Las cuatro lecciones que Uruguay le puede enseñar al resto de América Latina
La democracia más fuerte de la región ofrece muchas lecciones, incluido el valor de una sólida red de seguridad social
Brian Winter
La Nación, Buenos Aires - 1.2.2023
Montevideo - Fue una escena que inspiró admiración, y no poca envidia, en toda América Latina. En la toma de posesión del pasado primero de enero del presidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, estuvieron presentes no uno, sino tres presidentes de Uruguay: el actual mandatario, Luis Lacalle Pou, así como los expresidentes José “Pepe” Mujica (2010-2015) y Julio María Sanguinetti (1985-1990; 1995-2000), rivales históricos en la política uruguaya, uno de izquierda, otro de centroderecha, sonriéndose y dándose palmaditas en la espalda mientras las cámaras grababan.
En otra época, una escena así podría haberse considerado banal. Pero en esta época de extrema polarización y agitación social en toda América Latina, la muestra de unidad fue tratada nada menos que como una revelación en Twitter y demás sitios. “Los uruguayos son siempre tan civilizados que no sé cómo nos soportan como vecinos”, bromeó Bruno Bimbi, periodista argentino. “Por eso Uruguay es Uruguay, y es la democracia con más calidad de la región y una de las mejores del mundo”, escribió Daniel Zovatto, destacado politólogo en Panamá. Los periódicos brasileños señalaron celosamente el contraste con su propio país; el predecesor de Lula, Jair Bolsonaro, no asistió a la inauguración tras perder las elecciones, y en su lugar voló a Orlando, en Florida.
Francamente, no era la primera vez que Uruguay parecía estar una realidad aparte. El país tiene la renta per cápita más alta de América Latina (unos 17.000 dólares), la tasa de pobreza más baja (7%) y uno de los niveles de desigualdad más bajos. La matriz energética uruguaya es la más verde de la región, y se prevé que su economía crezca un saludable 3,6% en 2023, más del doble que el promedio latinoamericano.
Los estudios internacionales sitúan con frecuencia a Uruguay como el país menos corrupto de la región; The Economist Intelligence Unit lo clasificó como la décima tercera democracia más fuerte del mundo, por delante del Reino Unido (18), España (24) y Estados Unidos (26), y muy por delante de países de la región como Brasil (47), Colombia (59) o México (86).
Este éxito no ha pasado desapercibido en otros lugares de la región y, de hecho, del mundo. En mayo pasado se celebró en la Universidad Católica de Chile una conferencia titulada “El caso uruguayo: ¿un modelo posible?”, centrada en cómo ha combinado el crecimiento económico con una sólida red de seguridad social.
Uruguay está atrayendo cifras récord de expatriados no solo de Argentina, como suele ocurrir en tiempos de crisis, sino también de Brasil, Chile, Venezuela y otros países. La ciudad turística de Punta del Este se convirtió en un imán para los trabajadores extranjeros durante la pandemia, impulsando un boom inmobiliario estimado en 6000 millones de dólares en nuevas inversiones solo en los últimos tres años.
La idea de que Uruguay se está convirtiendo en una especie de Singapur para América del Sur, un relativo oasis para los negocios y el comercio en un continente convulso, ha atraído la atención de empresas globales y grandes potencias, por igual; el gobierno conservador de Lacalle Pou inició recientemente negociaciones para cerrar acuerdos comerciales con China y Turquía.
Tim Kaine, demócrata del Comité de Relaciones Exteriores del Senado de Estados Unidos, calificó recientemente a Uruguay de “modelo en muchos sentidos” y se preguntó por qué Estados Unidos no está invirtiendo más o impulsando su propia agenda comercial en este país.
Dado todo este interés, viajé a Montevideo en noviembre con la esperanza de responder a las preguntas: ¿qué podemos aprender de Uruguay? ¿Cuáles son los secretos de su relativo éxito? A lo largo de una semana, entrevisté a destacados políticos, analistas, líderes empresariales y gente corriente, en un esfuerzo por comprender los puntos fuertes y débiles de Uruguay, y cómo otros países de América, incluido Estados Unidos, podrían aprender de ellos. Asistí a un mitin político; caminé por la rambla de la capital; me comí un chivito, el plato nacional no oficial que consiste en carne con jamón, panceta, queso y un huevo frito. Bueno, me comí dos.
