Junto con las deficiencias de la salud pública lo que más rechazan los brasileños en los sondeos es la inseguridad ciudadana. Hay un miedo visible. Se advierte en las conversaciones, en las redes sociales y en las cartas de los lectores a los periódicos. Hasta del exterior llegan recomendaciones a los extranjeros que visitan Brasil sobre cómo comportarse para no ser víctima de la violencia, sobre todo en vistas a la Copa del Mundo
¿Hasta cuándo los brasileños aceptarán vivir en la ansiedad de poder ser asaltados? Los que viajan fuera notan la diferencia de poder pasear con tranquilidad por calles y plazas cuando van, por ejemplo, a Europa. Allí no piensan en cada momento en que van a ser víctimas de la violencia. No que no haya también allí algunos episodios puntuales, sobr todo robos, en algunas ciudades más turísticas, pero aún en esos casos, no suelen tener la truculencia de la violencia brasileña.
Recuerdo una tarde en Venecia. Estaban cerrando algunas tiendas de objetos de lujo. Todo quedaba en los escaparates expuesto durante la noche. Pregunté al dueño de una de esas tiendas si no temían ser objeto de robo. Me miró extrañado: “No, aquí nadie toca nada”, me dijo, y añadió que la vigilancia policial nocturna impedía cualquier sorpresa.
¿Por qué matar a un ciudadano para poder robarle el móvil, la cartera o incluso el coche? De hecho, la súplica dolorida del brasileño asaltado en la calle o en casa es siempre la misma: “Por favor no dispare, no me mate. Le entregaré todo”. Ellos no escuchan y muchas veces matan lo mismo o apuñalan. Y cuando la víctima despojada de todo lo que tenía sale ilesa es una fiesta. Algunos hasta encienden en agradecimiento una vela a su santo preferido. El brasileño se consuela ya con salir vivo de un asalto.
Si ayer esa violencia callejera y doméstica era una plaga sobre todo de las grandes urbes, hoy vemos que se está extendiendo como una mancha de aceite incluso a pequeñas ciudades del interior donde dicho crimen apenas existía.
Llevo doce años viviendo en la pequeña y preciosa localidad de la Región de los Lagos, en el Estado de Río, donde se podía pasear de noche sin preocupaciones; donde los asaltos eran algo impensable, por ejemplo, a los pequeños bancos locales o a un restaurante, una tienda, un puesto de gasolina o al minúsculo edificio de correos.
Hoy, al revés, a pesar de contar la localidad con una policía fuerte y severa, todos esos lugares han sido ya objeto de alguna acción violenta. “Se ha acabado la tranquilidad de antaño”, me dicen mis amigos entre resignados y molestos. Y la gente empieza también a blindarse.
Y ese verbo “blindarse” es algo que debería hacer pensar a los responsables de un país que se vanaglorian y con razón de dirigir los destinos de un país “democrático”. Lo que ocurre es que la palabra democracia se ha prostituido como tantas otras y es bien sabido que al igual que no existe democracia en un país con una enseñanza precaria o una salud pública deficiente, tampoco es posible sentirse viviendo en democracia atenazados por la violencia cotidiana.
Me impresiona el uso que se hace en los periódicos o en las redes sociales del “blindaje” de los ciudadanos. Días atrás, en la crónica del diario O Globo sobre la ola de robos y asaltos en el precioso barrio de Santa Teresa de Río, que los portugueses levantaron para recordar la famosa Alfama de Lisboa, escribe Celia Costa: “Los habitantes de Santa Teresa están aterrorizados frente a la ola de robos a residencias en las últimas semanas”. Otro diario paulistano recordaba que en una calle de São Paulo ya habían sido asaltadas “todas las casas de una misma calle”, y algunas varias veces. ”. Y aceptando implìcitamente que los ciudadanos no confían ya en las fuerzas policiales para protegerlas dado que a veces hasta ellas actúan en comandita con los asaltadores, cuenta la cronista del diario carioca: “Ante el miedo, la gente está organizando la seguridad con sus propias fuerzas, instalando cercas eléctricas, sistemas de alarma, puertas dobles y colocando trozos de vidrio en los muros”. O sea, blindándose.
Jacques Schwarzestein, director de la Asociación de moradores de la comunidad de Santa Teresa (Amast) ha confesado que prefirió perder el carnaval para quedarse en casa “organizando su blindaje contra los asaltantes”.
Es sintomático que ninguno de los que viven en el temor de ser víctimas de asaltos, robos o secuestros hagan una llamada a las fuerzas políticas o policiales. No confían ya en ellas y las más de las veces ni denuncias la violencia Cada uno se arregla y blinda como puede. ¿Hasta cuándo?
El primer fruto envenenado de esa impotencia que sienten los ciudadanos ante la autoridad pública incapaz de defenderles es el tomarse la justicia por su mano cuando alguno de esos asaltadores son cogidos con las manos en la masa. Son las tristes y dramáticas ejecuciones que hemos podido observar estos últimos meses en un país cada vez más nervioso.
Ayer por primera vez en este pueblo tranquilo donde vivo pude ser testigo de una escena que hubiese preferido no vivir no tanto por su truculencia sino por lo sintomático que es del nerviosismo que empieza a aflorar hasta en los sencillos y hasta ayer pacíficos ciudadanos anónimos.
Estábamos en una agencia de un banco unas 40 personas esperando en fila rigurosa ser atendidos. Alguién que estaba en primera fila debió querer saltarse su turno. Era un hombre anciano y delgado con aspecto de un trabajador de la construcción, que quizás tenía prisa. A su lado, otro señor ya mayor pero más joven, más robusto y mejor vestido debió sentirse burlado en la fila y en vez de quejarse al cajero del banco le largo un puñetazo al anciano que cayó al suelo. Aún así siguió golpeándolo.
La gente gritaba pidiendo al policía armado del banco que interviniera, pero nadie se movía y la pelea continuaba. Y el policía tampoco parecía tener prisa en actuar.
Lo que más me chocó es que acabada la lucha nadie hizo un comentario. A muchos debió parecerles normal que el burlado de la fila tomara la justicia por su mano y la lanzara al anciano un puñetazo en la cara hasta tirarlo al suelo. Algunos hasta reían.
Casos así y más graves se multiplican cada día. “Es que la gente está molesta y nerviosa”, comentó una profesora que estaba a mi lado. “¿Nerviosos de qué si ustedes son famosos por aguantarlo todo sin nunca protestar?” le respondí, y ella: “De nada y de todo, o de muchas cosas juntas, pero el hecho es que las personas se están volviendo más violentas hasta en las pequeñas cosas”, me dijo.
¿Ese nerviosismo e insatisfacción difusa están presentes en las preocupaciones preferenciales de los políticos? ¿O siguen pensando que una democracia lo soporta todo incluso que los ciudadanos vivan en el sobresalto diario de no saber si van o no ser víctima de una falta de seguridad pública cada vez más grave, más generalizada y más dramática ?
¿Y eso, hasta cuándo?
Las elecciones están a la puerta y la gente, cuando se siente burlada, se vuelve imprevisible.
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