¿Cómo responde la sociedad venezolana a la injerencia del régimen castrista?
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AFP/Getty Images
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Activistas de la oposición marcha hacia la Embajada cubana en Caracas para protestar por la injerencia de Cuba en los asuntos internos de Venezuela, marzo de 2014
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Hace poco menos de diez años, la creciente injerencia cubana en los asuntos de Estado venezolanos era soslayada prudentemente por los voceros de la oposición.
Denunciar el modo desembozado con que Hugo Chávez llegó a hablar de los destinos de la llamada “Revolución Bolivariana” como indisolublemente enlazados a la suerte de la Cuba de los Castro era, según muchos estrategas electorales de oposición, y para usar la expresión criolla, “gastar pólvora en zamuros”; esto es, dispararle a los buitres de la sabana. Algo no sólo ocioso, sino potencialmente contraproducente.
La devoción popular por el caudillo –discurría la mayoría de la dirigencia opositora– ,su avasallante carisma, su amor reverencial por Fidel Castro y la revolución cubana no debían ser desafiados frontalmente en una contienda electoral.
Por aquel entonces hablo ya de 2007, bastante después del fracasado golpe de 2002 y de la huelga de la estatal petrolera que mantuvo en jaque al Gobierno por casi tres meses, entre diciembre de 2002 y marzo del año siguiente–, la buena voluntad que en los sectores más desposeídos de Venezuela concitaban los cooperantes cubanos en el área de la salud, era ostensiblemente uno de los grandes logros políticos de Chávez.
Aún hoy es amplio el consenso entre observadores y políticos de oposición en torno al provechoso acierto de Chávez al aceptar la ayuda cubana en el despliegue de planes de asistencia primaria en las desheredadas barriadas de los cerros caraqueños y de muchas localidades del interior. Aquella iniciativa, bautizada por Chávez como “Misión Barrio Adentro”, fue el inicio de la estrecha, y cada día mayor, vinculación entre Caracas y La Habana en el manejo de los asuntos públicos venezolanos.
Sin duda, la percepción general de que el Gobierno se ocupaba al fin de los excluidos de siempre, allegándoles el auxilio de la mitológica “medicina social” cubana hizo mucho por afianzar la popularidad de Chávez y el sostenido apoyo electoral al Ejecutivo. Seguirían otros convenios, mucho menos conspicuos, de mayor complejidad operativa y muchísimo más onerosos para el erario venezolano.
Para La Habana, ofrecer cooperación en el área de salud a otros países, pagadera en divisa dura, no era, por cierto, una novedad: tal ha sido uno de los tortuosos medios con que Cuba ha mitigado su improductividad, sometiendo a sus cooperantes a condiciones de esclavitud moderna. Pero sí lo fue la magnitud de los ingresos percibidos a cambio de enviar médicos, enfermeras, fisioterapeutas, optometristas, técnicos en cuidados ambulatorios e instructores.
La ayuda médica se convirtió, para la retórica chavista y consumo de sus bases sociales, en el invariable justificativo del colosal subsidio que Venezuela ha concedido a la calamitosa economía cubana durante la última década. El costo para el petroestado más antiguo del hemisferio occidental, dueño de las reservas probadas de crudo más grandes del planeta, ha sido pasmosamente catastrófico.
Pese a la opacidad de las cuentas públicas venezolanas, diversas fuentes muy autorizadas, dentro y fuera del país, concurren en que el subsidio directo a Cuba puede andar hoy cerca de los 8.700 millones de euros anuales. Esto, sin contar los 100.000 barriles de crudo que llegan cada día a la isla desde hace más de una década. Cuba depende actualmente, de manera crucial, del subsidio venezolano.
La sola perspectiva de un cambio, no ya de régimen, sino meramente de gobierno en Venezuela, es visto en La Habana como algo que debería impedirse a toda costa.
Quien dice cooperantes, dice hombres y mujeres; ¿de cuántos funcionarios cubanos acantonados en Venezuela estamos hablando?
