seu seio os representantes do Brasil” (idem, 53). Foi então que d. João resolveu retornar a Portugal, 

ficando o príncipe [seu filho Pedro] como regente do Brasil todo: terceira grande resolução em favor da futura unidade nacional. Na mesma data era decretada a convocação, por todo o Brasil, dos deputados às Corte de Lisboa, adotando-se para a marcha das eleições vários artigos da Constituição espanhola, que já haviam sido adotados para as eleições em Portugal. No Conselho de Estado, a respeito da partida de el-rei, fora Silvestre Pinheiro o único que votara contra, do que resultou dirigir-se no fim el-rei para o mesmo conselheiro, dizendo-lhe: – ‘Que remédio, Silvestre Pinheiro! Fomos vencidos.’ (Varnhagen, 2010, 53)

 

No n. 154 do Correio, correspondendo ao mês de março, Hipólito, finalmente, dá conta das repercussões da revolução do Porto no Brasil: 

No dia 1º de janeiro o povo do Pará, de concerto com a tropa, executou uma revolução com êxito tão pacífico como a de Portugal. Nomeou-se um governo provisional, proclamou-se a adoção de um governo constitucional, alegando-se com o exemplo de Portugal.

Pode alguém duvidar que a mesma cena se represente em outras capitanias do Brasil? Pode haver dúvida eu o único partido da Corte é entrar ela mesma na revolução, para lhe dar uma direção que seja a menos perniciosa possível no Brasil? 

Já em novembro passado houve um levantamento do povo no lugar de Bonito, na capitania de Pernambuco: acomodaram o motim as tropas que contra os revoltados mandou o general, mas este se fortificou no palácio da capital, depois de mandar prender várias pessoas de consideração como suspeitas de desafeição, entre as quais se acham alguns oficiais militares; e o general continua fortificado no seu palácio, rodeado de tropas, e até com artilharia assestada, para se defender em caso de ser atacado. Ora, não é esta a posição em que se devia ver um governador paternal no meio de uma população contente e satisfeita. (...)

Os procedimentos em Portugal, pelo que respeita o Brasil, têm até aqui levado a uma direção mui errada e até contraditória, e tal que nos parece tendente a causar a separação daqueles dois estados, se el-rei lhe não der o único remédio que lhe há próprio. 

Primeiramente, quando se promulgou em Portugal o regulamento para a eleição dos deputados de Cortes, copiado da Constituição espanhola, excluíram-se todos os artigos que diziam respeito aos domínios ultramarinos, dizendo-se que não tinham aplicação.

Por que não tinha aplicação? Se a revolução em Portugal era tendente a melhorar o estado da monarquia, sem dúvida que a primeira consideração devia ser a preservação de toda a mesma monarquia, e conservação de sua integridade; e o tentar fazer uma Constituição para toda ela por meio de deputados de uma só parte, é lançar os fundamentos à mais justificada desunião: e se o povo de Portugal assenta que como povo tem o direito de escolher para si a constituição que quiser, e não a outrem lhe imponha, seguramente deve convir que não tem direito de ir impor essa constituição que fazer ao povo do Brasil, que nela não teve parte. 

E que maior causa de divisão e discórdia se pode apresentar a duas porções de uma monarquia do que tentar uma delas ditar leis constitucionais sem primeiro buscar de ouvir o voto da outra? (Goes de Paula 2001, 160-1)

 

Nos meses seguintes, Hipólito continuou a dar, nos números sucessivos do Correio, “as mais amplas notícias dos debates na Cortes que eram compatíveis com o nosso periódico”, isto é, consoante seu desejo de “darmos a nossos leitores do Brasil amplos conhecimentos do que tanto lhes convém saber” (Correio, n. 154, vol. XXVI, março de 1821, 346). Não obstante, falando da volta d’el-rei a Portugal no n. 155 (abril), Hipólito se declarava favorável a continuidade da “integridade da monarquia, que tanto desejamos; mas que essa integridade se não preservará, se el-rei, quer numa, quer noutra hipótese [ou seja, partir ele a Lisboa ou “ficar por ora no Brasil”],

se servir de um ministério impopular, que não tendo a seu favor a confiança da nação, antes sendo suspeito de querer favorecer as classes privilegiadas contra os interesses da massa do povo, não poderá obrar causa alguma, ainda que boa seja, pela qual consiga inspirar a concórdia e união entre as diversas partes da monarquia. (Goes de Paula 2001, 183)

 