A pesar de estas delicias, una de las conclusiones más obvias de mi visita fue la siguiente: Uruguay no es un paraíso. Es un país que tuvo su mejor momento hace más de un siglo, cuando las exportaciones agrícolas lo convirtieron brevemente, junto con la Argentina, en uno de los diez países más ricos del mundo. Desde entonces, ha habido largos periodos en los que la economía apenas creció, y hoy los economistas afirman que su rendimiento está muy por debajo de su potencial, con una tasa media de crecimiento anual de solo el 1% en los cinco años anteriores a la pandemia. Montevideo puede parecer una versión más gris y menos dinámica de Buenos Aires; incluso en los barrios acomodados, a casi todo le vendría bien una mano de pintura.
El Uruguay actual se enfrenta a una ola de delincuencia realmente aterradora, con una tasa de homicidios que casi duplica la de la Argentina o Chile, causada en parte por la expansión de bandas criminales procedentes de otros lugares de la región. Solo el 40% de los estudiantes terminan el bachillerato, una de las tasas más bajas de América Latina, aunque los resultados de los exámenes son altos en comparación con la región.
A fines de 2022, estalló un escándalo de corrupción que involucraba la administración de Lacalle Pou y que puso en entredicho la reputación del país de tener un gobierno no corrupto que había sido tan cuidadosamente cultivada.
Del mismo modo, es razonable preguntarse hasta qué punto el éxito de Uruguay es realmente replicable en otros lugares de América Latina.
Muchos brasileños y argentinos ponen los ojos en blanco, alegando que la pequeña población de Uruguay, de unos 3,4 millones de habitantes, hace que sea mucho más fácil gobernar. (Esto ignora el hecho de que, por ejemplo, Honduras y El Salvador también son pequeños).
Otros dicen que la historia de la inmigración europea ha hecho de Uruguay un lugar “homogéneo” y, por tanto, próspero. (Esto es manifiestamente falso, y también racista, pero lo he oído muchas veces). Otros susurran que Uruguay puede tener algunos méritos, pero que se ha beneficiado sobre todo de los errores de la Argentina y Brasil, en consonancia con su historia como Estado amortiguador sujeto a los ciclos de sus mucho más grandes vecinos.
Pero también es cierto que la historia de Uruguay es más… bueno, cercana… de lo que muchos suponen. La próspera democracia actual fue una dictadura en 1985, plagada de las mismas divisiones y violaciones de los derechos humanos que se han observado en otros lugares del continente. ¿Esa envidiable tasa de pobreza del 7%? Hace solo 20 años, alcanzaba el 40%, en medio de una crisis económica tan grave que Uruguay exportaba miles de trabajadores cualificados, en lugar de recibirlos.
Según Sanguinetti, uno de los dos expresidentes que inspiraron tanta admiración, incluso la bonhomía política que se exhibió en la toma de posesión de Lula costó trabajo construirla y corre peligro de desvanecerse.
“Si la gente cree que Uruguay siempre fue así, se equivoca”, me dijo riendo Sanguinetti, de 87 años. “Nada es fácil. Estoy seguro de que hay lecciones que humildemente podemos ofrecer a los demás”.
De hecho, hay muchas. Pero basándome en mis viajes e investigaciones, destacaría cuatro aspectos que ayudan a explicar la imperfecta historia de éxito de Uruguay:
1) Una red de seguridad social refuerza la democracia
Mujica, el otro expresidente que viajó a la toma de posesión de Lula, consiguió seguidores en todo el mundo en la década de 2010 como una especie de oráculo del anticonsumismo, al seguir conduciendo su Volkswagen Beetle de 1987 de ida y vuelta a su humilde granja en las afueras de Montevideo todos los días mientras ocupaba el cargo, en lugar de vivir en el palacio presidencial, y también al donar el 90% de su salario a obras de caridad.
Y aunque Mujica nunca fue tan popular en su país como lo fue en el extranjero, una de sus frases más famosas capta indudablemente el ethos uruguayo: “Nadie es más que nadie”.
Esa filosofía igualitaria sobresale en América Latina, donde la mayor brecha existente en el mundo entre ricos y pobres ha alimentado innumerables conflictos sociales a lo largo de los años. Y aunque sigue siendo más un ideal que una realidad, ha sostenido lo que en algunos aspectos es el Estado de bienestar más antiguo y generoso de la región.