La discrepancia entre las cifras ofrecidas por diversas fuentes de oposición es tan grande que solo cabe ponderar los extremos. Números oficiales sitúan el número de cooperantes en 44.800,discriminados en una gama profesional que arropa médicos, enfermeros y entrenadores deportivos pero que deja sin especificar unos 11.000. Voces opositoras afirman que la cifras podrían duplicarse.
Un general retirado, Atonio Rivero, antiguo colaborador muy cercano a Chávez, declaró desde la clandestinidad para el periódico londinense Daily Telegraph que en Venezuela hay más de 100.000 cubanos y que, de ellos, 3.700 pertenecen a los servicios de inteligencia del celebérrimo G2.
Rivero se halla actualmente prófugo de la justicia militar y se ha unido al partido de Leopoldo López, el destacado líder encarcelado por el régimen de Maduro bajo la acusación de ser, junto con la diputada María Corina Machado, el principal instigador de la violencia callejera que azota Venezuela desde hace dos meses. A Rivero se le persigue, justamente, por haber denunciado ante la Fiscalía de la Nación la injerencia cubana en los altos mandos de las Fuerzas Armadas.
Muerto Chávez, esta injerencia ha cobrado preeminencia en el discurso opositor, entre otras razones, por el hecho inocultable de ser Nicolás Maduro un “hombre de La Habana”, un cuadro formado políticamente en la isla durante los 80, mucho antes de la aparición de Hugo Chávez en el radar de los hermanos Castro; alguien, en fin, inconmoviblemente leal a los designios e intereses de la dictadura isleña.
La sabiduría convencional reduce los términos de intercambio entre Cuba y Venezuela a una inecuación en la que Caracas subsidia la inviabilidad terminal del sistema económico cubano mientras Cuba pone la seguridad e inteligencia policiales del régimen.
Hace poco, la diputada María Corina Machado convocó en la capital venezolana una multitudinaria marcha de repudio a la presencia cubana en el país. El predicamento que goza hoy la causa anticubana habría sido impensable en tiempos de Chávez.
En efecto, las protestas, motivadas por la acogotante inseguridad, el desabastecimiento y la corrupción, coinciden con una perceptible caída del apoyo a Maduro en las encuestas más serias, la del IVAD ( Instituto Venezolano de Análisis de Datos) y la conducida por el respetado experto en demoscopia Alfredo Keller.
Entre el 62% y el 72% piensa que Venezuela está a las puertas de un colapso económico. El 51% está convencido de que la responsabilidad es del Gobierno. El 57% piensa que de Maduro directamente. El 63% tiene una visión desfavorable de Cuba, país al que acusan de haber convertido a Venezuela en una colonia de la isla caribeña con el objeto de saquearla. Apenas el 16% culpa a los empresarios y el 8% a los Estados Unidos. Sólo el 31% simpatiza con el régimen comunista creado por los hermanos Castro.
Mal momento para poner en práctica la metodología cubana de aplastamiento de toda forma de oposición.
Esta ha sido, sin embargo, la ocasión en que la mano de Cuba ha salido de la penumbra mediática en que, astutamente, se había mantenido hasta ahora, para hacerse sentir en la calle. Maduro se ha enfrentado a las protestas imbuido de una brutal doctrina represiva fidelista que, a todas luces, no funciona al aplicarse a la sociedad venezolana, de historia política y talante mucho más insumiso que la cubana. Pese a la creciente cifra de muertes (40, al redactarse esta nota) atribuidas a las paramilitares bandas motociclistas, las guarimbas, como aquí se llama a la barricada callejera que cada noche enfrenta los gases lacrimógenos y las perdigonadas de la Guardia del Pueblo y las balas de los paramilitares, lejos de languidecer, cobran mayor fuerza.
Por cuánto tiempo más se prolongará esta singular crisis de ingobernabilidad es algo que tal vez ni siquiera las omniscientes “salas situacionales” que el G2 mantiene en el palacio de Miraflores podrían decir a ciencia cierta, pero lo cierto es que para muchos opositores venezolanos, y para usar una expresión cubana, “lo mejor de todo es lo malo que se está poniendo”.
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