Foi apenas no n. 156 do Correio, correspondendo ao mês de maio, que Hipólito reporta que o povo do Rio de Janeiro, aos 26 de fevereiro, “cansado de esperar pelo que faria o governo a seu favor, seguiu o exemplo do resto da monarquia”, ou seja, “declarou-se pela Constituição” (idem, 191). Hipólito envereda pelo resto do artigo numa diatribe contra os ministros corruptos do rei, sem nomear a todos individualmente, mas expressando reservas quanto ao conde de Palmela, secretário de Estado dos Negócios Estrangeiros, dando a impressão de que ele seria um dos que faziam parte da corrupção geral, traindo o rei, dizendo-lhe falsidades, ocultando a verdade. Ele também continua a seguir cada um dos movimentos políticos em curso, dentro e fora de Portugal, no Brasil e na Europa. Mais adiante, acusou, por exemplo, o mesmo conde de Palmela, ministro de D. João VI na Europa, de tramar a contrarrevolução, por meio de um conciliábulo de diplomatas reunidos em Paris. De fato, a Santa Aliança estava preocupada com o que ocorria na Espanha, em Portugal e em Nápoles.

Pelo resto desse ano de 1821, Hipólito Hipólito da Costa permanece atento aos trabalhos das Cortes, e transcreve, no volume XXVI do Correio, praticamente todas as sessões realizadas pelas Cortes, notadamente os princípios estabelecidos para elaboração da futura Constituição, as “Bases”, que a Regência no Brasil, a cargo de príncipe D. Pedro, deveria jurar. As Cortes só se decidiram a convocar deputados do Brasil depois que as revoltas também se manifestam no reino americano, por meio de um decreto da Regência de 24 de abril (Correio, n. 157, junho 1821, 595-597). Hipólito considerou que esse decreto vinha “mui fora de tempo” e que também era limitativo, uma vez que só admitia deputados que representassem as cidades “onde houvesse Juízes de Fora, como se os povos dos lugares onde não há juízes letrados não tivessem igual direito que os outros a serem representados” (Idem, ibidem, p. 671). 

Nas Cortes de Lisboa, o Brasil tinha direito a 72 deputados, mas só 46 compareceram, e muito atrasados, o que os deixou em minoria em face dos portugueses, que tinham 100 deputados. Com raras exceções, os deputados do Pará, do Maranhão, do Piauí e da Bahia, as províncias mais ligadas a Lisboa por laços de comércio e diversos outros vínculos, alinhavam-se com os portugueses e “votaram sistematicamente contra as propostas brasileiras das demais regiões.” O padre Feijó, representante paulista, reconheceu a realidade: “Não somos deputados do Brasil, porque cada província se governa hoje independentemente” (Gomes 2010, 63).

Numa primeira etapa, os representantes brasileiros naquelas Cortes pretendiam manter a unidade dos dois reinos, em pé de igualdade, como ainda proclamava quatro meses antes do Grito do Ipiranga o próprio irmão de José Bonifácio, o deputado paulista Antonio Carlos Ribeiro de Andrada Machado e Silva, que estava “plenamente convencido de que Portugal ganha com a união do Brasil e o Brasil com a de Portugal” (Gomes 2010, 84). A questão da unidade do Brasil com Portugal teimava em alimentar os argumentos de Hipólito ao início do ano seguinte, a despeito de sinais precursores de que algo não andava bem. Escrevendo em fevereiro de 1822, Hipólito considerava essa união 

... de suma utilidade para ambos os países [...] na suposição de que sendo o Brasil tão superior a Portugal em recursos de toda a natureza, a objeção para a continuação desta união provinha de algumas pessoas inconsideradas no Brasil que desejavam a separação dos dois países antes que ela devesse ter lugar pela ordem ordinária das coisas. 

Nessa suposição, recomendando a união, temos sempre dirigido nossos argumentos aos brasilienses [que para Hipólito eram os naturais do Brasil, em contraposição ao “brasileiro”, que seria “o português europeu ou o estrangeiro que vai lá negociar ou estabelecer-se”], não nos ocorrendo sequer a possibilidade que nos portugueses europeus pudessem existir essas ideias de desunião; porque a utilidade deles, na união dos dois países, era de primeira evidência.

Mas infelizmente achamos que as coisas vão muito pelo contrário, e que é entre os portugueses e alguns brasileiros, e não entre os brasilienses, que se fomentam e se adotam medidas para essa separação, que temos julgado imprudente por ser intempestiva, e que temos combativo na suposição de que os portugueses europeus nos ajudariam [aos brasilienses] em nossos esforços para impedir, ao menos por algum tempo, essa cisão. (Correio Braziliense, vol. XXVIII, n. 165, fevereiro de 1822, 165-6.) 