En la actualidad, alrededor del 90% de la población uruguaya mayor de 65 años está cubierta por el sistema de pensiones, una de las tasas más altas de la región. El Estado proporciona seguro de desempleo, transferencias monetarias a las familias de bajos ingresos, recursos para el cuidado de niños y ancianos, y un sistema de sanidad pública.
Pagar todo esto no es barato, por supuesto. Uruguay recauda alrededor del 27% de su PBI en impuestos, por encima de la media latinoamericana (22%), aunque menos que Brasil (32%) y la Argentina (29%), y muy por debajo de la media de la OCDE (34%), un club compuesto en su mayoría por países europeos desarrollados. En general, el gobierno desempeña un papel importante en la economía uruguaya: las empresas estatales dominan el sector petrolero, los préstamos hipotecarios e incluso la transmisión de datos de internet. Aproximadamente uno de cada cinco trabajadores está empleado por el sector público, según el Banco Mundial.
Javier de Haedo, economista vinculado a la centroderecha uruguaya, afirma que la economía se ha visto afectada por un ciclo de largo plazo de crecientes demandas sociales, aumentos de impuestos y reestructuraciones periódicas de la deuda. “Esa es la historia de Uruguay”, me dijo. “La única solución es crecer más”.
Lacalle Pou llegó al cargo con un programa de reformas favorables a las empresas tras 15 años de gobierno del izquierdista Frente Amplio (FA). Pero por un golpe del destino fue investido el 1 de marzo de 2020, 12 días antes de que apareciera el primer caso de Covid-19 en Uruguay. Ha pasado gran parte de su mandato gestionando la pandemia en lugar de aprobar leyes.
Pero incluso Lacalle Pou y sus aliados se centran más en introducir ajustes en el sistema vigente -por ejemplo, aumentar la edad mínima de jubilación- que en derribarlo por completo.
En Uruguay se escucha muy poco acerca de la acalorada retórica sobre el socialismo o el neoliberalismo que domina la política en otros lugares de América Latina. “Casi no importa quién esté en el poder; hay una especie de consenso socialdemócrata que no cambia en lo fundamental”, afirma Nicolás Saldías, analista uruguayo para América Latina de The Economist Intelligence Unit.“Lo que se oye son debates sobre las tasas de impuestos, más que sobre el impuesto en sí”, añade.
De Haedo, el economista crítico, reconoció que ha habido “ejemplos espectaculares” de buena administración por parte del sector público.
Puede que el modelo uruguayo no sea para todos. Pero en una época en la que las demandas de mayores derechos sociales y servicios han invadido América Latina, provocando violentas protestas y una grave inestabilidad en países como Chile, Ecuador, Perú y otros, es difícil no darse cuenta de que Uruguay está… bastante tranquilo. Incluso después de la pandemia, los uruguayos consideraban en general que sus necesidades básicas estaban cubiertas.
En una encuesta publicada en mayo de 2022 por las Naciones Unidas, el 37% de los uruguayos dijo que su situación socioeconómica era buena, el 48% la consideró ni buena ni mala, y solo el 14% la calificó como mala. Dada la relativa satisfacción con el statu quo, no parece casualidad que Uruguay nunca haya elegido a un verdadero populista ideológicamente de izquierda o de derecha, mientras que los pilares fundamentales de una economía estable basada en el mercado también son ampliamente aceptados.
Hablé con un grupo de jóvenes activistas del Partido Nacional de Lacalle Pou, de centroderecha, y ellos también parecían apreciar el equilibrio. “La gente en Uruguay se siente protegida”, dice María Ángela Rosario, de 27 años. “No conozco a nadie que quiera cambiar eso en lo fundamental”.
Hacer algo a la uruguaya significa hacerlo despacio, gradual y deliberadamente. Es un aspecto célebre de la cultura local, tan uruguayo como tomar mate o contemplar la puesta de sol sobre el Río de la Plata (ambas cosas, no por casualidad, se deben hacer a la uruguaya).
Y, como tantas otras cosas aquí, puede ser un arma de doble filo.
Cuando se propone una nueva legislación, los políticos dicen que suele debatirse, y debatirse, y luego volver a debatirse. Las reformas a menudo no se consideran definitivas hasta que son aprobadas a través de plebiscitos o referéndums populares, cuya organización puede llevar años, los cuales se han utilizado desde la década de 1990 para votar sobre la privatización de los servicios públicos, leyes de amnistía, políticas contra la delincuencia, derechos sobre el agua y otras cuestiones.
A veces, cuando el cambio entra en vigor, el mundo ya ha cambiado. “He visto a Uruguay perder muchas oportunidades porque no pudimos actuar a tiempo”, me dijo un abogado que trabaja con inversionistas internacionales, haciendo referencia a puertos de aguas profundas, centros de datos y más.
De hecho, incluso en Montevideo, el ritmo de todo -comercio, política y vida cotidiana- puede resultar un poco extraño para quienes están acostumbrados a Buenos Aires, Lima o Ciudad de México. Una mañana cometí el pecado capital del periodista: se me acabó el espacio en mi cuaderno.
Eran las 11.30 de un miércoles y estaba en pleno centro. Encontré una papelería a dos cuadras; las llaves estaban en la puerta principal, la cual abrí lentamente, y me quedé esperando unos minutos hasta que un hombre mayor, mate en mano, apareció en la parte de atrás de la tienda. “¡Buen día!”, dijo alegremente. “No abrimos hasta, no sé, las 12.45 o 13. Intente cruzando la calle”. Así lo hice: “Ah, no me quedan cuadernos”, me dijo el vendedor. “Vuelva el lunes o el martes. O puede intentar al otro lado de la calle”. Al final me rendí y le pedí uno prestado a un periodista uruguayo. Otros expatriados compartieron historias similares acerca de un país que rara vez parece tener prisa. Un amigo de Sen Paulo me dijo: “Todos los días quiero gritar”.
Pero tomar la vida con calma tiene sus ventajas, sobre todo en política. Una reforma puede tardar mucho en aprobarse y luego sobrevivir a un referéndum. Pero una vez que lo hace, el cambio se considera legítimo y establecido, y la gente generalmente sigue adelante. “Tenemos una cultura política de tomar decisiones y luego aceptarlas”, afirma Yamandú Orsi, intendente de Canelones, una ciudad al norte de Montevideo, y posible candidato presidencial en las elecciones de 2024. “Lo que desde fuera puede parecer lento, muchas veces es una búsqueda democrática de diálogo y consenso”.
Como resultado, Uruguay ha visto poco de la política extrema en otras partes de América Latina, así como en los Estados Unidos y Europa, en que los gobiernos asumen el poder decididos a deshacer los logros de sus predecesores. Esta estabilidad ha dado certeza a los inversionistas, un sentido de dirección a largo plazo que generalmente no existe en el resto de la región. “Aburrido es bueno. Dios, ojalá la Argentina y Brasil fueran así de aburridos”, me dijo un inversionista. Como con tantas otras cosas en Uruguay, me quedé pensando si era posible separar lo positivo de lo negativo.
Mientras estaba en el país, un gran escándalo se desató en torno a un esquema en el que funcionarios del gobierno supuestamente vendieron docenas, y quizás cientos, de pasaportes falsos a extranjeros, incluidos rusos que huían de su país tras la invasión de Ucrania.
A medida que los fiscales investigaban el caso, también encontraron indicios de que el guardaespaldas presidencial de Lacalle Pou intentó vender un software que podría utilizarse para rastrear a líderes de la oposición. (El presidente, su guardaespaldas y otros funcionarios negaron haber actuado indebidamente).
A pesar de todo, los fiscales hicieron su trabajo con normalidad, sin interferencias políticas, como es costumbre en Uruguay. “El fuerte sentido republicano hace que el uruguayo promedio entienda que ninguno de los poderes del Estado puede pisar al otro. Por encima de todo, el sistema judicial es una salvaguarda”, dijo Agustín Mayer, abogado del despacho Ferrere. Y aunque el escándalo fue claramente vergonzoso y un golpe a la reputación del país, algunos vieron una oportunidad para fortalecer aún más la democracia uruguaya.
“Lo que veo es a la sociedad debatiendo esto, procesándolo, tratando de entender lo que pasó”, dijo Adolfo Garcé, analista político. “Eso es lo que hacemos. Esta es una democracia con una tremenda capacidad de aprendizaje”.