 

Em julho de 1822, Hipólito assumiu novo posicionamento em relação à independência do Brasil. Sua mudança de atitude se deu no quadro dos debates nas Cortes portuguesas, quando estavam sendo discutidas diversas medidas no sentido de “recolonizar” o Brasil. De fato, além de discutir os artigos da nova Constituição, as Cortes dedicavam-se igualmente a legislar sobre os assuntos imediatos. O historiador do século XIX Handelman refletiu em sua História do Brasil, algumas dessas disposições específicas ao Reino Unido do Brasil, a partir de então muito menos unido:

As Cortes, depois de romperem pelo decreto de 24 de abril a unidade política e a organização política autônoma do Brasil, depois de haverem por um segundo decreto, de 28 de julho, incorporado as tropas nacionais brasileiras ao exército português, agora, com uma série de novas resoluções, acabavam de destruir todas aquelas instituições que ainda faziam lembrar que o Brasil havia sido durante algum tempo um reino independente e equiparado a Portugal, como país irmão, com os mesmos direitos.

Um decreto provisório, de 29 de setembro, aniquilava todo o aparelhamento do poder central do Brasil; as altas autoridades administrativas, o Supremo Tribunal, etc., que desde 1808 funcionavam no Rio, finalmente a regência que o rei havia deixado à sua partida, tudo foi suprimido. Como já havia acontecido nas restantes províncias, era agora estabelecida também no Rio de Janeiro, para a administração dessa província, uma junta, e todos esses governos provinciais deviam de novo, como antes, entender-se diretamente com o gabinete de Lisboa; igualmente as coisas da justiça, os processos das instâncias deviam passar ao Supremo Tribunal português. Segundo decreto da mesma data dispensava, consequentemente, o príncipe regente das obrigações do seu cargo e o convidava a, dentro de determinado prazo, voltar para Portugal, via Inglaterra, França e Espanha. (Handelman 1931, 765-766) 

 

No mês de setembro seguinte, Hipólito, a despeito de sua discordância com várias medidas cogitadas nas Cortes, ainda proclamava sua confiança na manutenção da unidade, manifestando que essa era uma condição de manter a liberdade lá e no Brasil:

Que a maioridade do Brasil deseja continuar em sua união com Portugal é o que se manifesta pelas declarações de todas as cidades capitais de províncias, que sucessivamente foram reconhecendo o sistema constitucional; e contudo, pode muito bem haver, e sabemos que há, algumas pessoas que julgam ser chegado o tempo do Brasil se separar da sua antiga metrópole. Este partido, porém, o julgamos por ora pequeno; e os que desse partido forem sinceros facilmente se convencerão que vão errados: os outros que obrarem assim por motivos menos honrosos do que a persuasão de que obram a favor de sua pátria não merecem que se argumente com eles. [...]

A nossa decidida opinião vai exatamente de acordo com a desta maioridade do Brasil; porque se o Brasil tem de ser um dia independente da Europa, nada lhe pode ser mais conveniente do que ir de acordo e em união com Portugal, até que ambos tenham conseguido estabelecer as suas formas constitucionais de governo; porque se antes disso se desunirem, seja por que pretexto for, o partido despótico [ou seja, os conservadores que desejavam a continuidade de uma monarquia absoluta] achará fácil meio nessa desunião de os vencer a ambos separadamente e calcar aos pés a liberdade nascente. (Correio Braziliense, XXVII, n. 160, setembro de 1821, 234-35.)

 

Nesse mesmo mês de setembro, a Constituição Política da Nação Portuguesa, aprovada ao final de 1822, estipulava, em seus artigos 128 a 131 – capítulo II, “Da delegação do Poder Executivo no Brasil”, do Título IV (Do Poder Executivo ou do rei) –, o seguinte:

128 – Haverá no reino do Brasil uma delegação do Poder Executivo, encarregada a uma Regência, que residirá no lugar mais conveniente que a lei designar. Dela poderão ficar independentes algumas províncias e sujeitas imediatamente ao Governo de Portugal.

129 – A Regência do Brasil se comporá de cinco membros, um dos quais será o presidente, e de três secretários, nomeados uns e outros pelo rei, ouvido o Conselho de Estado. Os príncipes e infantes (art. 133) não poderão ser membros da Regência.

130 – Um dos secretários tratará dos negócios do reino e fazenda; outro dos de justiça e eclesiásticos; outro dos de guerra e marinha. (...)

131 – Assim os membros da Regência, como os secretários, serão responsáveis ao rei. 

 

A conformação tentativa de uma nova modalidade de pacto colonial em muito acelerou o processo de independência no Brasil. Com efeito, o projeto de regulamentação das relações comerciais Brasil-Portugal, tomado no âmbito da Constituinte lusitana, “foi a última resolução de caráter econômico tomada pela antiga metrópole em relação ao Brasil colonial” (Brito 1980, 405) Segundo esse projeto, os produtos estrangeiros que entrassem no Brasil passariam a pagar direitos de 55% ad valorem, ao passo que os impostos de exportação aplicados a produtos brasileiros vendidos a terceiros países passariam a pagar 12% (Idem, p. 403). Quando ele foi aprovado, contudo, o Brasil já tinha declarado sua independência. 

Ao conformar-se a independência do Brasil, Hipólito estava dando por encerrada sua missão de informador crítico e de defensor da liberdade de imprensa no Brasil. No último número do Correio, em dezembro de 1822, Hipólito teceu considerações sobre a “Constituição do Brasil”, alertando que ela seria “obra do tempo e da experiência”, e que se deveria evitar “abranger casos particulares”, pois dessa forma seria “menos perfeita”: 

E tanto melhores serão as leis de um Estado, quanto mais se limitarem às regras gerais, claras e compreensivas.

Se considerarmos as partes mais belas da Constituição inglesa, as que são mais dignas de imitar-se e suscetíveis de serem adotadas em todos os governos constitucionais, acharemos, pela lição da história, que essas sábias instituições inglesas não foram arranjadas por uma vez, nem apareceram repentinamente à voz do legislador, como o decreto do onipotente fiat lux produziu em um momento o efeito que o criador se propunha. Foi a experiência, foram os repetidos ensaios, foram os melhoramentos sucessivos, foi enfim, a prudência dos legisladores em aproveitar os momentos, em adaptar suas medidas às circunstâncias em que se iam achando os povos na série dos acontecimentos políticos, que fez chegar essas partes da Constituição inglesa, a que aludimos, ao grau de perfeição em que as vemos agora. [...]

Por outra parte, nos Estados Unidos da América setentrional, tomando-se por base que os costumes daqueles povos eram análogos aos dos ingleses, adotou-se a Constituição da Inglaterra, só com aquelas modificações que a natureza das circunstâncias exigia; essa Constituição dura, e durará, porque foi fundada na experiência, e só estabeleceu regras gerais; as ocorrências vão mostrando a maneira de a pôr em prática e essa mesma prática estabelece uma Constituição de costume, que é a mais duradoura que uma nação pode ter. [...]

A Constituição de qualquer Estado, bem como as demais leis não podem durar eternamente; porque é sempre mutável a situação dos homens e quando as circunstâncias variam, forçoso é que variem também as leis. (Correio Braziliense, XXIX, n. 175, dezembro de 1822, 604-6)

 

 

 

 


 

Bibliografia:

 

Brito, José Gabriel de Lemos, 1980. Pontos de partida para a história econômica do Brasil, 3ª ed.; São Paulo: Companhia Editora Nacional/INL-MEC.

 

Costa, Hipólito José da, 2002-2003Correio Braziliense, ou, Armazém Literário. reedição fac-similar; São Paulo: Imprensa Oficial do Estado; Brasília: Correio Braziliense; coordenação de Alberto Dines e Isabel Lustosa (disponível Biblioteca Mindlin-USP: https://digital.bbm.usp.br/handle/bbm-ext/1303; acesso: 10 mar. 2021).

 

Goes de Paula, Sergio (org., introdução) (2001). Hipólito José da Costa. São Paulo: Editora 34; coleção Formadores do Brasil.

Gomes, Laurentino, 2010. 1822: como um homem sábio, uma princesa triste e um escocês louco por dinheiro ajudaram D. Pedro a criar o Brasil, um país que tinha tudo para dar errado. Rio de Janeiro: Nova Fronteira.

Handelman, Henrique, 1931. História do Brasil (1861). Rio de Janeiro: Imprensa Nacional, Revista do Instituto Histórico Brasileiro, tomo 108, vol. 162, 2º de 1930; tradução de Lucia Furquin Lahmeyer; 2 vols.

 

Varnhagen, Francisco Adolfo, 2010. História da Independência do Brasil. Brasília: Senado Federal.