Algo que distingue a las instituciones uruguayas es lo abiertas que son y lo integradas que están en la sociedad. Casi todo el mundo parece formar parte de algo: un partido político, un sindicato, un club de barrio, que a su vez tiene vínculos, o al menos cierta conectividad, con el Estado. “Los movimientos sociales activos han sido el motor de la política y la democracia uruguayas”, me dijo Carolina Cosse, intendenta de Montevideo y otra posible aspirante a la presidencia.
En su opinión, prácticamente “todas” las reformas sociales de los últimos años se iniciaron desde las bases, y mencionó la sanidad universal, la matrimonio igualitario y una nueva universidad en el interior del país como causas que los políticos asumieron como propias. Cosse y otros destacaron la gran importancia de los partidos políticos: Los mismos tres partidos han dominado la política uruguaya durante décadas, han defendido ideologías generalmente consistentes en lugar de servir como vehículos personalistas, y cuentan con miles de personas de a pie entre sus miembros.
Toda esta mezcla de gente común y funcionarios electos también desmitifica un poco la política, y en este punto, de acuerdo, el tamaño del país puede tener mucho que ver. Cuatro personas diferentes me enseñaron selfies con Lacalle Pou, tomadas en heladerías, restaurantes y en la calle. Esto también puede contribuir a la cultura de transparencia de Uruguay.
“Si un político se compra un coche nuevo y caro, todo el mundo lo sabe. Vivimos uno al lado del otro, nos vemos en el supermercado”, afirma Martín Aguirre, director del diario El País. Como prueba de ello, al salir de comer (chivito, naturalmente), nos topamos con su tía. Charlaron durante 15 minutos; cuando nos íbamos, él sonrió y se encogió de hombros. “¡Pequeño país!”
Sería tentador concluir que el énfasis en el civismo en la política uruguaya es también un resultado de la que la gente viva codo con codo. Pero no siempre fue así, especialmente en los años 60 y 70, cuando Uruguay cayó en la misma espiral de violencia guerrillera y represión brutal que asoló gran parte de la región.
En nuestra conversación, Sanguinetti me dijo que él y Mujica solían ser “no solo adversarios, sino enemigos”, señalando que Mujica fue líder del grupo rebelde Tupamaro, que no se reincorporó plenamente a la vida política hasta que retornó la democracia en los años ochenta.
Sanar esas divisiones llevó tiempo y esfuerzo. Mujica, que pasó 13 años en la cárcel, ha hablado de forma conmovedora a lo largo de los años sobre su propio camino. “Yo tengo mi buena cantidad de defectos, soy pasional, pero en mi jardín hace décadas que no cultivo el odio”, dijo Mujica al retirarse de la política cotidiana en 2020. “Aprendí una dura lección que me impuso la vida, que el odio termina estupidizando, nos hace perder objetividad”.
Esos sentimientos parecen haber calado en el conjunto de la sociedad. Orsi habló de la importancia de las “reglas no escritas” en la política uruguaya, en concreto el respeto a la oposición por parte del gobierno que esté en el poder, y señaló que Lacalle Pou asistió a su toma de posesión como intendente a pesar de ser de partidos rivales. “Eso es algo que nunca olvidaré”, dijo Orsi.
Orsi tiene 55 años y el presidente, 49, lo que sugiere que estas tradiciones se están transmitiendo a una nueva generación de dirigentes. No obstante, otros uruguayos con los que hablé expresaron la sensación de que estas tradiciones están bajo amenaza por las redes sociales y las presiones que afectan al resto de América Latina tras la pandemia. Algunos observaron con preocupación que un partido de tendencia populista quedó en cuarto lugar en las elecciones de 2019. Chile es un ejemplo de cómo incluso las más cacareadas historias de éxito de la región pueden desmoronarse rápidamente y sin previo aviso.
Y por eso Sanguinetti y Mujica, incluso a sus 87 años, siguen haciendo de su relación un escaparate, hasta el punto de escribir juntos un libro recientemente. “Seguimos discrepando en muchas cosas, cosas fundamentales”, dijo Sanguinetti. “Pero bueno, estos viejos intentan demostrar a las nuevas generaciones que se puede discrepar, sin perder la civilidad”.
“Creo que otros también pueden hacer esto”, añadió. “Uruguay no tiene nada de especial”.
Esta columna fue publicada originalmente en Americas Quarterly. El autor es su editor general y vicepresidente de la Americas Society and Council of the Americas.
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